—Cinco minutos más… —Murmuró la voz adormilada. Provenía del autobús que Georg y Gustav compartían, específicamente bajo una pila de cobijas y edredones de la litera del bajista, pero quien las decía no era él sino el rubio baterista que se estiraba en lo reducido del espacio y se negaba a salir del tibio lugar que le recordaba al útero materno—. Lo juro, me levanto en cinco minutos –repetía reprimiendo un bostezo para luego cerrar los ojos rendido al cansancio.
—¿Seguro que estás bien? –Preguntaba Georg al tocar su frente con ademán preocupado. Era la cuarta vez en lo que iba de la semana, que Gustav se mostraba reticente a moverse de la cama. Concretamente, a salir del país de los sueños para regresar al que vivían—. Te siento tibio –murmuró poniendo su mejilla contra la del rubio. Rodeándolo con ambos brazos, deseó que no estuvieran a punto de llegar a alguna nueva ciudad. Nada se le antojaba más que meterse bajo las mantas al lado de Gustav. Besarlo o simplemente dormir a su lado era opcional; lo que quería en sí era tiempo de calidad. Lo extrañaba tanto que pese a estar anclados día y noche juntos, lo que deseaba era simplemente su compañía.
—Estoy bien –dijo Gustav. Abrazando a Georg que a fin de cuentas se había colado bajo el tibio barullo de cobijas, apoyó el mentón sobre su hombro—. Es cansancio. Muuucho cansancio –enfatizó usar la nariz para hacerle cosquillas en el pecho a Georg.
—Has estado cansado por semanas –replicó el bajista. Sus manos cerrándose en torno a la figura de Gustav, que usando un simple par de bóxers, se sentía suave al tacto.
Gustav gruñó.
—Por millonésima vez…
—No pasa nada malo, sólo estás cansado –remedó el mayor con una voz que pretendía asemejarse a la del rubio—, lo sé. Ya lo has dicho.
—Entonces dejemos el tema olvidado. Quiero dormir muuucho. –Estrechando el abrazo que mantenían, las piernas de Gustav se entrelazaron con las de Georg en un gesto íntimo que los mantuvo cinco minutos en silencio. Aquel tipo de afecto era el que usualmente tras un día largo, necesitaban. No importaba que la mañana apenas estuviera dando comienzo, puesto que parecía lo correcto.
—Sabes que me preocupo –susurró Georg al cabo de una larga pausa—. Ha sido un tour largo y eso que apenas comienza. ¿Estás seguro que te sientes bien?
—Es estrés –balbuceó Gustav con la voz de quien está a punto de volverse a dormir—. Tal vez necesite tomar vitaminas o algo así. Ugh, es que estoy tan cansado. Quisiera poder quedarme aquí escondido por un par de días para recuperarme.
—David se volvería loco –rió Georg ante la idea de su pobre manager mesándose el pelo con desesperación—. Yo me volvería loco soportando a los gemelos y sus estúpidas discusiones de quién no ha cerrado la pasta de dientes en la mañana. O de quién no ha dejado sus calzoncillos sucios en el cesto de ropa por lavar…
—Oh Diosss… —Gruñó Gustav al recordar aquella pelea—. ¿Recuerdas cuando…?
Lo que fuera que Georg tuviese que recordar, Gustav nunca lo dijo. Un brusco frenazo los tuvo atentos a los ruidos del exterior: Un sinfín de automóviles, voces, pasos y la voz de Bill que se elevaba por encima del barullo.
—Llegamos –dijo Georg al apoyarse sobre su codo y prepararse mentalmente para el día ajetreado que les esperaba.
—¡Nooo! –Se quejó Gustav. Hundiendo el rostro bajo la almohada, deseó morir en aquel instante. Sentía una deuda de vida o muerte con las horas de sueño que le debía a la vida. Lo único que deseaba era dormir hasta el fin del mundo o que el dolor de espalda lo matase por tanto estar acostado. Lo que llegara primero, no le importaba mientras pudiera permanecer con los ojos cerrado y tibio bajo las mantas.
—¡Buenos días! –Llamó Bill a la puerta sin importarle el seguro. Su cabello, ya alzado y listo para cualquier fotógrafo que se le cruzara enfrente, cruzó el umbral rozando el marco.
—Tocar la puerta es de buena educación –señaló Georg al ver que tanto Bill como Tom entraban sin molestarse en parecer un poco avergonzados al hecho de que interrumpían un momento de pareja.
—Lo que sea –gruñó Bill al enfilar directo a la cafetera—. Genial –murmuró para sí—, ustedes sí tienen café. Muero por una taza.
—Bill, hasta donde yo sé, el autobús de ustedes también tiene cafetera. –Georg le quitó la taza que el menor de los gemelos ya se llevaba a los labios—. Ve a beber allá en lugar de tomarte el nuestro. Chú, chú –le ahuyentó como a una mascota indeseada.
—Ugh, vamos. Es una taza –rebatió Bill con manotazos.
Desde su sitio, aún en la puerta, Tom se contuvo de exhalar con hastío. Cierto, tenían la misma cafetera, pero ponerla en funcionamiento rompía la armonía entre ambos gemelos. Tomar el café no era el problema, sino rellenar el depósito cuando se acababa. Siempre, sin excepción a la regla pese a las muchas promesas de no volver a empezar con el círculo vicioso, terminaban discutiendo de quién había sido el ‘último idiota desconsiderado’ que no había hecho más.
Tratando de ignorar la infantil lucha que mantenían Bill y Georg, barrió alrededor con la mirada tratando de encontrar rastro de Gustav por algún lado. Ya eran casi las nueve de la mañana y aunque tenían una hora antes de que un automóvil los recogiera para ir a una televisora, no sería nada bueno si el baterista seguía dormido. Aunque la nena de la banda era Bill, incluso Gustav pasaba su buena media hora frente al espejo arreglando su inexistente flequillo una y otra vez.
Pasando de aquel par que ya llegaba a los gritos por algo tan ridículo como si era lejos o no ir al otro autobús por café, enfiló por el pasillo que conectaba el área común con las literas para encontrar un pie descalzo que sobresalía de una de las camas inferiores. Arqueando una ceja y con pasos ligeros, caminó hasta dar con la cortinilla abierta y Gustav dormido con la boca abierta.
Tom se la pensó de ir por la cámara e inmortalizar a Gustav con un ligero río de baba corriendo por la almohada pero se contuvo al ver que más que dormir en paz, parecía muerto.
—Gus –le llamó al arrodillarse a un costado de la cama y sacudirlo un poco por el hombro. Usualmente, aquel simple contacto bastaba para tenerlo alerta, gruñón y todo, pero listo para la acción. En su lugar, obtuvo un quejido que competía con el de un animal agonizante. Unas manos que batían el aire y un sonoro ronquido que le aligeraba en parte la piedra de preocupación que de la nada notó cerca del pecho.
—Quiero dormir –susurró Gustav a nadie en especial.
—¿Te sientes bien? -Preguntó Tom mordiéndose el labio inferior. El ceño fruncido de Gustav dejó entrever que la pregunta era molesta y laceraba en alguna herida porque la desdeñaba con la culpa de quien sabe que las cosas no van bien pero prefieren ignorarla—. Te ves verde.
—¿Verde? –El baterista abrió un ojo a la molesta luz del día para taparse el rostro con un brazo—. ¿Verde, Tom? ¿Qué maldito color es ese? ¿De qué hablas? –Rodó sobre su costado dando la espalda al mayor de los gemelos que se limitó a mirarlo con una expresión un tanto ofendida—. Lo siento –murmuró Gustav aún dando la espalda—, no me siento nada bien hoy.
—¿Mal de qué tipo? –Cuestionó Tom. Si Gustav decía estar enfermo, eso tenía que ser. El baterista nunca mentía en esos asuntos como él, su gemelo o incluso Georg cuando no querían trabajar. El rubio era más de aguantarse que de quejarse; que ya lo hiciera era más señal de que algo andaba mal con él, que de los cuatro jinetes del Apocalipsis anunciando el fin del mundo. Si Gustav estaba en agotamiento total como aparentaba, era hora de que Jost les diera vacaciones de un mes sin excusa ni pretexto.
—No mal, sólo… Suspiró profundo –No bien. Como si tuviera resaca, me estuviera dando gripe y aparte fuera Bill… —Gustav miró por encima de su hombro a la expresión de total desconcierto que Tom tenía—. Ya sabes, perezoso en extremo. Oh Dios, sólo quiero dormir.
—David estará aquí en menos de… —Tom consultó la hora en un reloj despertador que asomaba su brillo neón por debajo de una pila de playeras sucias— cuarenta y cinco minutos.
—Nadie me va a sacar de la cama. Ni David –agregó con un cierto tono de rebeldía—. Nadie. Quiero ver que lo intenten. Besad mi trasero, idiotas, que hoy me quedo en cama. –Y con eso se acomodó una vez más bajo los cobertores y cerró los ojos.
