—Gus, no quiero ser grosero… —Bill se mordió el labio inferior a sabiendas de que sí, lo que iba a decir ofensivo; la pausa siempre implicaba un ‘pero’ enorme de su parte que claro que iba a ser grosero—. ¿No crees que ese tercer tazón de cereal esté de más?
El bajista soltó un gruñido. —¿Disculpa?
De nueva cuenta en Francia, se preparaban para un evento en vivo. Las entradas, aunque agotadas, pertenecían a un concierto colectivo que iba a tomar lugar en los campos Eliseos y en la que la participación de grandes exponentes en el terreno musical iba a tener lugar.
Más motivos para tener a David Jost con el teléfono móvil incrustado a la oreja con pegamento industrial y a Bill malhumorado con todo mundo. Empezando por la falta de hotel y la necesidad de afincarse los cuatro juntos en el mismo autobús como cuando aún eran jóvenes.
La opción más viable habría sido desde un principio decir no. Un ‘No’ rotundo, pero aquel concierto era en pro de alguna causa humanitaria y altruista, que en palabras de su manager contribuía a una mejor imagen. Así que sin excusas ni pretextos, pasaban la mañana esperando su turno para participar.
—No lo van a creer –interrumpió Georg caminando en la pequeña cocina vestido ya para el día—. Coldplay va a cerrar el concierto.
—¿Hablas en serio? –Olvidando que Gustav estaba comiendo en exceso y que de paso aprovechaba su distracción para servirse un nuevo cuenco de cereal de chocolate, Bill tomó el programa que David había dejado ahí más temprano para revisarlo. En efecto, Coldplay cerraría el evento el domingo a las seis de la tarde. Torció la boca de lado—. Uh, no es justo, nosotros tocamos hoy. No los vamos a poder ver.
—Pensé que teníamos fechas en París… Según tengo entendido, vamos a estar aquí para el cierre y la fiesta. —Bostezando, Tom se sentó al lado de su gemelo. Rastas sostenidas en un bulto arriba de la cabeza, se rascó el vientre con movimientos mecánicos—. De cualquier modo, ¿Qué les dirías? ¿’Nais tu mit yu’ y ‘Aim Bill’? –Se burló para recibir un golpe duro en el brazo—. ¡Hey, es cierto!
—Quietos, niños –los regañó el bajista al ver que iniciaban una de sus acostumbradas peleas muy cerca de los platos que estaban en la diminuta mesa del desayuno. Y viendo la mesa del desayuno, ¿Qué hacía ahí esa colección de platillos? –Gus, creo que estás comiendo mucho.
Con sus palabras, aunque el bajista no se dio cuenta, Tom dejó de sujetar las muñecas de Bill que aferraban sus rastas, para quedarse quieto. Si lo peor estaba por llegar, quería verlo con atención aprovechando que estaba en primera fila. Sí, cierto, Gustav estaba comiendo el doble, sino es que el triple de lo que seis meses atrás, pero más por razones médicas que por glotonería.
Por correo y tras hacer unos ajustes, la doctora Sandra les había mandado una dieta alta en proteínas, vitaminas, minerales y demás cosas saludables que no entendían más allá de seguir al pie de la lista y que religioso, Gustav seguía al pie de la letra. Si Tom calculaba bien, todo aquello tenía que ver con el ultrasonido que tenían programado en dos semanas aprovechando que el papá de Gustav iba a cumplir años y que Jost les había dado permiso de pasar el fin de semana de vuelta en Alemania tomando un día extra por una festividad.
Para entonces, esperaba, aquello del ‘útero distendido’ no fuera más grave de lo que sonaba.
—Eso dije yo… —También olvidando la pelea, Bill centró su atención en el silencioso baterista, que bajaba la cuchara con cereal y permanecía quieto—. Si sigue así se va a poner gordo –comentó con un ligero tono de malicia.
—¡Bill! –Exclamó su gemelo al escucharlo decir aquello—. Nadie dijo nada anoche cuando te serviste doble ración en el restaurante… —Ignoró el gesto sorprendido que recibía de Bill al encontrarse recriminado—. O cuando pediste tres rebanadas de pay de queso. En lugar de preocuparte por lo que come Gustav, deberías ver qué comes tú primero.
Dispuesto a abrir la boca y replicar con una sarta de sapos y culebras brotando de ella, Bill no tuvo tiempo Gustav empezó a hablar.
—Déjalo –murmuró el bajista—. Bill tiene razón…
Y sin darle tiempo a alguno de los presentes de decir algo más, se levantó de su asiento rumbo a las literas. Por el resto de la mañana, nadie lo volvió a ver.
—Voy a hacer que pida disculpas… —Decía Tom con total convencimiento—. Dame cinco minutos y lo tendré implorando tu perdón de rodillas. –Cabeceó con negación al no creer la poca falta de tacto de la que su gemelo carecía. Claro, él no sabía nada del peculiar estado de Gustav, pero esa no era razón suficiente para llamarlo gordo. Viniendo de alguien que era declarado anoréxico cada par de meses en alguna revista, aquel comentario salía sobrando.
—Nah.
—Gus, en serio. No es ‘nah’ es ‘gracias, Tom por ser mi defensor de caballo blanco’.
—¿Servirá de algo? –Recargado con pesadez sobre el respaldo del sillón en el que estaba, Gustav soltó un eructo que sofocó lo mejor posible con el dorso de la mano—. Ops, perdón. Esto pasa cada vez más seguido. Y sí –agregó al ver que Tom iba a hacer la pregunta de rigor—, llamé a Sandra. Me dijo que es normal. Al parecer el bebé hace desastres en mi sistema digestivo. Recomendó Pepto-Bismol, por cierto.
—¿Le preguntaste de los gases? –Gustav se sonrojó al asentir—. Vamos, no es algo para avergonzarse. Todos tenemos gases alguna vez.
—Lo es cuando casi haces agujeros en las sábanas. Oh –se cubrió el rostro con ambas manos—, sé que Georg no me lo diría jamás, pero anoche casi se iba a dormir a su propia litera.
—Sí, bueno… Olían. ¿Y qué con eso? –Tom se encogió de hombros—. Mientras sea normal.
—Sí, normal… —Gruñó Gustav al apoyar las manos en el vientre y palpar. De tres meses y medio, su vientre ya no era lo que solía ser. En la última semana, aquel bulto incluso había ocasionado tener que usar una camiseta mientras se montaba en Georg tarde en la noche para disfrutar un momento íntimo ellos dos solos. Ni loco iba a permitir que el bajista diera un vistazo y mucho menos iba a dejarse aplastar. Por ello, la posición misionera estaba fuera de jurisdicción. Aunque en línea había leído que era posible hasta el último trimestre, no quería correr riesgos de ningún tipo. Que tampoco era como si Georg se quejara por verse tendido de espaldas disfrutando de no tener que hacer nada más que aportar su presencia mientras Gustav controlaba el ritmo desde su regazo y se dejaba llevar.
—Hablando de eso, tenemos cita para el lunes. Sandra dijo que estaría aquí a primera hora de la mañana y que era una lástima el no poderse tomar un par de días libres por la ciudad. –Rodó los ojos Tom—. Como sea, ella vendrá al hotel y luego iremos a tu habitación así que trata de estar ahí. Sin Georg –agregó como si aquello no fuera lo más obvio.
—Claro. –El bajista forzó una sonrisa que se asemejó más a una mueca penosa. Claro, ¿Y por qué no? Era evidente que Georg no iba a estar ahí. Tom, por mucho que intentara aparentar que aquello era lo mejor, lo probaba para de una vez hablar con el bajista. No era como si pudieran mantener aquel secreto oculto por más tiempo.
La barriga crecía, los senos igual. Lo que no aumentaba de ningún modo eran los ánimos de revelar su secreto. Ahora que sabía lo que iba a perder, disfrutaba con un deleite que rozaba lo obsceno con cada segundo que pasaba al lado de Georg. La idea de una separación definitiva le arrancaba dolores en el pecho que tres meses atrás cuando Bushido y él habían terminado, pensó que no volvería a experimentar.
“Y ahora estoy así”, pensó con amargura, “Gordo y con el futuro incierto. Vaya mierda…”. Los dedos de Tom chasqueando al frente lo sacaron de ensoñaciones.
—Tienes qué animarte. –Se sentó al lado de Gustav y con la rodilla empujó en su muslo. Obtuvo un leve gruñido—. ¿Por el bebé? Anda…
A regañadientes, Gustav tuvo que darle la razón. Por el bebé. Sí.
Tal como lo programado, porque en efecto tenían dos conciertos en París, uno el miércoles y la repetición del viernes, la noche del domingo y el inicio de la madrugada del lunes, la banda pasó el rato en la fiesta de cierre del quinto festival pro a los derechos de los niños, en contra a la tala desmedida de los árboles en el Amazonas o lo que fuera. El caso es que Bill saludó al vocalista de Coldplay de mano y siguiendo el pronóstico de su gemelo, sembró risas con su fuerte acento y un saludo aprendido la mitad en un libro de texto y la otra en jerga que con el paso de los meses había adquirido..
—Fue genial –murmuraba con modorra, un par de horas después y achispado por la bebida. O ebrio como nunca antes; cualquiera de las dos opciones, Tom lidiaba con él del brazo—. Me dijo que había oído hablar de nosotros y que pensaba que nuestra música era cool, pero…
—¿Pero? –Tom le quitó la copa de la mano para volverla a colocar en la mesa, esta vez menos al alcance de su gemelo—. ¿Tan ebrio estás que no recuerdas?
—¡No estoy –hipó –ebrio! ¡Tú estás ebrio! ¡Tanto que hasta te ves borroso!
Tom giró los ojos. –Como sea, cariño.
—Cariño… —Las comisuras de los labios de Bill saltaron ante aquello. Hizo un nuevo intento de darle un sorbo a la bebida para recibir un manotazo. El ‘No’ que recibió por respuesta, tanto verbal como manifestado en un nuevo golpe en el dorso de brazo, lo convenció de desistir. De cualquier modo, la idea de más alcohol en el estómago, le revolvía las tripas—. Está bien. Sólo porque yo lo quise así.
—Ajá. –Ignorando el tirón que recibía en la manga, Tom suspiró con desanimo patente. De días antes esperaba la llegada de esta noche; ‘La Noche’ como la había bautizado desde un inicio.
Planeado todo al grado de ya tener reservada una suit en el piso inferior del hotel en el que se iban a hospedar dado que todos merecían darse un baño decente, Tom evaluaba a cada chica de la sala. Una morena de redondeado trasero iba a la cabeza seguida de cerca por una pelirroja con un busto tan prominente, que Tom se encontró de pronto en un intercambio de miradas en que la señorita Copa C le guiñó el ojo antes de desaparecer rumbo a la barra.
Se puso de pie para encontrarse que el gemelo con el que había nacido de pronto era un siamés que se prendía de sus pantalones y tiraba de ellos casi hasta las rodillas. Fortuna era tener camisetas tan largas o ya estaría mostrando el ridículo par de bóxers con caramelos multicolores que portaba.
