Contra toda creencia popular, si bien Gustav era el que más temprano se levantaba regularmente en la banda, no era que estuviera de pie a las cinco a la mañana, listo para la batalla y fresco como lechuga en el verano, ni mucho menos. Todo lo contrario. Su reloj interno sí se activaba, pero una vez salía el sol, y en lugar del rejuvenecido baterista con el que todo mundo llenaba su imaginación, en su sitio se encontraba un Gustav gruñón y monosilábico hasta que tomaba por lo menos, su primera taza de café y se lavaba la cara.
Así, tal como ocurría a diario, Gustav abrió los ojos a la realidad y bostezó un par de veces antes de que los hechos acontecidos la noche anterior hicieran mella en la neblina post-onírica en la que aún se encontraba envuelto y adormecido.
¿Realmente Georg había llamado a su puerta, herido, sangrante y ebrio, a las tres de la madrugada para después colapsar en el piso de su sala?
—Dicho así, suena como una telenovela mala, muy mala —murmuró Gustav para sí, esbozando una mueca de disgusto por la sensación pastosa en la boca.
Deseoso de lavarse los dientes, la cara y echar una meada en el baño, Gustav se alzó de la cama y con pasos lentos y calculados, avanzó rumbo al sanitario para emerger cinco minutos después sintiéndose al menos un poco mejor que antes.
Lo siguiente era tomar una deliciosa taza de café negro con una cucharada de crema y dos de azúcar para después asegurarse de que Georg no hubiera muerto en el transcurso de la noche por congestión alcohólica severa; quizá, no en ese mismo orden.
Esperando encontrarse con su bajista amigo aún dormido, Gustav se sorprendió y bastante cuando entró a la pequeña sala de su departamento y vio las mantas dobladas con cuidado y la almohada que le había dado a Georg la noche anterior, apiladas en medio del sillón. Ningún rastro además de ése de la presencia del bajista en su casa, casi como si se hubiera evaporado de la noche a la mañana. “Con tanto alcohol en las venas, no es tan difícil”, pensó el baterista con acritud, olfateando el aire con cuidado y atrapando la inequívoca fragancia del vodka y… ¿Era ése el aroma de huevos con tocino y pancakes?
—¿Georg? —Llamó Gustav inseguro de cuál iba a ser la respuesta que iba a obtener. La noche anterior el bajista no había sido la persona más comunicativa y a juzgar por lo que había bebido (su peso en alcohol) lo más probable era encontrarlo de mal humor y con una resaca espantosa.
—En la cocina, Gus —le llegó al baterista la débil voz; no malhumorada del todo, pero tampoco como rayo de sol entrando por su ventana un domingo de verano.
Al baterista no le sorprendió del todo encontrarse a Georg sentado frente a su diminuta mesa con un plato de comida frente a él, tal como lo había olido, pancakes con tocino, así como tampoco le sorprendió encontrarse con que el bajista tenía la cara entre verde y gris, los ojos enrojecidos y con ojeras hasta el suelo. Como si el cuadro de miseria no fuera suficiente, la expresión de tristeza que adornaba las sempiternas facciones alegres de Georg parecía ser la de alguien que vio morir a su familia, perdió todo lo que tenía en un incendio y un perro le orinó encima.
—¿Estás bien? —Quiso saber Gustav, entrando en la cocina y rumbo a los fogones. El contenido de los sartenes olía delicioso y la cafetera emitía chasquidos conforme el café se preparaba, augurando un desayuno de campeones, pero… —. Tienes un aspecto terrible.
—Gracias, compañero —intentó Georg aligerar la crítica, pero su remedo de risa sonó hueco.
—Hablo en serio, Georg. ¿Qué pasó contigo? —Recobró Gustav el aplomo. Decidido a al menos hacer el papel de un buen anfitrión, le quitó a Georg al plato del que comía a pesar de sus débiles protestas y lo dejó lejos de su alcance—. Olvídalo, no puedes comer eso. No quiero más vómito que limpiar en mi casa.
—¿Vómito? —Inquirió el bajista, sólo para ser ignorado.
Pensando cómo iniciar aquella conversación sin sonar como madre regañona, Gustav puso un poco de pan en la tostadora y sacó del refrigerador el único tarra de mermelada que tenía y una barra de mantequilla.
—Bien… —Tomó aire—. ¿Qué, exactamente, pasó anoche?
—Yo…
—La verdad y nada más que la verdad, Georg —se giró Gustav para encarara a su amigo, seguro de que si le sostenía la mirada, éste no tendría el valor de mentir así como si nada—. ¿Y bien? —Exigió saber al cabo de unos segundos—. ¿O es que debo suponer lo peor?
—Veronika y yo… —El rostro de Georg se contrajo y el color verdosos aumentó a un ritmo alarmante, al grado en que Gustav consideró tomar una olla y ponérsela en el regazo a su amigo—. Nosotros terminamos.
—¿Qué? —Preguntó Gustav estúpidamente, la pesadez que se había instalado en su pecho desde el momento en que Georg le había dicho que él y Veronika eran una pareja seria y se iban a vivir juntos aligerándose como por arte de magia—. No hablas en serio… ¿O sí?
—Totalmente —movió el bajista la cabeza, su cabello, siempre lustroso, sucio y apelmazado.
El baterista se mordió la lengua para no sonreír como si se hubiera sacado la lotería. Como si fuera cosa del destino, el recuerdo de la promesa que le había hecho a Franziska dos días atrás hizo eco en su mente.
—¿Cómo? —Quiso saber, temeroso de recibir una respuesta, sin importar cuál fuera. Todo parecía demasiado bueno para ser real.
—No sé, Gus. Una pelea tonta, algo así… —Desvió Georg la mirada al suelo, avergonzado—. Es una tontería, pero se acabó para siempre.
—¿Crees que se pueda solucionar algo entre ustedes? Quizá si… —Gustav se odio por estar sugiriendo opciones para que él y Veronika regresaran cuando lo que en verdad quería era todo lo contrario; a su parecer, si nunca jamás volvían a ser pareja, mejor—. Si le llamas, aún podrían solucionar lo suyo.
El bajista soltó una carcajada sarcástica. —Lo dudo, en serio.
Gustav iba a intervenir de nuevo, pero la tostadora hizo saltar el pan caliente y prefirió concentrarse en untar primero la mantequilla y luego la mermelada en las dos rebanadas, para después colocarlas sobre una servilleta en un plato limpio.
—Espera… —Le indicó a su amigo, sacando una taza con decorado de osos cafés y globos rosas de la estantería y rellenándola hasta el borde con agua y un sobre de té. La metió en el microondas y marcó dos minutos—. Un poco de esto y recuperarás el color.
—Debo lucir fatal —gruñó Georg, olfateando el plato ante sí y sonriendo por la comisura de los labios.
—Eso se queda corto. He visto zombies con mejor aspecto —respondió el baterista, tomando el anterior plato de Georg y sentándose a la mesa en el otro asiento.
Apenas se acomodaba frente a su comida, el microondas dejó de funcionar y comenzó a pitar. —Yo voy —dijo Georg al ver que Gustav intentaba ponerse de vuelta en pie—. Es lo menos que puedo hacer. Has sido muy amable conmigo.
—No me quedaba de otra opción —picoteó Gustav su comida con el tenedor—. No es como si te hubiera podido dejar fuera de mi puerta en un charco de tu vómito.
—De vuelta con el vómito… —El bajista bebió un poco de su té y suspiró—. Gracias por eso, Gus… Eras mi única opción. Sin ti, dudo que hubiera conseguido dormir bajo techo. De milagro no perdí la cabeza en el proceso. Sólo eso hubiera faltado.
—Explícate —dijo Gustav, limpiándose la boca con una servilleta.
—Anoche… Verás, no es nada para estar orgulloso. Veronika y yo discutimos, apenas si recuerdo de qué —agregó al ver que el baterista iba a preguntar—. Como sea, fue una pelea espantosa. Nos dijimos cosas que quizá no pensábamos, pero ya qué; ya están dichas y para bien. Así como yo no soportaba que ella siempre eligiera lo que íbamos a ver en televisión, ella odiaba que yo olvidara bajarle a la tapa del retrete.