—Ok, si tú dices. –Tom se levantó y se sacudió el trasero—. Cuando David venga con su cara de ‘me-va-a-dar-una-embolia-de-la-histeria’ y te grite, no me digas que no te lo advertí. –Escuchó un sofocado “Lo que sea” y enfiló por donde vino—. Al menos antes de que venga, vamos a comer esas donas que Bill compró de contrabando antes de que cambiáramos de país.
—¿Donas? –Gustav alzó la cabeza despeinada de su lugar—. ¿Qué donas? –Su boca comenzó a salivar ante la idea de algo dulce y su estómago asintió con aprobación en un gruñido.
Jost los tenía a dieta. O al menos a una dieta saludable. “Los tabloides siempre hablan mierdas de que ustedes sólo comen comida rápida así que no quiero crear una mala imagen de la que nos tengamos que arrepentir” había dicho con un tono serio que no dejaba lugar a dudas de sus intenciones: No comida chatarra ante ninguna cámara y eso incluía comprarla, consumirla o promover su consumo. Ridículo como era, resultó al final tan divertido conseguirla a escondidas como consumirla con más gozo cuando la tenían.
—Sip, donas… —Las comisuras de los labios de Tom se alzaron en una semi sonrisa—. Pero en vista de que quieres dormir toda la mañana… —Empezó como quien no quiere la cosa.
—¡Y un cuerno! –Farfulló el baterista al tirar las mantas al suelo y con prisa enfilar rumbo a la cocina lo más rápido que podía tratando de no parecer que corría.
—¡… También tienen café en su autobús! –Exclamaba un airado Georg. La pelea que no disminuía de intensidad seguía en el estrecho espacio de la cocina mientras sujetaba a Bill por la zona del estómago y con cada apretón intentaba hacerle escupir lo bebido.
—¡Es una taza! ¡Una taza! –Peleaba Bill por su lado tratando de zafarse del agarre.
Gustav, que los vio apenas entró a la cocina, decidió ignorar lo que pasaba en cuanto el aroma de las donas se hizo presente en su nariz. Tomando asiento en la pequeña mesa que usaban para comer, abrió la bolsa para encontrar que a pesar del aspecto procesado y la poca fiabilidad de que fueran recién salidas del horno de alguna panadería tradicional, quería comerlas. Tomando una que parecía de chocolate con chispas multicolores, le dio una mordida que acabó con la mitad de su tamaño.
—Hmmm… —Saboreó con placer al probar el sabor, chocolate, sí, contra sus papilas gustativas. Cerró los ojos al dar otro mordisco y lamer sus dedos porque la dona se ha terminado. Sin pensarlo, tomó otra de la bolsa, esta vez una cubierta en azúcar y tras darle una mordida y debatirse de coger una más, la agarró y también la mordió. Esta es rellena con crema de babaria que usualmente le empalaga, pero que en ese momento parece lo más acorde a su apetito—. Delicioso –murmura para sí con la boca llena y la barbilla repleta de manchas.
Su estómago parece aplacarse, pero de algún modo hay un poco de remordimiento en su conciencia mientras piensa que no le importaría dejar a los demás sin donas mientras se las pudiera comer. Desechando aquello tan egoísta de la cabeza, Gustav alcanzó una taza de café olvidada sobre la mesa que tras probar y agregar tres cucharadas repletas de azúcar, tragó de jalón.
—Gus, tú… ¿Te has comido todas las donas? –Ese es Tom, que tras ir al baño y regresar, encontró un cuadro de broma: Bill y Georg despeinados y aún discutiendo mientras Gustav se atiborraba con las donas y sacudía la bolsa contra la boca para atrapar los últimos desechos.
—¡¿Se comió qué?! ¡Ahora ya no quiero café! –Estalló Bill con los brazos arriba y Georg sosteniéndolo como si pareciera dispuesto a hacerle alguna llave de lucha libre—. Tienen que estar de broma. Ustedes tres –agregó con una patada a la espinilla de Georg que aún no lo soltaba.
Desde su sitio, Gustav no pudo evitar sentir un placer malsano al darse cuenta de que sí, estaba mal haberse comido la ración de los demás pero igual no tomar mucha importancia. En su lugar, el remordimiento fue sustraído de su usual mente para dar cabida al antojo que le decía que las donas y la mayonesa hacían una combinación tan deliciosa como para infartarse.
… Infartarse igual que Jost, que entraba por la puerta y al ver el cuadro entero, se agarraba la camiseta por encima del pecho con una mano y se iba para atrás, directo al suelo…
—Extrañaba esto –jadeó Georg al oído de Gustav mientras embestía con fuerza en su cuerpo.
La usual respuesta de Gustav solía ser ‘pero si lo hicimos anoche… Dos veces’ acompañada de un mordisco en el hombro, un rotar de sus caderas o un beso casto sobre los labios de su amante. Era su manera de parecer escandalizado ante el hecho de que lo hacían como conejos en época de apareamiento. En su lugar, bostezó con la boca amplia y abrió un poco más las piernas.
Estaba muerto o lo que era el equivalente a ello en esos días: Dormido. Semi dormido, que dormirse sería aniquilar el ego de Georg hasta hacer de él cenizas. Su piloto automático al menos servía y mientras gemía la cantaleta de ‘Sí, sí, más, duro, oh Dios... No pares’ oscilaba entre entrar al país de los sueños o venirse de una buena vez.
La prueba de que disfrutaba estar con Georg estaba justo entre sus piernas, duro y clamando por correrse, pero el resto de su cuerpo pedía un tipo diferente de atención algo más como dormir abrazados, dormir con las piernas entrelazadas, dormir cubiertos por tres mantas y desnudos; oh diablos, sólo dormir.
Un poco más y dormiría, el pensamiento lo consolaba, pero hasta entonces…
Gustav aceptó con agrado las rápidas embestidas que en segundos lo tuvieron extasiado. La garganta seca y el cuerpo tenso amontonando toda gama de sensaciones en la zona de la entrepierna. Georg susurrando palabras dulces a su oído mientras se venía perdiendo la coordinación y los sentidos. Con todo, sin perder cuidado de Gustav, del cual tomó cuidado con sus manos y en segundos lo hizo alcanzar el orgasmo.
—Sé que siempre lo digo, pero esto ha sido genial –exhaló con pesadez al salir de su cuerpo y buscar sus labios para un beso profundo. Apenas presionó contra su boca y se encontró con una laxitud total—. ¿Gus? –Con la mano tanteó el contorno del rostro del baterista para encontrar que estaba profundamente dormido—. Tienes que estar bromeando, Schäfer –dijo tratando de no sonar molesto pero sin poder evitar dejar salir su descontento en ello.
Últimamente Gustav estaba siempre cansado. Con siempre, refiriéndose a siempre en un alarmante 24/7. Lo que al principio parecía un odio a despertarse de madrugada y no empezar un día plagado con un itinerario monstruoso –anda, algo de lo que todos habían aquejado excepto él-, dio pie a pereza en la tarde, irse a dormir a las ocho en punto o antes si el sol se ocultaba temprano. También a renegar de hacer más allá de lo necesario, acarreando un par de disputas poco amistosas en lo que se refería a las prácticas o pruebas de instrumentos antes de los conciertos. Georg no iba a reclamarle un par de semanas de flojera a Gustav siendo que en todos esos años era la primera vez que pasaba algo parecido, pero eso no restaba nada a la preocupación que era conforme pasaban los días, una espina que laceraba un poquito más en el pecho.
Tratando de desechar cualquier mal pensamiento al respecto porque la idea de que Gustav no estuviera bien lo aterraba, acomodó el interior de la litera de tal modo que ambos pudieran encontrar un acomodo libre para dormir juntos sin darse un puñetazo por accidente a la mitad de un sueño. Apoyando la cabeza del rubio sobre su hombro y rodeando su cintura con un brazo y una pierna, tardó más de lo normal en caer dormido al repetirse una y otra vez que lo normal habría sido que Gustav se despertase al moverlo y no que sólo se hubiera acomodado mejor.
Tragando la angustia con un sonoro ruido de deglución, al final besó la sien de Gustav y cayó en un intranquilo sueño.
—… Así que finales de marzo o principios de abril. ¿Qué os parece? –Divulgó la conductora del programa, una rubia de labios y pechos falsos que con todo era bonita, directo a las cámaras. Su voz más dulce que comer caramelos, malvaviscos y melcochas en una tarde de verano—. Creo que en casa todas las chicas ya deben estar ahorrando por la versión deluxe. ¿No es maravilloso? –Sonrió directo en cada pantalla de Francia al decirlo.
—Seh, bueno, hemos trabajado mucho en el nuevo disco. –Bill ladeó el rostro directo a la cámara más cercana—. Esperamos que les guste.
