Gustav pasó un resto de la tarde espantoso, consolando a Franziska, que lloraba como él debía mientras que de sus ojos no brotaba ni una lágrima. Luego de dos horas, su hermana acabó con tres rollos de papel sanitario y un dolor de cabeza aún peor que el inducido por el alcohol.
La noche tampoco fue digna de anotarse entre las mejores de su vida. Luego de acostar a Franziska en su cama, previo cambiar las sábanas y asegurarle que no tenía ningún problema en por ese día dormir en el sillón, Gustav cerró la puerta de su habitación y el silencio que en los últimos días había perdido poder dentro de su departamento, regresó haciendo un eco hueco y doloroso.
Aún en estado de shock, Gustav intentó llevar su rutina tal y como la recordaba, antes de que Georg terminara con Veronika y empezaran a vivir juntos…
Con paso lento y parecido al de un zombie, el baterista entró en la cocina y comprobó con un regusto amargo que Franziska, insegura como siempre y exagerando hasta el límite de lo irrisorio, había escondido todos los cuchillos y objetos punzocortantes en quién sabe Dios qué lugar. No que Gustav planeara terminar con su vida; de dramático tenía poco y entre sus planes no se encontraba el suicidio, pero necesitaba uno si quería prepararse algo de cenar.
En su caja y casi como si supiera qué pasaba, Claudia sacaba la cabecita marrón y lo seguía con cada uno de sus pasos dentro de la diminuta cocina.
—Pronto seremos tú y yo solos de vuelta, haciéndonos compañía hasta el fin de los días que no quedan –le dijo Gustav con voz monocorde y plana, casi desinteresada, contemplándola un par de minutos antes de decidirse a cambiarle el agua y la comida.
Una vez hubo hecho su trabaja y Claudia se encontró masticando un particular trozo grande de lechuga, el baterista se vio ante la encrucijada de quedarse ahí como un idiota, viendo comer a su tortuga o buscarse algo mejor que hacer.
Con la poca energía que le quedaba en el cuerpo, toda la demás había huido junto con Georg, optó por la segunda opción, recordando que su sala aún era una zona de caos y requería de limpieza con urgencia.
Sin saber bien cómo sus pies se seguían moviendo a voluntad a pesar de estar agotado física y mentalmente, Gustav limpió su casa durante el siguiente par de horas; desde el rincón más oscuro hasta el sitio más alto, concentrándose en sus labores con una fascinación casi enfermiza que lo tuvo hasta bien entradas las horas de la madrugada.
Para cuando terminó, a eso de las tres de la mañana, lo único de lo que fue capaz de hacer, fue dejarse caer sobre su sofá y soltar el trapo húmedo con el que había sacudido el escaso mobiliario con el que contaba. Sobre la mesa que tenía al frente, una pequeña y que usaba de centró para la habitación, yacía la fatídica lista que había arruinado todo.
Estaba arrugada, las esquinas dobladas y el centro manchado con un pequeño punto rojo, pero el resto era tal como lo recordaba de días antes. Costaba creer que realmente sólo hubieran transcurrido días y no años desde que la hubiera escrito; desde que hubiera tachado el número doce que venía escribiendo desde hacía años y lo hubiera cambiado por su nuevo deseo.
“12.- Olvidar a Georg”, alcanzaba a leer Gustav desde su posición; su propia letra imperfecta burlándose de él con una maldad intrínseca.
—El daño está hecho, supéralo –se dijo al tiempo que se presionaba el tabique nasal entre dos dedos, deseoso de poder deshacerse de la acuciante necesidad de estornudar, que en realidad era un torrente de lágrimas, que por terquedad suya y de nadie más, no era capaz de liberar ni aunque su vida dependiera de ello.
Georg se había ido y sólo quedaba esperar. No su regreso, Gustav estaba seguro en su totalidad y sin atisbos de esperanza, de que el bajista no volvería; no, en su lugar, quedaba esperar que si bien era mucho pedir que todo volviera a ser como antes, al menos su relación personal y su interacción, no afectaran a la banda. De ser así, sería demasiado humillante tener que hablar con Bill y Tom, por no mencionar a Jost, que seguro tendría un aneurisma reventado en cuestión de horas.
Cansado de limpiar, de su día, de todo, Gustav se dejó llevar por el mar de emociones que amenazaba en caerle encima; cerró los ojos y en cuestión de segundos estaba dormido.
Gustav fue el primero en despertar dentro del departamento, con el cuello tenso dada la mala postura en la que había dormido, helado por completo a falta de mantas con las que cubrirse en el transcurso de la noche y con una tristeza densa que se le pegaba a la piel y le hacía dificultoso respirar.
El reloj del reproductor de DVD’s marcaba las seis en punto, apenas había dormido un par de horas y se sentía del asco, como si hubiera pasado a través de un molino de carne y tuviera de pronto que correr una maratón de sesenta kilómetros.
El peso del día anterior se había duplicado y con amargura recordó que apenas veinticuatro horas antes, su mañana había sido total y completamente diferente, con Georg a su lado, los dos desnudos uno encima del otro y con cada centímetro de su piel recubierta de una fina capa de sudor. Se habían besado hasta el cansancio y ahora el ardor de esos besos era como marcas al fuego que el baterista llevaba tatuadas por todo el cuerpo.
Dolía mucho más de lo que podía concebir.
Y al mismo tiempo en el que sólo quería hacerse un ovillo a sus pies y yacer ahí hasta el fin de los tiempos, también quería moverse, salir gritando y liberarse; llorar hasta que no quedara nada dentro de él y el vacío que parecía ocupar el centro de su ser absorbiera los restos.
—¿Gus? –Escuchó en dirección a su dormitorio. Como si temiera acercarse, Franziska lo miraba con recelo desde detrás de la puerta.
—No estoy molesto, ni contigo ni con nadie, si es lo que piensas –le adivinó el pensamiento, seguro de que su hermana se culpaba de alguna manera por el desastroso resultado.
En un principio, Gustav habría querido hacerlo, señalar con el dedo en su dirección y acusarla de todos sus males, ¿pero qué sentido tenía? Franziska no había escondido la nota en el sillón para que cualquiera la viera, tampoco era su culpa haberla encontrado y mucho menos era su responsabilidad que su contenido fuera letal; todas y cada una de aquellas consecuencias, le pertenecían y las cargaba con su peso completo.
—Da igual, me quiero disculpar por-…
—Franny, en serio. No es tu culpa –la interrumpió Gustav, con lo que él conocía, era el inicio de un dolor de cabeza—. Te perdono, si es lo que quieres oír, pero en realidad… En realidad no hay nada qué perdonar. Siento si es la idea que te hice tener.
—Uhm –murmuró Franziska, no muy segura de qué decir o hacer—. ¿Quieres que prepare café? ¿O algo más sólido? Puedo hacer un desayuno completo, lo que tú quieras.
A pesar de que Gustav se sentía desconectado de su sistema nervioso, su cuerpo hablaba por sí mismo y pedía eso y más, haciendo rugir sus tripas. –Una taza y pan tostado –murmuró Gustav, estirando las piernas y oyendo los huesos tronar.
Pronto los dos se encontraron frente a la mesa con sus platos de comida repletos de alimentos. Convencida de que Gustav necesitaba nutrirse, Franziska había preparado una pequeña variedad de alimentos, todos de la preferencia del baterista, quien picoteo la comida, masticó un poco y al cabo de unos minutos, declaro estar lleno a más no poder, so pena de reventar.
—Tienes que comer… —Se le ahogó la voz a Franziska, viendo como Gustav apartaba el plato y bebía un sorbo de su café—. Gusti, me duele verte así.
—Pues cierra los ojos –replicó el baterista con amargura, lamentando al instante su explosión de mal genio—. Perdón, no quería—…
—Está bien –lo interrumpió Franziska, levantándose de su silla y llevando su plato y el de Gustav al fregadero—. Sólo… Si necesitas con quién hablar, ¿recordarás que estoy para ti?
Gustav no respondió, pero Franziska interpretó aquello como un ‘sí’ rotundo, al menos por su estabilidad emocional y para acallar la culpa.
Gustav permaneció sentado frente a la mesa por al menos una hora antes de decidir que lo suyo no era sano y dicho fuera de paso, normal. No podía pasarse la vida lamentando el pasado y lo que tuviera que ocurrir, ocurriría, estuvieran él y Georg juntos o no…
O no, y ya.
