Gustav supo que iba a ser una Navidad de mierda en el mismo instante en que entró a la casa de sus padres y la muy vieja y muy sorda tía abuela Edwina lo examinó de pies a cabeza sólo para soltar uno de sus famosos y muy temidos comentarios sarcásticos.
—¿Otro año solo, Gustav? Pensé que por fin esta Navidad nos presentarías a alguna novia formal. Por Dios santo, que hasta un novio sería bien. No soy quisquillosa —refunfuñó la anciana, acomodándose mejor el chal que llevaba sobre los huesudos hombros y plantándole sendos besos al baterista en cada mejilla—. Si sigues así, te quedarás solo cuando seas viejo y arrugado. Entonces nadie te querrá.
“Justo como tú, ¿eh?” se mordió Gustav la lengua para no dejar salir su comentario. No era ningún secreto que la tía abuela Edwina vivía amargada desde que de joven, un pretendiente le había roto el corazón; y hasta días presentes, su único pasatiempo era burlarse de los familiares que estaban solteros, divorciados y viudos con tal saña que era incluso capaz de hacerlos llorar.
—Déjala, es una urraca —deslizó Franziska, la hermana de Gustav, su mano entre la de él con firmeza para arrastrarlo fuera de la entrada y lejos de los comentarios filosos de la tía abuela Edwina—. La amargura ya no la deja ser feliz y pretende que todos suframos con ella.
—Se nota —replicó Gustav con acidez, esquivando parientes apilados por todos lados e intentando desabrocharse el saco que llevaba puesto. El frío del exterior contrastaba agradablemente con el delicioso calor de la calefacción—. ¿Huelo pavo?
—Eso y más, Gusti —sonrió Franziska—. Espera que veas la pila de los regalos. Mamá estaba como loca eligiendo qué te iba a dar este año. Ya sabes como se pone —imitó a su progenitora—, “Gustav puede tenerlo todo, excepto el toque de una madre”, así que pon cara de sorpresa cuando te dé el kit de sales aromáticas para el baño. Le costó mucho decidirse y es mejor que un especiero, créeme.
Gustav se contuvo de rodar los ojos, acompañando a su hermana al segundo piso, de paso, eludiendo besos y abrazos de tías y primos que no conocía o no recordaba.
Como cada año, el baterista regresaba a la casa de sus padres en aquel pequeño pueblo para Navidad, cargado de regalos y con una mueca que pretendía ser una sorpresa. Y no porque estuviera deseoso de pasar las fiestas en otro lugar, amaba a su familia, pero no a toda…
—Oh Gustav, luces cansado, monino —lo detuvo de paso una mujer en sus cuarentas, que el baterista no reconoció—. Ven conmigo cuando tengas un segundo libre y me encargaré de que estés mejor —le guiñó el ojo, antes de entrar al baño y cerrar la puerta.
—¿Y ésa quién es? —Preguntó Gustav a su hermana. Sin importar lo prometedor de la invitación, pasaba.
—Es la esposa del tío Harold —tiró Franziska de la mano de Gustav y los dos entraron a la habitación de éste—. Al fin, soledad —dijo Franziska, alzando los brazos al aire y tirándose sobre la cama del baterista.
Haciendo lo propio, Gustav terminó de quitarse el abrigo y sin mucha ceremonia, lo dejó caer en el mueble más cercano.
—Apuesto 20 euros a que la abuela Schäfer provoca otra pelea este año, ¿qué dices? —Alzó Franziska la cabeza del colchón—. Antes de que llegaras, ya estaba diciendo que el tío Franz era un vago irresponsable. Algo me dice que va a terminar mal…
—Franny, no vale —bostezó Gustav, cansado del viaje para llegar a la casa de sus padres—, eso no es una apuesta justa. La abuela Schäfer siempre provoca los disturbios.
—Oh, cierto —chasqueó Franziska la lengua—. Bueno, sólo queda bajar.
—Mmm —murmuró Gustav, deseoso de quedarse un rato más ahí, en su habitación y escondido con su hermana. El resto de su familia, a excepción de sus padres, eran unos completos desconocidos. Todos y cada uno de ellos le iban a preguntar en el transcurso de la noche las mismas preguntas, pedirle autógrafos suyos y de los demás miembros de la banda. Los más atrevidos, incluso le exigirían aclarar un par de rumores, y Gustav no estaba de humor para nada de eso.
—Gus, vamos… —Golpeteó su hermana la cama, a un costado de ella—. Ven acá y dile a tu querida y adorada hermana favorita qué pasa. ¿Es por la tía abuela Edwina? No le hagas caso. Cada año está peor. Hace rato le sugirió a mamá que dejara a papá y aprendiera lo difícil que es estar en su lugar. Como si la felicidad fuera algo que le diera alergia o algo así —bufó Franziska.
Ante eso, el baterista no pudo evitar soltar una risita. —Nah, no es eso —mintió, cuando por dentro las palabras de la anciana se lo estaban carcomiendo como ácido de batería.
Y no es que no hubiera tenido oportunidad de traer a alguien a casa. En los últimos dos meses había estado saliendo con Alina, una graciosa pelirroja que había conocido por casualidad a finales de octubre, pero… Gustav se contuvo de soltar un suspiro. Como siempre, la relación no había dado más de sí y a mediados de diciembre habían decidido, por acuerdo mutuo, que lo mejor para ellos dos era separarse.
Así que si ahora se presentaba en casa de sus padres y sin cita para Navidad, era su culpa. Lo mejor era tomarlo como hombre y comportarse como tal.
¿Listo? —Le tendió Franziska la mano y juntos salieron de la habitación para enfrentar a la familia que pululaba por su hogar.
Colocándose una sonrisa en los labios y evitando fruncir el ceño, Gustav pasó el resto de la velada rodeado de su familia lejana y política, intercambiando anécdotas y tratando de ser amable con todos.
Por el bien ajeno, más que el suyo.
Aquella noche, Gustav recibió la nada asombrosa cantidad de sesenta y siete regalos, un hecho extraño y digno de mención, porque en la fiesta había habido sesenta invitados exactamente.
Lo que no fue para nada extraño, fueron las tarjetas que acompañaban cada regalo, todas y cada una de ellas, pidiendo algo o preguntando por algo.
—Es increíble —repasó Franziska una de las tarjetas, incrédula de lo que leía—. “Querido Gustav, espero disfrutes de estos calcetines. Son tejidos a mano y costaron mucho. Con amor, Bianca. P.D. ¿Podrías regalarme un autógrafo tuyo? P.D.D. ¿Y también uno de Bill, Tom y Georg?”. ¡Increíble! —Repitió la hermana de Gustav—. Nuestra familia está loca.
—Qué va —desdeñó Gustav la idea, sentado a un lado de su hermana, los dos frente al árbol de Navidad y disfrutando de un poco de chocolate caliente—. Sólo quieren tener dinero extra. Ebay suele pagar bien —comentó con acritud, rasgando el empaque del regalo que tenía entre manos y deseando terminar con todo.
—No lo tomes a mal, cariño —interrumpió su madre, ya vestida en pijamas y bostezando.