—Ugh, Bill. Suelta –se sacudió—. Vamos, tengo que ir al bar.
—¿Me vas a traer algo? –Los ojos del menor de los gemelos se iluminaron—. Quiero…
—Sueña –lo interrumpió Tom. Con un jalón, volvió a colocarse los pantalones en su sitio—. Quédate aquí quieto y sin hacer ruido. Vuelvo en cuanto… —Abrió la boca esperando decir algo inteligente pero lo cierto es que también había bebido toda la noche y ya eran las dos de la mañana; en mejor condición que Bill sí estaba, lo que no restaba que estar sostenido en dos piernas era un poco más complicado de lo que esperaba—. Anda, esa pelirroja me mira con deseo. Nadie me mira así desde que… —“Desde que Gustav está embarazado” pensó con desánimo. No culpaba al baterista; las cosas eran como era; había sido si decisión concentrarse en él y no en irse a la cama con alguien. Pero ahora que tenía la oportunidad y todo listo, creía ser merecedor de al menos eso. Una especie de regalo kármico que pensaba cobrar.
—No me voy a quedar aquí mientras te tiras a alguien en el baño –escupió con desprecio Bill. Haciendo lo propio por levantarse y a la vez buscar algún billete en los pantalones que le permitiera conseguir un taxi, casi se iba de frente—. Estúpido cabello –gruñía ante el largo flequillo que se le venía contra los ojos y lo dejaba ver menos.
Tom chasqueó la boca. La pelirroja estaba a la vista; justo en línea recta a su visión, hablaba con su amiga, vaya sorpresa, la morena curvilínea, y ambas intercambiaban miradas maliciosas que gritaban trío con señales luminosas en color neón. Si aquello no era una clara invitación, Tom se iba a comer los calcetines hediondos de Georg.
Simplemente, el mayor de los gemelos no las podía dejar ir. No veía razones para ello.
—Me voy –anunció Bill con teatralidad—. Disfruta tu… Orgifiesta, Tom.
El aludido se encogió de hombros en dirección a las chicas.
Con Bill colgando del brazo, llegó a la conclusión de que tanto estar tomando responsabilidades con Gustav lo volvía un blandengue, un remedo de madre. Adiós pelirroja, adiós morena… Con discreción, se palmeó la abultada zona de la entrepierna, casi susurrando una disculpa a su ‘amiguito’ y emprendió la retirada con desilusión.
—¡Ughhh, no! –Chilló Bill al sentir la lengua de Scotty contra el cuello y mojando todo a su paso—. Fuera, fuera… Perro malo… Sucio… —Lanzó los brazos al aire para quitárselo de encima y encontrar que su mascota no olía a la habitual mezcla de croquetas y tierra, sino a jabón y un poco de sudor almizclado.
—Quieto. –Corto de palabras, su gemelo proseguía en la labor de refrescarlo usando una toalla húmeda—. Arruinaste mi noche por venir a cuidarte. Me debes ésta, Bill.
El menor de los gemelos hizo una mueca. –Yo no te dije que vinieras conmigo. Tampoco que me cuidaras… —Intentó apartar las suaves manos que le quitaban el cabello del rostro y con cuidado pasaban la toalla por ahí—. Gracias, creo.
Ante aquel gesto de agradecimiento, Tom optó por dejar su malhumor de lado e intercambiarlo por su yo habitual de cuando no le permitían acostarse esa noche: Gruñón, nada más, nada menos; tampoco quería ser un malcriado con berrinche. Prosiguió por al menos quince minutos con su labor y una vez que terminó, alzó a Bill desde los hombros para sentarlo en la cama.
—No vayas a vomitarme encima –advirtió, recordando la primera vez que había lidiado con Bill en aquel estado y el regalo que éste le había vomitado en una camiseta nueva.
—Una vez… Sólo fue una vez… —Espetó con un dejo de docilidad, al levantar los brazos y dejarse desnudar de la playera—. Huelo a aquella tía de papá. La que siempre, ya sabes, glu-glu, en los funerales. –Intentó hacer la seña de empinar una botella y falló por la poca coordinación de las manos—. Paliar el dolor mis calzones; esa mujer era una alcohólica.
—Seh, recuerdo. –Tirando la camiseta al otro lado de la habitación, Tom procedió a sacarle las botas a su gemelo y luego los calcetines—. ¿Mejor?
—Pantalones –indicó Bill al señalar la prenda y retorcer las caderas—. Tengo calor.
Sin siquiera desabotonarlo, Tom tiró del pantalón hasta dejar a Bill en ropa interior y con un glúteo de fuera al que le dio un sonoro golpe con la mano abierta que resonó por todo el cuarto—. Creo que ya estamos mano –se burló al ver que su gemelo abría por primera vez los ojos después de haberse desplomado al salir de la fiesta en el auto trasero en el cual Saki los había traído de regreso.
—Huhm, ven acá. –Abriendo los brazos amplio, escuchó el frufrú de la tela al ser removida y en cuestión de segundos, Tom se acomodó a su lado—. Siento haber arruinado tu noche. –Girándose de costado, encaró a Tom con ojos adormilados. La distancia entre ellos apenas la mínima, al grado que respiraban una mezcla de oxígeno con el aliento de otro—. Perdón.
—Nah, de cualquier modo, mañana tengo que estar de pie temprano para… —Se inclinó más al frente hasta tener la nariz enterrada en el cuello de su gemelo. Mejor callar. En un par de horas iba a recibir a Sandra y juntos ir por Gustav para una revisión más. Si quería estar de pie para entonces, mejor dormir ahora.
—¿En dónde, Tomi? –Usando una mano para abrazarlo y otra para recorrer su espalda en largos y perezosos movimientos, obtuvo un ronroneo—. Despierta. Hace muuucho que no tenemos nuestro TT.
—¿TT? –Tom resopló desde su sitio al apartar unos rebeldes mechones de cabello negro que se empeñaban en picarle la mejilla.
—Twin-Time, duh. –Le pellizcó la cadera—. Tú lo dijiste.
—Yo lo dije… —Entrelazando las piernas de Bill con las suyas, Tom se encogió de hombros al simplemente no recordar de qué hablaban. A diferencia de su gemelo, cuando el bebía, le da sueño, no a ponerse a hablar hasta por los codos. Tanto con una botella de cerveza como con un barril, Bill era del tipo que ebrio se volvía parlanchín. En su caso, más parlanchín que nunca.
—Tomi… No te duermas. Vamos a contarnos tonterías como antes y luego… —Con la voz subiendo decibeles en excitación, Tom abrazó más fuerte a Bill para hacerlo callar.
—Muy tarde. Mucho sueño –fue su respuesta al hundir el rostro en la curva de su cuello y planear dormir ahí el resto de la noche. Al cuerno con sus planes anteriores; el cansancio que lo cubría como una especie de manta cálida que era la prueba que necesitaba de estar así era lo correcto. No podía ni molestarse con Bill por arruinarle la noche dado que no era tal.
—¿Estás tan ebrio? –No dispuesto a dejarlo dormir, Bill aceptaba los mimos pero sin dejar de hablar.
—Nop, sólo… Cansado. Y ebrio, sí… —Mintió. El arrastrar de sus palabras más por sueño que por alcohol, pero éste lo ayudó a darle fuerza a su queja; realmente quería caer en brazos de Morfeo—. Shhh, durmamos y… —Abrió los ojos de golpe al encontrarse con un par de labios contra los suyos; unos ojos idénticos que tanteaban en búsqueda de cualquier reacción.
No le dio tiempo de pensar. Usando ambas manos para impulsarse lo más lejos posible de Bill, se encontró de espaldas con éste encima y aún muy cerca. Demasiado cerca como para ser cómodo. –Ugh –balbuceó al cabo de interminables segundos.
—Y-Yo también –se explicó Bill con un mínimo tartamudeo de su parte—. Pensé que estabas dormido y… —Ignoró la mueca que recibió a cambio de aquella confidencia.
—¿Pensaste que estaba dormido? Qué importa si lo estaba o no, Bill. ¡Dios! –Tom se intentó zafar del abrazo en el que se veía envuelto. Invirtiendo las anteriores posiciones, ahora era Bill el que hundía el rostro en la curvatura de su cuello y depositaba ahí ráfagas tibias de su respiración. Acelerado, el ritmo de su corazón tampoco pasaba desapercibido. El suyo propio le retumbaba en las orejas con la intensidad de sus latidos—. Necesito ir a mi habitación.
—¡No! –Saltó el menor al aferrarlo más que antes y sujetarlo ahora con manos y piernas—. No, no, quédate. Esto es normal. Estoy idiota, no pensé las cosas, Tomi… Quédate. Por favor… —Sin llorar, sin mostrarse culpable, sin nada que no fuera la súplica de permanecer, Tom no dio con una excusa buena para irse. Él también estaba ebrio; si intentaba ir más allá de la puerta, estaba seguro amanecería en el pasillo.
Por otro lado, quedarse era… ¿Realmente Bill lo había besado? No que no lo hubieran hecho antes. A los cinco años y con un coro de adultos rodeándote en apoyo no suele ser difícil, pero desde entonces habían transcurrido casi quince años. En lo que comprendía, no era correcto. No importaba que siendo honesto consigo mismo, no estaba ni la milésima parte de molesto de lo que debería.
Parpadeando con dificultad, acaricio la mata de cabello oscuro que le cubría el pecho.
—Tenemos que hablar… —Murmuró con ojos pesados—. Mañana ¿sí? Mañana.
Apenas la respuesta afirmativa le llegó, se deslizó en la satinada inconsciencia de la embriaguez, no de una colección de tragos, sino de unos labios que sabían a frutas.
—¿Haló? –Pronunció Tom con voz ronca, una que no era suya. Carraspeó contra el auricular y se preguntó por qué en primer lugar había contestado la llamada si aún estaba a oscuras. ¿Qué maldito degenerado llamaba de madrugada?
—¿’Haló’? ¿Estás de broma o qué? Tengo una hora esperando en el lobby a que decidas contestar. –Un bufido que sonó a estática lo hizo apartarse un poco la bocina de la oreja—. Baja de una maldita vez.
—¿Quién habla? –Rodando de un costado a la espalda, Tom aplastó un brazo—. Carajo… —Miró por encima del hombro y encontró a Bill, boca abierta y cabello extendido por toda la almohada, babeando—. Joder…
—Sí, sí, lindos saludos matutinos para ti también. Habla Sandra. ¿La cita? ¿Recuerdas? Ya son las diez de la mañana, bella durmiente. Gustav tiene ya una hora esperando y yo no puedo subir porque tú y sólo tú tienes la tarjeta de la habitación, genio.
—Ok, yo… —Incorporándose de golpe y tratando a la vez de no hacer que el colchón se moviera mucho para despertar a su gemelo, Tom buscó su ropa por el suelo de la habitación, lo que era difícil de encontrar por el desastre, la falta de luz y el exceso de resaca que recargaba encima—. En cinco minutos bajo.
—Más te vale. –La línea murió.