—La espera ciertamente valdrá la pena –asintió la mujer—. Ahora, chicos, porque no puedo desperdiciar la oportunidad de preguntar siendo que están aquí en mi poder… —Su risa, algo cercana al cascabeleo histérico de una serpiente antes de atacar resonando en cada lente, aumentando de volumen—. ¿Qué tal con su vida morosa? ¿Son ciertos los rumores de que alguno de ustedes tiene novia? Pregunto porque una nunca sabe… ¿O no, chicas? –El griterío del foro subió a niveles inaudibles y la concurrencia se descontroló un poco más de lo previsto antes de poder regresar a su estado anterior.
Tom se repatingó en el asiento haciendo gala de su mejor repertorio de historias de groupies y aventuras de una noche que prefería mantener hasta los treinta o hasta que la impotencia llegara. La pierna derecha saltando con nerviosismo, pero él manteniendo las tablas indicadas: Lucir presumido, ser un galán, de ser posible, exagerar en lo creíble. Aquello le salía a la perfección tras años de práctica.
La conductora sin embargo no dejó el tema escaparse. Encarando a Bill y con micrófono en mano, casi se lo metió por la boca al repetir la pregunta y recibir su clásico ‘espero el verdadero amor’ que en lo personal le parecía cursi para un chico como el que tenía de frente. Su contrato la controlaba formal en ello, ser la conductora de un programa focalizado en criaturas de quince años y se mantenía en ello sonriendo con la respuesta pero incrédula de lo que oía. Ser marioneta de la televisora era su propio papel, lo que no le restaba IQ en lo referente a no tragarse las patrañas de la gente que entrevistaba.
Sin embargo, una cosa era lo que ella pensaba y otra la que decía en cámara. Conteniéndose de decir algo ácido so pena de la reprimenda de los productores del programa, continuó preguntando, primero a Georg que denegó y luego a Gustav que…
—Gusss –sisearon todos a pantalla nacional francesa en tiempo real para hacer que Gustav abriera los ojos con sorpresa y mirara las cámaras con total desconcierto.
—Vaya –murmuró la conductora al darse cuenta que el baterista de la banda que entrevistaba se había quedado dormido en horario estelar nocturno. Sin tomárselo personal, consciente con todo de que aquello era un negocio para ellos y para ella, repitió la pregunta eludiendo el hecho de que cinco segundos antes estaba dormido y casi roncando—. ¿Y bien, alguna chica o relación en puerta? De ser sí la respuesta, sería una exclusiva que podría conmocionar a las fans aquí presentes. ¡Chicas en casa, crucen los dedos!
Un griterío se dejó escuchar por el set de grabación y con ojos pesados y mejillas ardiendo de vergüenza, Gustav denegó.
—Tal como lo han escuchado en nuestro programa, los cuatro chicos de Tokio Hotel siguen solteros y disponibles –guiñó a la cámara señalizada como tres antes de proseguir—. Queda agradecerles por haber estado hoy aquí y les deseamos suerte en el concierto de mañana por la noche en la arena de nuestra ciudad. Para quien desea adquirir boletos, nuestra televisora cuenta con diez pases dobles a regalar a quien llame y diga…
—¿Qué mierda fue esa? –Espetó Jost apenas salieron del set de grabación. La bronca parecía dirigida a todos, pero sus ojos se clavaron como dagas en Gustav apenas dieron un paso fuera del escenario.
—Me quedé dormido –dijo Gustav como si aquello fuera de lo más normal y ya hubiera pasado antes. Sobre todo su rostro una sombra de vergüenza que el tono calmado de su voz no ocultaba, pero al menos atenuaba—. Lo siento.
—¿Lo siento? ¡¿Lo siento?! ¡Te dormiste ante más de un millón de espectadores! –Replicó casi a voz de grito. Un par de técnicos de iluminación que pasaban por ahí, al parecer a su hora de la comida, voltearon la cabeza para descubrir la procedencia de los gritos. Aquello era una televisora, era normal, con todo que no quitaba vender algún trapo sucio a las revistas de chismes. Mantener los oídos alertas era lucrativo si reconocías rostros y asuntos—. En el autobús hablaremos –sentenció fríamente al escoltarlos directo al vehículo.
—Dave, no fue para tanto –trató de aligerar el ambiente Tom—. Esa mujer puede hacer dormir a cualquiera con esa manera cursi que tiene de tratar a todos en su programa.
—¡Ella es Fifi Lanceau! ¡Es su programa, es la estrella del canal! Demonios, si ella te quiere hablar como perro, te tienes que dejar. ¡Es Fifi! –Estalló de nuevo Jost.
Ante aquello, todos se callaron. Sí, Fifi Lanceau resultaba ser algo parecido a una estrella de la pantalla chica. No muy conocida fuera del ámbito juvenil, pero para las masas entre doce y veinte años, era la diosa del entretenimiento. Que a Fifi le gustase Tokio Hotel ya era algo de que estar agradecidos; quedarse dormidos en su programa era impensable. Una blasfemia. Saquen las cruces y los clavos que eso apenas es el mínimo castigo por recibir.
—Dije que lo siento –repitió Gustav al ver que a Jost intentaba calmarse. Tratar de controlar una banda de cuatro revoltosos jóvenes no era fácil y el hombre hacía su mejor intento al masajear el puente de su nariz entre dos dedos y permanecer abierto a todo lo que se le viniera encima como avalancha de nieve—. No volverá a pasar. Jamás –aseveró con seriedad.
—Eso espero, Gustav, eso espero… —Enfilando rumbo al autobús, el trayecto mudo por parte de los cinco. En el aire, flotando la certeza de que aunque eso no pasara de nuevo, algo peor podría ocupar su lugar.
—Nenaza –saboreó Tom la palabra al ver que Georg hacía muecas.
Sentados en la sala multimedia del autobús de Gustav y Georg y con Bill dormido en su litera de horas atrás, los tres miembros restantes de la banda pasaban una noche como pocas en el mes. Compitiendo por turnos, probaban la nueva consola de videojuegos que habían adquirido y le sacaban toda la ventaja con cinco juegos nuevos, todos de competencias.
Tom llevaba la ventaja por poco, pero el ego del mayor de los gemelos más bien parecía indicar que pateaba traseros a diestra y siniestra en lugar de llevar una victoria que era producto más de la suerte que de las habilidades. En un juego de carreras, sacaba la lengua por un costado de la boca intentando con toda su concentración no salirse de la pista y fallando al estrellarse contra un muro de contención repleto de grafitos.
—¡Quién es la nenaza ahora, Kaulitz! –Se burlaba Georg al rebasarlo y acelerar al ver que Tom debía soportar diez segundos de penalización por haberse llevado uno de los técnicos del auto entre las llantas.
—¡Demonios, el peatón estaba por toda la acera, era imposible no arrollarlo! –Alegaba el mayor de los gemelos al control, al televisor y a la consola de una misma vez—. ¡No es justo!
—Claro que sí. Gané –canturreó el bajista al llegar a la línea de meta y observar en la pantalla el rubio conductor que había elegido, salir de su Mercedes Benz y recibir una especie de corona en manos de una chica curvilínea en bikini—. Estos juegos de verdad que se lo toman real –murmuró para sí mismo al ponerse de pie y estirarse mientras pateaba el cojín en el que estaba sentado—. Mierda, voy al baño.
—Georg –se quejó Tom, en el tono de sus palabras un golpe de patetismo—, quiero el segundo round. Esa penalización fue injusta y lo sabes. Ven para que te gane y estaremos en paz.
—Mal perdedor –se talló las sienes Georg al decirlo—. Juega con Gus, yo tengo que ir al baño a orinar o me haré en los pantalones –con ello, salió de la habitación.
Resignado a una ronda sin nada de especial dado que Gustav era bueno jugando pero no muy dado a presumirlo, Tom se giró para encarar al baterista y encontrarlo…
—¿Qué es eso…? –Preguntó incapaz de creer que llevaba una hora jugando sin haber notado la asquerosa escena que se presentaba a sus espaldas. Desde lejos tenía que apreciarse con las extrañas mezclas.
Recostado a lo largo ya ancho del sillón de la estancia, estaba Gustav con un tazón que contenía helado de limón, palomitas de maíz extra mantequilla, mostaza y…
—¿Brócoli? Puagh. –Asqueado, Tom se volteó para evitar seguir viendo aquella cochinada subir a la boca de Gustav en abundantes cucharadas—. ¡Gus, eso es asqueroso! En serio, ¿Brócoli? Lo demás lo entiendo, creo –musitó—, ¿Pero brócoli?
—Ok, punto entendido. No me importa, Tom.
—Pero Gus –chilló Tom como niño pequeño al sentarse enseguida de su amigo y mirar con detenimiento los contenidos del tazón. Por los decibeles de su chillido y el quiebre de su voz al decirlo, parecía que era él el que se lo tenía que comer bajo la premisa ‘Come para que crezcas mucho’.