La fiesta había terminado apenas minutos antes y el reloj marcaba ya pasado de medianoche.
—Ni lo pensaría —murmuró Gustav, apilando un par de pantalones para la nieve en la pila de regalos—. Pero agradecería que si me van a pedir algo a cambio, al menos eligieran bien mis tallas —alzó un sostén de llamativo color rojo— o mis gustos.
—Esa debe haber sido tu prima Lena —denegó la madre de Gustav con la cabeza.
—Sin lugar a dudas —confirmó Franziska, revisando el interior del sostén y encontrando un número de teléfono cocido al interior de la tela—. Creo que necesita conocer el significado de la palabra ‘incesto’, tsk —gruñó.
—Estoy cansado —lanzó Gustav uno de los moños al aire y se dejó caer contra uno de los sofás.
—¿Incluso para nuestros regalos? —Se adentró Franziska en la pila de cajas y extrajo un par de ellas—. De mamá, papá y mío —le entregó tres pequeños bultos.
—Gracias —dijo Gustav, sorprendido—. Yo también tengo algo para ustedes… Es poca cosa, pero… ya saben —finalizó con la cara un tono más sonrosada.
—Tu padre fue a buscarlos —besó la mamá de Gustav la cabeza de su hijo—. Ahora abre los tuyos y dinos qué tal. No sé exactamente qué regalarle a un adulto joven, así que me arriesgué.
—Mamá, es genial —fingió Gustav sorpresa, cuando del regalo de su madre, efectivamente, extrajo un kit de sales para baño tal y como su hermana se lo había dicho.
El regalo de su padre fue un poco más convencional, un vale para una tienda de música que Gustav apreció no por su valor, sino por el gesto.
Pero el mejor regalo de todos fue el de Franziska, quien se lo dio horas después cuando sus padres ya se habían ido a dormir y ellos dos pasaban las horas de la madrugada tumbados en el sillón de la sala, frente al fuego y cubiertos por una manta extra larga.
—No se compara con los aretes que me diste, pero… Sé que te gustará —Dijo Franziska, tendiéndole a Gustav su regalo y esperando a que éste lo abriera.
Para sorpresa del baterista, lo que encontró bajo las capas de papel de envolver fue…
—¿Un álbum de fotografías? —Arqueó una ceja—. ¿Al menos viene incluido con una cámara?
—Idiota, no es sólo un álbum de fotografías —empujó Franziska a Gustav con el hombre—, es nuestro álbum de fotografías —recalcó el ‘nuestro’ en su oración. Mamá limpió el ático y entre la pila de cajas salió esto. —Abrió el álbum de golpe y Gustav sonrió al instante—. ¿Lo ves?
—Esto es… Wow, Franny —exclamó Gustav, mirando las páginas y viendo fotos de ellos dos cuando eran pequeños. Una de ellos en un viaje a las montañas de Suiza; otra de ellos en el jardín trasero, sentados en el césped verde brillante; una más de sus años de adolescencia, con una Franziska adolescente segura de sí misma y un tímido Gustav de doce años—. Gracias —musitó con emoción contenida en la garganta.
—Eso no es todo —susurró Franziska en tono confidencial, avanzando un par de páginas y señalando la esquina inferior—. ¿Ves?
A Gustav el estómago se le contrajo en una agradable sensación, cuando miró el punto en el que su hermana señalaba y vio a Georg a los catorce años, sonriendo como idiota a la cámara. —Oh —exclamó.
—¿Sólo ‘oh’, eh? —Lo codeó Franziska—. Eso no es todo. Mira más acá —cambio la página y a Gustav se le aceleró el corazón al encontrar más y más fotos de Georg, todas ellas de aquel tiempo en su vida cuando aún soñaban con formar una banda, si acaso por la temporada en la que habían conocido a los gemelos.
Y es que por aquel entonces, los padres de Gustav le habían obsequiado una de las primeras cámaras digitales del mercado y el baterista le había dado uso ilimitado a su pasatiempo. En vista de que no era necesario comprar rollos como con las otras cámaras, Gustav había capturado cada momento digno de ser fotografiado, formando así su colección. Luego de un tiempo ya no lo había hecho más (si bien la falta de rollos era un punto favorable, también estaba la desventaja de las baterías), pero las que conservaba habían sido impresas en una tienda de fotografías por un módico precio y empaquetadas hacía ya años atrás.
—¿Dónde las encontraste? —Quiso saber el baterista, maravillado de lo nítidas que eran y lo bien que conservaban los colores. No eran de mucho tiempo atrás, pero estaba en una etapa de su vida donde la distancia entre los meses cambiaba su mundo, ni hablar de al menos unos siete u ocho años—. Todos lucimos como idiotas.
—Claro, culpa al inicio de siglo y a la moda de esos locos años —bromeó Franziska—. Estaban en la misma caja. Al parecer, mamá las apiló ahí pensando que así se conservarían mejor.
—Es el mejor regalo de todos, Franny —le pasó Gustav el brazo a su hermana y la estrechó contra sí.
—Obviamente —sonrió ésta de oreja a oreja—. Fotos mías, tuyas y de Georg, ¿qué podría ser mejor en el mundo?
—¡Franny! —Chilló Gustav—. Lo haces sonar como algo más.
—Es algo más, ¿o no? —Alzó Franziska las cejas en un gesto sugestivo—. Dime que me equivoco y no volveré a tocar el tema, Gus.
—Ugh —se hundió Gustav en su pila de mantas; no veía caso en negar lo que con posibilidades altas era obvio para todo aquel que tuviera ojos y sentido común—. Tú ganas.
—Yay —festejó Franziska su victoria—. Ahora cuéntame de tus avances.
—Fran, en serio —tomó Gustav a su hermano de los hombres—, no hay avances. Es sólo… —Saboreó las palabras que en su lengua tenían un regusto amargo—. Es un crush sin importancia, y como tal, no hay que tomarlo en cuenta, ¿estamos?
—Vamos, Schäfer, ¿por quién me tomas? —Se sacudió Franziska las manos de Gustav de encima—. Un crush es que te guste alguien por unos días, unas semanas, si acaso unos meses, ¡¿pero años?! Sé más honesto contigo, Gustav. Lo amas.
—¿A quién? —Fingió el baterista desconocimiento, deseoso de zafarse de aquella conversación lo antes posible. En temas del amor y lo que se le relacionara, Franziska solía tornarse autoritaria e inmiscuirse al punto en que resultaba molesto.
—A Georg, por supuesto —dijo Franziska como si nada—. ¿En verdad creíste que era un secreto?
—Mj —bufó Gustav—, la verdad es que sí.
—Pues siento decirte, querido hermanito, que no lo es.
Gustav se mordisqueó el labio inferior unos segundos antes de hablar de vuelta. —¿Sabes que Georg tiene novia, verdad Franny?
—Ajá —confirmó ésta.
—¿Y que tienen ya más de un año juntos, no es así?
—Eso oí —canturreó Franziska como si aquello fuera un mínimo inconveniente que pudiera barrer con la mano si le apetecía.