Por unos instantes Tom se quedó sin saber qué hacer con el teléfono. Al final lo dejó por imposible una vez que encontró su playera, se la pasó por la cabeza y con el resto de la ropa en la mano, salió del cuarto sin mirar ni una vez para atrás.
Lo que no apreció fue el llamado de su nombre; los pies ligeros que lo siguieron en cuanto el elevador que tomó al final del pasillo, dio marcha.
Bill estaba echando humo por la nariz de la rabia.
Mano alzada en el aire, estaba a punto de tocar la puerta por la que había visto desaparecer a su gemelo y a una mujer con pinta de no ir precisamente a leerle un libro de cuentos de hadas para dormir. El haberlos visto encontrarse en el piso de la recepción, saludarse con un beso en la mejilla y subir con discreción a una planta en la que ninguna habitación de los del equipo de la banda estaba asignada, para luego cerrar la puerta de la habitación y tener ahí más de una hora, contribuía a sentir impulsos asesinos.
—Te voy a matar, Tom Kaulitz –le gruñó a la madera. Colocando las manos en el marco, apoyó la oreja tratando de escuchar algo sin mucho resultado. Para agriarle el gesto de la cara, lo más fácil de suponer era que habían terminado… El que no salieran, que iban por un round dos o tres o cuatro.
Con sendos puños, se preguntó por millonésima vez si lo suyo no era paranoia severa.
Claro, no era de lo más normal encerrarse con una desconocida como aquella, una que cargaba un maletín negro tan enorme y… Y… Mordiéndose el labio, Bill se dio a la tarea de divagar respecto al contenido posible; casi de manera instantánea, un par de esposas, correas de cuero, látigos de tres puntas y sinfín de juguetes sexuales le saltaron a la imaginación. Ok, mejor olvidarlo si no quería provocarse una embolia. Ser encontrado en el suelo presa de ello no era la meta de su vida.
Hasta donde sabía –y sabía mucho dado a la poca discreción con la que su gemelo contaba a la hora de hacer pública su vida sexual— a Tom no le iba tanto el rollo sadomasoquista. De hecho, solía ser un poco dado a gustar por lo tradicional: Lencería, aceites aromáticos, zapatos altos, nada fuera de lo normal.
Lo que tampoco consolaba si tomaba en cuenta que la apariencia de la mujer con la que se había encerrado, ahora ya por una hora y media, era de lo más normal. Cabello castaño claro; ojos verdes, no muy alta ni muy baja. Nada en ella que gritara ‘Soy una mujerzuela de 200€ la noche’ o que hiciera pensar en ello. O no hasta que a su mente le daba por elucubrar más allá de lo posible con teorías descabelladas. La lista del ‘que tal si…’ era enorme una vez que se recargaba contra el muro y trataba de verle el lado inocente a todo aquello. De otra manera, se iba a volver loco y le iban a salir canas.
¿La enorme pega en todo? No había lado inocente. ¿Inocencia? ¿Qué era eso cuando tienes un gemelo que no se ha acostado con nadie en más de un mes? Bill lo sabía; Tom prefería la calidad, sí, pero por encima de ella, la cantidad. Y si el mirar de cerca no le fallaba, su gemelo tenía instintos que saciar. El haberle arruinado los planes la noche anterior sólo era una prueba más de que esa mujer, era una prostituta. Con suerte, un ama de casa frustrada; sin ella, una profesional de esos clubes de los que había oído mencionar y en los que por el suficiente número de euros, conseguías lo que querías siempre...
Resignado, decidido a actuar lo más maduro posible porque humillarse no era una opción y ser maduro le sumaba puntos a su personalidad, azotó la puerta con manos y pies y de pasó gritó sus pulmones hasta que le abrieron y oh, lo que encontró no era nada que cupiera en un maletín.
De hecho, nada de lo que quisiera enterarse, por muy urgente que fuera…
—Lo siento, es un sí. Veo una dilatación de dos centímetros lo que en esta etapa del embarazo no es normal un cambio tan repentino. –Sandra sostuvo la mano temblorosa de Gustav, que alicaído, intentaba con todas sus fuerzas no llorar.
Algo muy dentro de sí le recriminaba el haber querido abortar en un inicio. De un modo justo, creía que era el karma de la vida cobrándose el descuido de los primeros meses. Si el bebé estaba mal, era por su culpa y ahora pagaba las consecuencias.
—No es algo de qué preocuparse. Las razones son tan variadas que incluso entre miembros de una misma familia puede suceder sin futuros riesgos para el bebé. –Le dio un apretón—. ¿Lo entiendes, Gustav? En dos semanas estaremos seguros y te aseguro que entonces te reirás de esto.
—Sí –tragó saliva con dificultad al bajista—, eso espero.
—Ten. –Atento siempre a sus reacciones, Tom le tendió un vaso de agua que su amigo bebió en sorbos cortos—. ¿Hemos terminado?
—De hecho, quisiera hablar con ustedes dos respecto al padre del bebé… —Ambos adolescentes intercambiaron miradas de nerviosismo al tocar un tópico con la doctora, que incluso entre ellos dos solos era difícil y complicado.
El padre del bebé... Vaya burla. Por genética, sí, era Bushido, pero quien ocupaba ese lugar sin saberlo era Georg. También era Gustav, a su manera, aún embarazado, cargaba al bebé en su vientre y era su padre. El baterista no pensaba permitir que alguien lo tratara de mujer por muy bizarra que fuera la situación en la que se encontraban. Ovarios o no, él era hombre.
—Siempre es bueno hacer análisis de ambos padres. Ayuda a encontrar anomalías que se heredan genéticamente y que se puedan presentar en el bebé. En etapas tempranas del embarazo, éstas pueden ser corregidas en los primeros meses de gestación sin mayores riesgos. Aún estamos a tiempo de hacer algo si ocurre un imprevisto de ese tipo. –Suspiró al ver que aquel par se mostraba cada vez más angustiado—. ¿Hay algo que no sepa? –Interpretó lo mejor posible las expresiones complejas que mostraban—. El padre no lo sabe, ¿No es así?
—No. Él y yo… —Empezó Gustav con voz baja. Le avergonzaba en gran medida explicar lo enredoso de su situación.
—El bebé ya no tiene padre –interrumpió Tom al pasar su brazo por encima del hombro de Gustav y darle un reconfortante apretón que el rubio agradeció, pues se sentía al borde de la ruina emocional. Una vieja pared a la que el agua había corroído y estaba por caer.
—Sigo sintiendo que hay algo de lo que no me entero –señaló la mujer.
—Estoy con alguien –susurró Gustav—, y él no sabe de esto. No… No sé cómo lo tomaría.
—Comprendo. –Haciendo una última anotación en el expediente de Gustav, soltó un largo suspiro—. Este es un tema que tendremos que hablar en las siguientes sesiones. Incluso aunque tu pareja actual no sea el padre, merece saber. Necesitarás de todo su apoyo si él decide quedarse contigo.
—¡TOM KAULITZ, SÉ QUE ESTÁS AHÍ! –Los tres presentes se congelaron en su sitio ante los gritos que hacían retumbar las paredes—. ¡Maldito bastardo! ¡Cerdo asqueroso! ¡Gigoló de quinta! ¡Galán de pacotilla! ¡Te voy a castrar!
—Es Bill –dijo Gustav confirmando un hecho ya conocido—. ¿Qué hiciste? –Preguntó a Tom, pues era obvio a quién le gritaba aquello. Por sus gritos, el menor de los gemelos estaba que se montaba sobre las paredes de la rabia.
El grito al otro lado de la puerta se lo aclaró no sólo a él, sino a la mitad del hotel—. ¡Te vi entrar con esa mujerzuela! ¡Sé lo que haces ahí, Tom!
—No puede ser… —Rojo como la grana, Tom no encontraba las fuerzas para ponerse en pie y abrir la puerta. No contaba con que Bill iba a averiguar en dónde estaba. Para empezar, desde lo ocurrido apenas horas antes, no contaba con verlo en al menos una semana. Con un desastre en la cabeza, en el corazón y restos de una resaca que no se le iba, no quería ni enfrentarlo. Tener marcas de uñas por toda la cara no era lo que él consideraba la mejor decoración facial del mundo.
—Tal vez si no contestamos podamos… —Intentó sugerir Gustav, preocupado de que si Bill lo veían aún con la bata de hospital que se ponía en las revisiones, se iba a enterar de su secreto. El menor de los gemelos no era precisamente brillante en deducciones, pero aquello era demasiado evidente. Le picaba los ojos a cualquiera que lo viera por la obviedad que expresaba.
—No, él sabe que estamos aquí. Mejor intentemos…
Se giró para ver la puerta y para desgracia suya, a Sandra abriendo el picaporte. El “¡Nooo!” que él y Gustav soltaron a unísono no se comparó con la retahíla de insultos que se les vino encima como avalancha.
—¡Tú! –Gruñó Bill con un dedo largo al señalar a Tom y de paso casi sacarle un ojo con su uña—. ¿Qué demonios traías en la cabeza contratando prostitutas a estas horas de la mañana? ¡David te va a matar! ¡Yo te voy a matar! ¡Haré que mamá te mate!
—Bill… —Haciendo lo posible por apaciguarlo, Gustav se encontró de pronto con un par de ojos que le hacían hoyos con su intensidad.
—Nada de Bill. ¡Nada! No lo defiendas. Éste pervertido no tiene límites, no sabe cuándo detenerse, no… —Tomó aire para seguir gritando—. ¡Es que no lo puedo creer! ¡¿Es que no piensas?! ¡¿Es que no tienes ni una pizca de sentido común?! ¡Tú no piensas con nada que no sea tu entrepierna, Tom!
Gustav cabeceó con alivio. Sí, a Tom le estaba yendo como piñata en fiesta de cumpleaños, pero mejor eso a atraer la atención por su cuenta. A su lado, divertida al parecer, Sandra observaba el espectáculo que aquel par se montaba, uno creciendo con cada grito y el otro hundiéndose más y más en su asiento.
Lo que dejó de serlo una vez que Bill centró su atención en otro blanco que sí respondiera y con gran veneno, dirigió toda su ira a Sandra—. ¡Mujerzuela! –Fue lo primero que le salió de la boca y obtuvo con ello que la doctora le alzara una ceja como instándolo a seguir si podía.
—¿En serio? –Se cruzó de brazos—. ¿Por qué?
—Porque… —Los ojos se le incendiaron con la intensidad de la palabrota que iba a soltar—. ¿Cuánto te han pagado este par de idiotas?
—Hey… —Incómodo en su sitio, Gustav quiso replicar—. Bill, necesitas calmarte. Esto no es lo que piensas.
—¿Tú sabes lo que pienso, Gus? –Pateó con rabia una mesa sobre la que descansaba un delicado florero y todo su contenido se vino al suelo en un estruendo rompiéndose en añicos—. Debería darte vergüenza de lo que le haces a Georg estando aquí con Tom y su…
—65€. –Sandra, con toda paciencia, dijo su tarifa.