De cualquier modo, soltó un suspiro, y el pequeño calendario que había ganado casi un año atrás como miembro frecuente de la tienda de la esquina pareció resaltar la fecha: Treinta y uno de diciembre. El último día de ese año que apuntaba a ser uno de mierda y digno de recordarse por ello.
Gustav recordó las compras del día anterior, el pavo que se estaba descongelando en una de las ollas grandes y las papas con las que iba a acompañar el relleno, por no hablar de las naranjas que habían comprado para exprimirles el jugo y darle ese toque exquisito que la receta a la orange requería.
Decidido a que al menos mantendría las manos ocupadas y la mente en otros menesteres, Gustav fue en busca de la receta que había anotado en su cuaderno el día anterior y con ella en un lugar visible en su cocina, se puso el delantal blanco que había conseguido de regalo esa Navidad para empezar a cocinar.
A Franziska el ruido de las cazuelas al golpearse entre sí y el delicioso aroma que comenzó a inundar las habitaciones del departamento la perturbó y maravilló en uno. Extrañada por todo aquello y decidida a investigar la fuente de procedencia, fue que encontró a Gustav descorchando una botella de vino y vertiendo al menos un cuarto de su contenido en un recipiente, para luego tomar el líquido por medio de una jeringa e inyectárselo al pavo, que acomodado en una charola de tamaño medio, apenas estaba en las primeras etapas de preparación.
—¿Gus, qué haces?
—Duh –la miró el baterista con desinterés—, la cena de hoy.
—No tienes que-…
—No, pero quiero hacerlo. Estoy aburrido y es esto o llorar toda la tarde –volvió a rellenar la jeringa con más vino y a inyectársela al pavo—. ¿Cuál prefieres?
Su hermana mayor se mordisqueó el labio inferior con saña, preocupada por aquel comportamiento errático, pero al mismo tiempo prefiriéndolo por encima de ver a Gustav deprimido.
—¿Hay algo en lo que te pueda ayudar? –Se decidió al final.
—De hecho… —Gustav se rascó la mejilla con impaciencia—. ¿Podrías subir al piso de arriba con la casera y pedirle una pavera? Olvidé comprarla y creo recordar que ella me ofreció una el año pasado.
—Correcto –asintió Franziska, decidida a todo con tal de ver a Gustav fuera de su estado catatónico.
El resto del día transcurrió cocinando. Apenas el pavo relleno entró al horno, Gustav se dedicó a pelar papas para el puré al tiempo que mantenía un ojo en las cacerolas sobre el fuego en su estufa de cuatro parrillas. Franziska tampoco descansaba, pues ocupaba un pequeño espacio sobre la mesa revolviendo la mezcla para su famoso dulce de bombones, abriendo entre espacios, las latas de fruta en almíbar que iba a ocupar en su preparación.
—¿No crees que es mucha comida? –Preguntó Franziska cuando Gustav terminó con las papas y pasó a ocuparse de la masa para los pasteles. La pregunta en lo absoluto curiosa, más bien como una manera tímida de decirle al baterista que si seguían cocinando a ese ritmo y con esa cantidad, podrían alimentar a todos los vagabundos de Berlín si se lo proponían, e incluso, dejar sobras para el día siguiente.
—Nah –desdeñó el baterista la idea, leyendo con cuidado las instrucciones y contando mentalmente los huevos que tenía en el canasto, feliz por una vez de tener la cantidad exacta.
—Bien, si tú dices… —Concedió su hermana mayor, permaneciendo en silencio el resto del tiempo.
Pronto el sol se había escondido y el departamento rezumaba de una docena de maravillosos olores que despertarían el hambre en la persona más apática o llena hasta la saciedad.
—Creo que terminamos –declaró el baterista, cronometrando el reloj al tiempo en el que el pavo saldría del horno y su día de cocinar terminaría—. ¿Vas a alistarte para salir? –Preguntó a su hermana como si nada, ignorando la expresión de incredulidad con la que ésta le respondía.
—¿En verdad me crees capaz de salir cuando—…?
—Franny, en serio, soy un adulto. Tengo mi cena de Año Nuevo, tú una fiesta por la que viniste a la ciudad. No tienes que quedarte conmigo y perderte de la diversión –dijo Gustav con sencillez, soltándose los lazos del delantal que llevaba puesto y colocándole en el respaldo de una de las sillas de la mesa—. Estoy bien, lo juro.
—Ni siquiera has llorado –rebatió Franziska—, eso no es estar bien.
—Pues lo estoy –mintió el baterista—. Y tú necesitas darte una ducha. Evchen estará aquí en menos de una hora. Sería patético que faltaras porque a tu hermano menor le rompieron el corazón.
—Gusti…
—No bromeo, Fran. Puedes llevarte todos los cuchillos de la cocina, mis corbatas y desconectar el gas. Estaré bien solo. Claudia me dará toda la compañía que necesito y tengo comida de sobra. Nada malo va a pasar.
A Gustav le costó elaborar esas palabras y más convencer a Franziska, pero al final, lo logró. Evchen y Julie recogieron a Franziska y ésta lo miró con infinita tristeza, indecisa aún de dejarlo sin más compañía que cuatro kilos de pavo en el horno y una tortuga en etapa de semi hibernación.
—Voy a llamar más tarde, no te has librado de mí aún –le susurró al oído antes de partir y el baterista aceptó.
Cuando al fin se encontró solo, Gustav inhaló y exhaló aire a profundidad; luego se arrodilló frente a la puerta y por primera vez desde que todo había ido cuesta abajo, rompió a llorar con desesperación.
Georg estaba molesto. No, a la mierda con eso; él estaba furioso.
—Deja de llorar –le dijo a Veronika al tratar de quitársela del brazo, sin mucho éxito—. No vine a jugar.
Porque Georg creía en las epifanías, era que estaba de vuelta en su viejo departamento, no para solucionar sus asuntos con Veronika, sino para recoger sus cosas, empaquetar todo y regresar con Gustav.
—¡No, no, no! –Chilló su ex novia con fervor, pateando a su alrededor, gritando como posesa—. No tienes mi permiso de irte, no me puedes dejar, no te atrevas, Georg, o no responderé de mis actos.
El bajista se contuvo de rodar los ojos al cielo. –Haz lo que quieras, yo me voy a ir de aquí, te guste o no.
—¿Hay otra, no es así? Tienes a otra maldita perra y por eso no me quieres más… Tú, imbécil, infiel…
Georg rechinó los dientes, sacando su ropa del armario y metiéndola en las maletas sin orden ni cuidado. Estaba harto hasta el extremo; que Veronika lo llamara infiel cuando menos de una semana antes la hubiera encontrado en la cama con las piernas al aire y anudada al supuesto ex novio con el que ya no tenía tratos, era una burla cruel.
—Me voy a suicidar –amenazó Veronika al final, entrando al baño y saliendo con una pequeña navaja de rasurar—. Si me dejas, me voy a matar, Georg. Cargarás con la culpa para siempre.
El bajista denegó con la cabeza, lamentando estar en su situación. –Me voy, Veronika. Lo que me llevo es mío y lo que se queda es tuyo; haz lo que quieras con el resto. Véndelo, tíralo, dónalo, no me importa. Pagué la renta hasta el primer día de febrero, pero entonces estarás desalojada y no me hago responsable de ello. No te voy a volver a ver y éste es el adiós final. Vive como quieras, no me interesa.
Veronika soltó un chillido espeluznante y Georg apenas vio venir el rápido movimiento de su mano. Un segundo después, y sobre el brazo desnudo de ésta apareció una fina línea roja de la cual en instantes borbotó sangre con fuerza.
De eso hacían horas…
Georg terminó llamando a la ambulancia y pasó la noche en emergencias como el único familiar con el que Veronika contaba. Su herida requirió de siete puntadas y tres días de observación en el pabellón psiquiátrico.
Sin teléfono y sin dinero, aún alterado por lo ocurrido, a Georg apenas le pasó por la cabeza que su desaparición inesperada podría haber causado un malentendido con Gustav.
Al final, cuando por fin pudo contactar con los padres de Veronika y explicarles la penosa situación, era ya tarde del día siguiente. No se despidió de ésta y sin mirar una vez atrás, regresó a su pronto viejo departamento, donde llamó a la agencia de mudanzas y dio órdenes de tomar lo suyo y almacenarlo en una bodega hasta nuevo aviso.