—¿Y que además la a-m-a? —Deletreó el baterista las tres letras con lentitud, esperando que así a su hermana la idea le entrara en ese duro cráneo suyo—. No es como si yo pudiera competir contra eso —agregó lo último más para sí mismo que para su hermana.
Tenía que ser honesto consigo mismo, se presionó las sienes con fuerza; Georg y Veronika eran una pareja y todo parecía indicar que lo suyo era serio, así que mejor no torturarse pensando diferentes escenarios donde él la dejaba a ella y corría a los brazos de Gustav, porque como el baterista se recordó, eso no iba a suceder y lo mejor era apartar todo pensamiento que le diera esperanza, si acaso por el bien de su salud mental.
—¿Y qué con eso? Te puedo decir varias parejas que duraron muchos años juntos y no terminaron bien. Y tú sabes bien, Gusti, lo que pienso de las parejas entre amigos. Es casi una relación sin posibilidades de fracasar, todos lo saben.
—Franny, en serio. Bota el tema —le pidió Gustav a su hermana con un hilo de voz—. Hay cosas que no van a pasar nunca. Lo mío con Georg es una de ésas.
—Lo mismo decías de ser famoso y tener un millón de euros, ¿qué dices ahora de eso?
—Hay de sueños a sueños —suspiró Gustav—. Unos más imposibles que otros…
—Eres un pesimista —apoyó Franziska la mejilla contra el hombro de su hermano, con gentileza apartando el álbum de fotografías que le acababa de regalar y dejándolo a los pies de ambos—. Bien, dejaré el tema por la paz, pero quiero que me prometas que si por alguna razón, azar de la suerte, destino del cosmos, que los planetas se alineen o como le llamen estos días, Georg termina con su novia y sigues sintiendo lo mismo por él, se lo digas.
—Argh, Franny, hablo en serio —gruñó el baterista.
—Yo también —se tendió ésta sobre el regazo de su hermano, que aunque menor, no actuaba como tal—. Sólo quiero verte feliz.
—Soy feliz, Franny. ¿Lo ves? —Sonrió Gustav, pero hasta él mismo sabía que algo estaba mal con esa sonrisa—. Ok, no soy precisamente la persona más feliz del mundo, pero estoy… Bien —finalizó decaído.
—No importa cuánto lo intentes, sé que me mientes —contempló Franziska a su hermano desde su sitio en el regazo; desde su postura, apreciando las pequeñas líneas de tensión que se dibujaban en su rostro—. Y también sé que lo tuyo con Georg no es un simple crush. Estás enamorado y está bien, pero necesitas ser correspondido de una vez u olvidarlo y seguir con tu vida.
Gustav soltó un gruñido, claro como el agua que ninguna de las dos opciones le parecían. ¿Por qué cambiar? Su técnica había funcionado a lo largo de los años. Ser el amigo silencioso y amante en el fondo de la fotografía, no interviniendo ni revelando sus sentimientos y a cambio obteniendo la posibilidad de permanecer al lado de Georg un poco más. Si se declaraba, si dejaba salir lo que sentía y Georg no lo correspondía, el resultado podría ser catastrófico, no sólo para él mismo, sino también para la banda. Y no pensaba arriesgar ni lo uno ni lo otro sólo por no saber controlarse como era debido.
Y sin embargo, el baterista no estaba seguro de cuánto podría soportar si su amistad se veía afectada por sus bobos sentimientos de adolescente enamorada.
—No frunzas el ceño, Gusti —extendió Franziska la mano y acarició la frente de su hermano—. Así está mejor, tonto. No tienes que hacerlo ahora, declararte, quiero decir, pero aprovecha tus oportunidades. ¿Al menos me prometes eso?
Gustav se contuvo de soltar un suspiro largo; a cambio, asintió. —Lo prometo.
—…se es mi Gusti —cerró Franziska los ojos y empezó a roncar.
—…sa es mi Franny —murmuró Gustav, cerrando también los ojos y cayendo dormido.
—Llama cuando llegues —se inclinó la madre de Gustav frente a la ventanilla de su taxi—. Y no olvides abrigarte bien. En el aeropuerto no compres nada de comer, quién sabe con qué manos lo prepararon y…
—Ay, mamá, no exageres —se inclinó también Franziska—. Gusti, voy a ir de visita para Año Nuevo, ¿de acuerdo? Unos amigos me invitaron y pensé que sería una oportunidad perfecta de vernos.
—¿Te vas a quedar conmigo? —Sonrió al baterista, imaginando de antemano lo mucho que se iban a desvelar pasando unos días juntos; a diferencia de muchos hermanos en el mundo, él y Franziska se llevaban bastante bien y disfrutaban de su compañía mutua.
—Sólo si me dejas —dijo ésta, sonriendo a su vez.
—Está hecho.
—Llegaré el día treinta, quizá antes… Oh Gus, nos divertiremos tanto —casi se metió por la ventanilla del taxi para abrazar a su hermano menor.
—Franny, me ahogas —jadeó Gustav por la fuerza de sus brazos.
—Si no se apuran, el avión va a partir sin ti, Gustav —intervino su padre, jalando a Franziska de la cintura y permitiendo que el taxista cerrara al fin la ventanilla.
—Adiós, Gus, hasta luego… —Coreó la familia Schäfer, despidiendo al más pequeño de sus miembros, quien ahora era un hombre hecho y derecho que vivía lejos de ellos.
Gustav agitó la mano en señal de despedida, conteniendo la emoción que le presionaba el pecho, intentando recordar que los vería pronto, y en el caso de Franziska, en apenas unos días. Apenas siendo veinticinco de diciembre, bien habría podido quedarse a celebrar con ellos la tradicional segunda Navidad, pero en lugar de ello -y de soportar más a su familia lejana y política- había elegido regresar a su departamento y pasar los días restantes del año en paz y tranquilidad, él solo.
Conforme se alejaban de la casa, la idea empezó a perder su atractivo.
—Es genial eso de tener una familia que lo quiere a uno, ¿no? —Habló el taxista, un hombre en sus cincuenta años y con una calva oculta bajo una boina roja brillante con una orla blanca—. Yo también tengo una hermana mayor, la quiero mucho, pero la veo tan poco…
—Debe ser una pena —murmuró Gustav en respuesta.
—Puede ser —rió el taxista, un sonido fuerte y ronco, parecido al ladrido de un perro—, pero mi mujer y ella no se llevan tan bien como uno podría desear. ¡Y que la verdad sea dicha!, yo tampoco me llevo con mi mujer. Mi hermana tenía razón cuando me dijo que no me casara con ella, pero ahora soy demasiado viejo para un divorcio. Tenemos hipoteca, hijos y hasta un pequeño nieto. Ah —suspiró el taxista—, ahora no cambiaría nada, pero de poder, le haría caso a mi hermana mayor. Ellas siempre tienen la razón en todo.
—Quizá… —Admitió Gustav a medias, pensando en la promesa que Franny le había arrancado de los labios y temeroso al mismo tiempo de que el día en que tuviera que hacerla valer.
Sin saberlo, el momento no estaba tan lejos como podría desearlo.