—No me importa. Guárdatelo. De todos modos sabe bien –dijo en un intento de que lo que comía pareciera más… Bueno, comestible, pero Tom desistió de una tentativa probada apenas vio que se aproximaba con escalofriante prontitud.
—No, eso guárdatelo tú. Oh, me voy a enfermar del estómago con sólo verte.
—No me importa –repitió por tercera vez Gustav, en esta ocasión tarareando las palabras con despreocupación.
—Georg no te va a querer besar después de eso –puntualizó Tom al cerrar la discusión y retornar al control del videojuego.
—¿Por qué? –Preguntó el bajista al entrar en la habitación. Evidente relax al desahogar la vejilla minutos antes. Miró alrededor esperando que la respuesta saltara y lo golpeara con su obviedad—. ¿Chicos?
—Mira a Gustav –gruñó Tom.
Georg lo hizo y soltó un ‘awww’ tan largo que el mayor de los gemelos lamentó haber dicho lo anterior; aquel par se podían pasar horas entre arrumacos si se les dejaba. Él era abierto a que dos de sus más grandes amigos eran pareja, perfecto, no tenía nada contra los gays, pero de eso a dejar una noche de chicos para pasar a ser el tercio incómodo, ya no le gustaba…
—Ya, déjenlo. Me voy a ir a dormir.
—¿No quieres que siga pateando tu trasero, huh? –Dijo Georg al sentarse a los pies de Gustav y acomodarse a sus anchas.
—Toma –respondió Tom al sacarle el dedo medio y salir de la habitación.
—¿Qué le pasa? –Gustav se encogió de hombros ante la pregunta de Georg.
—Brócoli, creo…
—¿Brócoli?
—Yep.
Silencio total.
Tanteando a oscuras por el muro, Tom se dio un golpe en el dedo meñique del pie izquierdo. Maldiciendo la puñetera suerte y a Georg por dejar el estuche de su bajo como si alguien no fuera a andar a oscuras en la madrugada un día cualquiera, logró dar con el control de la luz.
Accionándolo, se talló un par de segundos los ojos para entender cuáles eran sus razones para haberse quedado en el autobús de sus compañeros de banda. Recordaba el juego, el horroroso tazón y haber ido a la cocina… No, haber caído como muerto en una de las literas libres.
El temblor del suelo y la dificultad que tenía para caminar sin sentir las piernas de gelatina eran prueba inequívoca de que estaban ya en movimiento. Tendría que esperar hasta la mañana para regresar a su propio autobús y recibir un par de gritos por parte de Bill que le reclamaría desaparecer sin avisar.
Decidido a que el destino era el destino, enfiló rumbo al sanitario para orinar y volver a la cama. Los pies descalzos se le congelaban bajo los calcetines y de puntas y sin hacer ruido se acercó al baño para quedarse estático en su sitio al identificar los extraños ruidos que lo habían despertado minutos antes como la cadena al correr y arcadas.
La puerta entornada le dio valor de acercarse; la luz que salía por los resquicios contribuyó a la mano temblorosa que empujó la madera…
—Me lleva –barbotó Gustav al apoyarse en un brazo y con el otro arañar el papel del baño hasta conseguir un poco. Roto en trozos irregulares, sirvió para limpiarle el vómito que le escurría por la comisura de la boca—. Dios, que asco –murmuró para sí al darse cuenta de que lo comido apenas unas horas antes, flotaba irreconocible en el inodoro ostentando un extraño color que no conocía.
Haciendo acopio de fuerzas para no volver a vomitar, bajó la tapa para presionar la palanca una vez más y eliminar los rastros de evidencia. El ruido le revolvió el estómago una vez más, pero se trató de tranquilizar al respecto ignorando lo mejor posible eso y el aroma que impregnaba la pequeña habitación.
Aún de rodillas, se masajeó el estómago un par de veces antes de contener el aliento y saltar asustado ante la figura rígida que desde la puerta lo miraba con ojos grandes y boca abierta.
—Tom –dijo más por decir algo que realmente por llamarlo. En su tono, ni reproche de haberse encontrado sorprendido o queja de que el mayor de los gemelos no hubiera tocado a la puerta antes.
—Huele horrible aquí –arrugó la nariz Tom.
—Oh, no lo había notado –ironizó el baterista—. L-largo… —Tartamudeó antes de inclinarse de nuevo sobre el retrete y vomitar un poco más. Esta vez un poco de saliva y agua que había bebido antes para eliminar el amargo regusto del vómito.
Abrazando la taza del baño, se sintió miserable como pocas veces en la vida mientras expulsaba lo que parecían ser sus vísceras en vista de que ya no le quedaba nada ni sólido ni líquido dentro del cuerpo. Al menos eso creía, que según calculaba, tenía ya más de una hora en el baño. La idea le produjo ganas de llorar ante lo patético que debía lucir aferrando la porcelana del retrete como si se le fuera la vida en ello, pero con la incontenible náusea que lo acogía, no veía otro curso de acción viable.
Menos poder evitarlo cuando Tom se arrodillaba a su lado y con una mano temblorosa, le sobaba la espalda. De sus labios saliendo palabras de aliento que le relajaban mientras vomitaba por última vez y dejaba salir al fin un par de lágrimas perdidas que limpió con el dorso de la mano apenas sintió en el borde de los ojos. Amablemente, Tom eludió ver aquello y tras volver a tirar de la palanca, ayudó a Gustav a ponerse de pie con mucho cuidado.
—¿Quieres que llame a Georg? –Preguntó solícito de si era al bajista a quien Gustav necesitaba. Manchado con un poco de vómito y sudoroso con el rostro rojo, el rubio lucía que daba lástima.
Gustav denegó con movimientos cortos y apresurados—. No. Es muy temprano y no quiero, ¡Ough! Molestarlo –se excusó al esbozar una mueca de dolor y golpear el muro con su cuerpo—. Me siento mareado.
—¿Seguro que no quieres que…? –Empezó de nuevo Tom antes de verse interrumpido con brusquedad.
—¡No, diablos, no! –Gustav resopló aire con remordimientos por su ex abrupto. No era culpa de Tom. El mayor de los gemelos no sabía que Gustav tenía así al menos dos semanas o quizá más. No todas las madrugadas depositando el estómago en el baño, pero al menos más de un par de veces sí—. Lo siento. Es que no me siento bien… —Se acercó al lavabo para abrir las llaves y hundir bajo el agua las manos temblorosas—. Quiero irme a la cama.
Atento a las reacciones de Tom, lo siguió con la vista por el espejo mientras se lavaba los dientes dos veces para eliminar el amargo sabor y se mojaba el rostro repetidas veces.
—Tom…
—Hum…
—En serio lo siento.
Tom ignoró las disculpas. No estaba molesto, estaba preocupado. Que Gustav no quisiera despertar a Georg no indicaba mucho desde que las personalidades de sus dos amigos, más la del baterista, eran tan independientes, pero… Algo le decía que las cosas no estaban tan bien como quería aparentar. Si Gustav estaba enfermo, debían de preocuparse todos. Empezando por Georg. Era tanto su derecho como su obligación el estar enterado.
Recordando incluso las palabras de bajista y recopilando lo que en último mes había visto, frunció el ceño. El cansancio que no se iba, el exceso de sueño y ahora el vómito a altas horas de la madrugada. De seguro nada de eso era sano; no era necesario ser doctor certificado para saberlo. Ser el guitarrista de una banda no lo volvía un idiota ante señales tan obvias de enfermedad.
—No es nada –dijo Gustav al darse cuenta desde su sitio, lo que Tom pensaba—. Nada –reiteró secándose las manos con una toalla.
—¿Seguro? –Mordiéndose el labio inferior, Tom no parecía convencido en lo más mínimo. Gustav mismo se delataba retorciendo la tela en sus manos como niño culpable. Tenía el mismo rostro que pone una criatura cuando afirma haberse comido todas las coles de Bruselas del plato y en realidad se lo ha dado al perro a escondidas.
—No me molestes, Kaulitz –alzó un dedo Gustav con advertencia. Más que seguro de sus palabras, eludía la verdad con una pobre máscara de indignación—. Uf, por supuesto que estoy bien. Fue lo que cené. –Se felicitó mentalmente por aquella grandiosa mentira. Desde su sitio, Tom recordaba el brócoli y se estremecía asqueado.
—Ugh, eso lo explica todo.
—Y tú exagerando –bufó Gustav para dar énfasis a lo que decía. Dejando la toalla en su sitio, procedió a girarse y encarar de frente a los ojos, a Tom. Su mirada tan sincera, que semanas después y una vez descubierto el enorme misterio que ocultaba, Tom recordaría por lo honesta que parecía. Hasta entonces, el mayor de los gemelos acusaría al brócoli—. Vamos a dormir.