Incrédulo de lo que oía, Bill soltó una amarga carcajada. –Puta de la calle. Dios, Tom, haz caído bajo. Muy bajo. Pobrecito el niño Tom porque… —Se detuvo al sentir las manos de su gemelo sujetándole las muñecas con fuerza.
—Cállate, Bill –espetó con voz baja.
—Cállate tú –y con ello se lo sacudió de encima sin éxito—. ¡Suéltame, Tom!
—Estás loco… —Gruñó en respuesta su gemelo al quererlo doblegar. Con lo que no contaba era que en todos aquellos años, Bill jamás había peleado en serio, y que por encima de todo, jamás había estado tan furioso y dolido en uno—. Bill, necesito que te calmes.
—Vete al diablo, Tom. Vete al mismísimo infierno… —La voz se le quebró y el labio inferior le comenzó a temblar—. No puedo creer que… Que…
—Ven. Siéntate. –Como a una muñeca de trapo, lo colocó a un lado de Gustav a los pies de la cama—. Ahora, tienes que entender que esto no es lo que parece.
—Diosss, no me vengas con eso –siseó el menor de los gemelos—. Tu diálogo de película barata no te va a funcionar conmigo.
—Yo soy médica, no prostituta. –Bill se concentró en la doctora. Los ojos vagaron al maletín que yacía abierto en el suelo y una simple mirada le indicó que aquello era cierto. Nada de lo que había imaginado apenas minutos antes estaba ahí. En su lugar, observaba un estetoscopio, un estuche negro y varias cajas pequeñas con lo que parecían guantes de látex.
—Bill, mírame. –Tom lo sujetó de los hombros—. Gustav está…
—¡No! –Replicó el baterista—. No, no le digas.
—Gustav… —Tom exhaló aire con pesadez—. Díselo tú entonces. Ya no podemos esperar más.
—¿De qué hablan ustedes dos? –Balbuceó Bill. Los miró alternadamente con una gran opresión en el pecho—. No me digan que ustedes dos están…
—¡No es eso, demonios! ¡Gustav y yo no estamos juntos, Bill! –Tom sintió la imperante necesidad de halarse del cabello con lo complicado que se estaba volviendo todo—. Tú sabes que él quiere a Georg.
—Sí –musitó—, sí –repitió con la garganta seca de haber gritado. Georg y Gustav estaban juntos, ¡Se amaban, por Dios!; cualquier otra idea que tuviera y que no encajara con lo anterior tenía que ser falsa. Si involucraba a Tom, claro que tenía que ser falsa.
—Se complican mucho… —Dijo la doctora como si nada—. ¿Quieren que se lo diga yo?
—¡No! A los dos les digo que es no. –Gustav estalló con una onda dolorosa que se incrustó justo en el centro de la cabeza—. Ok, ok, lo voy a decir.
—¿Qué? –Bill se giró de lado para ver a Gustav que tomó aire antes de hablar.
—Estoy embarazado y el bebé es de Bushido. ¿Ok? Es todo. No prostitutas, no idioteces como esas, por favor. Sólo que estoy embarazado y el bebé va a nacer a finales de septiembre. Libra. Si se adelanta entonces será virgo.
Bill parpadeo una vez. Otra vez. Un par de veces más.
—¿Estás ebrio? ¿Drogado? –Formuló sus preguntas una tras otra incapaz de tragarse aquel cuento barato—. No les creo –sentenció cuando al final negaron todo y le volvieron a asegurar que aquello era real y no ficción—. ¿Es que están todos imbéciles? ¿Es una broma? ¿Creen de verdad que me lo voy a tragar?
—Voy a subir mi tarifa –dijo medio en broma Sandra, al cerrar su maletín ajena a la tensión que se respiraba en el aire—. Gustav, en dos semanas nos vemos en mi consultorio.
—Usted está llevando esto muy lejos –le gritó Bill.
—Yo tengo mis propias preocupaciones como para inventarme más. Lo siento, tu amigo está de casi cuatro meses de embarazo así que no, no miento.
—Patrañas –escupió Bill—. ¿Y de Bushido? Por favor, ¿Qué es esto? No pretendan decirme que esto es real. Sólo falta que Georg entre por la puerta y diga que…
—¡Bill! –Harto de oírlo desgañitar, Tom explotó—. Con un demonio, cállate ya. Georg no sabe aún.
—¿En serio? Oh, tendremos qué llamarle –se burló el menor de los gemelos al sacarse el teléfono móvil de la bolsa trasera del pantalón y marcar al número del bajista. Con el aparto con el oído, agregó—: Vaya momento tierno. Veamos hasta donde quieren llevar esto.
—¿Quieres de verdad ver, Bill? –El aludido alzó una ceja al ver que Gustav se ponía de pie. Por primera vez apreciaba que estaba vestido con una bata de hospital que le hizo experimentar un escalofrío de pies a cabeza—. Mira –sollozó al levantarse la parte delantera y mostrarle un pequeño bulto justo en el vientre bajo—. ¿Contento? ¿O también quieres que te muestre el par de senos que ahora tengo? –Ignoró el gesto de shock que recibió—. ¿Sigues creyendo que es una broma? Tienes que estar imbécil para no creernos.
Como respuesta, Bill soltó el teléfono que golpeó el alfombrado justo cuando Georg contestaba. Igual que Tom aquella mañana que abandonó su lugar al lado de él en la cama, no miró para atrás ni una sola vez en su huída.
Gustav baja del automóvil con mejillas rojas, manos sudorosas. El último beso de Bushido cuando se tienen que separar cada que no van a verse por un largo tiempo, siempre suele ser igual: Toma su aliento; lo roba y lo permite. Esta vez no ha sido la excepción cuando en un abrazo que nada tiene de tímido, ambos han compartido más de lo que los demás suelen suponer.
Por ello, después de despedirse agitando la mano a su novio y verlo doblar el auto en la esquina, no le sorprende encontrarse a Bill sentado en el porche de la entrada con un ceño tan profundo que de usarlo un poco más, le va a dejar un surco en plena frente.
—¿Qué haces aquí? –Pregunta, camisa abierta y en desorden pese al frescor de la noche a principios de otoño. Se contiene de tocarse el cuello, donde sabe que Bill mira y juzga las marcas de dientes.
—Georg está de un humor terrible desde que te fuiste –murmura el menor de los gemelos. Se examina una uña antes de continuar—. Ahora sí va a tener razones para estarlo…
Gustav se pasa la palma de la mano por la zona afectada. De cada lado, sendas manchas purpúreas que indican lo que hizo en el par de horas que estuvo fuera de casa una vez que él tampoco pudo soportar la presión de ver a Georg con aquel malhumor, lo delatan.
Desde siempre, ahora más que nunca, entenderá hasta que muera, que a Georg no le gusta que de modo alguno, Bushido le deje marcas.
Se consuela pensando que más allá de señales con dientes o con uñas, todas consensúales, Bushido jamás dejará algo suyo en él.
Ayuda a Bill a ponerse de pie casi siete meses antes de que compartan el secreto conjunto que es de nueva cuenta Bushido y la manera en la que ha sabido hacerse presente en el cuerpo de Gustav. Ahora no con mordidas de amor, sino con un hijo que nacerá casi por las mismas fechas un año después.
La doctora Dörfler no se fue en el avión que estaba programado desde un inicio. Perdió el vuelo que la iba a regresar de vuelta a Alemania cuando inyectaba una dosis de medicamento contra la migraña, en una de las venas del brazo de Gustav.
—Pobrecito… —Murmuró al sujetarle el algodón en su sitio y esperar a que la pequeña herida dejara de sangrar para retirarse.
Casi fulminado por la presión del día, en la tarde Gustav yacía inmóvil y catatónico en la cama de su habitación de hotel. Tom, que había acudido a un llamado de Jost, aún no regresaba.
—No soy ningún pobrecito… —Murmuró el rubio con amargura—. ¿Sabe…? Siempre he creído que todos pagamos tarde o temprano por lo que hacemos en esta vida.
—¿Y crees que es tu turno? –Sandra le pasó la mano por la frente, preocupada de que mostraba síntomas claros de agotamiento emocional y una ligera fiebre que no podía dejar pasar de lado. Como su doctora, se preocupaba; como la amiga en la que se estaba convirtiendo, lo cuidaba con amor maternal.
—No, o no sé. Justo ahora me siento bendecido. Tengo un bebé en mi vientre, pero soy un hijo de puta. ¿Sabe cómo es eso? La vida no es justa; te da sin pedir a cambio.
—Quizá… —Ambos se tomaron de la mano para esperar a Tom.
—¿Hablas en serio? –Con toda la resignación del mundo, Tom asintió.
—Lo siento, Dave. Por todo –agregó, al no estar seguro en lo más mínimo si la pena que sentía provenía de Bill desaparecido, el día libre arruinado o el sido él quien daba la noticia del embarazo de Gustav a su manager. Pruebas médicas en mano certificadas por la doctora Dörfler, al hombre mayor no le quedaba de otra que desmoronarse ante su escritorio con los dedos tirando de su cabello.
—Bien… Bien… —Se recompuso al cabo de unos largos minutos de silencio—. Esto es lo que vamos a hacer: Saki se encargará de que Bill aparezca. No puede estar muy lejos, sé que va a volver. De momento vamos a mantener esto es silencio lo mejor posible, negar que no se encuentra en su habitación de hotel durmiendo o pintándose las uñas, ¡O lo que sea, demonios! –Gritó golpeando la mesa con un puño—. ¿Entendido?
—Sí. –Tom lo lamentó por David, mucho—. Lo entiendo.
Lo lamentaría más por Georg cuando fuera su turno de enfrentar la realidad de Gustav…
Lo cierto es que Saki no iba a dar con Bill hasta pasadas quince horas desde haber recibido el aviso de que debía encontrarlo, costara lo que costara.
Conduciendo un auto rentado a más velocidad de la permitida para una autopista libre a mitad del camino para llegar a Berlín, el menor de los gemelos se acercaba más y más a su objetivo primordial: Partirle la cara en dos a Bushido.
Después que lo hiciera, podría pensar con claridad, tener corazón como para perdonar, entender toda aquella locura que se les venía encima. Pero hasta entonces, hasta no moler a palos al rapero, alegaría demencia temporal.
Por su parte, Gustav no quiso esperar.
Cuando Tom acompañó a Sandra al aeropuerto para que tomara un nuevo vuelo, él llamó a Georg para hablar.
Y habló, dijo mucho, lo sacó todo sin llorar ni una lágrima. Tendido aún en la cama, con tono monocorde le explicó lo mucho que lo amaba y también, lo mucho que amaba a su nuevo bebé. Que no era quién para hacerlo tomar una decisión al respecto, pero que ajeno a ello, él iba a seguir adelante.
Cuando terminó, comprendió el que Georg no dijera una palabra, que diera media vuelta y saliera de la habitación, quizá hasta de su vida, para siempre.
Ni así lloró. Acunándose el vientre, cantó una vieja nana con la que su abuela solía arrullarlo para dormir. Sin sonreír tampoco, experimentó esa soledad que llega de golpe cuando sientes helado el cuerpo y no hay alguien para ti que abrace.