Sólo entonces, se permitió pensar en Gustav y sin perder más valioso tiempo, tomó un taxi hasta su departamento, decidido a tomar una decisión importante que los afectaría a ambos… Eso si el baterista respondía con un ‘sí’.
Gustav jamás se había sentido tan miserable en su vida. La cena sabía deliciosa, pero sin más compañía que Claudia en su caja y una botella de vino para él solo, pronto estaba ebrio y lloroso, comiendo un muslo del pavo usando las manos y sin un plato.
La noche no pintaba bien y para confirmárselo, los golpes rudos contra su puerta le hicieron temer con un irracional miedo. Franziska no podía ser, la casera ya había venido y…
—¡Gustav! –Escuchó un grito al otro lado de la puerta, la inconfundible voz de Georg llamándolo con una pizca de desesperación en las dos sílabas.
Aún herido, Gustav se tragó los restos de orgullo que le quedaban y abrió la puerta, decidido a enfrentar sus demonios de una buena vez. ¿Y qué si Georg lo rechazaba? Al menos hacía podría intentar continuar con su vida, tratar de olvidarlo, buscar a alguien más y por una vez ser feliz.
Pero apenas vio al bajista y sus ilusiones se vinieron abajo como un castillo de naipes en pleno huracán.
Ahí estaba Georg, con un aspecto terrible y con lo que parecía ser sangre manchando el cuello de su camiseta.
—Siempre vienes cuando menos lo espero, sangrando y… —Tembló por completo, sendos lagrimones recorriendo sus mejillas—. Ahora el ebrio soy yo.
Georg no dijo nada. Dando un paso al frente, tomó la cara de Gustav entre sus dos manos y después de limpiarle las lágrimas con los pulgares, lo besó en los labios con fuerza y pasión.
—¿Por qué? –Se apartó el baterista, la cabeza dándole tumbos por la habitación—. Esa nota…
—Shhh –lo volvió a besar Georg—. No me fui por eso. O sí, pero… —Suspiró—. ¿En verdad me quieres olvidar?
Gustav calló y su silencio habló por él.
—Es mi culpa por no decir nada antes –lo envolvió Georg en un abrazo, presionando sus cuerpos al punto de hacerlos perder el aire—. Te amo, Gustav. Desde hace años y sólo hasta ayer me enteré. Lo siento tanto –se le quebró la voz—. Su hubiera sabido antes… Si tan siquiera hubiera visto las señales, quizá…
—No digas nada –apoyó Gustav la frente sobre el hombro del bajista—. Esa lista… Es una tontería. No quiero olvidarte, ni siquiera creo que pudiera hacerlo –rió el baterista; el ruido hueco y sin vida—. Pero duele tanto…
—Lo sé, lo sé… —Los meció Georg a ambos en un vaivén de sus cuerpos—. Es lo peor. Veronika jamás pudo remplazarte, cuando la vi con Dominique no sentí nada excepto rabia de haber desperdiciado mi tiempo con ella en lugar de estar contigo. Debí ser más valiente desde un principio.
—Yo también –buscó Gustav sus labios—, pero ya pasó. El tiempo no regresa y lo único que cuenta es que estás aquí.
—Sí –asintió Georg—. Estoy aquí para ti, si me quieres…
—Idiota, claro que sí –cayeron otro par de lágrimas de los ojos de Gustav y al verlo, Georg también lloró, no de tristeza como en los últimos años, sino de alivio, de paz interior—. Yo también te amo.
—Oh Diosss, eso se siente tan bien –cerró Georg la puerta tras de sí que permanecía abierta y apenas lo hizo, el silencio que reinaba en el apartamento los envolvió como una manta protectora—. Sólo quiero estar contigo, el resto no me importa.
—¿Entonces por qué te fuiste? –Lloriqueó Gustav, aún con las emociones del día corriendo por sus venas en un torrente—. Franziska estaba alterada, yo pensé que todo estaba terminado… No sabía si creer que volverías.
—Pero volví, si aquí estoy es por ti –murmuró Georg contra la mejilla del baterista—. Tenía que terminar todo con Veronika. Empaqué mi ropa, finalicé el contrato del departamento y cuando estaba por irme, ella… —Imágenes del suceso recorrieron su mente—. Ella se lastimó a sí misma, Gus. Se hirió con una navaja para afeitar y tuve que acompañarla en ambulancia al hospital. Requirió suturas y evaluación psiquiátrica. No podía contactar a su familia y cuando ellos se enteraron ni siquiera me culparon… Estaban al tanto de su relación con Dominique y me pidieron disculpas. Fue tan surrealista todo. Apenas pude y volví aquí, lamento si no llamé antes…
—Está bien, está bien, no importa mientras estés aquí, conmigo –besó Gustav la barbilla del bajista, recorriendo su quijada, las mejillas, la frente, la punta de la nariz y al final culminar en los labios—. Es lo único que cuenta ahora. Tú y yo…
—No –denegó Georg, haciendo que a Gustav el corazón le saltara en el pecho—. Es un nosotros de ahora en adelante.
—Sí –dijo Gustav con una cálida sensación que interpretó en su totalidad como amor correspondido.
—Y ahora… —Las manos de Georg se metieron debajo de la camiseta del baterista, palpando la piel debajo de ésta y logrando con ello que Gustav tuviera instantáneamente, una erección en su propio recibidor. Si de algo servía decirlo, el bajista estaba en sus mismas condiciones, presionándose contra su muslo y jadeando.
—¿Cama? –Sugirió Gustav con una sonrisa que creyó jamás volver a experimentar con Georg.
—Puede ser casi cualquier lugar, no soy quisquilloso –bromeó Georg. Gustav no perdió tiempo y lo arrastró consigo a su habitación, tirándolos a ambos sobre el colchón y rodando sobre él hasta que sus labios estaban hinchados y sus ropas desordenadas.
—Tengo algo que decirte…
—¿Mmm? –En su éxtasis, jugueteando con uno de los pezones del baterista, Georg apenas si tenía atención de sobra para algo más—. ¿Qué? ¿No pensarás terminar conmigo ahora, uh? –Inquirió, alzando la camiseta de Gustav por encima de su cabeza y lanzándola al suelo para luego hacer lo propio con la suya.
El baterista se deleitó con la vista de los duros pectorales de Georg, que sin llegar a parecer inflados con esteroides, tenían la forma adecuada y la definición correcta. –No –negó Gustav, recorriendo el vientre del bajista con la mano, fascinado como éste respondía a su contacto.
—¿Entonces?
La cara de Gustav cobró un tono sonrosado.
—Probé, ya sabes… Con un par de dedos y lubricante. Si tú quieres o podemos esperar después…
—¿Hablas de lo que creo que hablas? –La boca de Georg se abrió hasta donde sus posibilidades llegaban—. Wow, ¿en serio?
Dos noches atrás, justo después de su segundo orgasmo consecutivo, ambos habían tonteado un poco, terminando así con Gustav tendido de costado y detrás de él, Georg probando la resistencia de su cuerpo con un dedo lubricado con saliva. Nada serio, nada comprometedor, sólo movidos por la curiosidad. En ese momento al baterista no le había parecido la mejor idea del mundo, tener un dedo donde antes no tenía nada, pero el resultado, si bien no fue satisfactorio al cien por ciento, los dejó a ambos con la tentación de volver a probar. Más a Gustav, que el día anterior se había dado a la tarea de hacer apropiadamente, ya no con saliva, sino con un lubricante adecuado y dos dedos.
—¿Quieres? –Ofreció Gustav lo que sería su virginidad, al menos en ese sentido—. O quizá luego…
Georg presionó sus bocas en lo que sería un beso profundo que en cuestión de segundos escalo de intensidad hasta ser casi demasiado. –No, no, quiero hacerlo, pero tú… ¿En realidad lo deseas?
Como toda respuesta, Gustav dijo las ocho palabras más importantes de aquel proceso. –El frasco está sobre la mesita de noche.
Torpe por la excitación y la prisa de hacerlo lo antes posible, Georg casi se cayó de regreso a la cama, con el dichoso envase en una mano y su erección en otra.
—¿Nervioso?