—Sí. –Dejando espacio por la puerta, Tom dejó salir a Gustav y lo siguió con los ojos hasta verlo entrar en la litera que compartía con Georg.
Suspiró. Asqueroso brócoli. Puaj.
—¿Seguro que estás bien? –Preguntaba Georg al tocar su frente con ademán preocupado. Era la cuarta vez en lo que iba de la semana, que Gustav se mostraba reticente a moverse de la cama. Concretamente, a salir del país de los sueños para regresar al que vivían—. Te siento tibio –murmuró poniendo su mejilla contra la del rubio. Rodeándolo con ambos brazos, deseó que no estuvieran a punto de llegar a alguna nueva ciudad. Nada se le antojaba más que meterse bajo las mantas al lado de Gustav. Besarlo o simplemente dormir a su lado era opcional; lo que quería en sí era tiempo de calidad. Lo extrañaba tanto que pese a estar anclados día y noche juntos, lo que deseaba era simplemente su compañía.
—Estoy bien –dijo Gustav. Abrazando a Georg que a fin de cuentas se había colado bajo el tibio barullo de cobijas, apoyó el mentón sobre su hombro—. Es cansancio. Muuucho cansancio –enfatizó usar la nariz para hacerle cosquillas en el pecho a Georg.
—Has estado cansado por semanas –replicó el bajista. Sus manos cerrándose en torno a la figura de Gustav, que usando un simple par de bóxers, se sentía suave al tacto.
Gustav gruñó.
—Por millonésima vez…
—No pasa nada malo, sólo estás cansado –remedó el mayor con una voz que pretendía asemejarse a la del rubio—, lo sé. Ya lo has dicho.
—Entonces dejemos el tema olvidado. Quiero dormir muuucho. –Estrechando el abrazo que mantenían, las piernas de Gustav se entrelazaron con las de Georg en un gesto íntimo que los mantuvo cinco minutos en silencio. Aquel tipo de afecto era el que usualmente tras un día largo, necesitaban. No importaba que la mañana apenas estuviera dando comienzo, puesto que parecía lo correcto.
—Sabes que me preocupo –susurró Georg al cabo de una larga pausa—. Ha sido un tour largo y eso que apenas comienza. ¿Estás seguro que te sientes bien?
—Es estrés –balbuceó Gustav con la voz de quien está a punto de volverse a dormir—. Tal vez necesite tomar vitaminas o algo así. Ugh, es que estoy tan cansado. Quisiera poder quedarme aquí escondido por un par de días para recuperarme.
—David se volvería loco –rió Georg ante la idea de su pobre manager mesándose el pelo con desesperación—. Yo me volvería loco soportando a los gemelos y sus estúpidas discusiones de quién no ha cerrado la pasta de dientes en la mañana. O de quién no ha dejado sus calzoncillos sucios en el cesto de ropa por lavar…
—Oh Diosss… —Gruñó Gustav al recordar aquella pelea—. ¿Recuerdas cuando…?
Lo que fuera que Georg tuviese que recordar, Gustav nunca lo dijo. Un brusco frenazo los tuvo atentos a los ruidos del exterior: Un sinfín de automóviles, voces, pasos y la voz de Bill que se elevaba por encima del barullo.
—Llegamos –dijo Georg al apoyarse sobre su codo y prepararse mentalmente para el día ajetreado que les esperaba.
—¡Nooo! –Se quejó Gustav. Hundiendo el rostro bajo la almohada, deseó morir en aquel instante. Sentía una deuda de vida o muerte con las horas de sueño que le debía a la vida. Lo único que deseaba era dormir hasta el fin del mundo o que el dolor de espalda lo matase por tanto estar acostado. Lo que llegara primero, no le importaba mientras pudiera permanecer con los ojos cerrado y tibio bajo las mantas.
—¡Buenos días! –Llamó Bill a la puerta sin importarle el seguro. Su cabello, ya alzado y listo para cualquier fotógrafo que se le cruzara enfrente, cruzó el umbral rozando el marco.
—Tocar la puerta es de buena educación –señaló Georg al ver que tanto Bill como Tom entraban sin molestarse en parecer un poco avergonzados al hecho de que interrumpían un momento de pareja.
—Lo que sea –gruñó Bill al enfilar directo a la cafetera—. Genial –murmuró para sí—, ustedes sí tienen café. Muero por una taza.
—Bill, hasta donde yo sé, el autobús de ustedes también tiene cafetera. –Georg le quitó la taza que el menor de los gemelos ya se llevaba a los labios—. Ve a beber allá en lugar de tomarte el nuestro. Chú, chú –le ahuyentó como a una mascota indeseada.
—Ugh, vamos. Es una taza –rebatió Bill con manotazos.
Desde su sitio, aún en la puerta, Tom se contuvo de exhalar con hastío. Cierto, tenían la misma cafetera, pero ponerla en funcionamiento rompía la armonía entre ambos gemelos. Tomar el café no era el problema, sino rellenar el depósito cuando se acababa. Siempre, sin excepción a la regla pese a las muchas promesas de no volver a empezar con el círculo vicioso, terminaban discutiendo de quién había sido el ‘último idiota desconsiderado’ que no había hecho más.
Tratando de ignorar la infantil lucha que mantenían Bill y Georg, barrió alrededor con la mirada tratando de encontrar rastro de Gustav por algún lado. Ya eran casi las nueve de la mañana y aunque tenían una hora antes de que un automóvil los recogiera para ir a una televisora, no sería nada bueno si el baterista seguía dormido. Aunque la nena de la banda era Bill, incluso Gustav pasaba su buena media hora frente al espejo arreglando su inexistente flequillo una y otra vez.
Pasando de aquel par que ya llegaba a los gritos por algo tan ridículo como si era lejos o no ir al otro autobús por café, enfiló por el pasillo que conectaba el área común con las literas para encontrar un pie descalzo que sobresalía de una de las camas inferiores. Arqueando una ceja y con pasos ligeros, caminó hasta dar con la cortinilla abierta y Gustav dormido con la boca abierta.
Tom se la pensó de ir por la cámara e inmortalizar a Gustav con un ligero río de baba corriendo por la almohada pero se contuvo al ver que más que dormir en paz, parecía muerto.
—Gus –le llamó al arrodillarse a un costado de la cama y sacudirlo un poco por el hombro. Usualmente, aquel simple contacto bastaba para tenerlo alerta, gruñón y todo, pero listo para la acción. En su lugar, obtuvo un quejido que competía con el de un animal agonizante. Unas manos que batían el aire y un sonoro ronquido que le aligeraba en parte la piedra de preocupación que de la nada notó cerca del pecho.
—Quiero dormir –susurró Gustav a nadie en especial.
—¿Te sientes bien? -Preguntó Tom mordiéndose el labio inferior. El ceño fruncido de Gustav dejó entrever que la pregunta era molesta y laceraba en alguna herida porque la desdeñaba con la culpa de quien sabe que las cosas no van bien pero prefieren ignorarla—. Te ves verde.
—¿Verde? –El baterista abrió un ojo a la molesta luz del día para taparse el rostro con un brazo—. ¿Verde, Tom? ¿Qué maldito color es ese? ¿De qué hablas? –Rodó sobre su costado dando la espalda al mayor de los gemelos que se limitó a mirarlo con una expresión un tanto ofendida—. Lo siento –murmuró Gustav aún dando la espalda—, no me siento nada bien hoy.
—¿Mal de qué tipo? –Cuestionó Tom. Si Gustav decía estar enfermo, eso tenía que ser. El baterista nunca mentía en esos asuntos como él, su gemelo o incluso Georg cuando no querían trabajar. El rubio era más de aguantarse que de quejarse; que ya lo hiciera era más señal de que algo andaba mal con él, que de los cuatro jinetes del Apocalipsis anunciando el fin del mundo. Si Gustav estaba en agotamiento total como aparentaba, era hora de que Jost les diera vacaciones de un mes sin excusa ni pretexto.
—No mal, sólo… Suspiró profundo –No bien. Como si tuviera resaca, me estuviera dando gripe y aparte fuera Bill… —Gustav miró por encima de su hombro a la expresión de total desconcierto que Tom tenía—. Ya sabes, perezoso en extremo. Oh Dios, sólo quiero dormir.
—David estará aquí en menos de… —Tom consultó la hora en un reloj despertador que asomaba su brillo neón por debajo de una pila de playeras sucias— cuarenta y cinco minutos.
—Nadie me va a sacar de la cama. Ni David –agregó con un cierto tono de rebeldía—. Nadie. Quiero ver que lo intenten. Besad mi trasero, idiotas, que hoy me quedo en cama. –Y con eso se acomodó una vez más bajo los cobertores y cerró los ojos.