Su hijo lo tenía a él, pero él ahora ya no tenía a nadie.
El bajista soltó un gruñido. —¿Disculpa?
De nueva cuenta en Francia, se preparaban para un evento en vivo. Las entradas, aunque agotadas, pertenecían a un concierto colectivo que iba a tomar lugar en los campos Eliseos y en la que la participación de grandes exponentes en el terreno musical iba a tener lugar.
Más motivos para tener a David Jost con el teléfono móvil incrustado a la oreja con pegamento industrial y a Bill malhumorado con todo mundo. Empezando por la falta de hotel y la necesidad de afincarse los cuatro juntos en el mismo autobús como cuando aún eran jóvenes.
La opción más viable habría sido desde un principio decir no. Un ‘No’ rotundo, pero aquel concierto era en pro de alguna causa humanitaria y altruista, que en palabras de su manager contribuía a una mejor imagen. Así que sin excusas ni pretextos, pasaban la mañana esperando su turno para participar.
—No lo van a creer –interrumpió Georg caminando en la pequeña cocina vestido ya para el día—. Coldplay va a cerrar el concierto.
—¿Hablas en serio? –Olvidando que Gustav estaba comiendo en exceso y que de paso aprovechaba su distracción para servirse un nuevo cuenco de cereal de chocolate, Bill tomó el programa que David había dejado ahí más temprano para revisarlo. En efecto, Coldplay cerraría el evento el domingo a las seis de la tarde. Torció la boca de lado—. Uh, no es justo, nosotros tocamos hoy. No los vamos a poder ver.
—Pensé que teníamos fechas en París… Según tengo entendido, vamos a estar aquí para el cierre y la fiesta. —Bostezando, Tom se sentó al lado de su gemelo. Rastas sostenidas en un bulto arriba de la cabeza, se rascó el vientre con movimientos mecánicos—. De cualquier modo, ¿Qué les dirías? ¿’Nais tu mit yu’ y ‘Aim Bill’? –Se burló para recibir un golpe duro en el brazo—. ¡Hey, es cierto!
—Quietos, niños –los regañó el bajista al ver que iniciaban una de sus acostumbradas peleas muy cerca de los platos que estaban en la diminuta mesa del desayuno. Y viendo la mesa del desayuno, ¿Qué hacía ahí esa colección de platillos? –Gus, creo que estás comiendo mucho.
Con sus palabras, aunque el bajista no se dio cuenta, Tom dejó de sujetar las muñecas de Bill que aferraban sus rastas, para quedarse quieto. Si lo peor estaba por llegar, quería verlo con atención aprovechando que estaba en primera fila. Sí, cierto, Gustav estaba comiendo el doble, sino es que el triple de lo que seis meses atrás, pero más por razones médicas que por glotonería.
Por correo y tras hacer unos ajustes, la doctora Sandra les había mandado una dieta alta en proteínas, vitaminas, minerales y demás cosas saludables que no entendían más allá de seguir al pie de la lista y que religioso, Gustav seguía al pie de la letra. Si Tom calculaba bien, todo aquello tenía que ver con el ultrasonido que tenían programado en dos semanas aprovechando que el papá de Gustav iba a cumplir años y que Jost les había dado permiso de pasar el fin de semana de vuelta en Alemania tomando un día extra por una festividad.
Para entonces, esperaba, aquello del ‘útero distendido’ no fuera más grave de lo que sonaba.
—Eso dije yo… —También olvidando la pelea, Bill centró su atención en el silencioso baterista, que bajaba la cuchara con cereal y permanecía quieto—. Si sigue así se va a poner gordo –comentó con un ligero tono de malicia.
—¡Bill! –Exclamó su gemelo al escucharlo decir aquello—. Nadie dijo nada anoche cuando te serviste doble ración en el restaurante… —Ignoró el gesto sorprendido que recibía de Bill al encontrarse recriminado—. O cuando pediste tres rebanadas de pay de queso. En lugar de preocuparte por lo que come Gustav, deberías ver qué comes tú primero.
Dispuesto a abrir la boca y replicar con una sarta de sapos y culebras brotando de ella, Bill no tuvo tiempo Gustav empezó a hablar.
—Déjalo –murmuró el bajista—. Bill tiene razón…
Y sin darle tiempo a alguno de los presentes de decir algo más, se levantó de su asiento rumbo a las literas. Por el resto de la mañana, nadie lo volvió a ver.
—Voy a hacer que pida disculpas… —Decía Tom con total convencimiento—. Dame cinco minutos y lo tendré implorando tu perdón de rodillas. –Cabeceó con negación al no creer la poca falta de tacto de la que su gemelo carecía. Claro, él no sabía nada del peculiar estado de Gustav, pero esa no era razón suficiente para llamarlo gordo. Viniendo de alguien que era declarado anoréxico cada par de meses en alguna revista, aquel comentario salía sobrando.
—Nah.
—Gus, en serio. No es ‘nah’ es ‘gracias, Tom por ser mi defensor de caballo blanco’.
—¿Servirá de algo? –Recargado con pesadez sobre el respaldo del sillón en el que estaba, Gustav soltó un eructo que sofocó lo mejor posible con el dorso de la mano—. Ops, perdón. Esto pasa cada vez más seguido. Y sí –agregó al ver que Tom iba a hacer la pregunta de rigor—, llamé a Sandra. Me dijo que es normal. Al parecer el bebé hace desastres en mi sistema digestivo. Recomendó Pepto-Bismol, por cierto.
—¿Le preguntaste de los gases? –Gustav se sonrojó al asentir—. Vamos, no es algo para avergonzarse. Todos tenemos gases alguna vez.
—Lo es cuando casi haces agujeros en las sábanas. Oh –se cubrió el rostro con ambas manos—, sé que Georg no me lo diría jamás, pero anoche casi se iba a dormir a su propia litera.
—Sí, bueno… Olían. ¿Y qué con eso? –Tom se encogió de hombros—. Mientras sea normal.
—Sí, normal… —Gruñó Gustav al apoyar las manos en el vientre y palpar. De tres meses y medio, su vientre ya no era lo que solía ser. En la última semana, aquel bulto incluso había ocasionado tener que usar una camiseta mientras se montaba en Georg tarde en la noche para disfrutar un momento íntimo ellos dos solos. Ni loco iba a permitir que el bajista diera un vistazo y mucho menos iba a dejarse aplastar. Por ello, la posición misionera estaba fuera de jurisdicción. Aunque en línea había leído que era posible hasta el último trimestre, no quería correr riesgos de ningún tipo. Que tampoco era como si Georg se quejara por verse tendido de espaldas disfrutando de no tener que hacer nada más que aportar su presencia mientras Gustav controlaba el ritmo desde su regazo y se dejaba llevar.
—Hablando de eso, tenemos cita para el lunes. Sandra dijo que estaría aquí a primera hora de la mañana y que era una lástima el no poderse tomar un par de días libres por la ciudad. –Rodó los ojos Tom—. Como sea, ella vendrá al hotel y luego iremos a tu habitación así que trata de estar ahí. Sin Georg –agregó como si aquello no fuera lo más obvio.
—Claro. –El bajista forzó una sonrisa que se asemejó más a una mueca penosa. Claro, ¿Y por qué no? Era evidente que Georg no iba a estar ahí. Tom, por mucho que intentara aparentar que aquello era lo mejor, lo probaba para de una vez hablar con el bajista. No era como si pudieran mantener aquel secreto oculto por más tiempo.
La barriga crecía, los senos igual. Lo que no aumentaba de ningún modo eran los ánimos de revelar su secreto. Ahora que sabía lo que iba a perder, disfrutaba con un deleite que rozaba lo obsceno con cada segundo que pasaba al lado de Georg. La idea de una separación definitiva le arrancaba dolores en el pecho que tres meses atrás cuando Bushido y él habían terminado, pensó que no volvería a experimentar.
“Y ahora estoy así”, pensó con amargura, “Gordo y con el futuro incierto. Vaya mierda…”. Los dedos de Tom chasqueando al frente lo sacaron de ensoñaciones.
—Tienes qué animarte. –Se sentó al lado de Gustav y con la rodilla empujó en su muslo. Obtuvo un leve gruñido—. ¿Por el bebé? Anda…
A regañadientes, Gustav tuvo que darle la razón. Por el bebé. Sí.
Tal como lo programado, porque en efecto tenían dos conciertos en París, uno el miércoles y la repetición del viernes, la noche del domingo y el inicio de la madrugada del lunes, la banda pasó el rato en la fiesta de cierre del quinto festival pro a los derechos de los niños, en contra a la tala desmedida de los árboles en el Amazonas o lo que fuera. El caso es que Bill saludó al vocalista de Coldplay de mano y siguiendo el pronóstico de su gemelo, sembró risas con su fuerte acento y un saludo aprendido la mitad en un libro de texto y la otra en jerga que con el paso de los meses había adquirido..
—Fue genial –murmuraba con modorra, un par de horas después y achispado por la bebida. O ebrio como nunca antes; cualquiera de las dos opciones, Tom lidiaba con él del brazo—. Me dijo que había oído hablar de nosotros y que pensaba que nuestra música era cool, pero…
—¿Pero? –Tom le quitó la copa de la mano para volverla a colocar en la mesa, esta vez menos al alcance de su gemelo—. ¿Tan ebrio estás que no recuerdas?
—¡No estoy –hipó –ebrio! ¡Tú estás ebrio! ¡Tanto que hasta te ves borroso!
Tom giró los ojos. –Como sea, cariño.
—Cariño… —Las comisuras de los labios de Bill saltaron ante aquello. Hizo un nuevo intento de darle un sorbo a la bebida para recibir un manotazo. El ‘No’ que recibió por respuesta, tanto verbal como manifestado en un nuevo golpe en el dorso de brazo, lo convenció de desistir. De cualquier modo, la idea de más alcohol en el estómago, le revolvía las tripas—. Está bien. Sólo porque yo lo quise así.
—Ajá. –Ignorando el tirón que recibía en la manga, Tom suspiró con desanimo patente. De días antes esperaba la llegada de esta noche; ‘La Noche’ como la había bautizado desde un inicio.
Planeado todo al grado de ya tener reservada una suit en el piso inferior del hotel en el que se iban a hospedar dado que todos merecían darse un baño decente, Tom evaluaba a cada chica de la sala. Una morena de redondeado trasero iba a la cabeza seguida de cerca por una pelirroja con un busto tan prominente, que Tom se encontró de pronto en un intercambio de miradas en que la señorita Copa C le guiñó el ojo antes de desaparecer rumbo a la barra.
Se puso de pie para encontrarse que el gemelo con el que había nacido de pronto era un siamés que se prendía de sus pantalones y tiraba de ellos casi hasta las rodillas. Fortuna era tener camisetas tan largas o ya estaría mostrando el ridículo par de bóxers con caramelos multicolores que portaba.
—Ugh, Bill. Suelta –se sacudió—. Vamos, tengo que ir al bar.