—Detalles —contribuyó Gustav a la conversación, deseoso de llegar a lo crucial—. ¿Y luego…?
—Luego escaló de intensidad. —El bajista mordisqueó un poco de su tostada y la masticó con lentitud; justo cuando parecía que estaba absorto en sus pensamientos, prosiguió—: Ya sabes cómo es. Un momento gruñes y después muerdes. Me tiró con las llaves y yo grité… —Georg se presionó el tabique nasal entre dos dedos—. Cuando menos lo pensamos, ya habíamos cruzado el punto de no retorno. Me dijo que me fuera a la mierda, hey, sus exactas palabras —se defendió, viendo que Gustav parecía querer intervenir por el lenguaje soez—. Salí azotando la puerta, feliz de la vida, sin darme cuenta de que no llevaba más que mi abrigo y la billetera con cien euros.
—Adivino que ya no los tienes contigo —murmuró Gustav por lo bajo.
—No, ya no los tengo —confirmó Georg.
—Tal vez —fingió Gustav una madurez que no tenía; por dentro, el estómago le daba vueltas— podrían solucionarlo si lo hablan. Después de la tormenta viene la calma o al menos eso dicen.
—No en este caso. Al menos no de mi parte —alzó Georg la vista por primera vez desde que su conversación había comenzado—. Ya algo iba mal de antes, esto… Esto sólo son los puntos sobre las íes. Tenía que pasar antes o después, sólo pasó antes de lo que cualquiera hubiera preferido.
—Comprendo —asintió el baterista, aún con una pregunta en la punta de la lengua—. ¿Y la herida de tu mano? ¿Cómo te la hiciste?
—Ah eso… —Georg se puso nervioso de golpe y Gustav estuvo seguro, incluso antes de escuchar su respuesta, que lo que iba a decir era una flagrante mentira—. Me caí el salir del bar. Creo que iba muy borracho. Sólo recuerdo que tropecé con la acera y lo siguiente era despertar en tu sillón con la peor resaca de mi vida.
—Ok —dejó Gustav el tema por la paz.
Durante el resto del desayuno, no intercambiaron una palabra más referente a Veronika y a su relación con el bajista. En lugar de eso, pasaron un agradable momento juntos, justo como solía ser antes, solos ellos dos.
Una vez terminaron de comer, lavar los trastes y limpiar la mesa, quedó el cómo matar el resto de la mañana y la tarde.
Gustav se desatendió de ello dándole una hoja fresca de lechuga a Claudia y acariciándole la rugosa cabeza verdosa que en lugar de seguir el curso de la evolución natural escondiéndose en su caparazón, se alzó para recibir mimos.
—La tienes muy consentida —se burló Georg, intentando hacer lo mismo y obteniendo una respuesta por completo distinta. En lugar de dejarse acariciar, Claudia se encerró dentro de su coraza y no volvió a salir.
—Es tímida con los extraños, eso es todo —la dejó Gustav en su caja de siempre, tomando nota de cambiarle el agua en la tarde.
—No soy un extraño, Gus. Soy tu amigo del alma.
“Eres mi crush, idiota”, pensó Gustav, pero su boca habló otra cosa. —Déjame pensarlo.
—Ouch —se llevó el bajista una mano al pecho—, eso dolió. Justo aquí —cogió la mano de Gustav y la apoyó contra su pecho, haciendo que al baterista le subiera un calor extraño por el cuerpo, desde la punta de los pies hasta el último cabello, casi logrando que se estremeciera por aquella sensación—. ¿Sientes mi corazón? Pues ahora está roto.
Gustav pensó en hacer alguna broma respecto a que eso era culpa de Veronika, no suya; que en realidad Georg le había roto el corazón él en más de una ocasión, pero… Claro, eso no iba a salir de su boca jamás.
—No seas idiota —apartó la mano con desgana—. Entonces…
—¿Mmm?
—¿Te vas a quedar o…? —El baterista dejó las opciones al aire, anhelando una respuesta afirmativa.
—Respecto a eso —recobró Georg su tono serio—, quiero pedirte que me dejes estar aquí un par de días, si es posible, claro. No quiero molestar o entrometerme en tu vida.
—Georg, no hay problema —chocó Gustav hombros con el bajista—. Puedes quedarte el tiempo que sea necesario. —“O para siempre”, agregó en su cabeza—. Sabes que eres bienvenido siempre. Mientras no dejes tus calcetines sucios en cualquier lado y no bebas directo del envase, serás mi invitado y no un estorbo.
—Gracias —lo abrazó Georg de improvisó y Gustav casi se derritió en su sitio como un cubo de hielo en medio del verano—. No quiero hablar de esto con mis padres, aún. En esta temporada papá está ocupado con su nueva familia y mamá está en un crucero, no quiero preocuparla. Es capaz de regresar.
—Ajá —concedió Gustav, aún envuelto en aquellos brazos con los que siempre soñaba—. Conseguir un departamento en esta temporada debe ser un dolor de cabeza. Ni hablar de la mudanza.
—Si es que queda algo —se separó Georg con lentitud, para decepción de Gustav—. Veronika me gritó desde la ventana que ni me molestara en volver por mis cosas, que ella se encargaría de prenderles fuego.
—Eso es horrible —frunció el baterista el ceño.
—Es lo que es —se separó Georg por completo y cruzó los brazos—. Así que si esa oferta sigue disponible… Prometo irme la primera o segunda semana de enero. No será mucho tiempo, ¿sí, Gusti?
El baterista no dudo al mover la cabeza de arriba a abajo, embobado por el ‘Gusti’ que de labios de Georg, sonaba a música celestial.
Porque Georg lo necesitaba y Gustav lo olía a modo de confirmación, el bajista decidió que lo más aconsejable era tomar una ducha para así poderse sacar de encima el olor a parranda que llevaba impregnado en cada uno de los poros.
—Toalla, un cepillo de dientes nuevo y unas sandalias para el baño —le extendió Gustav a su amigo los objetos indicados al tiempo que lo llevaba al pequeño baño—. No es nada lujoso, y a veces sale agua helada cuando menos te lo esperas, ¡ah! Y cuidado al salir, el piso es muy resbaloso…
—Gus, está bien —lo tranquilizó Georg, calzándose las sandalias y colgando la toalla de la percha más cercana; el cepillo de dientes lo dejó simplemente en el lavabo—. No olvides esos tours de hace años; sé lo que es entrar en un baño infestado de cucarachas. El tuyo no puede ser peor. Sólo quiero un baño para quitarme la pinta asquerosa que traigo.
—No olvides al aroma —se rió Gustav, más tranquilo de que el bajista no iba a empezara a quejarse de su baño apenas entrar.
—Todo un cumplido, Schäfer —abrió Georg las llaves—. ¿Caliente y helada? —Confirmó con el baterista; éste asintió—. Genial. Uh, ¿puedo usar de esas sales? —Tomó el envase y lo olisqueó con interés—. Menta, mi favorita.
—Oh, mía igual —mintió Gustav, por una vez agradecido del regalo de su madre—. Siéntete libre de u-u-usarlas —tartamudeó cuando vio que Georg se despojaba de su camiseta con toda naturalidad y la dejaba caer sobre la tapa del retrete—. Te dejaré a solas —dio un paso en reversa.
Si Georg le dijo algo en respuesta, Gustav jamás lo supo. Con toda la prisa que le daban sus pies al caminar, no correr para parecer aterrorizado, enfiló rumbo a la sala y se dejó caer en el único sillón que tenía ahí, exactamente el mismo en el que el bajista había dormido la noche anterior.
—Joderrr —se desplomó Gustav contra la pila de mantas que Georg había doblado y dejado ahí con anterioridad. Apenas con una noche de uso, conservaban el aroma de su amigo y el baterista no pudo evitar cerrar los ojos y dejarse hundir en aquella fragancia, que incluso corrupta por el alcohol y la sangre, olían a él, a Georg en todo su esplendor—. Estoy loco —se lamentó Gustav, recuperando un poco la cordura y sentándose de vuelta, pero llevando consigo la almohada.