—Ok, si tú dices. –Tom se levantó y se sacudió el trasero—. Cuando David venga con su cara de ‘me-va-a-dar-una-embolia-de-la-histeria’ y te grite, no me digas que no te lo advertí. –Escuchó un sofocado “Lo que sea” y enfiló por donde vino—. Al menos antes de que venga, vamos a comer esas donas que Bill compró de contrabando antes de que cambiáramos de país.
—¿Donas? –Gustav alzó la cabeza despeinada de su lugar—. ¿Qué donas? –Su boca comenzó a salivar ante la idea de algo dulce y su estómago asintió con aprobación en un gruñido.
Jost los tenía a dieta. O al menos a una dieta saludable. “Los tabloides siempre hablan mierdas de que ustedes sólo comen comida rápida así que no quiero crear una mala imagen de la que nos tengamos que arrepentir” había dicho con un tono serio que no dejaba lugar a dudas de sus intenciones: No comida chatarra ante ninguna cámara y eso incluía comprarla, consumirla o promover su consumo. Ridículo como era, resultó al final tan divertido conseguirla a escondidas como consumirla con más gozo cuando la tenían.
—Sip, donas… —Las comisuras de los labios de Tom se alzaron en una semi sonrisa—. Pero en vista de que quieres dormir toda la mañana… —Empezó como quien no quiere la cosa.
—¡Y un cuerno! –Farfulló el baterista al tirar las mantas al suelo y con prisa enfilar rumbo a la cocina lo más rápido que podía tratando de no parecer que corría.
—¡… También tienen café en su autobús! –Exclamaba un airado Georg. La pelea que no disminuía de intensidad seguía en el estrecho espacio de la cocina mientras sujetaba a Bill por la zona del estómago y con cada apretón intentaba hacerle escupir lo bebido.
—¡Es una taza! ¡Una taza! –Peleaba Bill por su lado tratando de zafarse del agarre.
Gustav, que los vio apenas entró a la cocina, decidió ignorar lo que pasaba en cuanto el aroma de las donas se hizo presente en su nariz. Tomando asiento en la pequeña mesa que usaban para comer, abrió la bolsa para encontrar que a pesar del aspecto procesado y la poca fiabilidad de que fueran recién salidas del horno de alguna panadería tradicional, quería comerlas. Tomando una que parecía de chocolate con chispas multicolores, le dio una mordida que acabó con la mitad de su tamaño.
—Hmmm… —Saboreó con placer al probar el sabor, chocolate, sí, contra sus papilas gustativas. Cerró los ojos al dar otro mordisco y lamer sus dedos porque la dona se ha terminado. Sin pensarlo, tomó otra de la bolsa, esta vez una cubierta en azúcar y tras darle una mordida y debatirse de coger una más, la agarró y también la mordió. Esta es rellena con crema de babaria que usualmente le empalaga, pero que en ese momento parece lo más acorde a su apetito—. Delicioso –murmura para sí con la boca llena y la barbilla repleta de manchas.
Su estómago parece aplacarse, pero de algún modo hay un poco de remordimiento en su conciencia mientras piensa que no le importaría dejar a los demás sin donas mientras se las pudiera comer. Desechando aquello tan egoísta de la cabeza, Gustav alcanzó una taza de café olvidada sobre la mesa que tras probar y agregar tres cucharadas repletas de azúcar, tragó de jalón.
—Gus, tú… ¿Te has comido todas las donas? –Ese es Tom, que tras ir al baño y regresar, encontró un cuadro de broma: Bill y Georg despeinados y aún discutiendo mientras Gustav se atiborraba con las donas y sacudía la bolsa contra la boca para atrapar los últimos desechos.
—¡¿Se comió qué?! ¡Ahora ya no quiero café! –Estalló Bill con los brazos arriba y Georg sosteniéndolo como si pareciera dispuesto a hacerle alguna llave de lucha libre—. Tienen que estar de broma. Ustedes tres –agregó con una patada a la espinilla de Georg que aún no lo soltaba.
Desde su sitio, Gustav no pudo evitar sentir un placer malsano al darse cuenta de que sí, estaba mal haberse comido la ración de los demás pero igual no tomar mucha importancia. En su lugar, el remordimiento fue sustraído de su usual mente para dar cabida al antojo que le decía que las donas y la mayonesa hacían una combinación tan deliciosa como para infartarse.
… Infartarse igual que Jost, que entraba por la puerta y al ver el cuadro entero, se agarraba la camiseta por encima del pecho con una mano y se iba para atrás, directo al suelo…
—Extrañaba esto –jadeó Georg al oído de Gustav mientras embestía con fuerza en su cuerpo.
La usual respuesta de Gustav solía ser ‘pero si lo hicimos anoche… Dos veces’ acompañada de un mordisco en el hombro, un rotar de sus caderas o un beso casto sobre los labios de su amante. Era su manera de parecer escandalizado ante el hecho de que lo hacían como conejos en época de apareamiento. En su lugar, bostezó con la boca amplia y abrió un poco más las piernas.
Estaba muerto o lo que era el equivalente a ello en esos días: Dormido. Semi dormido, que dormirse sería aniquilar el ego de Georg hasta hacer de él cenizas. Su piloto automático al menos servía y mientras gemía la cantaleta de ‘Sí, sí, más, duro, oh Dios... No pares’ oscilaba entre entrar al país de los sueños o venirse de una buena vez.
La prueba de que disfrutaba estar con Georg estaba justo entre sus piernas, duro y clamando por correrse, pero el resto de su cuerpo pedía un tipo diferente de atención algo más como dormir abrazados, dormir con las piernas entrelazadas, dormir cubiertos por tres mantas y desnudos; oh diablos, sólo dormir.
Un poco más y dormiría, el pensamiento lo consolaba, pero hasta entonces…
Gustav aceptó con agrado las rápidas embestidas que en segundos lo tuvieron extasiado. La garganta seca y el cuerpo tenso amontonando toda gama de sensaciones en la zona de la entrepierna. Georg susurrando palabras dulces a su oído mientras se venía perdiendo la coordinación y los sentidos. Con todo, sin perder cuidado de Gustav, del cual tomó cuidado con sus manos y en segundos lo hizo alcanzar el orgasmo.
—Sé que siempre lo digo, pero esto ha sido genial –exhaló con pesadez al salir de su cuerpo y buscar sus labios para un beso profundo. Apenas presionó contra su boca y se encontró con una laxitud total—. ¿Gus? –Con la mano tanteó el contorno del rostro del baterista para encontrar que estaba profundamente dormido—. Tienes que estar bromeando, Schäfer –dijo tratando de no sonar molesto pero sin poder evitar dejar salir su descontento en ello.
Últimamente Gustav estaba siempre cansado. Con siempre, refiriéndose a siempre en un alarmante 24/7. Lo que al principio parecía un odio a despertarse de madrugada y no empezar un día plagado con un itinerario monstruoso –anda, algo de lo que todos habían aquejado excepto él-, dio pie a pereza en la tarde, irse a dormir a las ocho en punto o antes si el sol se ocultaba temprano. También a renegar de hacer más allá de lo necesario, acarreando un par de disputas poco amistosas en lo que se refería a las prácticas o pruebas de instrumentos antes de los conciertos. Georg no iba a reclamarle un par de semanas de flojera a Gustav siendo que en todos esos años era la primera vez que pasaba algo parecido, pero eso no restaba nada a la preocupación que era conforme pasaban los días, una espina que laceraba un poquito más en el pecho.
Tratando de desechar cualquier mal pensamiento al respecto porque la idea de que Gustav no estuviera bien lo aterraba, acomodó el interior de la litera de tal modo que ambos pudieran encontrar un acomodo libre para dormir juntos sin darse un puñetazo por accidente a la mitad de un sueño. Apoyando la cabeza del rubio sobre su hombro y rodeando su cintura con un brazo y una pierna, tardó más de lo normal en caer dormido al repetirse una y otra vez que lo normal habría sido que Gustav se despertase al moverlo y no que sólo se hubiera acomodado mejor.
Tragando la angustia con un sonoro ruido de deglución, al final besó la sien de Gustav y cayó en un intranquilo sueño.
—… Así que finales de marzo o principios de abril. ¿Qué os parece? –Divulgó la conductora del programa, una rubia de labios y pechos falsos que con todo era bonita, directo a las cámaras. Su voz más dulce que comer caramelos, malvaviscos y melcochas en una tarde de verano—. Creo que en casa todas las chicas ya deben estar ahorrando por la versión deluxe. ¿No es maravilloso? –Sonrió directo en cada pantalla de Francia al decirlo.
—Seh, bueno, hemos trabajado mucho en el nuevo disco. –Bill ladeó el rostro directo a la cámara más cercana—. Esperamos que les guste.