—Uhm, quizá –confesó Gustav, abriendo las piernas cuando Georg se sentó entre éstas—, pero también curioso, así que… ¡Ah, helado! –Se retrajo cuando Georg no perdió tiempo y un dedo embadurnado de lubricante se deslizó entre sus nalgas.
—Tranquilo –lo coaccionó Georg, deslizándose a lo largo de su perineo y presionando contra la abertura de su cuerpo—. Voy a tratar de… Si sientes dolor, dilo.
Gustav asintió con la cabeza sobre la almohada, seguro de que aunque sufriera como condenado por la santa inquisición española, no diría o haría nada que lo confirmara.
Pronto el dedo de Georg se deslizó por su canal y su dueño lo movió un poco en movimientos circulares y luego, ya más seguro de que Gustav no se iba a romper en dos o algo parecido, de adelante hacia atrás en una cadencia sin prisas. Pronto, viendo que el baterista jadeaba con cada embestida y parecía disfrutarlo, Georg se atrevió a agregar un poco más de lubricante y añadir un segundo dedo.
El cambio fue significativo. Gustav gimió desde lo más profundo de su garganta y por inercia, sus piernas se abrieron un poco más. Con la otra mano sobre su rodilla, Georg lo acarició un par de minutos hasta sentirlo relajarse de vuelta y prosiguió en sus anteriores preparaciones.
Pronto, un tercer dedo se sumó a los dos anteriores y Gustav tembló en su sitio, una capa de sudor cubriendo cada centímetro de su piel.
—¿Crees que…? –Georg presionó su erección contra el muslo interno de Gustav y éste asintió con fervor.
Sin mediar más en su espera, Georg extrajo sus dedos de dentro de Gustav con cuidado y buscó de vuelta el envase del lubricante, tomando un poco en la palma de su mano, antes de fruncir el ceño con severidad.
Atento a sus reacciones, el baterista preguntó: —¿Qué pasa?
—Condón –murmuró Georg al inclinarse por el borde de la cama, tomar sus pantalones y extraer la billetera. Un vistazo adentro de ella se lo dijo todo—. Mierda…
—¿Hay algo de lo que deba preocuparme? –Se incorporó Gustav sobre su codo—. Porque hasta donde yo sé, no me puedo embarazar…
—Supongo que no. Siempre usé uno con Veronika y los tests han salido limpios por años –murmuró Georg, esperando luz verde—. Podemos esperar, si tú quieres.
—Da la casualidad de que no quiero –tiró Gustav de su brazo y pronto los dos estuvieron en posición para proseguir. Georg usó el lubricante de su mano para untar su miembro y pronto no quedó ninguna razón para no empujar dentro de Gustav.
—¿Listo? Voy a ir despacio –dijo con precaución, acomodándose sobre la abertura del baterista y haciendo presión sobre los músculos internos de éste.
Gustav experimentó aquello como un proceso extraño, ligeramente ardoroso y al mismo tiempo, erótico como pocas cosas en la vida. Aferrando a Georg por los hombros y soportando el ligero dolor que acompañaba centímetro a centímetro de recibir algo ajeno a su cuerpo, sus ojos se tornaron cristalinos, pero no lloró. En su lugar, se concentró en los besos que Georg depositaba en su cuello y rostro, imaginando que éstos dejaban sobre su piel una marca ardiente.
Cuando menos lo pensó, Gustav se encontró con Georg por completo dentro de él y el peso de un cuerpo encima del suyo que en lugar de quitarle el aliento, le hacía doler de una particular manera.
—Muévete –indicó, sorprendido de cómo Georg lo miraba, con tal intensidad que parecía a punto de decir algo cursi y sobrevalorado como ‘te amo’.
En lugar de ello, el bajista se pasó la lengua sobre los labios y asintió.
En cuestión de segundos, lo que empezó como un lento baile de sus caderas, cobró forma y ritmo, después vigor, cuando ambos se entregaron con pasión a la actividad.
Pronto ninguno de los dos podía contenerse más. Gustav sintió como su cuerpo estallaba en calor y su erección en medio de ambos explotaba en un gratificante orgasmo que lo hizo tensarse por completo y después quedar laxo debajo de Georg. El baterista sólo jadeó contra su oído, aumentando el ritmo de sus embestidas y con una última particularmente profunda, desplomarse con pesadez, su cabello haciendo que Gustav no pudiera ver nada, pero al mismo tiempo sin que le importara.
—¿Lo hiciste dentro? –Preguntó el baterista, más curioso que repulso por la idea—. Wow, sí lo hiciste… Susurró con asombro, cuando Georg se retiró y una tibia humedad se deslizó fuera de su cuerpo—. Eso sí que es de lo más bizarro.
—Uh –respondió Georg, yendo rumbo al baño y regresando con una toalla para ambos. Con una delicadeza propia de quien está enamorado, limpió primero a Gustav y después la usó con él, desechándola al final sobre el suelo para volver a la cama con Gustav, los dos envueltos bajo las mantas y entrelazando las piernas.
—Fue…
—Increíble, lo sé –finalizó el bajista la frase, besando los labios de Gustav y recorriendo el costado de su figura con dedos ágiles.
—Más que eso, yo…
Tres eventos sucedieron en una cadena progresiva:
El primero, siendo el estallido de una ráfaga de luces, colorido y ruido en su ventana, anunciando que el año nuevo había llegado sin que ellos se lo esperaran.
Lo segundo fue la puerta del departamento abriéndose de golpe y las fuertes pisadas recorriendo su camino hasta el cuarto de Gustav…
… Y lo tercero fue Franziska, abriendo la puerta de la habitación sin tocar antes y girando sobre su eje en una vuelta veloz que hizo a la bufanda que llevaba en el cuello, dar un coletazo mortal.
—¡Chicos! –Chilló llevándose las manos a los ojos, como si lo que hubiera visto la hubiera espantado de por vida. La verdad muy alejada, si es que la sonrisa pícara que llevaba en los labios era una señal de fiarse—. Me voy por un par de horas y regreso pensando que quizá Gustav se ahorcó usando el cable de la tostadora sólo para encontrarlos así, ¡¿en serio?!
—Oh Franny –desdeñó el baterista a su hermana—. Cuando tengas edad de saber, te diré. Hasta entonces, ¿crees que puedas salir y cerrar la puerta? Georg y yo… Bueno, tú sabes.
—¡Eso! –Besó el bajista a Gustav y a Franziska no le quedó de otra que hacerles caso y esperar en la sala…
Media hora después, una vez se hubieran vestido, desvestido y vuelto a vestir de vuelta, Georg y Gustav emergieron de la habitación, tomados de la mano y con aspecto de haber corrido un maratón.
—¿Adivino que son pareja? –Arqueó Franziska una ceja detrás de la revista de modas que leía segundos antes—. También puedo estar equivocada, pero…
——Nop, ningún error –le pasó Georg la mano a Gustav por la cintura—. Pareja hasta el fin de los tiempos o que Gustav se harte de mí; lo que suceda primero.
—Uhmmm, ¿una semana? –Bufó el baterista—. La segunda opción no cuenta porque… ¡Ah! —Se quedó a medias, cuando Georg lo mandó callar con un beso.
Si bien Gustav aseguraba que las demostraciones amorosas en público le producían náuseas, Franziska no se lo recordó y espero a que aquel par hubiera terminado antes de sugerir que pasaran el resto de la noche como debía ser: Celebrando.
Después, pasaron el primer día del nuevo año comiendo, bebiendo y pasándola bien; y una vez Franziska se fue a dormir, Gustav, a petición de Georg, tachó aquel deseo número doce que lo incluía con su lápiz y olvidó la lista por su bien, porque como el bajista se lo repitió, los dos mirando el amanecer de aquel primer día del año, tener tradiciones era bueno, pero no si éstas interferían en su relación.
—Vamos a estar juntos lo más posible, no quiero que me olvides –selló el bajista aquel trató, poniendo el encendedor bajo la hoja de papel y haciendo que ésta ardiera ante la mirada de ambos. De las cenizas restantes, no quedó nada. Apenas se terminó de consumir el papel y Georg lo lanzó por la ventana de Gustav, viendo como se desvanecía entre la nieve que caía.
Gustav sonrió levemente, el frío del exterior luchando contra el calor de sus mejillas. –No te voy a olvidar.