Apoyándola contra su pecho y presionando la barbilla contra ésta, el baterista prestó atención al flujo del agua cayendo apenas a un par de metros de él. En el baño, a unos cuantos metros de donde él se encontraba, Georg estaba desnudo, usando su esponja de fibra sintética para tallarse los brazos, las piernas, el pecho…
—Soy un pervertido —gruñó, pero sin desviar el rumbo de sus ideas ni una pizca.
¿Qué tenía de malo fantasear un poco si a fin de cuentas eran sólo eso, fantasías?
Claro, la desventaja principal: Que incluso en el mundo de la irrealidad, aquello dolía como el demonio.
Gustav se tuvo que contener de darse en la frente con la palma de la mano. Si así se ponía por ver a Georg sin camiseta -algo que sin ligar a dudas había visto en los últimos años y no llegaba a controlar aún-, mejor no quería pensar en lo que sería volver a tenerlo 24/7 en su casa, los dos juntos y sin vías alternas de escape.
Las cosas ya no eran como antes cuando todos vivían juntos en un pequeño departamento de la disquera, si acaso mayor que el que le pertenecía ahora. Los gemelos se habían marchado a Los Angeles y les tocaba a él y a Georg vivir sus vidas independientes de los demás. Al menos así había sido en los últimos años. Una vez Bill y Tom habían cumplido los dieciocho años de edad, se habían dispersado cada uno en su propia dirección. Ahora todos tenían su propio departamento… Menos Georg, que estaba desalojado. Quien no tenía a dónde ir si Gustav le hacía lo mismo que Veronika…
—Sería un mal amigo si lo hiciera —se intentó convencer Gustav a sí mismo con ese argumento.
—Gus —gritó Georg desde el baño—, ¿crees que me puedas prestar ropa?
—Claro —respondió el baterista alzando la voz; al instante pensando qué prendas elegir.
Con eso en mente, pronto sus nervios se disiparon y relajando el ánimo, se concentró en esa tarea con ahínco.
Georg terminó vestido con uno de los nuevos pijamas de Gustav, que según la tarjeta cosida a la etiqueta de la parte superior, era de la tía Anna y pedía ‘boletos de primera fila y derecho al backstage del próximo concierto de la banda para su hija y sus quince amigas’ con todo el descaro del mundo.
El baterista se quiso morir de vergüenza al ver el mensaje, más porque Georg se había quejado de comezón en la espalda por quince minutos antes de que se dieran cuenta de la hoja de papel que llevaba pegada en la etiqueta de la nuca.
—Perdón por eso —se disculpó Gustav de nuevo, con las orejas rojas por el baño de humillación al que sus parientes lo sometían con semejantes peticiones. La tía Anna en cuestión ni siquiera era cercana a ellos y jamás había puesto un pie dentro de su casa hasta que la banda sacó su primer video. Era más que obvio que lo suyo era interés y no amor fraternal—. Pero al menos tienes ropa que ponerte.
—Interior incluida —le mostró Georg al baterista la tira del elástico de sus nuevos bóxers—. Vi en la pila de ropa que dijiste y encontré un paquete sin abrir, espero no te moleste.
—En lo absoluto —dijo Gustav, alegre por primera vez de que los regalos de su familia convenenciera sirvieran de algo al menos una vez en la vida.
—Gus… —Llamó de pronto Georg al baterista, quien atento a sus ánimos, veía a su amigo un tanto más afectado de lo que dejaba entrever con el tema de la familia—. ¿Por qué regresaste antes de visitar a tus padres?
—Ah, eso. —El baterista carraspeó—. La familia, ya sabes. Mamá y papá estaban contentos de verme, yo a ellos; Franziska igual, pero… Imagina el resto. Te puedes hacer una pequeña idea sólo leyendo las notas que me escondieron en la ropa —terminó de hablar con amargura en su tono de voz—. No es que me moleste que sean así, pero en serio, ¿cada año lo mismo? Es cansado.
—Seh, sé de qué hablas. Aunque si me preguntas, no es excusa suficiente para pasar estos días solo.
—Para mí sí —refutó Gustav con rotundidad—. De cualquier modo, Franny va a venir de visita para Año Nuevo, así que no estaré tan solo.
—Aún así, no basta como pretexto. Te propongo algo. —Ante esto, de ser animal, las orejas de Gustav se habrían aguzado—. En lugar de pasar el segundo día de Navidad sin hacer nada, ¿qué tal bajo a la tienda de la esquina y compro comida, bebida y…? Qué sé yo, ¿un bastón de caramelo para ambientar un poco de Navidad aquí? —Gesticuló con el brazo alrededor del departamento, donde no se veía ningún adorno navideño, o nada en tonos rojo y verde brillante—. No es que me queje, Gus, pero hay que celebrar. Y si la familia no viene a ti y tú tampoco vas a ella, entonces Georg lo solucionará —finalizó el bajista con una sonrisa tan sincera que a Gustav el corazón se le aceleró—. ¿Qué tal suena?
—Dudo que encuentres mucho en esa tienda —balbuceó el baterista cuando vio a su amigo tomar prestado su abrigo largo del perchero y ponérselo encima del pijama—. No tienes que hacer nada, Georg. Es sólo una festividad comercial.
Georg se contuvo de rodar los ojos. —Incluso así, quiero celebrarla. Vamos Schäfer, mi novia y yo acabamos de terminar. Compadécete de mí y acepta que compre un poco de comida chatarra y comamos frente a una película. Ni siquiera tienes que cambiarte de ropa, ni poner villancicos en la radio. Somos tú y yo evitando un suicidio doble por Navidad.
Gustav se soltó riendo. —Bien, pero entonces pediré unas pizzas. Si vamos a celebrar, que sea a mi manera.
—Hecho —tomó Georg su billetera de encima de la mesa de centró y le guiñó un ojo a Gustav—. Vuelvo en unos minutos, cariño.
—Ah… —Se quedó Gustav con la boca abierta y las mejillas teñidas de rojo carmesí.
Una vez Georg cerró la puerta, el baterista se dio un par de golpes en la cara, deseoso de quitarse el look de colegiala enamorada de encima.
De alguna manera extraña y bizarra que no llegaba a comprender, iba a celebrar con Georg la segunda Navidad y el hecho era… Tan maravilloso.
Gustav no solía ser lo que se podría denominar un amante de las fiestas y celebraciones en general; de hecho, era todo lo contrario. En su opinión, cualquier festejo que no fuera debido a un cumpleaños, le parecía tan innecesario e carente de sentido que no lo celebraba. Día de San Valentín, Navidad, festivales de verano y demás; todo le resultaba tan ajeno y ahora (hipócritamente, lo admitía) iba a pasar el resto de la segunda Navidad con Georg. Celebrando con Georg…
Como para sacarlo del hilo de sus pensamientos, un ruido se dejó oír en la habitación, seguido de una pequeña canción que así como empezó de improviso, acabó abruptamente.
—¿Qué caray…? —Se puso Gustav de pie, buscando la fuente del sonido y viendo sobre el mueble del televisor un parpadeo de luces. Justo ahí, estaba el teléfono de Georg.
Sin querer pensar mucho al respecto, no fuera a ser que se arrepintiera, el baterista miró en la pantalla y las cinco palabras más odiadas de su vida aparecieron: “Veronika ha enviado un mensaje”, seguido de las opciones “Ver”, “Ignorar” y “Borrar”. Tentado de presionar la última opción, Gustav se debatió apenas una fracción de segundo con su yo interno antes de presionar “Abrir” y empezar a leer el mensaje.
“Tenemos que hablar. Vuelve a casa. Te extraño. Aún te amo. Podemos solucionarlo todo, sólo regresa. V. P.D. Lo siento MUCHO”
—Sentirlo no soluciona nada —murmuró Gustav con veneno, arrepentido de haber cedido a la tentación. ¿Con qué derecho miraba los mensajes privados de otra persona, Georg por encima de todo? El baterista se sintió como una cucaracha rastrera por haber roto un convenio de privacidad—. Mierda —retrocedió a las funciones básicas de la pantalla y sujetó con fuerza el teléfono.