Gustav llegó ese mismo día a su pequeño apartamento de soltero. Con dos habitaciones, una de ellas como su estudio personal, una cocina diminuta, un baño de avión y una especie de sala-comedor-algo-más-incluido, y localizado en el quinto piso de un edificio sin ascensor, no era lo que podía decirse de lujo, pero ahuyentaba a los paparazzis sin lugar a dudas, y durante los dos años de su estancia, Gustav había arreglado los desperfectos, pintado las paredes y acondicionado a su antojo. ¿Qué más podía pedir?
—Alguien que me reciba en la entrada —murmuró para sí, imaginando una novia de cabello largo y rojizo en la entrada de su departamento, utilizando un delantal rojo y nada más… Que al instante se transformó en Georg, con una espátula en la mano y recibiéndolo con los brazos vacíos—. Sueña, Schäfer —se regañó Gustav a sí mismo, jalando con todas sus fuerzas el equipaje que llevaba a cuestas y alcanzando el rellano de su piso—, es lo único que te queda…
Una vez dentro de su piso, se sacó los zapatos y con prisa y una pizca de preocupación, sacó de una caja al lado del horno a Claudia, la pequeña tortuga que había conseguido como regalo de su vecino de puerta, meses atrás. El vecino en cuestión se había mudado, tornando más gris la vida de gris en aquel edificio donde no conocía casi a nadie, a excepción de la vecina y casera del noveno piso, quien cuidaba de Claudia cuando se iba a de giras.
—Hola, pequeña —saludó a la pequeña tortuga, que por la temporada, estaba adormecida. Antes de irse, Gustav le había dejado un puño de de tomate y lechuga, sus alimentos favoritos, pero eso había sido dos días atrás y Claudia parecía tener hambre.
Una vez servida su comida dentro de una caja, con parsimonia, Claudia empezó a comer un trozo de lechuga con lentitud, como si disfrutara cada mordida con gusto.
Gustav no pudo más que sentirse entristecido, alicaído de que su única compañera (una tortuga que hasta podría ser Claudio, dado que él no estaba seguro de su sexo) no hablara, no respondiera a sus llamados y además durmiera casi todo el día. Y a pesar de eso, no la cambiaría por nada del mundo…
—Tú come, yo iré a desempacar —le dijo a la pequeña tortuga, un poco paranoico de que estarse volviendo loco con tanto hablarle a su mascota.
El resto de la tarde transcurrió entre desempacar, hacerse un refrigerio y limpiar un poco, pero por desgracia sus tareas no duraron demasiado y pronto se encontró de pie, en medio de su departamento, pensando en cómo matar el tiempo en lugar de dejar que lo matara a él.
Vio una película.
Después vio otra.
Harto del televisor, navegó un rato por internet, pero se fastidió pronto de ello; revisar su correo fue encontrar un par de Bill y Tom, tan iguales en contenido, que optó por escribirles uno de vuelta al mismo tiempo.
Pasó un rato más con Claudia y al final…
… Cuando todo parecía ser tan aburrido como para considerar la muerte por aburrimiento…
—Me voy a la cama —gruñó para sí Gustav.
Luego de un relajante baño en la mini tina de su departamento y aprovechando las sales aromáticas que le había regalado su madre, se puso una de sus nuevos pijamas (una cursilada de ositos cafés con patitos amarillos; feo como el demonio, pero un regalo de la conflictiva abuela Schäfer) y enfiló directo a su habitación.
Lo recibieron el frescor de la noche y la soledad del otro lado de su cama tamaño matrimonial, pero decidido a no dejarse deprimir por los comentarios de su tía abuela Edwina aún rondándole por la cabeza, vio un poco de televisión antes de cerrar los ojos y caer dormido.
¡Toc-toc!
Gustav despertó de golpe y asustado, limpiándose un imaginario hilo de baba de la mejilla y tembloroso por el frío. Todo en uno.
¡TOC-TOC!
Se repitió el ruido, esta vez más fuerte. El baterista se apartó las mantas de encima y maldiciendo al vendedor a domicilio que lo venía a incordiar a esas horas… Momento. Gustav se detuvo con un pie fuera de la cama y tanteando el suelo por sus sandalias cuando vio que su reloj despertador marcaba las tres con dieciocho de la madrugada. Ningún vendedor, por necio que fuera, osaría tocar una puerta antes de que saliera el sol.
¡TOC-TOC!
¿Quién era el desconsiderado cabrón que se atrevía a venir a su puerta a semejante hora? Gustav estaba seguro que un ladrón no era, esos no avisaban su llegada con semejantes golpes, pero ¿quién más podría ser?
—Gustav, por favor… Abre… —Hipó una voz al otro lado de la puerta, arrastrando las palabras. Incluso así, Gustav reconoció la voz de Georg.
Georg, a esas horas en su puerta… El cuadro no encajaba del todo. Sin pensárselo más, aterrorizado de encontrarse a su mejor amigo herido o algo peor, corrió a la entrada de su departamento y abrió la puerta de golpe, no esperando la imagen que se postraba frente a sus pies.
Ebrio, con un puño sangrando y el rostro bañado en lágrimas, Georg lo abrazó por las piernas.
—Gusti, ¡hic! Eres el único en el que ¡hic! puedo confiar ahora… —Balbuceó el bajista, antes de soltarse a llorar con fuerza.
—Vamos adentro —sugirió Gustav, intentando levantar a su compañero de banda y fallando.
Cayendo hacia atrás, Georg se apoyó en manos y rodillas para vomitar un líquido verdoso que olía a una asquerosa mezcla de vodka, tequila y botanas saladas.
—Todo se acabó, Gus, todo, ¡hic! —Sollozó Georg, limpiándose la boca con la mano ensangrentada de su chaqueta. A juzgar por su aspecto húmedo, el bajista había caminado bajo el frío de la noche en tal estado que era de sorprenderse que ningún policía lo tuviera esposado y en la parte trasera de su patrulla.
—¿De qué hablas? —Quiso saber Gustav, tirando de su amigo con fuerza y metiéndolo dentro del departamento. Para decepción suya, Georg cerró los ojos y perdió la consciencia—. Mierda, Hagen —gruñó el baterista, tirando de su inerte cuerpo hasta poder colocarlo encima del sillón más cercano y dejarlo ahí seguro de que no se iba a caer si rodaba por su costado en medio de la noche.
Agradecido como nunca de que uno de sus regalos navideños había sido un botiquín de primeros auxilios, sacó desinfectante, gasa y una venda para curarle la mano a Georg con mucho cuidado. En el estupor de su inconsciencia, el bajista apenas si se resistió al ardor del medicamento, pero Gustav lo sujetó con firmeza e hizo lo mejor posible con la herida.
Una vez finalizado, soltó un largo suspiro. ¿Qué iba a hacer sino esperar hasta el día siguiente?
Cargando con una pila de mantas y una almohada, acomodó al bajista lo mejor posible en su sofá y tras dejarle un vaso con agua y un par de aspirinas sobre la mesa más cercana, se inclinó con delicadeza y lo besó, apenas perceptiblemente sobre la frente, deseando por su bien, que la mañana les trajera un mejor día a ambos.
—Buenas noches, Georg —musitó.
—¡Hic! —Hipó el bajista, comenzando a roncar.