—Eso me gusta mucho –susurró Georg contra el cuello de Gustav, abrazándolo por detrás y presionando sus cuerpos juntos.
A lo lejos en la distancia, el primer rayo de sol apareció.
La noche tampoco fue digna de anotarse entre las mejores de su vida. Luego de acostar a Franziska en su cama, previo cambiar las sábanas y asegurarle que no tenía ningún problema en por ese día dormir en el sillón, Gustav cerró la puerta de su habitación y el silencio que en los últimos días había perdido poder dentro de su departamento, regresó haciendo un eco hueco y doloroso.
Aún en estado de shock, Gustav intentó llevar su rutina tal y como la recordaba, antes de que Georg terminara con Veronika y empezaran a vivir juntos…
Con paso lento y parecido al de un zombie, el baterista entró en la cocina y comprobó con un regusto amargo que Franziska, insegura como siempre y exagerando hasta el límite de lo irrisorio, había escondido todos los cuchillos y objetos punzocortantes en quién sabe Dios qué lugar. No que Gustav planeara terminar con su vida; de dramático tenía poco y entre sus planes no se encontraba el suicidio, pero necesitaba uno si quería prepararse algo de cenar.
En su caja y casi como si supiera qué pasaba, Claudia sacaba la cabecita marrón y lo seguía con cada uno de sus pasos dentro de la diminuta cocina.
—Pronto seremos tú y yo solos de vuelta, haciéndonos compañía hasta el fin de los días que no quedan –le dijo Gustav con voz monocorde y plana, casi desinteresada, contemplándola un par de minutos antes de decidirse a cambiarle el agua y la comida.
Una vez hubo hecho su trabaja y Claudia se encontró masticando un particular trozo grande de lechuga, el baterista se vio ante la encrucijada de quedarse ahí como un idiota, viendo comer a su tortuga o buscarse algo mejor que hacer.
Con la poca energía que le quedaba en el cuerpo, toda la demás había huido junto con Georg, optó por la segunda opción, recordando que su sala aún era una zona de caos y requería de limpieza con urgencia.
Sin saber bien cómo sus pies se seguían moviendo a voluntad a pesar de estar agotado física y mentalmente, Gustav limpió su casa durante el siguiente par de horas; desde el rincón más oscuro hasta el sitio más alto, concentrándose en sus labores con una fascinación casi enfermiza que lo tuvo hasta bien entradas las horas de la madrugada.
Para cuando terminó, a eso de las tres de la mañana, lo único de lo que fue capaz de hacer, fue dejarse caer sobre su sofá y soltar el trapo húmedo con el que había sacudido el escaso mobiliario con el que contaba. Sobre la mesa que tenía al frente, una pequeña y que usaba de centró para la habitación, yacía la fatídica lista que había arruinado todo.
Estaba arrugada, las esquinas dobladas y el centro manchado con un pequeño punto rojo, pero el resto era tal como lo recordaba de días antes. Costaba creer que realmente sólo hubieran transcurrido días y no años desde que la hubiera escrito; desde que hubiera tachado el número doce que venía escribiendo desde hacía años y lo hubiera cambiado por su nuevo deseo.
“12.- Olvidar a Georg”, alcanzaba a leer Gustav desde su posición; su propia letra imperfecta burlándose de él con una maldad intrínseca.
—El daño está hecho, supéralo –se dijo al tiempo que se presionaba el tabique nasal entre dos dedos, deseoso de poder deshacerse de la acuciante necesidad de estornudar, que en realidad era un torrente de lágrimas, que por terquedad suya y de nadie más, no era capaz de liberar ni aunque su vida dependiera de ello.
Georg se había ido y sólo quedaba esperar. No su regreso, Gustav estaba seguro en su totalidad y sin atisbos de esperanza, de que el bajista no volvería; no, en su lugar, quedaba esperar que si bien era mucho pedir que todo volviera a ser como antes, al menos su relación personal y su interacción, no afectaran a la banda. De ser así, sería demasiado humillante tener que hablar con Bill y Tom, por no mencionar a Jost, que seguro tendría un aneurisma reventado en cuestión de horas.
Cansado de limpiar, de su día, de todo, Gustav se dejó llevar por el mar de emociones que amenazaba en caerle encima; cerró los ojos y en cuestión de segundos estaba dormido.
Gustav fue el primero en despertar dentro del departamento, con el cuello tenso dada la mala postura en la que había dormido, helado por completo a falta de mantas con las que cubrirse en el transcurso de la noche y con una tristeza densa que se le pegaba a la piel y le hacía dificultoso respirar.
El reloj del reproductor de DVD’s marcaba las seis en punto, apenas había dormido un par de horas y se sentía del asco, como si hubiera pasado a través de un molino de carne y tuviera de pronto que correr una maratón de sesenta kilómetros.
El peso del día anterior se había duplicado y con amargura recordó que apenas veinticuatro horas antes, su mañana había sido total y completamente diferente, con Georg a su lado, los dos desnudos uno encima del otro y con cada centímetro de su piel recubierta de una fina capa de sudor. Se habían besado hasta el cansancio y ahora el ardor de esos besos era como marcas al fuego que el baterista llevaba tatuadas por todo el cuerpo.
Dolía mucho más de lo que podía concebir.
Y al mismo tiempo en el que sólo quería hacerse un ovillo a sus pies y yacer ahí hasta el fin de los tiempos, también quería moverse, salir gritando y liberarse; llorar hasta que no quedara nada dentro de él y el vacío que parecía ocupar el centro de su ser absorbiera los restos.
—¿Gus? –Escuchó en dirección a su dormitorio. Como si temiera acercarse, Franziska lo miraba con recelo desde detrás de la puerta.
—No estoy molesto, ni contigo ni con nadie, si es lo que piensas –le adivinó el pensamiento, seguro de que su hermana se culpaba de alguna manera por el desastroso resultado.
En un principio, Gustav habría querido hacerlo, señalar con el dedo en su dirección y acusarla de todos sus males, ¿pero qué sentido tenía? Franziska no había escondido la nota en el sillón para que cualquiera la viera, tampoco era su culpa haberla encontrado y mucho menos era su responsabilidad que su contenido fuera letal; todas y cada una de aquellas consecuencias, le pertenecían y las cargaba con su peso completo.
—Da igual, me quiero disculpar por-…
—Franny, en serio. No es tu culpa –la interrumpió Gustav, con lo que él conocía, era el inicio de un dolor de cabeza—. Te perdono, si es lo que quieres oír, pero en realidad… En realidad no hay nada qué perdonar. Siento si es la idea que te hice tener.
—Uhm –murmuró Franziska, no muy segura de qué decir o hacer—. ¿Quieres que prepare café? ¿O algo más sólido? Puedo hacer un desayuno completo, lo que tú quieras.
A pesar de que Gustav se sentía desconectado de su sistema nervioso, su cuerpo hablaba por sí mismo y pedía eso y más, haciendo rugir sus tripas. –Una taza y pan tostado –murmuró Gustav, estirando las piernas y oyendo los huesos tronar.
Pronto los dos se encontraron frente a la mesa con sus platos de comida repletos de alimentos. Convencida de que Gustav necesitaba nutrirse, Franziska había preparado una pequeña variedad de alimentos, todos de la preferencia del baterista, quien picoteo la comida, masticó un poco y al cabo de unos minutos, declaro estar lleno a más no poder, so pena de reventar.
—Tienes que comer… —Se le ahogó la voz a Franziska, viendo como Gustav apartaba el plato y bebía un sorbo de su café—. Gusti, me duele verte así.
—Pues cierra los ojos –replicó el baterista con amargura, lamentando al instante su explosión de mal genio—. Perdón, no quería—…
—Está bien –lo interrumpió Franziska, levantándose de su silla y llevando su plato y el de Gustav al fregadero—. Sólo… Si necesitas con quién hablar, ¿recordarás que estoy para ti?
Gustav no respondió, pero Franziska interpretó aquello como un ‘sí’ rotundo, al menos por su estabilidad emocional y para acallar la culpa.
Gustav permaneció sentado frente a la mesa por al menos una hora antes de decidir que lo suyo no era sano y dicho fuera de paso, normal. No podía pasarse la vida lamentando el pasado y lo que tuviera que ocurrir, ocurriría, estuvieran él y Georg juntos o no…
O no, y ya.