Podía mentir, fingir que no había leído nada y dejar que Georg actuara bajo su propio juicio si quería mostrarle o no el mensaje; o también podía simplemente confesar todo y… “¡Y un cuerno!”, se dijo Gustav. La tercera opción era borrar el mensaje y actuar como si nada hubiera pasado pero el baterista ni siquiera consideró esa opción como real, dado lo ruin que sería de su parte hacerlo. Decidido a que al menos podía fingir demencia, eligió la primera idea.
Cubrir los pasos era esencial. Lo primordial era dejarlo todo como antes, así que marcó el mensaje como “No leído” y dejó el teléfono en su sitio, cuidando bien la precisión y el acomodo en milímetros, tal como lo recordaba todo. Lo siguiente era actuar con normalidad.
Aún con el corazón acelerado, Gustav sacó la guía de teléfono y buscó el número de su pizzería favorita, apenas a un par de manzanas de distancia. El empleado que lo atendió, adormilado y con tono de querer estar en casa en lugar de estar trabajando, le informó que si bien había posibilidad de comprar un par de pizzas, no tenían reparto a domicilio por falta de empleados.
Gustav sopesó las posibilidades de comer algo más, pero su alacena estaba bastante vacía y ni hablar del refrigerador. —¿En cuántos minutos crees que estén listas?
—Una hora a más tardar —indicó la voz al otro lado del auricular. El baterista no lo dudó más; al fin y al cabo, sólo eran un par de calles de distancia. Si Georg no quería volver a salir, bien podría él ir y traer comida caliente por el gusto de los dos.
—Ok, quiero dos pizzas tamaño familiar. Una de salchichón y otra vegetariana —pidió como por inercia, recordando a los gemelos y a su terquedad de no comer carne nunca más—. Bah, ¿sabe qué? A la vegetariana agréguele tocineta y que tenga champiñones… Sí, pasaré por ellas en… —Contempló el reloj que colgaba en la sala—, ¿cincuenta minutos está bien? Ok, a nombre de Gustav Schäfer —usó su verdadero nombre porque ya lo había hecho antes—. Correcto. Gracias —y colgó.
Decidido a ocupar su mente con todo menos el mensaje que Georg hacía recibido en su teléfono, Gustav procedió a buscar un par de guantes, unas botas para la nieve y un gorro de lana que su madre le había regalado el invierno pasado y calentaba de maravilla.
Justo cuando se estaba calzando un par de calcetines térmicos, Georg entró por la puerta usando la copia de llaves que el baterista le había regalado, con las facciones quemadas por el frío y temblando.
—Hace un frío espantoso allá afuera, eh Gus —titiritó al dejar caer las bolsas de la compra en la entrada—. ¿Vas a salir? —Preguntó al ver a su amigo calzándose las botas y poniéndose de pie.
—El reparto de pizza está suspendido, así que voy a ir por ellas.
—Pero no tienes permiso de conducir, ni siquiera automóvil —dijo Georg, recordando el incidente del año anterior cuando Gustav golpeó su vehículo contra otro y perdió la licencia—. No pensarás caminar hasta la sucursal, ¿o sí?
—Sólo son cinco calles, volveré en un parpadeo —se encogió el baterista de hombros.
—En ese caso —se caló Georg el cuello de la chaqueta—, iremos los dos juntos. Si uno muere en la nieve, al menos el otro le dirá a la prensa.
—Nada va a morir, Georg. E incluso si llega a pasar, la familia es primero, no la prensa, por Dios —desdeñó Gustav la idea, acomodándose la bufanda en torno al cuello y avanzando hacia la puerta—. Y no quiero quejas si tienes frío, tú quisiste venir.
—Quiero ir, tsk —respondió el bajista, cerrando la puerta detrás de sí y siguiendo a Gustav, quien a paso rápido, bajaba las escaleras casi a trompicones.
Una vez en la calle, el baterista entendió bien por qué Georg se venía quejando del frío. Estaba nevando de manera copiosa, no tanto como para que fuera inseguro estar en el exterior y la tormenta aún no llegaba con toda su fuerza, pero la ausencia casi total de transeúntes era una prueba inequívoca de lo poco buena que era su idea de ir a recoger comida.
—Brrr —bufó Georg, soltando bocanadas de aire caliente al frío exterior.
—Vamos, caminando se quita —comenzó a avanzar Gustav sobre la calle, con cuidado extra especial porque la acera se encontraba húmeda.
—Eso es una mentira y lo sabes, Gus —renegó Georg, soplando aire tibio en sus manos descubiertas.
—¿Saliste sin guantes? —Se escandalizó el baterista al ver las manos pálidas de su compañero de banda—. Ten, toma uno —se sacó uno de sus guantes y se lo tendió—. Al menos así estaremos iguales.
Georg pareció meditar la sugerencia, pero al cabo de unos segundos se puso el guante -el derecho- y cambió de lado en la acera, dejando así su mano descubierta junto a la desnuda de Gustav.
—Al menos así mantendremos el calor —tomó la mano del baterista y la sujetó—. Estás calientito, qué agradable.
Gustav saboreó la sensación de los dedos callosos de Georg entre los suyos, la presión del peso a su lado y el gesto, que aunque infantil, le calentaba más que su otro guante.
“Quizá es por eso que lo amo tanto”, pensó que cariño. Se preguntó si Georg haría lo mismo con Veronika, pero barrió aquel pensamiento como el viento lo hace con las nubes y durante el resto del camino, los dos caminaron muy de cerca con las manos firmemente sujetas.
Comieron pizza y botanas diversas, bebieron cerveza sin alcohol y un poco de vino, vieron tres películas y a eso de las tres de la mañana, cuando ya no podían más, empezaron a cabecear durante el final de Saw VI.
—Gusss —sacudió Georg a su amigo—, despierta…
—Mmm — gruñó Gustav en respuesta, moviendo los ojos por debajo de los párpados—. No dormir es mejor.
—Debes ir a tu cama.
—Déjame aquí —se envolvió Gustav en la manta que lo cubría—. Tú duerme en mi cama.
—Es tú cama, Gus. No podría quitártela, menos en Navidad —resopló Georg al intentar sentarlo, logrando al menos que el baterista despertara un poco más.
—¿Y? Tómala tú, yo estoy muy cansado para moverme de aquí.
—Bien, tú me obligaste…
Gustav no tomó en serio aquellas palabras hasta que se sintió levantado en brazos e imposibilitado de moverse, porque Georg lo había envuelto en su manta como si fuera un habano y lo llevaba sobre el hombro rumbo a su habitación.
—Idiota, ni se te ocurra dejarme caer —intentó mover los brazos, pero los tenía pegados al costado—. Georg, cuidado, ¡cuidado!
—Shhh, vas a despertar a los vecinos —lo depositó Georg con cuidado en la mano, un poco achispado por el vino y cayendo encima de él sin impacto, pero con peso.
—Georg… —Gustav logró zafar una de sus manos y apartó un par de mechones del rostro de su amigo. El bajista tenía los ojos cerrados y respiraba con facilidad—. ¿Quieres dormir aquí?
—¿Contigo?
—Duh… —Gustav contó los segundos antes de oír una respuesta: Uno, dos, tres…
—¿No te molesta?
—En lo absoluto —jugueteó el baterista con un mechón castaño entre sus dedos—. Sé que ese sillón es asesino y mi cama es grande. Mientras prometas no patear o babear mis almohadas, eres bienvenido.
—Justo como en los viejos tiempo —sonrió Georg al sacarse los zapatos y gatear hasta acomodarse bien en la cama. La habitación estaba caldeada deliciosamente gracias a la calefacción y apenas si era necesario taparse. Si querían, podían dormir desnudos sin saber que afuera nevaba—. Gracias.
Gustav no respondió nada. En lugar de eso, se acomodó sobre su costado e hizo que los dedos de sus pies crujieran uno a uno. —Los viejos tiempos —murmuró para sí.
Como si esa fuera la señala que esperaba, Georg se colocó detrás del baterista y le pasó un brazo por el medio, sujetándolo con ligereza pero al mismo tiempo en un gesto protector. Gustav quiso creer que era su manera de decir “Es mío, nadie lo toque”, pero eso sería mucho pedir.
