Tokio Hotel World

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    Chapter 11 2/3: Su Cerdo Interno Clama Carne De Zorro

    Thomas Kaulitz
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    Mensaje  Thomas Kaulitz Vie Ago 05, 2011 6:07 pm

    Gustav se encontró muchas horas después de salir del hotel tartamudeando un ‘gracias’ a George, que le había llevado un envase con jugo de naranja y se sentaba a su lado en un viejo mobiliario en espera de que las tres maquillistas que trabajaban con Bill, terminaran de una vez con su trabajo.

    —Al paso que van, pronto serán necesarios albañiles para enyesar las cuarteaduras de su cara –bromeó George dando un sorbo a su café y cuidando que Tom no saliera de entre las sombras para defender a su gemelo.

    —Espero que no tarden mucho –murmuró Gustav, que entre preocupado por lo que había dejado, a su parecer, poco escondido en su habitación del hotel y los pensamientos que se habían ido consolidando a lo largo del día sobre que hacer con ello y con George, estaba que despegaba como cohete.

    —Ojalá –respondió el bajista. Miró de reojo alrededor y su hombro tocó al de Gustav en un gesto atrevido para estar en público. Se podía interpretar como amistad, pero lo que venía después no—. Pensando cosas sucias, ¿Eh?

    El baterista asintió.

    George bromeaba mucho como si todo siguiera su curso normal, si bien en la intimidad aún no habían llegado a la cumbre inalcanzable que representaba el propiamente tener sexo… Hacer el amor… Ante la idea, Gustav enrojeció más que nunca y en un intento torpe, casi se ahogó al querer pasar por su garganta un trago de jugo que le pareció de pronto muy azucarado.

    —Espera, voy por una servilleta –se levantó el mayor en búsqueda de algo con lo que Gustav se pudiera limpiar.

    Pero el verlo caminar por el lugar en búsqueda de un trapo con el cual él pudiera secarse las gotas que había escupido, no pudo sino sentirse agradecido. La cercanía era necesaria, pero no cuando una inoportuna erección se le formaba en la entrepierna con la sola idea de George y el dichoso disfraz que estaba en su maleta.

    Se mordió el labio… Quizá si… Se contuvo de taparse el rostro con ambas manos pero no de sonreír al idear un plan veloz que sólo requirió de un poco de valor y escasas palabras una vez que George estuvo a su lado e ignorando sus débiles negativas, le pasó la servilleta por donde la humedad había corrido.

    Carraspeó antes de empezar.

    —Uhm, George… ¿Qué tal si hoy –se estremeció pero no hizo ninguna pausa al hablar— pasas por mi habitación? –Ignoró la mirada del bajista que se clavaba en su rostro porque si prestaba atención se podía poner a tartamudear—. Ya sabes, después del concierto. Tú y yo para, uh, jugar cartas o… Ver televisión. Cualquier cosa estaría bien.

    Parpadeó y sólo entonces fue consciente de que la mano de George aún seguía apoyada en su pecho.

    —¿George…? ¿Qué dices?

    —La última puerta del corredor, quinto piso, ala este ¿No? –Una perfecta sonrisa. Asentimiento por parte del menor y el trato quedó cerrado para esa misma noche.

    Ya vería Gustav si en verdad el disfraz obraba milagros de conquista…


    George se levantó desde su lugar en el suelo fingiendo un bostezo y estirándose lo más posible, lo que a ojos de Tom era un cansancio razonable luego del concierto que habían dado, pero no lo mismo para Bill. Para él, el bajista falseaba de mala manera y deduciendo por el brillo de sus ojos, sabía a dónde iba. ¿Dormir? Jamás; al menos no por esa noche como aseguraba bostezando de nuevo.

    —Bueno, chicos –comenzó rascándose el estómago e inclinándose por sus zapatos –yo ya me voy a la cama. No toquen a mi puerta antes del mediodía.

    Se dispuso a salir de la habitación, no rumbo a la suya, sino a la de Gustav, cuando Bill, desde su lugar con la cabeza en el regazo de Tom, pues desde ahí miraba el televisor, le tironeó del pantalón.

    —Te tengo un regalo –susurró apenas hablando. Se levantó y sin darle tiempo a replicar, se inclinó en su maleta y sacó, primero una botellita de su valioso lubricante de coco y segundo…

    —¡¿Qué esperas que haga con esto?! –Arqueó una ceja al recibirlo, porque menos reacción era querer pasar por indiferente.