De cualquier modo, soltó un suspiro, y el pequeño calendario que había ganado casi un año atrás como miembro frecuente de la tienda de la esquina pareció resaltar la fecha: Treinta y uno de diciembre. El último día de ese año que apuntaba a ser uno de mierda y digno de recordarse por ello.
Gustav recordó las compras del día anterior, el pavo que se estaba descongelando en una de las ollas grandes y las papas con las que iba a acompañar el relleno, por no hablar de las naranjas que habían comprado para exprimirles el jugo y darle ese toque exquisito que la receta a la orange requería.
Decidido a que al menos mantendría las manos ocupadas y la mente en otros menesteres, Gustav fue en busca de la receta que había anotado en su cuaderno el día anterior y con ella en un lugar visible en su cocina, se puso el delantal blanco que había conseguido de regalo esa Navidad para empezar a cocinar.
A Franziska el ruido de las cazuelas al golpearse entre sí y el delicioso aroma que comenzó a inundar las habitaciones del departamento la perturbó y maravilló en uno. Extrañada por todo aquello y decidida a investigar la fuente de procedencia, fue que encontró a Gustav descorchando una botella de vino y vertiendo al menos un cuarto de su contenido en un recipiente, para luego tomar el líquido por medio de una jeringa e inyectárselo al pavo, que acomodado en una charola de tamaño medio, apenas estaba en las primeras etapas de preparación.
—¿Gus, qué haces?
—Duh –la miró el baterista con desinterés—, la cena de hoy.
—No tienes que-…
—No, pero quiero hacerlo. Estoy aburrido y es esto o llorar toda la tarde –volvió a rellenar la jeringa con más vino y a inyectársela al pavo—. ¿Cuál prefieres?
Su hermana mayor se mordisqueó el labio inferior con saña, preocupada por aquel comportamiento errático, pero al mismo tiempo prefiriéndolo por encima de ver a Gustav deprimido.
—¿Hay algo en lo que te pueda ayudar? –Se decidió al final.
—De hecho… —Gustav se rascó la mejilla con impaciencia—. ¿Podrías subir al piso de arriba con la casera y pedirle una pavera? Olvidé comprarla y creo recordar que ella me ofreció una el año pasado.
—Correcto –asintió Franziska, decidida a todo con tal de ver a Gustav fuera de su estado catatónico.
El resto del día transcurrió cocinando. Apenas el pavo relleno entró al horno, Gustav se dedicó a pelar papas para el puré al tiempo que mantenía un ojo en las cacerolas sobre el fuego en su estufa de cuatro parrillas. Franziska tampoco descansaba, pues ocupaba un pequeño espacio sobre la mesa revolviendo la mezcla para su famoso dulce de bombones, abriendo entre espacios, las latas de fruta en almíbar que iba a ocupar en su preparación.
—¿No crees que es mucha comida? –Preguntó Franziska cuando Gustav terminó con las papas y pasó a ocuparse de la masa para los pasteles. La pregunta en lo absoluto curiosa, más bien como una manera tímida de decirle al baterista que si seguían cocinando a ese ritmo y con esa cantidad, podrían alimentar a todos los vagabundos de Berlín si se lo proponían, e incluso, dejar sobras para el día siguiente.
—Nah –desdeñó el baterista la idea, leyendo con cuidado las instrucciones y contando mentalmente los huevos que tenía en el canasto, feliz por una vez de tener la cantidad exacta.
—Bien, si tú dices… —Concedió su hermana mayor, permaneciendo en silencio el resto del tiempo.
Pronto el sol se había escondido y el departamento rezumaba de una docena de maravillosos olores que despertarían el hambre en la persona más apática o llena hasta la saciedad.
—Creo que terminamos –declaró el baterista, cronometrando el reloj al tiempo en el que el pavo saldría del horno y su día de cocinar terminaría—. ¿Vas a alistarte para salir? –Preguntó a su hermana como si nada, ignorando la expresión de incredulidad con la que ésta le respondía.
—¿En verdad me crees capaz de salir cuando—…?
—Franny, en serio, soy un adulto. Tengo mi cena de Año Nuevo, tú una fiesta por la que viniste a la ciudad. No tienes que quedarte conmigo y perderte de la diversión –dijo Gustav con sencillez, soltándose los lazos del delantal que llevaba puesto y colocándole en el respaldo de una de las sillas de la mesa—. Estoy bien, lo juro.
—Ni siquiera has llorado –rebatió Franziska—, eso no es estar bien.
—Pues lo estoy –mintió el baterista—. Y tú necesitas darte una ducha. Evchen estará aquí en menos de una hora. Sería patético que faltaras porque a tu hermano menor le rompieron el corazón.
—Gusti…
—No bromeo, Fran. Puedes llevarte todos los cuchillos de la cocina, mis corbatas y desconectar el gas. Estaré bien solo. Claudia me dará toda la compañía que necesito y tengo comida de sobra. Nada malo va a pasar.
A Gustav le costó elaborar esas palabras y más convencer a Franziska, pero al final, lo logró. Evchen y Julie recogieron a Franziska y ésta lo miró con infinita tristeza, indecisa aún de dejarlo sin más compañía que cuatro kilos de pavo en el horno y una tortuga en etapa de semi hibernación.
—Voy a llamar más tarde, no te has librado de mí aún –le susurró al oído antes de partir y el baterista aceptó.
Cuando al fin se encontró solo, Gustav inhaló y exhaló aire a profundidad; luego se arrodilló frente a la puerta y por primera vez desde que todo había ido cuesta abajo, rompió a llorar con desesperación.
Georg estaba molesto. No, a la mierda con eso; él estaba furioso.
—Deja de llorar –le dijo a Veronika al tratar de quitársela del brazo, sin mucho éxito—. No vine a jugar.
Porque Georg creía en las epifanías, era que estaba de vuelta en su viejo departamento, no para solucionar sus asuntos con Veronika, sino para recoger sus cosas, empaquetar todo y regresar con Gustav.
—¡No, no, no! –Chilló su ex novia con fervor, pateando a su alrededor, gritando como posesa—. No tienes mi permiso de irte, no me puedes dejar, no te atrevas, Georg, o no responderé de mis actos.
El bajista se contuvo de rodar los ojos al cielo. –Haz lo que quieras, yo me voy a ir de aquí, te guste o no.
—¿Hay otra, no es así? Tienes a otra maldita perra y por eso no me quieres más… Tú, imbécil, infiel…
Georg rechinó los dientes, sacando su ropa del armario y metiéndola en las maletas sin orden ni cuidado. Estaba harto hasta el extremo; que Veronika lo llamara infiel cuando menos de una semana antes la hubiera encontrado en la cama con las piernas al aire y anudada al supuesto ex novio con el que ya no tenía tratos, era una burla cruel.
—Me voy a suicidar –amenazó Veronika al final, entrando al baño y saliendo con una pequeña navaja de rasurar—. Si me dejas, me voy a matar, Georg. Cargarás con la culpa para siempre.
El bajista denegó con la cabeza, lamentando estar en su situación. –Me voy, Veronika. Lo que me llevo es mío y lo que se queda es tuyo; haz lo que quieras con el resto. Véndelo, tíralo, dónalo, no me importa. Pagué la renta hasta el primer día de febrero, pero entonces estarás desalojada y no me hago responsable de ello. No te voy a volver a ver y éste es el adiós final. Vive como quieras, no me interesa.
Veronika soltó un chillido espeluznante y Georg apenas vio venir el rápido movimiento de su mano. Un segundo después, y sobre el brazo desnudo de ésta apareció una fina línea roja de la cual en instantes borbotó sangre con fuerza.
De eso hacían horas…
Georg terminó llamando a la ambulancia y pasó la noche en emergencias como el único familiar con el que Veronika contaba. Su herida requirió de siete puntadas y tres días de observación en el pabellón psiquiátrico.
Sin teléfono y sin dinero, aún alterado por lo ocurrido, a Georg apenas le pasó por la cabeza que su desaparición inesperada podría haber causado un malentendido con Gustav.
Al final, cuando por fin pudo contactar con los padres de Veronika y explicarles la penosa situación, era ya tarde del día siguiente. No se despidió de ésta y sin mirar una vez atrás, regresó a su pronto viejo departamento, donde llamó a la agencia de mudanzas y dio órdenes de tomar lo suyo y almacenarlo en una bodega hasta nuevo aviso.