Cerrando los ojos, cayó dormido sin llegar a saber que sin llegar a ser palabras tan concretas, era justamente eso en lo que Georg pensaba.
Así, tal como ocurría a diario, Gustav abrió los ojos a la realidad y bostezó un par de veces antes de que los hechos acontecidos la noche anterior hicieran mella en la neblina post-onírica en la que aún se encontraba envuelto y adormecido.
¿Realmente Georg había llamado a su puerta, herido, sangrante y ebrio, a las tres de la madrugada para después colapsar en el piso de su sala?
—Dicho así, suena como una telenovela mala, muy mala —murmuró Gustav para sí, esbozando una mueca de disgusto por la sensación pastosa en la boca.
Deseoso de lavarse los dientes, la cara y echar una meada en el baño, Gustav se alzó de la cama y con pasos lentos y calculados, avanzó rumbo al sanitario para emerger cinco minutos después sintiéndose al menos un poco mejor que antes.
Lo siguiente era tomar una deliciosa taza de café negro con una cucharada de crema y dos de azúcar para después asegurarse de que Georg no hubiera muerto en el transcurso de la noche por congestión alcohólica severa; quizá, no en ese mismo orden.
Esperando encontrarse con su bajista amigo aún dormido, Gustav se sorprendió y bastante cuando entró a la pequeña sala de su departamento y vio las mantas dobladas con cuidado y la almohada que le había dado a Georg la noche anterior, apiladas en medio del sillón. Ningún rastro además de ése de la presencia del bajista en su casa, casi como si se hubiera evaporado de la noche a la mañana. “Con tanto alcohol en las venas, no es tan difícil”, pensó el baterista con acritud, olfateando el aire con cuidado y atrapando la inequívoca fragancia del vodka y… ¿Era ése el aroma de huevos con tocino y pancakes?
—¿Georg? —Llamó Gustav inseguro de cuál iba a ser la respuesta que iba a obtener. La noche anterior el bajista no había sido la persona más comunicativa y a juzgar por lo que había bebido (su peso en alcohol) lo más probable era encontrarlo de mal humor y con una resaca espantosa.
—En la cocina, Gus —le llegó al baterista la débil voz; no malhumorada del todo, pero tampoco como rayo de sol entrando por su ventana un domingo de verano.
Al baterista no le sorprendió del todo encontrarse a Georg sentado frente a su diminuta mesa con un plato de comida frente a él, tal como lo había olido, pancakes con tocino, así como tampoco le sorprendió encontrarse con que el bajista tenía la cara entre verde y gris, los ojos enrojecidos y con ojeras hasta el suelo. Como si el cuadro de miseria no fuera suficiente, la expresión de tristeza que adornaba las sempiternas facciones alegres de Georg parecía ser la de alguien que vio morir a su familia, perdió todo lo que tenía en un incendio y un perro le orinó encima.
—¿Estás bien? —Quiso saber Gustav, entrando en la cocina y rumbo a los fogones. El contenido de los sartenes olía delicioso y la cafetera emitía chasquidos conforme el café se preparaba, augurando un desayuno de campeones, pero… —. Tienes un aspecto terrible.
—Gracias, compañero —intentó Georg aligerar la crítica, pero su remedo de risa sonó hueco.
—Hablo en serio, Georg. ¿Qué pasó contigo? —Recobró Gustav el aplomo. Decidido a al menos hacer el papel de un buen anfitrión, le quitó a Georg al plato del que comía a pesar de sus débiles protestas y lo dejó lejos de su alcance—. Olvídalo, no puedes comer eso. No quiero más vómito que limpiar en mi casa.
—¿Vómito? —Inquirió el bajista, sólo para ser ignorado.
Pensando cómo iniciar aquella conversación sin sonar como madre regañona, Gustav puso un poco de pan en la tostadora y sacó del refrigerador el único tarra de mermelada que tenía y una barra de mantequilla.
—Bien… —Tomó aire—. ¿Qué, exactamente, pasó anoche?
—Yo…
—La verdad y nada más que la verdad, Georg —se giró Gustav para encarara a su amigo, seguro de que si le sostenía la mirada, éste no tendría el valor de mentir así como si nada—. ¿Y bien? —Exigió saber al cabo de unos segundos—. ¿O es que debo suponer lo peor?
—Veronika y yo… —El rostro de Georg se contrajo y el color verdosos aumentó a un ritmo alarmante, al grado en que Gustav consideró tomar una olla y ponérsela en el regazo a su amigo—. Nosotros terminamos.
—¿Qué? —Preguntó Gustav estúpidamente, la pesadez que se había instalado en su pecho desde el momento en que Georg le había dicho que él y Veronika eran una pareja seria y se iban a vivir juntos aligerándose como por arte de magia—. No hablas en serio… ¿O sí?
—Totalmente —movió el bajista la cabeza, su cabello, siempre lustroso, sucio y apelmazado.
El baterista se mordió la lengua para no sonreír como si se hubiera sacado la lotería. Como si fuera cosa del destino, el recuerdo de la promesa que le había hecho a Franziska dos días atrás hizo eco en su mente.
—¿Cómo? —Quiso saber, temeroso de recibir una respuesta, sin importar cuál fuera. Todo parecía demasiado bueno para ser real.
—No sé, Gus. Una pelea tonta, algo así… —Desvió Georg la mirada al suelo, avergonzado—. Es una tontería, pero se acabó para siempre.
—¿Crees que se pueda solucionar algo entre ustedes? Quizá si… —Gustav se odio por estar sugiriendo opciones para que él y Veronika regresaran cuando lo que en verdad quería era todo lo contrario; a su parecer, si nunca jamás volvían a ser pareja, mejor—. Si le llamas, aún podrían solucionar lo suyo.
El bajista soltó una carcajada sarcástica. —Lo dudo, en serio.
Gustav iba a intervenir de nuevo, pero la tostadora hizo saltar el pan caliente y prefirió concentrarse en untar primero la mantequilla y luego la mermelada en las dos rebanadas, para después colocarlas sobre una servilleta en un plato limpio.
—Espera… —Le indicó a su amigo, sacando una taza con decorado de osos cafés y globos rosas de la estantería y rellenándola hasta el borde con agua y un sobre de té. La metió en el microondas y marcó dos minutos—. Un poco de esto y recuperarás el color.
—Debo lucir fatal —gruñó Georg, olfateando el plato ante sí y sonriendo por la comisura de los labios.
—Eso se queda corto. He visto zombies con mejor aspecto —respondió el baterista, tomando el anterior plato de Georg y sentándose a la mesa en el otro asiento.
Apenas se acomodaba frente a su comida, el microondas dejó de funcionar y comenzó a pitar. —Yo voy —dijo Georg al ver que Gustav intentaba ponerse de vuelta en pie—. Es lo menos que puedo hacer. Has sido muy amable conmigo.
—No me quedaba de otra opción —picoteó Gustav su comida con el tenedor—. No es como si te hubiera podido dejar fuera de mi puerta en un charco de tu vómito.
—De vuelta con el vómito… —El bajista bebió un poco de su té y suspiró—. Gracias por eso, Gus… Eras mi única opción. Sin ti, dudo que hubiera conseguido dormir bajo techo. De milagro no perdí la cabeza en el proceso. Sólo eso hubiera faltado.
—Explícate —dijo Gustav, limpiándose la boca con una servilleta.
—Anoche… Verás, no es nada para estar orgulloso. Veronika y yo discutimos, apenas si recuerdo de qué —agregó al ver que el baterista iba a preguntar—. Como sea, fue una pelea espantosa. Nos dijimos cosas que quizá no pensábamos, pero ya qué; ya están dichas y para bien. Así como yo no soportaba que ella siempre eligiera lo que íbamos a ver en televisión, ella odiaba que yo olvidara bajarle a la tapa del retrete.
—Detalles —contribuyó Gustav a la conversación, deseoso de llegar a lo crucial—. ¿Y luego…?