    —Yo sólo creo que te sentaría bien y no seré el único que lo piense –le guiñó el ojo al empujarlo por la puerta y tras mirar a ambos lados del pasillo una vez fuera, ayudarle a ponerse la diadema con orejitas de cerdo y un morro del mismo animal a manera de disfraz de carnaval—. Puerquito –se rió entre dientes.

    —Presiento que te ríes de algo que yo no sé –resopló George, acomodándose el cabello detrás de las orejas y no muy dispuesto de aparecerse con Gustav usando aquello.

    —Exacto –chasqueó la lengua—. Ahora ve con tu adorado Gusti –le pateó el trasero y le cerró la puerta en la cara.

    George sólo tuvo que reconocerlo: Bill sabía de qué carajos se reía…


    Si George pensó que Gustav se iba a sorprender cuando apareciera en su puerta personificando a un animal de granja, tuvo que recapacitarlo dos veces antes de darse por vencido al sentirse siendo jalado dentro de la oscura habitación para encontrarse un cuadro que ni de sus mejores fantasías podría haber salido.

    —Wow –exclamó con ojos grandes y boca abierta hasta el suelo—. Traes… Falda.

    —Y tú un hocico de cerdo pero no te digo nada –refunfuñó Gustav bajando la mirada completamente abochornado. Lo que obtuvo era justo la reacción que quería, pero también incluía esa parte de temor que estaba dispuesto a asumir: esa noche, era la noche…

    —Wow –repitió el bajista.

    Quería acercarse, pero el precio era perder el conjunto en total. No cualquier colegiala de escuela católica; eso palidecía en comparación con un ejecutivo uniforme de falda escocesa en tonos verde, rojo y dorado; una breve camiseta blanca que Gustav ceñía a su figura apenas al borde de mostrar su vientre; un corto chaleco gris que portaba suelto; una corbata de la misma tela que la falda y un par de deliciosas medias de red grises que satinadas se enroscaban por sus piernas depiladas.

    Para armonizar el conjunto en total, Gustav portaba lo que parecían un par de orejas de zorro y una cola a juego con la que jugaba al pasar entre sus dedos ansiosos.

    —Bueno, si no te gusta me lo puedo quitar –masculló avergonzado al cruzarse de brazos y sentarse en el borde del colchón.

    —¡No! Es decir, no, déjalo. Luce… Genial… —Aseveró al acercarse y extender la mano hasta su rostro—. No sabía que esto te gustaba pero si te va, por mí bien.

    —Lo dice el de las orejas de cerdo… —Se burló el menor al descruzar los brazos de su medio y tironear de la tela de la falda.

    —Sí, bueno, un regalo… —Se excusó al quitarse el hocico que mantenía con elástico e inclinarse por un beso.

    —Igual. Creo que… —Arrugó la nariz— No sé, ¿Será de los gemelos? No parece la talla de Bill, pero tampoco es algo que le impida ponérselo. –Carraspeó—. En todo caso, no quiero devolverlo… Aún –agregó dando énfasis a su intención al mirar directamente a los ojos a George y enfrentarlo—. Quiero hacerlo, ya sabes… —Se mordió el labio, no muy seguro de si hacer su petición podría sonar soez, pero prefirió eso a quedarse con las ganas—. Tú y yo en esta cama y… Que lo metas en mí. Es que… —Su rostro se tornó rojo carmín—, ¿No te gusto? Quiero decir… Tengo la impresión de que me has estado evitando. ¿Tan malo ha… sido?

    Se apretó las manos en el regazo asustado de sus propias palabras. Era la verdad pero aquello era sobrepasar sus propios límites de valor. Por fortuna, George decidió que era momento de relevarlo de semejante apuro.

    —Gus… Hey, yo sólo pensé que querías que fuera especial –fue su turno de sonrojarse—, y no es como si yo fuera el sueño de todos los gays o te hiciera ver estrellitas y arco iris cada que te beso. No es romántico para una primera vez –se disculpó, al fin mostrando a lo que tanto miedo tenía—. Imaginé que querrías velas e inciensos o una chimenea. Qué sé yo.

    —Y un cuerno los arco iris –se atrevió a decir Gustav con una sonrisa de lado—. Tenía miedo, de hecho, tengo miedo… Pero quiero que seas tú, aquí y ahora porque no me creo capaz de ponerme esta ropa de nuevo –se acarició la pierna con por encima de la satinada media— o al menos de dejar que alguien me vea.