—La espera ciertamente valdrá la pena –asintió la mujer—. Ahora, chicos, porque no puedo desperdiciar la oportunidad de preguntar siendo que están aquí en mi poder… —Su risa, algo cercana al cascabeleo histérico de una serpiente antes de atacar resonando en cada lente, aumentando de volumen—. ¿Qué tal con su vida morosa? ¿Son ciertos los rumores de que alguno de ustedes tiene novia? Pregunto porque una nunca sabe… ¿O no, chicas? –El griterío del foro subió a niveles inaudibles y la concurrencia se descontroló un poco más de lo previsto antes de poder regresar a su estado anterior.
Tom se repatingó en el asiento haciendo gala de su mejor repertorio de historias de groupies y aventuras de una noche que prefería mantener hasta los treinta o hasta que la impotencia llegara. La pierna derecha saltando con nerviosismo, pero él manteniendo las tablas indicadas: Lucir presumido, ser un galán, de ser posible, exagerar en lo creíble. Aquello le salía a la perfección tras años de práctica.
La conductora sin embargo no dejó el tema escaparse. Encarando a Bill y con micrófono en mano, casi se lo metió por la boca al repetir la pregunta y recibir su clásico ‘espero el verdadero amor’ que en lo personal le parecía cursi para un chico como el que tenía de frente. Su contrato la controlaba formal en ello, ser la conductora de un programa focalizado en criaturas de quince años y se mantenía en ello sonriendo con la respuesta pero incrédula de lo que oía. Ser marioneta de la televisora era su propio papel, lo que no le restaba IQ en lo referente a no tragarse las patrañas de la gente que entrevistaba.
Sin embargo, una cosa era lo que ella pensaba y otra la que decía en cámara. Conteniéndose de decir algo ácido so pena de la reprimenda de los productores del programa, continuó preguntando, primero a Georg que denegó y luego a Gustav que…
—Gusss –sisearon todos a pantalla nacional francesa en tiempo real para hacer que Gustav abriera los ojos con sorpresa y mirara las cámaras con total desconcierto.
—Vaya –murmuró la conductora al darse cuenta que el baterista de la banda que entrevistaba se había quedado dormido en horario estelar nocturno. Sin tomárselo personal, consciente con todo de que aquello era un negocio para ellos y para ella, repitió la pregunta eludiendo el hecho de que cinco segundos antes estaba dormido y casi roncando—. ¿Y bien, alguna chica o relación en puerta? De ser sí la respuesta, sería una exclusiva que podría conmocionar a las fans aquí presentes. ¡Chicas en casa, crucen los dedos!
Un griterío se dejó escuchar por el set de grabación y con ojos pesados y mejillas ardiendo de vergüenza, Gustav denegó.
—Tal como lo han escuchado en nuestro programa, los cuatro chicos de Tokio Hotel siguen solteros y disponibles –guiñó a la cámara señalizada como tres antes de proseguir—. Queda agradecerles por haber estado hoy aquí y les deseamos suerte en el concierto de mañana por la noche en la arena de nuestra ciudad. Para quien desea adquirir boletos, nuestra televisora cuenta con diez pases dobles a regalar a quien llame y diga…
—¿Qué mierda fue esa? –Espetó Jost apenas salieron del set de grabación. La bronca parecía dirigida a todos, pero sus ojos se clavaron como dagas en Gustav apenas dieron un paso fuera del escenario.
—Me quedé dormido –dijo Gustav como si aquello fuera de lo más normal y ya hubiera pasado antes. Sobre todo su rostro una sombra de vergüenza que el tono calmado de su voz no ocultaba, pero al menos atenuaba—. Lo siento.
—¿Lo siento? ¡¿Lo siento?! ¡Te dormiste ante más de un millón de espectadores! –Replicó casi a voz de grito. Un par de técnicos de iluminación que pasaban por ahí, al parecer a su hora de la comida, voltearon la cabeza para descubrir la procedencia de los gritos. Aquello era una televisora, era normal, con todo que no quitaba vender algún trapo sucio a las revistas de chismes. Mantener los oídos alertas era lucrativo si reconocías rostros y asuntos—. En el autobús hablaremos –sentenció fríamente al escoltarlos directo al vehículo.
—Dave, no fue para tanto –trató de aligerar el ambiente Tom—. Esa mujer puede hacer dormir a cualquiera con esa manera cursi que tiene de tratar a todos en su programa.
—¡Ella es Fifi Lanceau! ¡Es su programa, es la estrella del canal! Demonios, si ella te quiere hablar como perro, te tienes que dejar. ¡Es Fifi! –Estalló de nuevo Jost.
Ante aquello, todos se callaron. Sí, Fifi Lanceau resultaba ser algo parecido a una estrella de la pantalla chica. No muy conocida fuera del ámbito juvenil, pero para las masas entre doce y veinte años, era la diosa del entretenimiento. Que a Fifi le gustase Tokio Hotel ya era algo de que estar agradecidos; quedarse dormidos en su programa era impensable. Una blasfemia. Saquen las cruces y los clavos que eso apenas es el mínimo castigo por recibir.
—Dije que lo siento –repitió Gustav al ver que a Jost intentaba calmarse. Tratar de controlar una banda de cuatro revoltosos jóvenes no era fácil y el hombre hacía su mejor intento al masajear el puente de su nariz entre dos dedos y permanecer abierto a todo lo que se le viniera encima como avalancha de nieve—. No volverá a pasar. Jamás –aseveró con seriedad.
—Eso espero, Gustav, eso espero… —Enfilando rumbo al autobús, el trayecto mudo por parte de los cinco. En el aire, flotando la certeza de que aunque eso no pasara de nuevo, algo peor podría ocupar su lugar.
—Nenaza –saboreó Tom la palabra al ver que Georg hacía muecas.
Sentados en la sala multimedia del autobús de Gustav y Georg y con Bill dormido en su litera de horas atrás, los tres miembros restantes de la banda pasaban una noche como pocas en el mes. Compitiendo por turnos, probaban la nueva consola de videojuegos que habían adquirido y le sacaban toda la ventaja con cinco juegos nuevos, todos de competencias.
Tom llevaba la ventaja por poco, pero el ego del mayor de los gemelos más bien parecía indicar que pateaba traseros a diestra y siniestra en lugar de llevar una victoria que era producto más de la suerte que de las habilidades. En un juego de carreras, sacaba la lengua por un costado de la boca intentando con toda su concentración no salirse de la pista y fallando al estrellarse contra un muro de contención repleto de grafitos.
—¡Quién es la nenaza ahora, Kaulitz! –Se burlaba Georg al rebasarlo y acelerar al ver que Tom debía soportar diez segundos de penalización por haberse llevado uno de los técnicos del auto entre las llantas.
—¡Demonios, el peatón estaba por toda la acera, era imposible no arrollarlo! –Alegaba el mayor de los gemelos al control, al televisor y a la consola de una misma vez—. ¡No es justo!
—Claro que sí. Gané –canturreó el bajista al llegar a la línea de meta y observar en la pantalla el rubio conductor que había elegido, salir de su Mercedes Benz y recibir una especie de corona en manos de una chica curvilínea en bikini—. Estos juegos de verdad que se lo toman real –murmuró para sí mismo al ponerse de pie y estirarse mientras pateaba el cojín en el que estaba sentado—. Mierda, voy al baño.
—Georg –se quejó Tom, en el tono de sus palabras un golpe de patetismo—, quiero el segundo round. Esa penalización fue injusta y lo sabes. Ven para que te gane y estaremos en paz.
—Mal perdedor –se talló las sienes Georg al decirlo—. Juega con Gus, yo tengo que ir al baño a orinar o me haré en los pantalones –con ello, salió de la habitación.
Resignado a una ronda sin nada de especial dado que Gustav era bueno jugando pero no muy dado a presumirlo, Tom se giró para encarar al baterista y encontrarlo…
—¿Qué es eso…? –Preguntó incapaz de creer que llevaba una hora jugando sin haber notado la asquerosa escena que se presentaba a sus espaldas. Desde lejos tenía que apreciarse con las extrañas mezclas.
Recostado a lo largo ya ancho del sillón de la estancia, estaba Gustav con un tazón que contenía helado de limón, palomitas de maíz extra mantequilla, mostaza y…
—¿Brócoli? Puagh. –Asqueado, Tom se volteó para evitar seguir viendo aquella cochinada subir a la boca de Gustav en abundantes cucharadas—. ¡Gus, eso es asqueroso! En serio, ¿Brócoli? Lo demás lo entiendo, creo –musitó—, ¿Pero brócoli?
—Ok, punto entendido. No me importa, Tom.
—Pero Gus –chilló Tom como niño pequeño al sentarse enseguida de su amigo y mirar con detenimiento los contenidos del tazón. Por los decibeles de su chillido y el quiebre de su voz al decirlo, parecía que era él el que se lo tenía que comer bajo la premisa ‘Come para que crezcas mucho’.
—No me importa. Guárdatelo. De todos modos sabe bien –dijo en un intento de que lo que comía pareciera más… Bueno, comestible, pero Tom desistió de una tentativa probada apenas vio que se aproximaba con escalofriante prontitud.