—Luego escaló de intensidad. —El bajista mordisqueó un poco de su tostada y la masticó con lentitud; justo cuando parecía que estaba absorto en sus pensamientos, prosiguió—: Ya sabes cómo es. Un momento gruñes y después muerdes. Me tiró con las llaves y yo grité… —Georg se presionó el tabique nasal entre dos dedos—. Cuando menos lo pensamos, ya habíamos cruzado el punto de no retorno. Me dijo que me fuera a la mierda, hey, sus exactas palabras —se defendió, viendo que Gustav parecía querer intervenir por el lenguaje soez—. Salí azotando la puerta, feliz de la vida, sin darme cuenta de que no llevaba más que mi abrigo y la billetera con cien euros.
—Adivino que ya no los tienes contigo —murmuró Gustav por lo bajo.
—No, ya no los tengo —confirmó Georg.
—Tal vez —fingió Gustav una madurez que no tenía; por dentro, el estómago le daba vueltas— podrían solucionarlo si lo hablan. Después de la tormenta viene la calma o al menos eso dicen.
—No en este caso. Al menos no de mi parte —alzó Georg la vista por primera vez desde que su conversación había comenzado—. Ya algo iba mal de antes, esto… Esto sólo son los puntos sobre las íes. Tenía que pasar antes o después, sólo pasó antes de lo que cualquiera hubiera preferido.
—Comprendo —asintió el baterista, aún con una pregunta en la punta de la lengua—. ¿Y la herida de tu mano? ¿Cómo te la hiciste?
—Ah eso… —Georg se puso nervioso de golpe y Gustav estuvo seguro, incluso antes de escuchar su respuesta, que lo que iba a decir era una flagrante mentira—. Me caí el salir del bar. Creo que iba muy borracho. Sólo recuerdo que tropecé con la acera y lo siguiente era despertar en tu sillón con la peor resaca de mi vida.
—Ok —dejó Gustav el tema por la paz.
Durante el resto del desayuno, no intercambiaron una palabra más referente a Veronika y a su relación con el bajista. En lugar de eso, pasaron un agradable momento juntos, justo como solía ser antes, solos ellos dos.
Una vez terminaron de comer, lavar los trastes y limpiar la mesa, quedó el cómo matar el resto de la mañana y la tarde.
Gustav se desatendió de ello dándole una hoja fresca de lechuga a Claudia y acariciándole la rugosa cabeza verdosa que en lugar de seguir el curso de la evolución natural escondiéndose en su caparazón, se alzó para recibir mimos.
—La tienes muy consentida —se burló Georg, intentando hacer lo mismo y obteniendo una respuesta por completo distinta. En lugar de dejarse acariciar, Claudia se encerró dentro de su coraza y no volvió a salir.
—Es tímida con los extraños, eso es todo —la dejó Gustav en su caja de siempre, tomando nota de cambiarle el agua en la tarde.
—No soy un extraño, Gus. Soy tu amigo del alma.
“Eres mi crush, idiota”, pensó Gustav, pero su boca habló otra cosa. —Déjame pensarlo.
—Ouch —se llevó el bajista una mano al pecho—, eso dolió. Justo aquí —cogió la mano de Gustav y la apoyó contra su pecho, haciendo que al baterista le subiera un calor extraño por el cuerpo, desde la punta de los pies hasta el último cabello, casi logrando que se estremeciera por aquella sensación—. ¿Sientes mi corazón? Pues ahora está roto.
Gustav pensó en hacer alguna broma respecto a que eso era culpa de Veronika, no suya; que en realidad Georg le había roto el corazón él en más de una ocasión, pero… Claro, eso no iba a salir de su boca jamás.
—No seas idiota —apartó la mano con desgana—. Entonces…
—¿Mmm?
—¿Te vas a quedar o…? —El baterista dejó las opciones al aire, anhelando una respuesta afirmativa.
—Respecto a eso —recobró Georg su tono serio—, quiero pedirte que me dejes estar aquí un par de días, si es posible, claro. No quiero molestar o entrometerme en tu vida.
—Georg, no hay problema —chocó Gustav hombros con el bajista—. Puedes quedarte el tiempo que sea necesario. —“O para siempre”, agregó en su cabeza—. Sabes que eres bienvenido siempre. Mientras no dejes tus calcetines sucios en cualquier lado y no bebas directo del envase, serás mi invitado y no un estorbo.
—Gracias —lo abrazó Georg de improvisó y Gustav casi se derritió en su sitio como un cubo de hielo en medio del verano—. No quiero hablar de esto con mis padres, aún. En esta temporada papá está ocupado con su nueva familia y mamá está en un crucero, no quiero preocuparla. Es capaz de regresar.
—Ajá —concedió Gustav, aún envuelto en aquellos brazos con los que siempre soñaba—. Conseguir un departamento en esta temporada debe ser un dolor de cabeza. Ni hablar de la mudanza.
—Si es que queda algo —se separó Georg con lentitud, para decepción de Gustav—. Veronika me gritó desde la ventana que ni me molestara en volver por mis cosas, que ella se encargaría de prenderles fuego.
—Eso es horrible —frunció el baterista el ceño.
—Es lo que es —se separó Georg por completo y cruzó los brazos—. Así que si esa oferta sigue disponible… Prometo irme la primera o segunda semana de enero. No será mucho tiempo, ¿sí, Gusti?
El baterista no dudo al mover la cabeza de arriba a abajo, embobado por el ‘Gusti’ que de labios de Georg, sonaba a música celestial.
Porque Georg lo necesitaba y Gustav lo olía a modo de confirmación, el bajista decidió que lo más aconsejable era tomar una ducha para así poderse sacar de encima el olor a parranda que llevaba impregnado en cada uno de los poros.
—Toalla, un cepillo de dientes nuevo y unas sandalias para el baño —le extendió Gustav a su amigo los objetos indicados al tiempo que lo llevaba al pequeño baño—. No es nada lujoso, y a veces sale agua helada cuando menos te lo esperas, ¡ah! Y cuidado al salir, el piso es muy resbaloso…
—Gus, está bien —lo tranquilizó Georg, calzándose las sandalias y colgando la toalla de la percha más cercana; el cepillo de dientes lo dejó simplemente en el lavabo—. No olvides esos tours de hace años; sé lo que es entrar en un baño infestado de cucarachas. El tuyo no puede ser peor. Sólo quiero un baño para quitarme la pinta asquerosa que traigo.
—No olvides al aroma —se rió Gustav, más tranquilo de que el bajista no iba a empezara a quejarse de su baño apenas entrar.
—Todo un cumplido, Schäfer —abrió Georg las llaves—. ¿Caliente y helada? —Confirmó con el baterista; éste asintió—. Genial. Uh, ¿puedo usar de esas sales? —Tomó el envase y lo olisqueó con interés—. Menta, mi favorita.
—Oh, mía igual —mintió Gustav, por una vez agradecido del regalo de su madre—. Siéntete libre de u-u-usarlas —tartamudeó cuando vio que Georg se despojaba de su camiseta con toda naturalidad y la dejaba caer sobre la tapa del retrete—. Te dejaré a solas —dio un paso en reversa.
Si Georg le dijo algo en respuesta, Gustav jamás lo supo. Con toda la prisa que le daban sus pies al caminar, no correr para parecer aterrorizado, enfiló rumbo a la sala y se dejó caer en el único sillón que tenía ahí, exactamente el mismo en el que el bajista había dormido la noche anterior.
—Joderrr —se desplomó Gustav contra la pila de mantas que Georg había doblado y dejado ahí con anterioridad. Apenas con una noche de uso, conservaban el aroma de su amigo y el baterista no pudo evitar cerrar los ojos y dejarse hundir en aquella fragancia, que incluso corrupta por el alcohol y la sangre, olían a él, a Georg en todo su esplendor—. Estoy loco —se lamentó Gustav, recuperando un poco la cordura y sentándose de vuelta, pero llevando consigo la almohada.
Apoyándola contra su pecho y presionando la barbilla contra ésta, el baterista prestó atención al flujo del agua cayendo apenas a un par de metros de él. En el baño, a unos cuantos metros de donde él se encontraba, Georg estaba desnudo, usando su esponja de fibra sintética para tallarse los brazos, las piernas, el pecho…
—Soy un pervertido —gruñó, pero sin desviar el rumbo de sus ideas ni una pizca.