Cansado, Gustav enfiló hacía su habitación y sin molestarse en entrar bajo sus propias mantas, cayó dormido en el acto.
—¿Otro año solo, Gustav? Pensé que por fin esta Navidad nos presentarías a alguna novia formal. Por Dios santo, que hasta un novio sería bien. No soy quisquillosa —refunfuñó la anciana, acomodándose mejor el chal que llevaba sobre los huesudos hombros y plantándole sendos besos al baterista en cada mejilla—. Si sigues así, te quedarás solo cuando seas viejo y arrugado. Entonces nadie te querrá.
“Justo como tú, ¿eh?” se mordió Gustav la lengua para no dejar salir su comentario. No era ningún secreto que la tía abuela Edwina vivía amargada desde que de joven, un pretendiente le había roto el corazón; y hasta días presentes, su único pasatiempo era burlarse de los familiares que estaban solteros, divorciados y viudos con tal saña que era incluso capaz de hacerlos llorar.
—Déjala, es una urraca —deslizó Franziska, la hermana de Gustav, su mano entre la de él con firmeza para arrastrarlo fuera de la entrada y lejos de los comentarios filosos de la tía abuela Edwina—. La amargura ya no la deja ser feliz y pretende que todos suframos con ella.
—Se nota —replicó Gustav con acidez, esquivando parientes apilados por todos lados e intentando desabrocharse el saco que llevaba puesto. El frío del exterior contrastaba agradablemente con el delicioso calor de la calefacción—. ¿Huelo pavo?
—Eso y más, Gusti —sonrió Franziska—. Espera que veas la pila de los regalos. Mamá estaba como loca eligiendo qué te iba a dar este año. Ya sabes como se pone —imitó a su progenitora—, “Gustav puede tenerlo todo, excepto el toque de una madre”, así que pon cara de sorpresa cuando te dé el kit de sales aromáticas para el baño. Le costó mucho decidirse y es mejor que un especiero, créeme.
Gustav se contuvo de rodar los ojos, acompañando a su hermana al segundo piso, de paso, eludiendo besos y abrazos de tías y primos que no conocía o no recordaba.
Como cada año, el baterista regresaba a la casa de sus padres en aquel pequeño pueblo para Navidad, cargado de regalos y con una mueca que pretendía ser una sorpresa. Y no porque estuviera deseoso de pasar las fiestas en otro lugar, amaba a su familia, pero no a toda…
—Oh Gustav, luces cansado, monino —lo detuvo de paso una mujer en sus cuarentas, que el baterista no reconoció—. Ven conmigo cuando tengas un segundo libre y me encargaré de que estés mejor —le guiñó el ojo, antes de entrar al baño y cerrar la puerta.
—¿Y ésa quién es? —Preguntó Gustav a su hermana. Sin importar lo prometedor de la invitación, pasaba.
—Es la esposa del tío Harold —tiró Franziska de la mano de Gustav y los dos entraron a la habitación de éste—. Al fin, soledad —dijo Franziska, alzando los brazos al aire y tirándose sobre la cama del baterista.
Haciendo lo propio, Gustav terminó de quitarse el abrigo y sin mucha ceremonia, lo dejó caer en el mueble más cercano.
—Apuesto 20 euros a que la abuela Schäfer provoca otra pelea este año, ¿qué dices? —Alzó Franziska la cabeza del colchón—. Antes de que llegaras, ya estaba diciendo que el tío Franz era un vago irresponsable. Algo me dice que va a terminar mal…
—Franny, no vale —bostezó Gustav, cansado del viaje para llegar a la casa de sus padres—, eso no es una apuesta justa. La abuela Schäfer siempre provoca los disturbios.
—Oh, cierto —chasqueó Franziska la lengua—. Bueno, sólo queda bajar.
—Mmm —murmuró Gustav, deseoso de quedarse un rato más ahí, en su habitación y escondido con su hermana. El resto de su familia, a excepción de sus padres, eran unos completos desconocidos. Todos y cada uno de ellos le iban a preguntar en el transcurso de la noche las mismas preguntas, pedirle autógrafos suyos y de los demás miembros de la banda. Los más atrevidos, incluso le exigirían aclarar un par de rumores, y Gustav no estaba de humor para nada de eso.
—Gus, vamos… —Golpeteó su hermana la cama, a un costado de ella—. Ven acá y dile a tu querida y adorada hermana favorita qué pasa. ¿Es por la tía abuela Edwina? No le hagas caso. Cada año está peor. Hace rato le sugirió a mamá que dejara a papá y aprendiera lo difícil que es estar en su lugar. Como si la felicidad fuera algo que le diera alergia o algo así —bufó Franziska.
Ante eso, el baterista no pudo evitar soltar una risita. —Nah, no es eso —mintió, cuando por dentro las palabras de la anciana se lo estaban carcomiendo como ácido de batería.
Y no es que no hubiera tenido oportunidad de traer a alguien a casa. En los últimos dos meses había estado saliendo con Alina, una graciosa pelirroja que había conocido por casualidad a finales de octubre, pero… Gustav se contuvo de soltar un suspiro. Como siempre, la relación no había dado más de sí y a mediados de diciembre habían decidido, por acuerdo mutuo, que lo mejor para ellos dos era separarse.
Así que si ahora se presentaba en casa de sus padres y sin cita para Navidad, era su culpa. Lo mejor era tomarlo como hombre y comportarse como tal.
¿Listo? —Le tendió Franziska la mano y juntos salieron de la habitación para enfrentar a la familia que pululaba por su hogar.
Colocándose una sonrisa en los labios y evitando fruncir el ceño, Gustav pasó el resto de la velada rodeado de su familia lejana y política, intercambiando anécdotas y tratando de ser amable con todos.
Por el bien ajeno, más que el suyo.
Aquella noche, Gustav recibió la nada asombrosa cantidad de sesenta y siete regalos, un hecho extraño y digno de mención, porque en la fiesta había habido sesenta invitados exactamente.
Lo que no fue para nada extraño, fueron las tarjetas que acompañaban cada regalo, todas y cada una de ellas, pidiendo algo o preguntando por algo.
—Es increíble —repasó Franziska una de las tarjetas, incrédula de lo que leía—. “Querido Gustav, espero disfrutes de estos calcetines. Son tejidos a mano y costaron mucho. Con amor, Bianca. P.D. ¿Podrías regalarme un autógrafo tuyo? P.D.D. ¿Y también uno de Bill, Tom y Georg?”. ¡Increíble! —Repitió la hermana de Gustav—. Nuestra familia está loca.
—Qué va —desdeñó Gustav la idea, sentado a un lado de su hermana, los dos frente al árbol de Navidad y disfrutando de un poco de chocolate caliente—. Sólo quieren tener dinero extra. Ebay suele pagar bien —comentó con acritud, rasgando el empaque del regalo que tenía entre manos y deseando terminar con todo.
—No lo tomes a mal, cariño —interrumpió su madre, ya vestida en pijamas y bostezando.
La fiesta había terminado apenas minutos antes y el reloj marcaba ya pasado de medianoche.