    Rió en voz baja ante su ocurrencia, pero el bajista lo silencio con un beso pausado que apenas duró unos segundos antes de que se rompiera el contacto.

    —Supongo entonces que me dejarás verte para tener un recuerdo a la posteridad.

    —Hum, contrólate Georgie Pooh, o lo que verás no será de tu agrado –refunfuñó en broma al dejarse alzar por los brazos y con el gesto más coqueto de su repertorio ya antes ensayado frente al espejo, dar un par de vueltas procurando lucir sino sexy, al menos sensual—. ¿Te gusta? –Preguntó más por vanidad que por confirmación, pues era evidente que George disfrutaba de aquello: un bulto sospechoso en sus pantalones amenazaba con hacer saltar la bragueta.

    —Te voy a clavar en ese colchón –puntualizó el bajista al señalar la cama y dar un par de tentativos pasos al frente.

    —¡George! –Gimió escandalizado Gustav antes de verse envuelto en un abrazo desesperado y renunciar a una oposición. ¿Clavado al colchón? Qué más daba. La idea sonaba a algo que les hacía falta de tiempo atrás a ambos.

    Sin perder tiempo, porque sentía que era lo que menos tenían, usó toda su fuerza de voluntad para separarse del posesivo beso que interrumpió sólo para, entre tirones, despojar al mayor de su camiseta. Sin dudas o vacilaciones que era lo que ambos querían desde semanas anteriores.

    Se centró de nuevo en un profundo beso sin dejar de usar sus manos, que torpes, luchaban contra el cinturón que se ceñía en torno a las caderas del bajista. Fue una torpeza de movimientos en los que se tuvieron que detener más de lo planeado, pero cuando al fin George se vio con los pantalones en los tobillos y los bóxers abultados como nunca antes, el tiempo se detuvo apenas un segundo.

    Esa noche iban a estar juntos. Hacer el amor, con todo lo que la frase significara, pues si bien no habría fuegos artificiales o luz de velas y champagne como en su primer intento fallido, lo que vendría a continuación, tendría su propio significado especial sin tener que hacer nada más allá de permanecer el uno con el otro. Ya era especial y cualquier elemento externo, sólo lo arruinaría. Era perfecto.

    —Ven acá –le instó Gustav, quien ya desde la cama, se arrastraba hasta la cabecera haciéndole señas de acercarse.

    En su cuerpo una corriente eléctrica intensa que cuando George dejó sus pantalones en el suelo y gateó a su lado por un nuevo contacto húmedo, ambos jadearon de placer.

    Arañando su espalda desnuda, se dejó recostar entre los suaves almohadones que el hotel proporcionaba y desde su vista privilegiada, George descendió por su pecho abriendo los botones del ridículo chaleco uno por uno hasta tenerlo despojado de tan incómoda prenda.

    Un subir y bajar de su pecho que se acompasaba al acelerado ritmo de su corazón que bombeaba como loco cuando George le dedicaba una última mirada antes de alzar su ligera camiseta blanca y pasarla por encima de su cabeza.

    Sólo entonces la corriente de aire frío que corría por la habitación le dio de lleno ahogándolo por la intensidad y su piel se llenó al instante de la desagradable sensación de escalofríos recorriendo de arriba abajo su cuerpo.

    —Uh –exclamó ante el doble golpe, el físico y emocional cuando George, atento a sus más simples reacciones, dejó de posar besos de mariposa por la zona de su vientre y alcanzó su altura para darle un suave toque en los labios y recorrer sus brazos y costados con sus manos amplias y cálidas. Un tacto especial que hasta entonces el baterista no había tomado en cuenta, pero que era tibio, seguro y reconfortante pese a lo poco suaves que eran sus manos tras tantos años de tocar el bajo.

    —¿Todo bien? –Preguntó por si acaso el mayor, siempre en búsqueda de su tranquilidad, a lo que Gustav respondió besando su cuello y pasando los dedos por su pecho, recorrer la extensión de su piel prestando atención a los pezones que endurecía con cada movimiento circular que les dedicaba.

    George, quien no podía estar sino en el séptimo cielo, siseó en una mezcla entre el dolor y el placer cuando el muslo de Gustav rozó su entrepierna y se posicionó ahí frotando de arriba abajo con sus vibrantes movimientos. Casi tanto como para hacerlo sentir la asfixia que un ansiado orgasmo pugnaba por explotar.