¿Qué tenía de malo fantasear un poco si a fin de cuentas eran sólo eso, fantasías?
Claro, la desventaja principal: Que incluso en el mundo de la irrealidad, aquello dolía como el demonio.
Gustav se tuvo que contener de darse en la frente con la palma de la mano. Si así se ponía por ver a Georg sin camiseta -algo que sin ligar a dudas había visto en los últimos años y no llegaba a controlar aún-, mejor no quería pensar en lo que sería volver a tenerlo 24/7 en su casa, los dos juntos y sin vías alternas de escape.
Las cosas ya no eran como antes cuando todos vivían juntos en un pequeño departamento de la disquera, si acaso mayor que el que le pertenecía ahora. Los gemelos se habían marchado a Los Angeles y les tocaba a él y a Georg vivir sus vidas independientes de los demás. Al menos así había sido en los últimos años. Una vez Bill y Tom habían cumplido los dieciocho años de edad, se habían dispersado cada uno en su propia dirección. Ahora todos tenían su propio departamento… Menos Georg, que estaba desalojado. Quien no tenía a dónde ir si Gustav le hacía lo mismo que Veronika…
—Sería un mal amigo si lo hiciera —se intentó convencer Gustav a sí mismo con ese argumento.
—Gus —gritó Georg desde el baño—, ¿crees que me puedas prestar ropa?
—Claro —respondió el baterista alzando la voz; al instante pensando qué prendas elegir.
Con eso en mente, pronto sus nervios se disiparon y relajando el ánimo, se concentró en esa tarea con ahínco.
Georg terminó vestido con uno de los nuevos pijamas de Gustav, que según la tarjeta cosida a la etiqueta de la parte superior, era de la tía Anna y pedía ‘boletos de primera fila y derecho al backstage del próximo concierto de la banda para su hija y sus quince amigas’ con todo el descaro del mundo.
El baterista se quiso morir de vergüenza al ver el mensaje, más porque Georg se había quejado de comezón en la espalda por quince minutos antes de que se dieran cuenta de la hoja de papel que llevaba pegada en la etiqueta de la nuca.
—Perdón por eso —se disculpó Gustav de nuevo, con las orejas rojas por el baño de humillación al que sus parientes lo sometían con semejantes peticiones. La tía Anna en cuestión ni siquiera era cercana a ellos y jamás había puesto un pie dentro de su casa hasta que la banda sacó su primer video. Era más que obvio que lo suyo era interés y no amor fraternal—. Pero al menos tienes ropa que ponerte.
—Interior incluida —le mostró Georg al baterista la tira del elástico de sus nuevos bóxers—. Vi en la pila de ropa que dijiste y encontré un paquete sin abrir, espero no te moleste.
—En lo absoluto —dijo Gustav, alegre por primera vez de que los regalos de su familia convenenciera sirvieran de algo al menos una vez en la vida.
—Gus… —Llamó de pronto Georg al baterista, quien atento a sus ánimos, veía a su amigo un tanto más afectado de lo que dejaba entrever con el tema de la familia—. ¿Por qué regresaste antes de visitar a tus padres?
—Ah, eso. —El baterista carraspeó—. La familia, ya sabes. Mamá y papá estaban contentos de verme, yo a ellos; Franziska igual, pero… Imagina el resto. Te puedes hacer una pequeña idea sólo leyendo las notas que me escondieron en la ropa —terminó de hablar con amargura en su tono de voz—. No es que me moleste que sean así, pero en serio, ¿cada año lo mismo? Es cansado.
—Seh, sé de qué hablas. Aunque si me preguntas, no es excusa suficiente para pasar estos días solo.
—Para mí sí —refutó Gustav con rotundidad—. De cualquier modo, Franny va a venir de visita para Año Nuevo, así que no estaré tan solo.
—Aún así, no basta como pretexto. Te propongo algo. —Ante esto, de ser animal, las orejas de Gustav se habrían aguzado—. En lugar de pasar el segundo día de Navidad sin hacer nada, ¿qué tal bajo a la tienda de la esquina y compro comida, bebida y…? Qué sé yo, ¿un bastón de caramelo para ambientar un poco de Navidad aquí? —Gesticuló con el brazo alrededor del departamento, donde no se veía ningún adorno navideño, o nada en tonos rojo y verde brillante—. No es que me queje, Gus, pero hay que celebrar. Y si la familia no viene a ti y tú tampoco vas a ella, entonces Georg lo solucionará —finalizó el bajista con una sonrisa tan sincera que a Gustav el corazón se le aceleró—. ¿Qué tal suena?
—Dudo que encuentres mucho en esa tienda —balbuceó el baterista cuando vio a su amigo tomar prestado su abrigo largo del perchero y ponérselo encima del pijama—. No tienes que hacer nada, Georg. Es sólo una festividad comercial.
Georg se contuvo de rodar los ojos. —Incluso así, quiero celebrarla. Vamos Schäfer, mi novia y yo acabamos de terminar. Compadécete de mí y acepta que compre un poco de comida chatarra y comamos frente a una película. Ni siquiera tienes que cambiarte de ropa, ni poner villancicos en la radio. Somos tú y yo evitando un suicidio doble por Navidad.
Gustav se soltó riendo. —Bien, pero entonces pediré unas pizzas. Si vamos a celebrar, que sea a mi manera.
—Hecho —tomó Georg su billetera de encima de la mesa de centró y le guiñó un ojo a Gustav—. Vuelvo en unos minutos, cariño.
—Ah… —Se quedó Gustav con la boca abierta y las mejillas teñidas de rojo carmesí.
Una vez Georg cerró la puerta, el baterista se dio un par de golpes en la cara, deseoso de quitarse el look de colegiala enamorada de encima.
De alguna manera extraña y bizarra que no llegaba a comprender, iba a celebrar con Georg la segunda Navidad y el hecho era… Tan maravilloso.
Gustav no solía ser lo que se podría denominar un amante de las fiestas y celebraciones en general; de hecho, era todo lo contrario. En su opinión, cualquier festejo que no fuera debido a un cumpleaños, le parecía tan innecesario e carente de sentido que no lo celebraba. Día de San Valentín, Navidad, festivales de verano y demás; todo le resultaba tan ajeno y ahora (hipócritamente, lo admitía) iba a pasar el resto de la segunda Navidad con Georg. Celebrando con Georg…
Como para sacarlo del hilo de sus pensamientos, un ruido se dejó oír en la habitación, seguido de una pequeña canción que así como empezó de improviso, acabó abruptamente.
—¿Qué caray…? —Se puso Gustav de pie, buscando la fuente del sonido y viendo sobre el mueble del televisor un parpadeo de luces. Justo ahí, estaba el teléfono de Georg.
Sin querer pensar mucho al respecto, no fuera a ser que se arrepintiera, el baterista miró en la pantalla y las cinco palabras más odiadas de su vida aparecieron: “Veronika ha enviado un mensaje”, seguido de las opciones “Ver”, “Ignorar” y “Borrar”. Tentado de presionar la última opción, Gustav se debatió apenas una fracción de segundo con su yo interno antes de presionar “Abrir” y empezar a leer el mensaje.
“Tenemos que hablar. Vuelve a casa. Te extraño. Aún te amo. Podemos solucionarlo todo, sólo regresa. V. P.D. Lo siento MUCHO”
—Sentirlo no soluciona nada —murmuró Gustav con veneno, arrepentido de haber cedido a la tentación. ¿Con qué derecho miraba los mensajes privados de otra persona, Georg por encima de todo? El baterista se sintió como una cucaracha rastrera por haber roto un convenio de privacidad—. Mierda —retrocedió a las funciones básicas de la pantalla y sujetó con fuerza el teléfono.
Podía mentir, fingir que no había leído nada y dejar que Georg actuara bajo su propio juicio si quería mostrarle o no el mensaje; o también podía simplemente confesar todo y… “¡Y un cuerno!”, se dijo Gustav. La tercera opción era borrar el mensaje y actuar como si nada hubiera pasado pero el baterista ni siquiera consideró esa opción como real, dado lo ruin que sería de su parte hacerlo. Decidido a que al menos podía fingir demencia, eligió la primera idea.