—Ni lo pensaría —murmuró Gustav, apilando un par de pantalones para la nieve en la pila de regalos—. Pero agradecería que si me van a pedir algo a cambio, al menos eligieran bien mis tallas —alzó un sostén de llamativo color rojo— o mis gustos.
—Esa debe haber sido tu prima Lena —denegó la madre de Gustav con la cabeza.
—Sin lugar a dudas —confirmó Franziska, revisando el interior del sostén y encontrando un número de teléfono cocido al interior de la tela—. Creo que necesita conocer el significado de la palabra ‘incesto’, tsk —gruñó.
—Estoy cansado —lanzó Gustav uno de los moños al aire y se dejó caer contra uno de los sofás.
—¿Incluso para nuestros regalos? —Se adentró Franziska en la pila de cajas y extrajo un par de ellas—. De mamá, papá y mío —le entregó tres pequeños bultos.
—Gracias —dijo Gustav, sorprendido—. Yo también tengo algo para ustedes… Es poca cosa, pero… ya saben —finalizó con la cara un tono más sonrosada.
—Tu padre fue a buscarlos —besó la mamá de Gustav la cabeza de su hijo—. Ahora abre los tuyos y dinos qué tal. No sé exactamente qué regalarle a un adulto joven, así que me arriesgué.
—Mamá, es genial —fingió Gustav sorpresa, cuando del regalo de su madre, efectivamente, extrajo un kit de sales para baño tal y como su hermana se lo había dicho.
El regalo de su padre fue un poco más convencional, un vale para una tienda de música que Gustav apreció no por su valor, sino por el gesto.
Pero el mejor regalo de todos fue el de Franziska, quien se lo dio horas después cuando sus padres ya se habían ido a dormir y ellos dos pasaban las horas de la madrugada tumbados en el sillón de la sala, frente al fuego y cubiertos por una manta extra larga.
—No se compara con los aretes que me diste, pero… Sé que te gustará —Dijo Franziska, tendiéndole a Gustav su regalo y esperando a que éste lo abriera.
Para sorpresa del baterista, lo que encontró bajo las capas de papel de envolver fue…
—¿Un álbum de fotografías? —Arqueó una ceja—. ¿Al menos viene incluido con una cámara?
—Idiota, no es sólo un álbum de fotografías —empujó Franziska a Gustav con el hombre—, es nuestro álbum de fotografías —recalcó el ‘nuestro’ en su oración. Mamá limpió el ático y entre la pila de cajas salió esto. —Abrió el álbum de golpe y Gustav sonrió al instante—. ¿Lo ves?
—Esto es… Wow, Franny —exclamó Gustav, mirando las páginas y viendo fotos de ellos dos cuando eran pequeños. Una de ellos en un viaje a las montañas de Suiza; otra de ellos en el jardín trasero, sentados en el césped verde brillante; una más de sus años de adolescencia, con una Franziska adolescente segura de sí misma y un tímido Gustav de doce años—. Gracias —musitó con emoción contenida en la garganta.
—Eso no es todo —susurró Franziska en tono confidencial, avanzando un par de páginas y señalando la esquina inferior—. ¿Ves?
A Gustav el estómago se le contrajo en una agradable sensación, cuando miró el punto en el que su hermana señalaba y vio a Georg a los catorce años, sonriendo como idiota a la cámara. —Oh —exclamó.
—¿Sólo ‘oh’, eh? —Lo codeó Franziska—. Eso no es todo. Mira más acá —cambio la página y a Gustav se le aceleró el corazón al encontrar más y más fotos de Georg, todas ellas de aquel tiempo en su vida cuando aún soñaban con formar una banda, si acaso por la temporada en la que habían conocido a los gemelos.
Y es que por aquel entonces, los padres de Gustav le habían obsequiado una de las primeras cámaras digitales del mercado y el baterista le había dado uso ilimitado a su pasatiempo. En vista de que no era necesario comprar rollos como con las otras cámaras, Gustav había capturado cada momento digno de ser fotografiado, formando así su colección. Luego de un tiempo ya no lo había hecho más (si bien la falta de rollos era un punto favorable, también estaba la desventaja de las baterías), pero las que conservaba habían sido impresas en una tienda de fotografías por un módico precio y empaquetadas hacía ya años atrás.
—¿Dónde las encontraste? —Quiso saber el baterista, maravillado de lo nítidas que eran y lo bien que conservaban los colores. No eran de mucho tiempo atrás, pero estaba en una etapa de su vida donde la distancia entre los meses cambiaba su mundo, ni hablar de al menos unos siete u ocho años—. Todos lucimos como idiotas.
—Claro, culpa al inicio de siglo y a la moda de esos locos años —bromeó Franziska—. Estaban en la misma caja. Al parecer, mamá las apiló ahí pensando que así se conservarían mejor.
—Es el mejor regalo de todos, Franny —le pasó Gustav el brazo a su hermana y la estrechó contra sí.
—Obviamente —sonrió ésta de oreja a oreja—. Fotos mías, tuyas y de Georg, ¿qué podría ser mejor en el mundo?
—¡Franny! —Chilló Gustav—. Lo haces sonar como algo más.
—Es algo más, ¿o no? —Alzó Franziska las cejas en un gesto sugestivo—. Dime que me equivoco y no volveré a tocar el tema, Gus.
—Ugh —se hundió Gustav en su pila de mantas; no veía caso en negar lo que con posibilidades altas era obvio para todo aquel que tuviera ojos y sentido común—. Tú ganas.
—Yay —festejó Franziska su victoria—. Ahora cuéntame de tus avances.
—Fran, en serio —tomó Gustav a su hermano de los hombres—, no hay avances. Es sólo… —Saboreó las palabras que en su lengua tenían un regusto amargo—. Es un crush sin importancia, y como tal, no hay que tomarlo en cuenta, ¿estamos?
—Vamos, Schäfer, ¿por quién me tomas? —Se sacudió Franziska las manos de Gustav de encima—. Un crush es que te guste alguien por unos días, unas semanas, si acaso unos meses, ¡¿pero años?! Sé más honesto contigo, Gustav. Lo amas.
—¿A quién? —Fingió el baterista desconocimiento, deseoso de zafarse de aquella conversación lo antes posible. En temas del amor y lo que se le relacionara, Franziska solía tornarse autoritaria e inmiscuirse al punto en que resultaba molesto.
—A Georg, por supuesto —dijo Franziska como si nada—. ¿En verdad creíste que era un secreto?
—Mj —bufó Gustav—, la verdad es que sí.
—Pues siento decirte, querido hermanito, que no lo es.
Gustav se mordisqueó el labio inferior unos segundos antes de hablar de vuelta. —¿Sabes que Georg tiene novia, verdad Franny?
—Ajá —confirmó ésta.
—¿Y que tienen ya más de un año juntos, no es así?
—Eso oí —canturreó Franziska como si aquello fuera un mínimo inconveniente que pudiera barrer con la mano si le apetecía.
—¿Y que además la a-m-a? —Deletreó el baterista las tres letras con lentitud, esperando que así a su hermana la idea le entrara en ese duro cráneo suyo—. No es como si yo pudiera competir contra eso —agregó lo último más para sí mismo que para su hermana.