—No, eso guárdatelo tú. Oh, me voy a enfermar del estómago con sólo verte.
—No me importa –repitió por tercera vez Gustav, en esta ocasión tarareando las palabras con despreocupación.
—Georg no te va a querer besar después de eso –puntualizó Tom al cerrar la discusión y retornar al control del videojuego.
—¿Por qué? –Preguntó el bajista al entrar en la habitación. Evidente relax al desahogar la vejilla minutos antes. Miró alrededor esperando que la respuesta saltara y lo golpeara con su obviedad—. ¿Chicos?
—Mira a Gustav –gruñó Tom.
Georg lo hizo y soltó un ‘awww’ tan largo que el mayor de los gemelos lamentó haber dicho lo anterior; aquel par se podían pasar horas entre arrumacos si se les dejaba. Él era abierto a que dos de sus más grandes amigos eran pareja, perfecto, no tenía nada contra los gays, pero de eso a dejar una noche de chicos para pasar a ser el tercio incómodo, ya no le gustaba…
—Ya, déjenlo. Me voy a ir a dormir.
—¿No quieres que siga pateando tu trasero, huh? –Dijo Georg al sentarse a los pies de Gustav y acomodarse a sus anchas.
—Toma –respondió Tom al sacarle el dedo medio y salir de la habitación.
—¿Qué le pasa? –Gustav se encogió de hombros ante la pregunta de Georg.
—Brócoli, creo…
—¿Brócoli?
—Yep.
Silencio total.
Tanteando a oscuras por el muro, Tom se dio un golpe en el dedo meñique del pie izquierdo. Maldiciendo la puñetera suerte y a Georg por dejar el estuche de su bajo como si alguien no fuera a andar a oscuras en la madrugada un día cualquiera, logró dar con el control de la luz.
Accionándolo, se talló un par de segundos los ojos para entender cuáles eran sus razones para haberse quedado en el autobús de sus compañeros de banda. Recordaba el juego, el horroroso tazón y haber ido a la cocina… No, haber caído como muerto en una de las literas libres.
El temblor del suelo y la dificultad que tenía para caminar sin sentir las piernas de gelatina eran prueba inequívoca de que estaban ya en movimiento. Tendría que esperar hasta la mañana para regresar a su propio autobús y recibir un par de gritos por parte de Bill que le reclamaría desaparecer sin avisar.
Decidido a que el destino era el destino, enfiló rumbo al sanitario para orinar y volver a la cama. Los pies descalzos se le congelaban bajo los calcetines y de puntas y sin hacer ruido se acercó al baño para quedarse estático en su sitio al identificar los extraños ruidos que lo habían despertado minutos antes como la cadena al correr y arcadas.
La puerta entornada le dio valor de acercarse; la luz que salía por los resquicios contribuyó a la mano temblorosa que empujó la madera…
—Me lleva –barbotó Gustav al apoyarse en un brazo y con el otro arañar el papel del baño hasta conseguir un poco. Roto en trozos irregulares, sirvió para limpiarle el vómito que le escurría por la comisura de la boca—. Dios, que asco –murmuró para sí al darse cuenta de que lo comido apenas unas horas antes, flotaba irreconocible en el inodoro ostentando un extraño color que no conocía.
Haciendo acopio de fuerzas para no volver a vomitar, bajó la tapa para presionar la palanca una vez más y eliminar los rastros de evidencia. El ruido le revolvió el estómago una vez más, pero se trató de tranquilizar al respecto ignorando lo mejor posible eso y el aroma que impregnaba la pequeña habitación.
Aún de rodillas, se masajeó el estómago un par de veces antes de contener el aliento y saltar asustado ante la figura rígida que desde la puerta lo miraba con ojos grandes y boca abierta.
—Tom –dijo más por decir algo que realmente por llamarlo. En su tono, ni reproche de haberse encontrado sorprendido o queja de que el mayor de los gemelos no hubiera tocado a la puerta antes.
—Huele horrible aquí –arrugó la nariz Tom.
—Oh, no lo había notado –ironizó el baterista—. L-largo… —Tartamudeó antes de inclinarse de nuevo sobre el retrete y vomitar un poco más. Esta vez un poco de saliva y agua que había bebido antes para eliminar el amargo regusto del vómito.
Abrazando la taza del baño, se sintió miserable como pocas veces en la vida mientras expulsaba lo que parecían ser sus vísceras en vista de que ya no le quedaba nada ni sólido ni líquido dentro del cuerpo. Al menos eso creía, que según calculaba, tenía ya más de una hora en el baño. La idea le produjo ganas de llorar ante lo patético que debía lucir aferrando la porcelana del retrete como si se le fuera la vida en ello, pero con la incontenible náusea que lo acogía, no veía otro curso de acción viable.
Menos poder evitarlo cuando Tom se arrodillaba a su lado y con una mano temblorosa, le sobaba la espalda. De sus labios saliendo palabras de aliento que le relajaban mientras vomitaba por última vez y dejaba salir al fin un par de lágrimas perdidas que limpió con el dorso de la mano apenas sintió en el borde de los ojos. Amablemente, Tom eludió ver aquello y tras volver a tirar de la palanca, ayudó a Gustav a ponerse de pie con mucho cuidado.
—¿Quieres que llame a Georg? –Preguntó solícito de si era al bajista a quien Gustav necesitaba. Manchado con un poco de vómito y sudoroso con el rostro rojo, el rubio lucía que daba lástima.
Gustav denegó con movimientos cortos y apresurados—. No. Es muy temprano y no quiero, ¡Ough! Molestarlo –se excusó al esbozar una mueca de dolor y golpear el muro con su cuerpo—. Me siento mareado.
—¿Seguro que no quieres que…? –Empezó de nuevo Tom antes de verse interrumpido con brusquedad.
—¡No, diablos, no! –Gustav resopló aire con remordimientos por su ex abrupto. No era culpa de Tom. El mayor de los gemelos no sabía que Gustav tenía así al menos dos semanas o quizá más. No todas las madrugadas depositando el estómago en el baño, pero al menos más de un par de veces sí—. Lo siento. Es que no me siento bien… —Se acercó al lavabo para abrir las llaves y hundir bajo el agua las manos temblorosas—. Quiero irme a la cama.
Atento a las reacciones de Tom, lo siguió con la vista por el espejo mientras se lavaba los dientes dos veces para eliminar el amargo sabor y se mojaba el rostro repetidas veces.
—Tom…
—Hum…
—En serio lo siento.
Tom ignoró las disculpas. No estaba molesto, estaba preocupado. Que Gustav no quisiera despertar a Georg no indicaba mucho desde que las personalidades de sus dos amigos, más la del baterista, eran tan independientes, pero… Algo le decía que las cosas no estaban tan bien como quería aparentar. Si Gustav estaba enfermo, debían de preocuparse todos. Empezando por Georg. Era tanto su derecho como su obligación el estar enterado.
Recordando incluso las palabras de bajista y recopilando lo que en último mes había visto, frunció el ceño. El cansancio que no se iba, el exceso de sueño y ahora el vómito a altas horas de la madrugada. De seguro nada de eso era sano; no era necesario ser doctor certificado para saberlo. Ser el guitarrista de una banda no lo volvía un idiota ante señales tan obvias de enfermedad.
—No es nada –dijo Gustav al darse cuenta desde su sitio, lo que Tom pensaba—. Nada –reiteró secándose las manos con una toalla.
—¿Seguro? –Mordiéndose el labio inferior, Tom no parecía convencido en lo más mínimo. Gustav mismo se delataba retorciendo la tela en sus manos como niño culpable. Tenía el mismo rostro que pone una criatura cuando afirma haberse comido todas las coles de Bruselas del plato y en realidad se lo ha dado al perro a escondidas.
—No me molestes, Kaulitz –alzó un dedo Gustav con advertencia. Más que seguro de sus palabras, eludía la verdad con una pobre máscara de indignación—. Uf, por supuesto que estoy bien. Fue lo que cené. –Se felicitó mentalmente por aquella grandiosa mentira. Desde su sitio, Tom recordaba el brócoli y se estremecía asqueado.
—Ugh, eso lo explica todo.
—Y tú exagerando –bufó Gustav para dar énfasis a lo que decía. Dejando la toalla en su sitio, procedió a girarse y encarar de frente a los ojos, a Tom. Su mirada tan sincera, que semanas después y una vez descubierto el enorme misterio que ocultaba, Tom recordaría por lo honesta que parecía. Hasta entonces, el mayor de los gemelos acusaría al brócoli—. Vamos a dormir.
—Sí. –Dejando espacio por la puerta, Tom dejó salir a Gustav y lo siguió con los ojos hasta verlo entrar en la litera que compartía con Georg.
Suspiró. Asqueroso brócoli. Puaj.