Cubrir los pasos era esencial. Lo primordial era dejarlo todo como antes, así que marcó el mensaje como “No leído” y dejó el teléfono en su sitio, cuidando bien la precisión y el acomodo en milímetros, tal como lo recordaba todo. Lo siguiente era actuar con normalidad.
Aún con el corazón acelerado, Gustav sacó la guía de teléfono y buscó el número de su pizzería favorita, apenas a un par de manzanas de distancia. El empleado que lo atendió, adormilado y con tono de querer estar en casa en lugar de estar trabajando, le informó que si bien había posibilidad de comprar un par de pizzas, no tenían reparto a domicilio por falta de empleados.
Gustav sopesó las posibilidades de comer algo más, pero su alacena estaba bastante vacía y ni hablar del refrigerador. —¿En cuántos minutos crees que estén listas?
—Una hora a más tardar —indicó la voz al otro lado del auricular. El baterista no lo dudó más; al fin y al cabo, sólo eran un par de calles de distancia. Si Georg no quería volver a salir, bien podría él ir y traer comida caliente por el gusto de los dos.
—Ok, quiero dos pizzas tamaño familiar. Una de salchichón y otra vegetariana —pidió como por inercia, recordando a los gemelos y a su terquedad de no comer carne nunca más—. Bah, ¿sabe qué? A la vegetariana agréguele tocineta y que tenga champiñones… Sí, pasaré por ellas en… —Contempló el reloj que colgaba en la sala—, ¿cincuenta minutos está bien? Ok, a nombre de Gustav Schäfer —usó su verdadero nombre porque ya lo había hecho antes—. Correcto. Gracias —y colgó.
Decidido a ocupar su mente con todo menos el mensaje que Georg hacía recibido en su teléfono, Gustav procedió a buscar un par de guantes, unas botas para la nieve y un gorro de lana que su madre le había regalado el invierno pasado y calentaba de maravilla.
Justo cuando se estaba calzando un par de calcetines térmicos, Georg entró por la puerta usando la copia de llaves que el baterista le había regalado, con las facciones quemadas por el frío y temblando.
—Hace un frío espantoso allá afuera, eh Gus —titiritó al dejar caer las bolsas de la compra en la entrada—. ¿Vas a salir? —Preguntó al ver a su amigo calzándose las botas y poniéndose de pie.
—El reparto de pizza está suspendido, así que voy a ir por ellas.
—Pero no tienes permiso de conducir, ni siquiera automóvil —dijo Georg, recordando el incidente del año anterior cuando Gustav golpeó su vehículo contra otro y perdió la licencia—. No pensarás caminar hasta la sucursal, ¿o sí?
—Sólo son cinco calles, volveré en un parpadeo —se encogió el baterista de hombros.
—En ese caso —se caló Georg el cuello de la chaqueta—, iremos los dos juntos. Si uno muere en la nieve, al menos el otro le dirá a la prensa.
—Nada va a morir, Georg. E incluso si llega a pasar, la familia es primero, no la prensa, por Dios —desdeñó Gustav la idea, acomodándose la bufanda en torno al cuello y avanzando hacia la puerta—. Y no quiero quejas si tienes frío, tú quisiste venir.
—Quiero ir, tsk —respondió el bajista, cerrando la puerta detrás de sí y siguiendo a Gustav, quien a paso rápido, bajaba las escaleras casi a trompicones.
Una vez en la calle, el baterista entendió bien por qué Georg se venía quejando del frío. Estaba nevando de manera copiosa, no tanto como para que fuera inseguro estar en el exterior y la tormenta aún no llegaba con toda su fuerza, pero la ausencia casi total de transeúntes era una prueba inequívoca de lo poco buena que era su idea de ir a recoger comida.
—Brrr —bufó Georg, soltando bocanadas de aire caliente al frío exterior.
—Vamos, caminando se quita —comenzó a avanzar Gustav sobre la calle, con cuidado extra especial porque la acera se encontraba húmeda.
—Eso es una mentira y lo sabes, Gus —renegó Georg, soplando aire tibio en sus manos descubiertas.
—¿Saliste sin guantes? —Se escandalizó el baterista al ver las manos pálidas de su compañero de banda—. Ten, toma uno —se sacó uno de sus guantes y se lo tendió—. Al menos así estaremos iguales.
Georg pareció meditar la sugerencia, pero al cabo de unos segundos se puso el guante -el derecho- y cambió de lado en la acera, dejando así su mano descubierta junto a la desnuda de Gustav.
—Al menos así mantendremos el calor —tomó la mano del baterista y la sujetó—. Estás calientito, qué agradable.
Gustav saboreó la sensación de los dedos callosos de Georg entre los suyos, la presión del peso a su lado y el gesto, que aunque infantil, le calentaba más que su otro guante.
“Quizá es por eso que lo amo tanto”, pensó que cariño. Se preguntó si Georg haría lo mismo con Veronika, pero barrió aquel pensamiento como el viento lo hace con las nubes y durante el resto del camino, los dos caminaron muy de cerca con las manos firmemente sujetas.
Comieron pizza y botanas diversas, bebieron cerveza sin alcohol y un poco de vino, vieron tres películas y a eso de las tres de la mañana, cuando ya no podían más, empezaron a cabecear durante el final de Saw VI.
—Gusss —sacudió Georg a su amigo—, despierta…
—Mmm — gruñó Gustav en respuesta, moviendo los ojos por debajo de los párpados—. No dormir es mejor.
—Debes ir a tu cama.
—Déjame aquí —se envolvió Gustav en la manta que lo cubría—. Tú duerme en mi cama.
—Es tú cama, Gus. No podría quitártela, menos en Navidad —resopló Georg al intentar sentarlo, logrando al menos que el baterista despertara un poco más.
—¿Y? Tómala tú, yo estoy muy cansado para moverme de aquí.
—Bien, tú me obligaste…
Gustav no tomó en serio aquellas palabras hasta que se sintió levantado en brazos e imposibilitado de moverse, porque Georg lo había envuelto en su manta como si fuera un habano y lo llevaba sobre el hombro rumbo a su habitación.
—Idiota, ni se te ocurra dejarme caer —intentó mover los brazos, pero los tenía pegados al costado—. Georg, cuidado, ¡cuidado!
—Shhh, vas a despertar a los vecinos —lo depositó Georg con cuidado en la mano, un poco achispado por el vino y cayendo encima de él sin impacto, pero con peso.
—Georg… —Gustav logró zafar una de sus manos y apartó un par de mechones del rostro de su amigo. El bajista tenía los ojos cerrados y respiraba con facilidad—. ¿Quieres dormir aquí?
—¿Contigo?
—Duh… —Gustav contó los segundos antes de oír una respuesta: Uno, dos, tres…
—¿No te molesta?
—En lo absoluto —jugueteó el baterista con un mechón castaño entre sus dedos—. Sé que ese sillón es asesino y mi cama es grande. Mientras prometas no patear o babear mis almohadas, eres bienvenido.
—Justo como en los viejos tiempo —sonrió Georg al sacarse los zapatos y gatear hasta acomodarse bien en la cama. La habitación estaba caldeada deliciosamente gracias a la calefacción y apenas si era necesario taparse. Si querían, podían dormir desnudos sin saber que afuera nevaba—. Gracias.
Gustav no respondió nada. En lugar de eso, se acomodó sobre su costado e hizo que los dedos de sus pies crujieran uno a uno. —Los viejos tiempos —murmuró para sí.
Como si esa fuera la señala que esperaba, Georg se colocó detrás del baterista y le pasó un brazo por el medio, sujetándolo con ligereza pero al mismo tiempo en un gesto protector. Gustav quiso creer que era su manera de decir “Es mío, nadie lo toque”, pero eso sería mucho pedir.
Cerrando los ojos, cayó dormido sin llegar a saber que sin llegar a ser palabras tan concretas, era justamente eso en lo que Georg pensaba.