    —George… —Murmuró Gustav en sus labios, presa de un arrebato total que lo mantenía al borde de la inconsciencia pasional con los ojos entrecerrados y húmedos. Cada una de sus palabras mezcló su aliento con el del aludido, que apenas pudo creer lo que la incomodidad de Gustav era… —Olvidé el lubricante…

    —Yo, ejem, traigo una botella en el pantalón –se explicó el bajista con un rubor, si cabía, más grande que el que ya tenía. Maldito Bill: de verdad que en todo estaba. Era peor que tener una vecina cotilla.

    Se soltó del abrazo y regresó el bulto que sus prendas conformaban en el suelo para rebuscar entre los bolsillos y dar con la ansiada botellita que ya estaba casi a la mitad de tanto uso.

    Regresó a posicionarse en su mismo lugar para encontrar a Gustav mordiéndose el labio inferior con indecisión, pero decadente en su imagen total con la pequeña falda hecha un desastre por sus caderas y las medias disparejas, una en su muslo y la otra por la zona de su rodilla, de tantas caricias que había recibido. Por fortuna, más para su fantasía y libido que por cuestiones estéticas, las orejas de zorro y la cola en su lugar. Los dedos de Gustav, en ademán inconsciente, jugando con la suave pelusa.

    —Coco –sacudió la botella justo enfrente de su cara antes de inclinarse a succionar uno de sus pezones y circular la zona con su lengua hasta hacerla endurecer.

    —¿Coco? –Preguntó Gustav presa de una risita nerviosa a lo que venía a continuación—. No sé por qué, pero siento que estos últimos días he olido mucho el aroma de coco –arrugó la nariz—. Sólo úsalo en mí… Por favor…

    Abrió un poco las piernas y no una tanga como George esperaba, sino un par de bragas de corte deportivo, saltaron a la vista de George, que se deleitó ante la imagen que se le presentaba y procedía a alzar un poco la prenda para tener un mejor panorama del tesoro que se le presentaba.

    Mientras se trataba de concentrar en lo que Gustav otorgaba con el candor de una virgen que de algún modo era, lo mismo que él en ese tipo de avatares que representaba tanto el sexo con alguien del mismo género, como lo era en doble golpe emocional que representa siempre el hacerlo con quien se ama, intentaba contener la carcajada que pugnaba por salir de su garganta.

    ¿Los últimos días? Serían semanas, meses e incluso años de oler lo mismo por todos lados, porque hasta donde tenía entendido de palabras del mismísimo Bill, el coco era el lubricante favorito de Tom, lo que no era de extrañar que el ambiente en el cual se desenvolvían, fuera un espacio tan reducido como el autobús del tour o no, estaba impregnado para siempre con dicho aroma.

    Pero eludiendo la cuestión lo mejor que pudo, el bajista se abstuvo de aclarar el recuerdo olfativo tirando de la falda hasta tenerla saliendo por las piernas de Gustav y contemplando su desnudez casi completa a excepción de la breve ropa interior.

    Ya antes ambos se habían visto sin nada de ropa, pero esta vez era diferente.

    Podía afirmarlo tanto en sus nervios subiendo y bajando como montaña rusa por su sistema nervioso y desembocando cada tantos recorridos justo en su estómago.

    La misma sensación para Gustav, quien tendido en su espalda y sólo con el par de medias y la corta ropa interior, no recordaba otro momento más vulnerable en toda su vida. Pero aquello estaba bien; se sentía como tal y presa de la emoción que lo embargo, extendió los brazos para atrapar a George entre ellos y hundir lo más profundo su rostro en el largo cabello del bajista.

    —Vamos a hacerlo tú y yo… Nosotros, eh… —Se atragantó al decirlo. Amaba a ese idiota, sin lugar a dudas, pero la pareció trillado decir el clásico ‘Te amo’ o acaso un matizado ‘Te quiero’ si minutos antes se burlaba de los arco iris de la primera vez. No que ahora las quisiera, pero la cercanía cavaba surcos en su corazón.

    Bien, no se sentía montado en un pony lila que recorría los caminos de la miel y la dulzura empalagosa, pero las chispas multicolores que saltaban cada que cerraba los ojos con fuerza y se hundía en el cúmulo de sensaciones placenteras que era tener a George en tal cercanía, compensaban cualquier sueño romántico. Bastaba.

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