Tenía que ser honesto consigo mismo, se presionó las sienes con fuerza; Georg y Veronika eran una pareja y todo parecía indicar que lo suyo era serio, así que mejor no torturarse pensando diferentes escenarios donde él la dejaba a ella y corría a los brazos de Gustav, porque como el baterista se recordó, eso no iba a suceder y lo mejor era apartar todo pensamiento que le diera esperanza, si acaso por el bien de su salud mental.
—¿Y qué con eso? Te puedo decir varias parejas que duraron muchos años juntos y no terminaron bien. Y tú sabes bien, Gusti, lo que pienso de las parejas entre amigos. Es casi una relación sin posibilidades de fracasar, todos lo saben.
—Franny, en serio. Bota el tema —le pidió Gustav a su hermana con un hilo de voz—. Hay cosas que no van a pasar nunca. Lo mío con Georg es una de ésas.
—Lo mismo decías de ser famoso y tener un millón de euros, ¿qué dices ahora de eso?
—Hay de sueños a sueños —suspiró Gustav—. Unos más imposibles que otros…
—Eres un pesimista —apoyó Franziska la mejilla contra el hombro de su hermano, con gentileza apartando el álbum de fotografías que le acababa de regalar y dejándolo a los pies de ambos—. Bien, dejaré el tema por la paz, pero quiero que me prometas que si por alguna razón, azar de la suerte, destino del cosmos, que los planetas se alineen o como le llamen estos días, Georg termina con su novia y sigues sintiendo lo mismo por él, se lo digas.
—Argh, Franny, hablo en serio —gruñó el baterista.
—Yo también —se tendió ésta sobre el regazo de su hermano, que aunque menor, no actuaba como tal—. Sólo quiero verte feliz.
—Soy feliz, Franny. ¿Lo ves? —Sonrió Gustav, pero hasta él mismo sabía que algo estaba mal con esa sonrisa—. Ok, no soy precisamente la persona más feliz del mundo, pero estoy… Bien —finalizó decaído.
—No importa cuánto lo intentes, sé que me mientes —contempló Franziska a su hermano desde su sitio en el regazo; desde su postura, apreciando las pequeñas líneas de tensión que se dibujaban en su rostro—. Y también sé que lo tuyo con Georg no es un simple crush. Estás enamorado y está bien, pero necesitas ser correspondido de una vez u olvidarlo y seguir con tu vida.
Gustav soltó un gruñido, claro como el agua que ninguna de las dos opciones le parecían. ¿Por qué cambiar? Su técnica había funcionado a lo largo de los años. Ser el amigo silencioso y amante en el fondo de la fotografía, no interviniendo ni revelando sus sentimientos y a cambio obteniendo la posibilidad de permanecer al lado de Georg un poco más. Si se declaraba, si dejaba salir lo que sentía y Georg no lo correspondía, el resultado podría ser catastrófico, no sólo para él mismo, sino también para la banda. Y no pensaba arriesgar ni lo uno ni lo otro sólo por no saber controlarse como era debido.
Y sin embargo, el baterista no estaba seguro de cuánto podría soportar si su amistad se veía afectada por sus bobos sentimientos de adolescente enamorada.
—No frunzas el ceño, Gusti —extendió Franziska la mano y acarició la frente de su hermano—. Así está mejor, tonto. No tienes que hacerlo ahora, declararte, quiero decir, pero aprovecha tus oportunidades. ¿Al menos me prometes eso?
Gustav se contuvo de soltar un suspiro largo; a cambio, asintió. —Lo prometo.
—…se es mi Gusti —cerró Franziska los ojos y empezó a roncar.
—…sa es mi Franny —murmuró Gustav, cerrando también los ojos y cayendo dormido.
—Llama cuando llegues —se inclinó la madre de Gustav frente a la ventanilla de su taxi—. Y no olvides abrigarte bien. En el aeropuerto no compres nada de comer, quién sabe con qué manos lo prepararon y…
—Ay, mamá, no exageres —se inclinó también Franziska—. Gusti, voy a ir de visita para Año Nuevo, ¿de acuerdo? Unos amigos me invitaron y pensé que sería una oportunidad perfecta de vernos.
—¿Te vas a quedar conmigo? —Sonrió al baterista, imaginando de antemano lo mucho que se iban a desvelar pasando unos días juntos; a diferencia de muchos hermanos en el mundo, él y Franziska se llevaban bastante bien y disfrutaban de su compañía mutua.
—Sólo si me dejas —dijo ésta, sonriendo a su vez.
—Está hecho.
—Llegaré el día treinta, quizá antes… Oh Gus, nos divertiremos tanto —casi se metió por la ventanilla del taxi para abrazar a su hermano menor.
—Franny, me ahogas —jadeó Gustav por la fuerza de sus brazos.
—Si no se apuran, el avión va a partir sin ti, Gustav —intervino su padre, jalando a Franziska de la cintura y permitiendo que el taxista cerrara al fin la ventanilla.
—Adiós, Gus, hasta luego… —Coreó la familia Schäfer, despidiendo al más pequeño de sus miembros, quien ahora era un hombre hecho y derecho que vivía lejos de ellos.
Gustav agitó la mano en señal de despedida, conteniendo la emoción que le presionaba el pecho, intentando recordar que los vería pronto, y en el caso de Franziska, en apenas unos días. Apenas siendo veinticinco de diciembre, bien habría podido quedarse a celebrar con ellos la tradicional segunda Navidad, pero en lugar de ello -y de soportar más a su familia lejana y política- había elegido regresar a su departamento y pasar los días restantes del año en paz y tranquilidad, él solo.
Conforme se alejaban de la casa, la idea empezó a perder su atractivo.
—Es genial eso de tener una familia que lo quiere a uno, ¿no? —Habló el taxista, un hombre en sus cincuenta años y con una calva oculta bajo una boina roja brillante con una orla blanca—. Yo también tengo una hermana mayor, la quiero mucho, pero la veo tan poco…
—Debe ser una pena —murmuró Gustav en respuesta.
—Puede ser —rió el taxista, un sonido fuerte y ronco, parecido al ladrido de un perro—, pero mi mujer y ella no se llevan tan bien como uno podría desear. ¡Y que la verdad sea dicha!, yo tampoco me llevo con mi mujer. Mi hermana tenía razón cuando me dijo que no me casara con ella, pero ahora soy demasiado viejo para un divorcio. Tenemos hipoteca, hijos y hasta un pequeño nieto. Ah —suspiró el taxista—, ahora no cambiaría nada, pero de poder, le haría caso a mi hermana mayor. Ellas siempre tienen la razón en todo.
—Quizá… —Admitió Gustav a medias, pensando en la promesa que Franny le había arrancado de los labios y temeroso al mismo tiempo de que el día en que tuviera que hacerla valer.
Sin saberlo, el momento no estaba tan lejos como podría desearlo.
Gustav llegó ese mismo día a su pequeño apartamento de soltero. Con dos habitaciones, una de ellas como su estudio personal, una cocina diminuta, un baño de avión y una especie de sala-comedor-algo-más-incluido, y localizado en el quinto piso de un edificio sin ascensor, no era lo que podía decirse de lujo, pero ahuyentaba a los paparazzis sin lugar a dudas, y durante los dos años de su estancia, Gustav había arreglado los desperfectos, pintado las paredes y acondicionado a su antojo. ¿Qué más podía pedir?