Sólo entonces, se permitió pensar en Gustav y sin perder más valioso tiempo, tomó un taxi hasta su departamento, decidido a tomar una decisión importante que los afectaría a ambos… Eso si el baterista respondía con un ‘sí’.
Gustav jamás se había sentido tan miserable en su vida. La cena sabía deliciosa, pero sin más compañía que Claudia en su caja y una botella de vino para él solo, pronto estaba ebrio y lloroso, comiendo un muslo del pavo usando las manos y sin un plato.
La noche no pintaba bien y para confirmárselo, los golpes rudos contra su puerta le hicieron temer con un irracional miedo. Franziska no podía ser, la casera ya había venido y…
—¡Gustav! –Escuchó un grito al otro lado de la puerta, la inconfundible voz de Georg llamándolo con una pizca de desesperación en las dos sílabas.
Aún herido, Gustav se tragó los restos de orgullo que le quedaban y abrió la puerta, decidido a enfrentar sus demonios de una buena vez. ¿Y qué si Georg lo rechazaba? Al menos hacía podría intentar continuar con su vida, tratar de olvidarlo, buscar a alguien más y por una vez ser feliz.
Pero apenas vio al bajista y sus ilusiones se vinieron abajo como un castillo de naipes en pleno huracán.
Ahí estaba Georg, con un aspecto terrible y con lo que parecía ser sangre manchando el cuello de su camiseta.
—Siempre vienes cuando menos lo espero, sangrando y… —Tembló por completo, sendos lagrimones recorriendo sus mejillas—. Ahora el ebrio soy yo.
Georg no dijo nada. Dando un paso al frente, tomó la cara de Gustav entre sus dos manos y después de limpiarle las lágrimas con los pulgares, lo besó en los labios con fuerza y pasión.
—¿Por qué? –Se apartó el baterista, la cabeza dándole tumbos por la habitación—. Esa nota…
—Shhh –lo volvió a besar Georg—. No me fui por eso. O sí, pero… —Suspiró—. ¿En verdad me quieres olvidar?
Gustav calló y su silencio habló por él.
—Es mi culpa por no decir nada antes –lo envolvió Georg en un abrazo, presionando sus cuerpos al punto de hacerlos perder el aire—. Te amo, Gustav. Desde hace años y sólo hasta ayer me enteré. Lo siento tanto –se le quebró la voz—. Su hubiera sabido antes… Si tan siquiera hubiera visto las señales, quizá…
—No digas nada –apoyó Gustav la frente sobre el hombro del bajista—. Esa lista… Es una tontería. No quiero olvidarte, ni siquiera creo que pudiera hacerlo –rió el baterista; el ruido hueco y sin vida—. Pero duele tanto…
—Lo sé, lo sé… —Los meció Georg a ambos en un vaivén de sus cuerpos—. Es lo peor. Veronika jamás pudo remplazarte, cuando la vi con Dominique no sentí nada excepto rabia de haber desperdiciado mi tiempo con ella en lugar de estar contigo. Debí ser más valiente desde un principio.
—Yo también –buscó Gustav sus labios—, pero ya pasó. El tiempo no regresa y lo único que cuenta es que estás aquí.
—Sí –asintió Georg—. Estoy aquí para ti, si me quieres…
—Idiota, claro que sí –cayeron otro par de lágrimas de los ojos de Gustav y al verlo, Georg también lloró, no de tristeza como en los últimos años, sino de alivio, de paz interior—. Yo también te amo.
—Oh Diosss, eso se siente tan bien –cerró Georg la puerta tras de sí que permanecía abierta y apenas lo hizo, el silencio que reinaba en el apartamento los envolvió como una manta protectora—. Sólo quiero estar contigo, el resto no me importa.
—¿Entonces por qué te fuiste? –Lloriqueó Gustav, aún con las emociones del día corriendo por sus venas en un torrente—. Franziska estaba alterada, yo pensé que todo estaba terminado… No sabía si creer que volverías.
—Pero volví, si aquí estoy es por ti –murmuró Georg contra la mejilla del baterista—. Tenía que terminar todo con Veronika. Empaqué mi ropa, finalicé el contrato del departamento y cuando estaba por irme, ella… —Imágenes del suceso recorrieron su mente—. Ella se lastimó a sí misma, Gus. Se hirió con una navaja para afeitar y tuve que acompañarla en ambulancia al hospital. Requirió suturas y evaluación psiquiátrica. No podía contactar a su familia y cuando ellos se enteraron ni siquiera me culparon… Estaban al tanto de su relación con Dominique y me pidieron disculpas. Fue tan surrealista todo. Apenas pude y volví aquí, lamento si no llamé antes…
—Está bien, está bien, no importa mientras estés aquí, conmigo –besó Gustav la barbilla del bajista, recorriendo su quijada, las mejillas, la frente, la punta de la nariz y al final culminar en los labios—. Es lo único que cuenta ahora. Tú y yo…
—No –denegó Georg, haciendo que a Gustav el corazón le saltara en el pecho—. Es un nosotros de ahora en adelante.
—Sí –dijo Gustav con una cálida sensación que interpretó en su totalidad como amor correspondido.
—Y ahora… —Las manos de Georg se metieron debajo de la camiseta del baterista, palpando la piel debajo de ésta y logrando con ello que Gustav tuviera instantáneamente, una erección en su propio recibidor. Si de algo servía decirlo, el bajista estaba en sus mismas condiciones, presionándose contra su muslo y jadeando.
—¿Cama? –Sugirió Gustav con una sonrisa que creyó jamás volver a experimentar con Georg.
—Puede ser casi cualquier lugar, no soy quisquilloso –bromeó Georg. Gustav no perdió tiempo y lo arrastró consigo a su habitación, tirándolos a ambos sobre el colchón y rodando sobre él hasta que sus labios estaban hinchados y sus ropas desordenadas.
—Tengo algo que decirte…
—¿Mmm? –En su éxtasis, jugueteando con uno de los pezones del baterista, Georg apenas si tenía atención de sobra para algo más—. ¿Qué? ¿No pensarás terminar conmigo ahora, uh? –Inquirió, alzando la camiseta de Gustav por encima de su cabeza y lanzándola al suelo para luego hacer lo propio con la suya.
El baterista se deleitó con la vista de los duros pectorales de Georg, que sin llegar a parecer inflados con esteroides, tenían la forma adecuada y la definición correcta. –No –negó Gustav, recorriendo el vientre del bajista con la mano, fascinado como éste respondía a su contacto.
—¿Entonces?
La cara de Gustav cobró un tono sonrosado.
—Probé, ya sabes… Con un par de dedos y lubricante. Si tú quieres o podemos esperar después…
—¿Hablas de lo que creo que hablas? –La boca de Georg se abrió hasta donde sus posibilidades llegaban—. Wow, ¿en serio?
Dos noches atrás, justo después de su segundo orgasmo consecutivo, ambos habían tonteado un poco, terminando así con Gustav tendido de costado y detrás de él, Georg probando la resistencia de su cuerpo con un dedo lubricado con saliva. Nada serio, nada comprometedor, sólo movidos por la curiosidad. En ese momento al baterista no le había parecido la mejor idea del mundo, tener un dedo donde antes no tenía nada, pero el resultado, si bien no fue satisfactorio al cien por ciento, los dejó a ambos con la tentación de volver a probar. Más a Gustav, que el día anterior se había dado a la tarea de hacer apropiadamente, ya no con saliva, sino con un lubricante adecuado y dos dedos.
—¿Quieres? –Ofreció Gustav lo que sería su virginidad, al menos en ese sentido—. O quizá luego…
Georg presionó sus bocas en lo que sería un beso profundo que en cuestión de segundos escalo de intensidad hasta ser casi demasiado. –No, no, quiero hacerlo, pero tú… ¿En realidad lo deseas?
Como toda respuesta, Gustav dijo las ocho palabras más importantes de aquel proceso. –El frasco está sobre la mesita de noche.
Torpe por la excitación y la prisa de hacerlo lo antes posible, Georg casi se cayó de regreso a la cama, con el dichoso envase en una mano y su erección en otra.
—¿Nervioso?
—Uhm, quizá –confesó Gustav, abriendo las piernas cuando Georg se sentó entre éstas—, pero también curioso, así que… ¡Ah, helado! –Se retrajo cuando Georg no perdió tiempo y un dedo embadurnado de lubricante se deslizó entre sus nalgas.