—¿Me vas a traer algo? –Los ojos del menor de los gemelos se iluminaron—. Quiero…
—Sueña –lo interrumpió Tom. Con un jalón, volvió a colocarse los pantalones en su sitio—. Quédate aquí quieto y sin hacer ruido. Vuelvo en cuanto… —Abrió la boca esperando decir algo inteligente pero lo cierto es que también había bebido toda la noche y ya eran las dos de la mañana; en mejor condición que Bill sí estaba, lo que no restaba que estar sostenido en dos piernas era un poco más complicado de lo que esperaba—. Anda, esa pelirroja me mira con deseo. Nadie me mira así desde que… —“Desde que Gustav está embarazado” pensó con desánimo. No culpaba al baterista; las cosas eran como era; había sido si decisión concentrarse en él y no en irse a la cama con alguien. Pero ahora que tenía la oportunidad y todo listo, creía ser merecedor de al menos eso. Una especie de regalo kármico que pensaba cobrar.
—No me voy a quedar aquí mientras te tiras a alguien en el baño –escupió con desprecio Bill. Haciendo lo propio por levantarse y a la vez buscar algún billete en los pantalones que le permitiera conseguir un taxi, casi se iba de frente—. Estúpido cabello –gruñía ante el largo flequillo que se le venía contra los ojos y lo dejaba ver menos.
Tom chasqueó la boca. La pelirroja estaba a la vista; justo en línea recta a su visión, hablaba con su amiga, vaya sorpresa, la morena curvilínea, y ambas intercambiaban miradas maliciosas que gritaban trío con señales luminosas en color neón. Si aquello no era una clara invitación, Tom se iba a comer los calcetines hediondos de Georg.
Simplemente, el mayor de los gemelos no las podía dejar ir. No veía razones para ello.
—Me voy –anunció Bill con teatralidad—. Disfruta tu… Orgifiesta, Tom.
El aludido se encogió de hombros en dirección a las chicas.
Con Bill colgando del brazo, llegó a la conclusión de que tanto estar tomando responsabilidades con Gustav lo volvía un blandengue, un remedo de madre. Adiós pelirroja, adiós morena… Con discreción, se palmeó la abultada zona de la entrepierna, casi susurrando una disculpa a su ‘amiguito’ y emprendió la retirada con desilusión.
—¡Ughhh, no! –Chilló Bill al sentir la lengua de Scotty contra el cuello y mojando todo a su paso—. Fuera, fuera… Perro malo… Sucio… —Lanzó los brazos al aire para quitárselo de encima y encontrar que su mascota no olía a la habitual mezcla de croquetas y tierra, sino a jabón y un poco de sudor almizclado.
—Quieto. –Corto de palabras, su gemelo proseguía en la labor de refrescarlo usando una toalla húmeda—. Arruinaste mi noche por venir a cuidarte. Me debes ésta, Bill.
El menor de los gemelos hizo una mueca. –Yo no te dije que vinieras conmigo. Tampoco que me cuidaras… —Intentó apartar las suaves manos que le quitaban el cabello del rostro y con cuidado pasaban la toalla por ahí—. Gracias, creo.
Ante aquel gesto de agradecimiento, Tom optó por dejar su malhumor de lado e intercambiarlo por su yo habitual de cuando no le permitían acostarse esa noche: Gruñón, nada más, nada menos; tampoco quería ser un malcriado con berrinche. Prosiguió por al menos quince minutos con su labor y una vez que terminó, alzó a Bill desde los hombros para sentarlo en la cama.
—No vayas a vomitarme encima –advirtió, recordando la primera vez que había lidiado con Bill en aquel estado y el regalo que éste le había vomitado en una camiseta nueva.
—Una vez… Sólo fue una vez… —Espetó con un dejo de docilidad, al levantar los brazos y dejarse desnudar de la playera—. Huelo a aquella tía de papá. La que siempre, ya sabes, glu-glu, en los funerales. –Intentó hacer la seña de empinar una botella y falló por la poca coordinación de las manos—. Paliar el dolor mis calzones; esa mujer era una alcohólica.
—Seh, recuerdo. –Tirando la camiseta al otro lado de la habitación, Tom procedió a sacarle las botas a su gemelo y luego los calcetines—. ¿Mejor?
—Pantalones –indicó Bill al señalar la prenda y retorcer las caderas—. Tengo calor.
Sin siquiera desabotonarlo, Tom tiró del pantalón hasta dejar a Bill en ropa interior y con un glúteo de fuera al que le dio un sonoro golpe con la mano abierta que resonó por todo el cuarto—. Creo que ya estamos mano –se burló al ver que su gemelo abría por primera vez los ojos después de haberse desplomado al salir de la fiesta en el auto trasero en el cual Saki los había traído de regreso.
—Huhm, ven acá. –Abriendo los brazos amplio, escuchó el frufrú de la tela al ser removida y en cuestión de segundos, Tom se acomodó a su lado—. Siento haber arruinado tu noche. –Girándose de costado, encaró a Tom con ojos adormilados. La distancia entre ellos apenas la mínima, al grado que respiraban una mezcla de oxígeno con el aliento de otro—. Perdón.
—Nah, de cualquier modo, mañana tengo que estar de pie temprano para… —Se inclinó más al frente hasta tener la nariz enterrada en el cuello de su gemelo. Mejor callar. En un par de horas iba a recibir a Sandra y juntos ir por Gustav para una revisión más. Si quería estar de pie para entonces, mejor dormir ahora.
—¿En dónde, Tomi? –Usando una mano para abrazarlo y otra para recorrer su espalda en largos y perezosos movimientos, obtuvo un ronroneo—. Despierta. Hace muuucho que no tenemos nuestro TT.
—¿TT? –Tom resopló desde su sitio al apartar unos rebeldes mechones de cabello negro que se empeñaban en picarle la mejilla.
—Twin-Time, duh. –Le pellizcó la cadera—. Tú lo dijiste.
—Yo lo dije… —Entrelazando las piernas de Bill con las suyas, Tom se encogió de hombros al simplemente no recordar de qué hablaban. A diferencia de su gemelo, cuando el bebía, le da sueño, no a ponerse a hablar hasta por los codos. Tanto con una botella de cerveza como con un barril, Bill era del tipo que ebrio se volvía parlanchín. En su caso, más parlanchín que nunca.
—Tomi… No te duermas. Vamos a contarnos tonterías como antes y luego… —Con la voz subiendo decibeles en excitación, Tom abrazó más fuerte a Bill para hacerlo callar.
—Muy tarde. Mucho sueño –fue su respuesta al hundir el rostro en la curva de su cuello y planear dormir ahí el resto de la noche. Al cuerno con sus planes anteriores; el cansancio que lo cubría como una especie de manta cálida que era la prueba que necesitaba de estar así era lo correcto. No podía ni molestarse con Bill por arruinarle la noche dado que no era tal.
—¿Estás tan ebrio? –No dispuesto a dejarlo dormir, Bill aceptaba los mimos pero sin dejar de hablar.
—Nop, sólo… Cansado. Y ebrio, sí… —Mintió. El arrastrar de sus palabras más por sueño que por alcohol, pero éste lo ayudó a darle fuerza a su queja; realmente quería caer en brazos de Morfeo—. Shhh, durmamos y… —Abrió los ojos de golpe al encontrarse con un par de labios contra los suyos; unos ojos idénticos que tanteaban en búsqueda de cualquier reacción.
No le dio tiempo de pensar. Usando ambas manos para impulsarse lo más lejos posible de Bill, se encontró de espaldas con éste encima y aún muy cerca. Demasiado cerca como para ser cómodo. –Ugh –balbuceó al cabo de interminables segundos.
—Y-Yo también –se explicó Bill con un mínimo tartamudeo de su parte—. Pensé que estabas dormido y… —Ignoró la mueca que recibió a cambio de aquella confidencia.
—¿Pensaste que estaba dormido? Qué importa si lo estaba o no, Bill. ¡Dios! –Tom se intentó zafar del abrazo en el que se veía envuelto. Invirtiendo las anteriores posiciones, ahora era Bill el que hundía el rostro en la curvatura de su cuello y depositaba ahí ráfagas tibias de su respiración. Acelerado, el ritmo de su corazón tampoco pasaba desapercibido. El suyo propio le retumbaba en las orejas con la intensidad de sus latidos—. Necesito ir a mi habitación.
—¡No! –Saltó el menor al aferrarlo más que antes y sujetarlo ahora con manos y piernas—. No, no, quédate. Esto es normal. Estoy idiota, no pensé las cosas, Tomi… Quédate. Por favor… —Sin llorar, sin mostrarse culpable, sin nada que no fuera la súplica de permanecer, Tom no dio con una excusa buena para irse. Él también estaba ebrio; si intentaba ir más allá de la puerta, estaba seguro amanecería en el pasillo.
Por otro lado, quedarse era… ¿Realmente Bill lo había besado? No que no lo hubieran hecho antes. A los cinco años y con un coro de adultos rodeándote en apoyo no suele ser difícil, pero desde entonces habían transcurrido casi quince años. En lo que comprendía, no era correcto. No importaba que siendo honesto consigo mismo, no estaba ni la milésima parte de molesto de lo que debería.
Parpadeando con dificultad, acaricio la mata de cabello oscuro que le cubría el pecho.
—Tenemos que hablar… —Murmuró con ojos pesados—. Mañana ¿sí? Mañana.
Apenas la respuesta afirmativa le llegó, se deslizó en la satinada inconsciencia de la embriaguez, no de una colección de tragos, sino de unos labios que sabían a frutas.
—¿Haló? –Pronunció Tom con voz ronca, una que no era suya. Carraspeó contra el auricular y se preguntó por qué en primer lugar había contestado la llamada si aún estaba a oscuras. ¿Qué maldito degenerado llamaba de madrugada?
—¿’Haló’? ¿Estás de broma o qué? Tengo una hora esperando en el lobby a que decidas contestar. –Un bufido que sonó a estática lo hizo apartarse un poco la bocina de la oreja—. Baja de una maldita vez.
—¿Quién habla? –Rodando de un costado a la espalda, Tom aplastó un brazo—. Carajo… —Miró por encima del hombro y encontró a Bill, boca abierta y cabello extendido por toda la almohada, babeando—. Joder…
—Sí, sí, lindos saludos matutinos para ti también. Habla Sandra. ¿La cita? ¿Recuerdas? Ya son las diez de la mañana, bella durmiente. Gustav tiene ya una hora esperando y yo no puedo subir porque tú y sólo tú tienes la tarjeta de la habitación, genio.
—Ok, yo… —Incorporándose de golpe y tratando a la vez de no hacer que el colchón se moviera mucho para despertar a su gemelo, Tom buscó su ropa por el suelo de la habitación, lo que era difícil de encontrar por el desastre, la falta de luz y el exceso de resaca que recargaba encima—. En cinco minutos bajo.
—Más te vale. –La línea murió.
Por unos instantes Tom se quedó sin saber qué hacer con el teléfono. Al final lo dejó por imposible una vez que encontró su playera, se la pasó por la cabeza y con el resto de la ropa en la mano, salió del cuarto sin mirar ni una vez para atrás.