—Alguien que me reciba en la entrada —murmuró para sí, imaginando una novia de cabello largo y rojizo en la entrada de su departamento, utilizando un delantal rojo y nada más… Que al instante se transformó en Georg, con una espátula en la mano y recibiéndolo con los brazos vacíos—. Sueña, Schäfer —se regañó Gustav a sí mismo, jalando con todas sus fuerzas el equipaje que llevaba a cuestas y alcanzando el rellano de su piso—, es lo único que te queda…
Una vez dentro de su piso, se sacó los zapatos y con prisa y una pizca de preocupación, sacó de una caja al lado del horno a Claudia, la pequeña tortuga que había conseguido como regalo de su vecino de puerta, meses atrás. El vecino en cuestión se había mudado, tornando más gris la vida de gris en aquel edificio donde no conocía casi a nadie, a excepción de la vecina y casera del noveno piso, quien cuidaba de Claudia cuando se iba a de giras.
—Hola, pequeña —saludó a la pequeña tortuga, que por la temporada, estaba adormecida. Antes de irse, Gustav le había dejado un puño de de tomate y lechuga, sus alimentos favoritos, pero eso había sido dos días atrás y Claudia parecía tener hambre.
Una vez servida su comida dentro de una caja, con parsimonia, Claudia empezó a comer un trozo de lechuga con lentitud, como si disfrutara cada mordida con gusto.
Gustav no pudo más que sentirse entristecido, alicaído de que su única compañera (una tortuga que hasta podría ser Claudio, dado que él no estaba seguro de su sexo) no hablara, no respondiera a sus llamados y además durmiera casi todo el día. Y a pesar de eso, no la cambiaría por nada del mundo…
—Tú come, yo iré a desempacar —le dijo a la pequeña tortuga, un poco paranoico de que estarse volviendo loco con tanto hablarle a su mascota.
El resto de la tarde transcurrió entre desempacar, hacerse un refrigerio y limpiar un poco, pero por desgracia sus tareas no duraron demasiado y pronto se encontró de pie, en medio de su departamento, pensando en cómo matar el tiempo en lugar de dejar que lo matara a él.
Vio una película.
Después vio otra.
Harto del televisor, navegó un rato por internet, pero se fastidió pronto de ello; revisar su correo fue encontrar un par de Bill y Tom, tan iguales en contenido, que optó por escribirles uno de vuelta al mismo tiempo.
Pasó un rato más con Claudia y al final…
… Cuando todo parecía ser tan aburrido como para considerar la muerte por aburrimiento…
—Me voy a la cama —gruñó para sí Gustav.
Luego de un relajante baño en la mini tina de su departamento y aprovechando las sales aromáticas que le había regalado su madre, se puso una de sus nuevos pijamas (una cursilada de ositos cafés con patitos amarillos; feo como el demonio, pero un regalo de la conflictiva abuela Schäfer) y enfiló directo a su habitación.
Lo recibieron el frescor de la noche y la soledad del otro lado de su cama tamaño matrimonial, pero decidido a no dejarse deprimir por los comentarios de su tía abuela Edwina aún rondándole por la cabeza, vio un poco de televisión antes de cerrar los ojos y caer dormido.
¡Toc-toc!
Gustav despertó de golpe y asustado, limpiándose un imaginario hilo de baba de la mejilla y tembloroso por el frío. Todo en uno.
¡TOC-TOC!
Se repitió el ruido, esta vez más fuerte. El baterista se apartó las mantas de encima y maldiciendo al vendedor a domicilio que lo venía a incordiar a esas horas… Momento. Gustav se detuvo con un pie fuera de la cama y tanteando el suelo por sus sandalias cuando vio que su reloj despertador marcaba las tres con dieciocho de la madrugada. Ningún vendedor, por necio que fuera, osaría tocar una puerta antes de que saliera el sol.
¡TOC-TOC!
¿Quién era el desconsiderado cabrón que se atrevía a venir a su puerta a semejante hora? Gustav estaba seguro que un ladrón no era, esos no avisaban su llegada con semejantes golpes, pero ¿quién más podría ser?
—Gustav, por favor… Abre… —Hipó una voz al otro lado de la puerta, arrastrando las palabras. Incluso así, Gustav reconoció la voz de Georg.
Georg, a esas horas en su puerta… El cuadro no encajaba del todo. Sin pensárselo más, aterrorizado de encontrarse a su mejor amigo herido o algo peor, corrió a la entrada de su departamento y abrió la puerta de golpe, no esperando la imagen que se postraba frente a sus pies.
Ebrio, con un puño sangrando y el rostro bañado en lágrimas, Georg lo abrazó por las piernas.
—Gusti, ¡hic! Eres el único en el que ¡hic! puedo confiar ahora… —Balbuceó el bajista, antes de soltarse a llorar con fuerza.
—Vamos adentro —sugirió Gustav, intentando levantar a su compañero de banda y fallando.
Cayendo hacia atrás, Georg se apoyó en manos y rodillas para vomitar un líquido verdoso que olía a una asquerosa mezcla de vodka, tequila y botanas saladas.
—Todo se acabó, Gus, todo, ¡hic! —Sollozó Georg, limpiándose la boca con la mano ensangrentada de su chaqueta. A juzgar por su aspecto húmedo, el bajista había caminado bajo el frío de la noche en tal estado que era de sorprenderse que ningún policía lo tuviera esposado y en la parte trasera de su patrulla.
—¿De qué hablas? —Quiso saber Gustav, tirando de su amigo con fuerza y metiéndolo dentro del departamento. Para decepción suya, Georg cerró los ojos y perdió la consciencia—. Mierda, Hagen —gruñó el baterista, tirando de su inerte cuerpo hasta poder colocarlo encima del sillón más cercano y dejarlo ahí seguro de que no se iba a caer si rodaba por su costado en medio de la noche.
Agradecido como nunca de que uno de sus regalos navideños había sido un botiquín de primeros auxilios, sacó desinfectante, gasa y una venda para curarle la mano a Georg con mucho cuidado. En el estupor de su inconsciencia, el bajista apenas si se resistió al ardor del medicamento, pero Gustav lo sujetó con firmeza e hizo lo mejor posible con la herida.
Una vez finalizado, soltó un largo suspiro. ¿Qué iba a hacer sino esperar hasta el día siguiente?
Cargando con una pila de mantas y una almohada, acomodó al bajista lo mejor posible en su sofá y tras dejarle un vaso con agua y un par de aspirinas sobre la mesa más cercana, se inclinó con delicadeza y lo besó, apenas perceptiblemente sobre la frente, deseando por su bien, que la mañana les trajera un mejor día a ambos.
—Buenas noches, Georg —musitó.
—¡Hic! —Hipó el bajista, comenzando a roncar.
Cansado, Gustav enfiló hacía su habitación y sin molestarse en entrar bajo sus propias mantas, cayó dormido en el acto.