—Tranquilo –lo coaccionó Georg, deslizándose a lo largo de su perineo y presionando contra la abertura de su cuerpo—. Voy a tratar de… Si sientes dolor, dilo.
Gustav asintió con la cabeza sobre la almohada, seguro de que aunque sufriera como condenado por la santa inquisición española, no diría o haría nada que lo confirmara.
Pronto el dedo de Georg se deslizó por su canal y su dueño lo movió un poco en movimientos circulares y luego, ya más seguro de que Gustav no se iba a romper en dos o algo parecido, de adelante hacia atrás en una cadencia sin prisas. Pronto, viendo que el baterista jadeaba con cada embestida y parecía disfrutarlo, Georg se atrevió a agregar un poco más de lubricante y añadir un segundo dedo.
El cambio fue significativo. Gustav gimió desde lo más profundo de su garganta y por inercia, sus piernas se abrieron un poco más. Con la otra mano sobre su rodilla, Georg lo acarició un par de minutos hasta sentirlo relajarse de vuelta y prosiguió en sus anteriores preparaciones.
Pronto, un tercer dedo se sumó a los dos anteriores y Gustav tembló en su sitio, una capa de sudor cubriendo cada centímetro de su piel.
—¿Crees que…? –Georg presionó su erección contra el muslo interno de Gustav y éste asintió con fervor.
Sin mediar más en su espera, Georg extrajo sus dedos de dentro de Gustav con cuidado y buscó de vuelta el envase del lubricante, tomando un poco en la palma de su mano, antes de fruncir el ceño con severidad.
Atento a sus reacciones, el baterista preguntó: —¿Qué pasa?
—Condón –murmuró Georg al inclinarse por el borde de la cama, tomar sus pantalones y extraer la billetera. Un vistazo adentro de ella se lo dijo todo—. Mierda…
—¿Hay algo de lo que deba preocuparme? –Se incorporó Gustav sobre su codo—. Porque hasta donde yo sé, no me puedo embarazar…
—Supongo que no. Siempre usé uno con Veronika y los tests han salido limpios por años –murmuró Georg, esperando luz verde—. Podemos esperar, si tú quieres.
—Da la casualidad de que no quiero –tiró Gustav de su brazo y pronto los dos estuvieron en posición para proseguir. Georg usó el lubricante de su mano para untar su miembro y pronto no quedó ninguna razón para no empujar dentro de Gustav.
—¿Listo? Voy a ir despacio –dijo con precaución, acomodándose sobre la abertura del baterista y haciendo presión sobre los músculos internos de éste.
Gustav experimentó aquello como un proceso extraño, ligeramente ardoroso y al mismo tiempo, erótico como pocas cosas en la vida. Aferrando a Georg por los hombros y soportando el ligero dolor que acompañaba centímetro a centímetro de recibir algo ajeno a su cuerpo, sus ojos se tornaron cristalinos, pero no lloró. En su lugar, se concentró en los besos que Georg depositaba en su cuello y rostro, imaginando que éstos dejaban sobre su piel una marca ardiente.
Cuando menos lo pensó, Gustav se encontró con Georg por completo dentro de él y el peso de un cuerpo encima del suyo que en lugar de quitarle el aliento, le hacía doler de una particular manera.
—Muévete –indicó, sorprendido de cómo Georg lo miraba, con tal intensidad que parecía a punto de decir algo cursi y sobrevalorado como ‘te amo’.
En lugar de ello, el bajista se pasó la lengua sobre los labios y asintió.
En cuestión de segundos, lo que empezó como un lento baile de sus caderas, cobró forma y ritmo, después vigor, cuando ambos se entregaron con pasión a la actividad.
Pronto ninguno de los dos podía contenerse más. Gustav sintió como su cuerpo estallaba en calor y su erección en medio de ambos explotaba en un gratificante orgasmo que lo hizo tensarse por completo y después quedar laxo debajo de Georg. El baterista sólo jadeó contra su oído, aumentando el ritmo de sus embestidas y con una última particularmente profunda, desplomarse con pesadez, su cabello haciendo que Gustav no pudiera ver nada, pero al mismo tiempo sin que le importara.
—¿Lo hiciste dentro? –Preguntó el baterista, más curioso que repulso por la idea—. Wow, sí lo hiciste… Susurró con asombro, cuando Georg se retiró y una tibia humedad se deslizó fuera de su cuerpo—. Eso sí que es de lo más bizarro.
—Uh –respondió Georg, yendo rumbo al baño y regresando con una toalla para ambos. Con una delicadeza propia de quien está enamorado, limpió primero a Gustav y después la usó con él, desechándola al final sobre el suelo para volver a la cama con Gustav, los dos envueltos bajo las mantas y entrelazando las piernas.
—Fue…
—Increíble, lo sé –finalizó el bajista la frase, besando los labios de Gustav y recorriendo el costado de su figura con dedos ágiles.
—Más que eso, yo…
Tres eventos sucedieron en una cadena progresiva:
El primero, siendo el estallido de una ráfaga de luces, colorido y ruido en su ventana, anunciando que el año nuevo había llegado sin que ellos se lo esperaran.
Lo segundo fue la puerta del departamento abriéndose de golpe y las fuertes pisadas recorriendo su camino hasta el cuarto de Gustav…
… Y lo tercero fue Franziska, abriendo la puerta de la habitación sin tocar antes y girando sobre su eje en una vuelta veloz que hizo a la bufanda que llevaba en el cuello, dar un coletazo mortal.
—¡Chicos! –Chilló llevándose las manos a los ojos, como si lo que hubiera visto la hubiera espantado de por vida. La verdad muy alejada, si es que la sonrisa pícara que llevaba en los labios era una señal de fiarse—. Me voy por un par de horas y regreso pensando que quizá Gustav se ahorcó usando el cable de la tostadora sólo para encontrarlos así, ¡¿en serio?!
—Oh Franny –desdeñó el baterista a su hermana—. Cuando tengas edad de saber, te diré. Hasta entonces, ¿crees que puedas salir y cerrar la puerta? Georg y yo… Bueno, tú sabes.
—¡Eso! –Besó el bajista a Gustav y a Franziska no le quedó de otra que hacerles caso y esperar en la sala…
Media hora después, una vez se hubieran vestido, desvestido y vuelto a vestir de vuelta, Georg y Gustav emergieron de la habitación, tomados de la mano y con aspecto de haber corrido un maratón.
—¿Adivino que son pareja? –Arqueó Franziska una ceja detrás de la revista de modas que leía segundos antes—. También puedo estar equivocada, pero…
——Nop, ningún error –le pasó Georg la mano a Gustav por la cintura—. Pareja hasta el fin de los tiempos o que Gustav se harte de mí; lo que suceda primero.
—Uhmmm, ¿una semana? –Bufó el baterista—. La segunda opción no cuenta porque… ¡Ah! —Se quedó a medias, cuando Georg lo mandó callar con un beso.
Si bien Gustav aseguraba que las demostraciones amorosas en público le producían náuseas, Franziska no se lo recordó y espero a que aquel par hubiera terminado antes de sugerir que pasaran el resto de la noche como debía ser: Celebrando.
Después, pasaron el primer día del nuevo año comiendo, bebiendo y pasándola bien; y una vez Franziska se fue a dormir, Gustav, a petición de Georg, tachó aquel deseo número doce que lo incluía con su lápiz y olvidó la lista por su bien, porque como el bajista se lo repitió, los dos mirando el amanecer de aquel primer día del año, tener tradiciones era bueno, pero no si éstas interferían en su relación.
—Vamos a estar juntos lo más posible, no quiero que me olvides –selló el bajista aquel trató, poniendo el encendedor bajo la hoja de papel y haciendo que ésta ardiera ante la mirada de ambos. De las cenizas restantes, no quedó nada. Apenas se terminó de consumir el papel y Georg lo lanzó por la ventana de Gustav, viendo como se desvanecía entre la nieve que caía.
Gustav sonrió levemente, el frío del exterior luchando contra el calor de sus mejillas. –No te voy a olvidar.
—Eso me gusta mucho –susurró Georg contra el cuello de Gustav, abrazándolo por detrás y presionando sus cuerpos juntos.
A lo lejos en la distancia, el primer rayo de sol apareció.