Lo que no apreció fue el llamado de su nombre; los pies ligeros que lo siguieron en cuanto el elevador que tomó al final del pasillo, dio marcha.
Bill estaba echando humo por la nariz de la rabia.
Mano alzada en el aire, estaba a punto de tocar la puerta por la que había visto desaparecer a su gemelo y a una mujer con pinta de no ir precisamente a leerle un libro de cuentos de hadas para dormir. El haberlos visto encontrarse en el piso de la recepción, saludarse con un beso en la mejilla y subir con discreción a una planta en la que ninguna habitación de los del equipo de la banda estaba asignada, para luego cerrar la puerta de la habitación y tener ahí más de una hora, contribuía a sentir impulsos asesinos.
—Te voy a matar, Tom Kaulitz –le gruñó a la madera. Colocando las manos en el marco, apoyó la oreja tratando de escuchar algo sin mucho resultado. Para agriarle el gesto de la cara, lo más fácil de suponer era que habían terminado… El que no salieran, que iban por un round dos o tres o cuatro.
Con sendos puños, se preguntó por millonésima vez si lo suyo no era paranoia severa.
Claro, no era de lo más normal encerrarse con una desconocida como aquella, una que cargaba un maletín negro tan enorme y… Y… Mordiéndose el labio, Bill se dio a la tarea de divagar respecto al contenido posible; casi de manera instantánea, un par de esposas, correas de cuero, látigos de tres puntas y sinfín de juguetes sexuales le saltaron a la imaginación. Ok, mejor olvidarlo si no quería provocarse una embolia. Ser encontrado en el suelo presa de ello no era la meta de su vida.
Hasta donde sabía –y sabía mucho dado a la poca discreción con la que su gemelo contaba a la hora de hacer pública su vida sexual— a Tom no le iba tanto el rollo sadomasoquista. De hecho, solía ser un poco dado a gustar por lo tradicional: Lencería, aceites aromáticos, zapatos altos, nada fuera de lo normal.
Lo que tampoco consolaba si tomaba en cuenta que la apariencia de la mujer con la que se había encerrado, ahora ya por una hora y media, era de lo más normal. Cabello castaño claro; ojos verdes, no muy alta ni muy baja. Nada en ella que gritara ‘Soy una mujerzuela de 200€ la noche’ o que hiciera pensar en ello. O no hasta que a su mente le daba por elucubrar más allá de lo posible con teorías descabelladas. La lista del ‘que tal si…’ era enorme una vez que se recargaba contra el muro y trataba de verle el lado inocente a todo aquello. De otra manera, se iba a volver loco y le iban a salir canas.
¿La enorme pega en todo? No había lado inocente. ¿Inocencia? ¿Qué era eso cuando tienes un gemelo que no se ha acostado con nadie en más de un mes? Bill lo sabía; Tom prefería la calidad, sí, pero por encima de ella, la cantidad. Y si el mirar de cerca no le fallaba, su gemelo tenía instintos que saciar. El haberle arruinado los planes la noche anterior sólo era una prueba más de que esa mujer, era una prostituta. Con suerte, un ama de casa frustrada; sin ella, una profesional de esos clubes de los que había oído mencionar y en los que por el suficiente número de euros, conseguías lo que querías siempre...
Resignado, decidido a actuar lo más maduro posible porque humillarse no era una opción y ser maduro le sumaba puntos a su personalidad, azotó la puerta con manos y pies y de pasó gritó sus pulmones hasta que le abrieron y oh, lo que encontró no era nada que cupiera en un maletín.
De hecho, nada de lo que quisiera enterarse, por muy urgente que fuera…
—Lo siento, es un sí. Veo una dilatación de dos centímetros lo que en esta etapa del embarazo no es normal un cambio tan repentino. –Sandra sostuvo la mano temblorosa de Gustav, que alicaído, intentaba con todas sus fuerzas no llorar.
Algo muy dentro de sí le recriminaba el haber querido abortar en un inicio. De un modo justo, creía que era el karma de la vida cobrándose el descuido de los primeros meses. Si el bebé estaba mal, era por su culpa y ahora pagaba las consecuencias.
—No es algo de qué preocuparse. Las razones son tan variadas que incluso entre miembros de una misma familia puede suceder sin futuros riesgos para el bebé. –Le dio un apretón—. ¿Lo entiendes, Gustav? En dos semanas estaremos seguros y te aseguro que entonces te reirás de esto.
—Sí –tragó saliva con dificultad al bajista—, eso espero.
—Ten. –Atento siempre a sus reacciones, Tom le tendió un vaso de agua que su amigo bebió en sorbos cortos—. ¿Hemos terminado?
—De hecho, quisiera hablar con ustedes dos respecto al padre del bebé… —Ambos adolescentes intercambiaron miradas de nerviosismo al tocar un tópico con la doctora, que incluso entre ellos dos solos era difícil y complicado.
El padre del bebé... Vaya burla. Por genética, sí, era Bushido, pero quien ocupaba ese lugar sin saberlo era Georg. También era Gustav, a su manera, aún embarazado, cargaba al bebé en su vientre y era su padre. El baterista no pensaba permitir que alguien lo tratara de mujer por muy bizarra que fuera la situación en la que se encontraban. Ovarios o no, él era hombre.
—Siempre es bueno hacer análisis de ambos padres. Ayuda a encontrar anomalías que se heredan genéticamente y que se puedan presentar en el bebé. En etapas tempranas del embarazo, éstas pueden ser corregidas en los primeros meses de gestación sin mayores riesgos. Aún estamos a tiempo de hacer algo si ocurre un imprevisto de ese tipo. –Suspiró al ver que aquel par se mostraba cada vez más angustiado—. ¿Hay algo que no sepa? –Interpretó lo mejor posible las expresiones complejas que mostraban—. El padre no lo sabe, ¿No es así?
—No. Él y yo… —Empezó Gustav con voz baja. Le avergonzaba en gran medida explicar lo enredoso de su situación.
—El bebé ya no tiene padre –interrumpió Tom al pasar su brazo por encima del hombro de Gustav y darle un reconfortante apretón que el rubio agradeció, pues se sentía al borde de la ruina emocional. Una vieja pared a la que el agua había corroído y estaba por caer.
—Sigo sintiendo que hay algo de lo que no me entero –señaló la mujer.
—Estoy con alguien –susurró Gustav—, y él no sabe de esto. No… No sé cómo lo tomaría.
—Comprendo. –Haciendo una última anotación en el expediente de Gustav, soltó un largo suspiro—. Este es un tema que tendremos que hablar en las siguientes sesiones. Incluso aunque tu pareja actual no sea el padre, merece saber. Necesitarás de todo su apoyo si él decide quedarse contigo.
—¡TOM KAULITZ, SÉ QUE ESTÁS AHÍ! –Los tres presentes se congelaron en su sitio ante los gritos que hacían retumbar las paredes—. ¡Maldito bastardo! ¡Cerdo asqueroso! ¡Gigoló de quinta! ¡Galán de pacotilla! ¡Te voy a castrar!
—Es Bill –dijo Gustav confirmando un hecho ya conocido—. ¿Qué hiciste? –Preguntó a Tom, pues era obvio a quién le gritaba aquello. Por sus gritos, el menor de los gemelos estaba que se montaba sobre las paredes de la rabia.
El grito al otro lado de la puerta se lo aclaró no sólo a él, sino a la mitad del hotel—. ¡Te vi entrar con esa mujerzuela! ¡Sé lo que haces ahí, Tom!
—No puede ser… —Rojo como la grana, Tom no encontraba las fuerzas para ponerse en pie y abrir la puerta. No contaba con que Bill iba a averiguar en dónde estaba. Para empezar, desde lo ocurrido apenas horas antes, no contaba con verlo en al menos una semana. Con un desastre en la cabeza, en el corazón y restos de una resaca que no se le iba, no quería ni enfrentarlo. Tener marcas de uñas por toda la cara no era lo que él consideraba la mejor decoración facial del mundo.
—Tal vez si no contestamos podamos… —Intentó sugerir Gustav, preocupado de que si Bill lo veían aún con la bata de hospital que se ponía en las revisiones, se iba a enterar de su secreto. El menor de los gemelos no era precisamente brillante en deducciones, pero aquello era demasiado evidente. Le picaba los ojos a cualquiera que lo viera por la obviedad que expresaba.
—No, él sabe que estamos aquí. Mejor intentemos…
Se giró para ver la puerta y para desgracia suya, a Sandra abriendo el picaporte. El “¡Nooo!” que él y Gustav soltaron a unísono no se comparó con la retahíla de insultos que se les vino encima como avalancha.
—¡Tú! –Gruñó Bill con un dedo largo al señalar a Tom y de paso casi sacarle un ojo con su uña—. ¿Qué demonios traías en la cabeza contratando prostitutas a estas horas de la mañana? ¡David te va a matar! ¡Yo te voy a matar! ¡Haré que mamá te mate!
—Bill… —Haciendo lo posible por apaciguarlo, Gustav se encontró de pronto con un par de ojos que le hacían hoyos con su intensidad.
—Nada de Bill. ¡Nada! No lo defiendas. Éste pervertido no tiene límites, no sabe cuándo detenerse, no… —Tomó aire para seguir gritando—. ¡Es que no lo puedo creer! ¡¿Es que no piensas?! ¡¿Es que no tienes ni una pizca de sentido común?! ¡Tú no piensas con nada que no sea tu entrepierna, Tom!
Gustav cabeceó con alivio. Sí, a Tom le estaba yendo como piñata en fiesta de cumpleaños, pero mejor eso a atraer la atención por su cuenta. A su lado, divertida al parecer, Sandra observaba el espectáculo que aquel par se montaba, uno creciendo con cada grito y el otro hundiéndose más y más en su asiento.
Lo que dejó de serlo una vez que Bill centró su atención en otro blanco que sí respondiera y con gran veneno, dirigió toda su ira a Sandra—. ¡Mujerzuela! –Fue lo primero que le salió de la boca y obtuvo con ello que la doctora le alzara una ceja como instándolo a seguir si podía.
—¿En serio? –Se cruzó de brazos—. ¿Por qué?
—Porque… —Los ojos se le incendiaron con la intensidad de la palabrota que iba a soltar—. ¿Cuánto te han pagado este par de idiotas?
—Hey… —Incómodo en su sitio, Gustav quiso replicar—. Bill, necesitas calmarte. Esto no es lo que piensas.
—¿Tú sabes lo que pienso, Gus? –Pateó con rabia una mesa sobre la que descansaba un delicado florero y todo su contenido se vino al suelo en un estruendo rompiéndose en añicos—. Debería darte vergüenza de lo que le haces a Georg estando aquí con Tom y su…
—65€. –Sandra, con toda paciencia, dijo su tarifa.
Incrédulo de lo que oía, Bill soltó una amarga carcajada. –Puta de la calle. Dios, Tom, haz caído bajo. Muy bajo. Pobrecito el niño Tom porque… —Se detuvo al sentir las manos de su gemelo sujetándole las muñecas con fuerza.
—Cállate, Bill –espetó con voz baja.
—Cállate tú –y con ello se lo sacudió de encima sin éxito—. ¡Suéltame, Tom!
—Estás loco… —Gruñó en respuesta su gemelo al quererlo doblegar. Con lo que no contaba era que en todos aquellos años, Bill jamás había peleado en serio, y que por encima de todo, jamás había estado tan furioso y dolido en uno—. Bill, necesito que te calmes.
—Vete al diablo, Tom. Vete al mismísimo infierno… —La voz se le quebró y el labio inferior le comenzó a temblar—. No puedo creer que… Que…
—Ven. Siéntate. –Como a una muñeca de trapo, lo colocó a un lado de Gustav a los pies de la cama—. Ahora, tienes que entender que esto no es lo que parece.
—Diosss, no me vengas con eso –siseó el menor de los gemelos—. Tu diálogo de película barata no te va a funcionar conmigo.
—Yo soy médica, no prostituta. –Bill se concentró en la doctora. Los ojos vagaron al maletín que yacía abierto en el suelo y una simple mirada le indicó que aquello era cierto. Nada de lo que había imaginado apenas minutos antes estaba ahí. En su lugar, observaba un estetoscopio, un estuche negro y varias cajas pequeñas con lo que parecían guantes de látex.
—Bill, mírame. –Tom lo sujetó de los hombros—. Gustav está…
—¡No! –Replicó el baterista—. No, no le digas.
—Gustav… —Tom exhaló aire con pesadez—. Díselo tú entonces. Ya no podemos esperar más.
—¿De qué hablan ustedes dos? –Balbuceó Bill. Los miró alternadamente con una gran opresión en el pecho—. No me digan que ustedes dos están…
—¡No es eso, demonios! ¡Gustav y yo no estamos juntos, Bill! –Tom sintió la imperante necesidad de halarse del cabello con lo complicado que se estaba volviendo todo—. Tú sabes que él quiere a Georg.
—Sí –musitó—, sí –repitió con la garganta seca de haber gritado. Georg y Gustav estaban juntos, ¡Se amaban, por Dios!; cualquier otra idea que tuviera y que no encajara con lo anterior tenía que ser falsa. Si involucraba a Tom, claro que tenía que ser falsa.
—Se complican mucho… —Dijo la doctora como si nada—. ¿Quieren que se lo diga yo?
—¡No! A los dos les digo que es no. –Gustav estalló con una onda dolorosa que se incrustó justo en el centro de la cabeza—. Ok, ok, lo voy a decir.
—¿Qué? –Bill se giró de lado para ver a Gustav que tomó aire antes de hablar.
—Estoy embarazado y el bebé es de Bushido. ¿Ok? Es todo. No prostitutas, no idioteces como esas, por favor. Sólo que estoy embarazado y el bebé va a nacer a finales de septiembre. Libra. Si se adelanta entonces será virgo.
Bill parpadeo una vez. Otra vez. Un par de veces más.
—¿Estás ebrio? ¿Drogado? –Formuló sus preguntas una tras otra incapaz de tragarse aquel cuento barato—. No les creo –sentenció cuando al final negaron todo y le volvieron a asegurar que aquello era real y no ficción—. ¿Es que están todos imbéciles? ¿Es una broma? ¿Creen de verdad que me lo voy a tragar?
—Voy a subir mi tarifa –dijo medio en broma Sandra, al cerrar su maletín ajena a la tensión que se respiraba en el aire—. Gustav, en dos semanas nos vemos en mi consultorio.
—Usted está llevando esto muy lejos –le gritó Bill.
—Yo tengo mis propias preocupaciones como para inventarme más. Lo siento, tu amigo está de casi cuatro meses de embarazo así que no, no miento.
—Patrañas –escupió Bill—. ¿Y de Bushido? Por favor, ¿Qué es esto? No pretendan decirme que esto es real. Sólo falta que Georg entre por la puerta y diga que…
—¡Bill! –Harto de oírlo desgañitar, Tom explotó—. Con un demonio, cállate ya. Georg no sabe aún.
—¿En serio? Oh, tendremos qué llamarle –se burló el menor de los gemelos al sacarse el teléfono móvil de la bolsa trasera del pantalón y marcar al número del bajista. Con el aparto con el oído, agregó—: Vaya momento tierno. Veamos hasta donde quieren llevar esto.
—¿Quieres de verdad ver, Bill? –El aludido alzó una ceja al ver que Gustav se ponía de pie. Por primera vez apreciaba que estaba vestido con una bata de hospital que le hizo experimentar un escalofrío de pies a cabeza—. Mira –sollozó al levantarse la parte delantera y mostrarle un pequeño bulto justo en el vientre bajo—. ¿Contento? ¿O también quieres que te muestre el par de senos que ahora tengo? –Ignoró el gesto de shock que recibió—. ¿Sigues creyendo que es una broma? Tienes que estar imbécil para no creernos.
Como respuesta, Bill soltó el teléfono que golpeó el alfombrado justo cuando Georg contestaba. Igual que Tom aquella mañana que abandonó su lugar al lado de él en la cama, no miró para atrás ni una sola vez en su huída.
Gustav baja del automóvil con mejillas rojas, manos sudorosas. El último beso de Bushido cuando se tienen que separar cada que no van a verse por un largo tiempo, siempre suele ser igual: Toma su aliento; lo roba y lo permite. Esta vez no ha sido la excepción cuando en un abrazo que nada tiene de tímido, ambos han compartido más de lo que los demás suelen suponer.
Por ello, después de despedirse agitando la mano a su novio y verlo doblar el auto en la esquina, no le sorprende encontrarse a Bill sentado en el porche de la entrada con un ceño tan profundo que de usarlo un poco más, le va a dejar un surco en plena frente.
—¿Qué haces aquí? –Pregunta, camisa abierta y en desorden pese al frescor de la noche a principios de otoño. Se contiene de tocarse el cuello, donde sabe que Bill mira y juzga las marcas de dientes.
—Georg está de un humor terrible desde que te fuiste –murmura el menor de los gemelos. Se examina una uña antes de continuar—. Ahora sí va a tener razones para estarlo…
Gustav se pasa la palma de la mano por la zona afectada. De cada lado, sendas manchas purpúreas que indican lo que hizo en el par de horas que estuvo fuera de casa una vez que él tampoco pudo soportar la presión de ver a Georg con aquel malhumor, lo delatan.
Desde siempre, ahora más que nunca, entenderá hasta que muera, que a Georg no le gusta que de modo alguno, Bushido le deje marcas.
Se consuela pensando que más allá de señales con dientes o con uñas, todas consensúales, Bushido jamás dejará algo suyo en él.
Ayuda a Bill a ponerse de pie casi siete meses antes de que compartan el secreto conjunto que es de nueva cuenta Bushido y la manera en la que ha sabido hacerse presente en el cuerpo de Gustav. Ahora no con mordidas de amor, sino con un hijo que nacerá casi por las mismas fechas un año después.
La doctora Dörfler no se fue en el avión que estaba programado desde un inicio. Perdió el vuelo que la iba a regresar de vuelta a Alemania cuando inyectaba una dosis de medicamento contra la migraña, en una de las venas del brazo de Gustav.
—Pobrecito… —Murmuró al sujetarle el algodón en su sitio y esperar a que la pequeña herida dejara de sangrar para retirarse.
Casi fulminado por la presión del día, en la tarde Gustav yacía inmóvil y catatónico en la cama de su habitación de hotel. Tom, que había acudido a un llamado de Jost, aún no regresaba.
—No soy ningún pobrecito… —Murmuró el rubio con amargura—. ¿Sabe…? Siempre he creído que todos pagamos tarde o temprano por lo que hacemos en esta vida.
—¿Y crees que es tu turno? –Sandra le pasó la mano por la frente, preocupada de que mostraba síntomas claros de agotamiento emocional y una ligera fiebre que no podía dejar pasar de lado. Como su doctora, se preocupaba; como la amiga en la que se estaba convirtiendo, lo cuidaba con amor maternal.
—No, o no sé. Justo ahora me siento bendecido. Tengo un bebé en mi vientre, pero soy un hijo de puta. ¿Sabe cómo es eso? La vida no es justa; te da sin pedir a cambio.
—Quizá… —Ambos se tomaron de la mano para esperar a Tom.
—¿Hablas en serio? –Con toda la resignación del mundo, Tom asintió.
—Lo siento, Dave. Por todo –agregó, al no estar seguro en lo más mínimo si la pena que sentía provenía de Bill desaparecido, el día libre arruinado o el sido él quien daba la noticia del embarazo de Gustav a su manager. Pruebas médicas en mano certificadas por la doctora Dörfler, al hombre mayor no le quedaba de otra que desmoronarse ante su escritorio con los dedos tirando de su cabello.
—Bien… Bien… —Se recompuso al cabo de unos largos minutos de silencio—. Esto es lo que vamos a hacer: Saki se encargará de que Bill aparezca. No puede estar muy lejos, sé que va a volver. De momento vamos a mantener esto es silencio lo mejor posible, negar que no se encuentra en su habitación de hotel durmiendo o pintándose las uñas, ¡O lo que sea, demonios! –Gritó golpeando la mesa con un puño—. ¿Entendido?
—Sí. –Tom lo lamentó por David, mucho—. Lo entiendo.
Lo lamentaría más por Georg cuando fuera su turno de enfrentar la realidad de Gustav…
Lo cierto es que Saki no iba a dar con Bill hasta pasadas quince horas desde haber recibido el aviso de que debía encontrarlo, costara lo que costara.
Conduciendo un auto rentado a más velocidad de la permitida para una autopista libre a mitad del camino para llegar a Berlín, el menor de los gemelos se acercaba más y más a su objetivo primordial: Partirle la cara en dos a Bushido.
Después que lo hiciera, podría pensar con claridad, tener corazón como para perdonar, entender toda aquella locura que se les venía encima. Pero hasta entonces, hasta no moler a palos al rapero, alegaría demencia temporal.
Por su parte, Gustav no quiso esperar.
Cuando Tom acompañó a Sandra al aeropuerto para que tomara un nuevo vuelo, él llamó a Georg para hablar.
Y habló, dijo mucho, lo sacó todo sin llorar ni una lágrima. Tendido aún en la cama, con tono monocorde le explicó lo mucho que lo amaba y también, lo mucho que amaba a su nuevo bebé. Que no era quién para hacerlo tomar una decisión al respecto, pero que ajeno a ello, él iba a seguir adelante.
Cuando terminó, comprendió el que Georg no dijera una palabra, que diera media vuelta y saliera de la habitación, quizá hasta de su vida, para siempre.
Ni así lloró. Acunándose el vientre, cantó una vieja nana con la que su abuela solía arrullarlo para dormir. Sin sonreír tampoco, experimentó esa soledad que llega de golpe cuando sientes helado el cuerpo y no hay alguien para ti que abrace.
Su hijo lo tenía a él, pero él ahora ya no tenía a nadie.