Fue en una parada de autobuses entre cambio de países donde Bill se dio cuenta de que algo andaba mal… O raro en todo caso. Cargando lo que Tom dijo ‘una jodida tonelada de papas fritas’ y un equivalente líquido de refrescos de cola, con el plus de pegatinas dulces y demás comida chatarra, arqueó una ceja al espectáculo de George y Gustav parados uno al lado del otro justo en la puerta del autobús pero sin parecer nada más que perfectos desconocidos. Que de no ser porque él los conocía de muchos años atrás, habría pensado en un instante que ese par estaba molesto el uno con el otro.
Claro que su atención se dispersó luego que su vista enfocó a Tom con el cuello torcido en un ángulo doloroso sólo para ver a un par de turistas rubias junto a las bombas de gasolina. El asunto careció de importancia y al menos por la siguiente hora, sus amigos quedaron en el olvido, uno al lado del otro y muy quietos.
Bill casi había olvidado lo de la tarde cuando furioso con Tom, aún por las turistas, de las cuales su gemelo presumía de haber son sacado el número de móvil y de sostén, salió tirando pestes de su litera y se dispuso a ir a dormir en otro lado.
La opción obvia, la suya, era impensable.
Equipaje extra que no cabía en el maletero, basura de semanas atrás, sus provisiones de comida chatarra y un sinfín de porquerías que almacenaba y sin las cuales no salía ni a la vuelta de la esquina, mucho menos de gira por diez países, yacían por todo el espacio donde se suponía que dormía cada noche.
“Claro que”, pensó con malhumor al dar un último vistazo ofendido hacía donde Tom cerraba su cortinita, también muy indignado, “era más que evidente que él jamás dormía ahí. Se tendría que ser alguien muy estúpido para no deducirlo”.
Por tanto, azotando los pies descalzos contra el suelo helado del pasillo, y de paso evitando trastabillar con cada paso, dado que el bus estaba en movimiento, se dirigió muy resuelto hacía la litera que correspondía a George. La cual por descarte, debía estar desocupada… Lo mismo que dos más dos eran cuatro, George debía estar desnudo encima de Gustav en el espacio de dormir de éste, así que al menos no tendría que dormir en el suelo por el resto de la noche.
Cierto fue que más que pensar en ello, Bill aún iba concentrado en alguna venganza para su gemelo. Pensaba en dejar un par de alfileres prendidos de las mantas, pero igual corría el riesgo de pincharse a sí mismo si para antes de la siguiente noche se reconciliaban, lo que parecía más factible, así que no consideró ni por un instante un error a las deducciones que tenía.
Por eso, sumido en pensamientos densos y turbios, no apreció ni los ronquidos parecidos a un animal agonizante, el pie con calcetín que salía del final de la litera o el bulto oscuro con calor humano que respiraba y tenía vida. Abrió la cortinilla y se metió con tanta fuerza, que su rodilla impacto justo como su codo en el estómago y el rostro de George, respectivamente.
—¡Qué puta mierda que…! –Farfulló George al sentirse de pronto comprimido contra la pared y con un dolor atroz justo en la nariz. Su estómago, también dolía, pero no sangraba, como según comprobó al llevarse una mano a la cara y limpiar lo que le manaba copiosamente.
—¿George? –Tanteó Bill abriendo de nuevo la cortina y apoyando un pie en el suelo para no caer por el borde del colchón—. Oh Dios, George, lo siento… —Se disculpaba repetidas veces, usando el borde de su playera para intentar limpiar la mancha oscura que le corría por el rostro ya hasta la barbilla—. ¿Pero qué diablos haces aquí? Yo pensé que estabas con Gustav –murmuró con un tono entre pena por el golpe, por despertarlo y porque estuviera solo.
—Bueno, eso mismo pregunto –palmoteó su ayuda lejos—. Deberías, ya si no es por el bien de la banda, al menos por el de mi nariz, no pelearte con Tom cuando viajamos en autobús.
Inclinándose a su regazo y con un desastre de mantas y sábanas en su regazo, estornudó, salpicando en todas direcciones un moco especialmente sanguinolento al cual Bill contempló con náuseas volar.
—Ugh, eso es asqueroso –puntualizó con un dejo de broma al final saliendo del reducido cubículo, rumbo a la cocina si no por un poco de hielo de la nevera, al menos con unas servilletas—. Vengo en un momento.
George, quien no era persona de guardar resentimientos o hacer durar su enojo, se frotó los ojos con ambas manos y lo lamentó casi al momento: ahora parecería salido de una película de terror todo embarrado con su sangre.
—Genial… Genial, genial, genial –masculló, más molesto con su mala suerte que con el hecho de que esta fuera ocasionada por los gemelos, para variar. Ese par era la maldición de todo el staff o persona que estuviera en algún modo involucrado con la banda o el nombre de Tokio Hotel pero tampoco quería ni enemistarse ni hacerse mala leche, cuando al menos Bill trataba de componer su daño yendo por un poco de hielo. Tan mal chico, al menos no era…
Claro que nada de eso le habría pasado si de buenas a primeras se hubiera ido a dormir con Gustav. Justo como el rubio lo había sugerido un par de horas antes, cuando con cepillo de dientes en mano y listo para ir a la cama, le había pellizcado el trasero con una sonrisa pícara entre labios. Más invitación que esa, sólo que le enviara una carta confirmando ropa de gala y confirmación de asistencia.
Suspiró; negó luego con la cabeza más para sí que nada.
Decirlo y fantasear con ir a la litera de Gustav, desnudarse, desnudarlo y hacer lo que se tenía que hacer era un muy buen sueño lúbrico de persona sana y normal, pero llevarlo a cabo… Ya era harina de otro costal.
Mucho más cuando desde su reconciliación, el fuego de la pasión se amainó al menos de su parte.
Gustav aún seguía nervioso, temblaba ante lo nuevo y desconocido, pero ya seguro de que lo que tenía con George era lo que quería, se forzaba y vencía sus reticencias en la cama (o el muro, el suelo, el baño y un sinfín de sitios donde habían estado probando últimamente) con nuevos bríos y dotado de un ímpetu que en ocasiones asustaba a George.
No que no quisiera, eso ni pensarlo, pero… ¿Y si no daba la talla requerida? ¿Qué tal si pasaba, hacían el… amor, y Gustav se desilusionaba del todo? Un rechazo de ese tipo no lo mataría, pero vaya que lo dejaría en coma emocional. Lo destrozaría del mismo modo que las dudas y la incertidumbre lo hacía ya, pero al menos, se consolaba todavía negando de lado a lado con la cabeza y esparciendo gotas de sangre por sus sábanas, no era definitivo. Mientras ‘aquello’ no sucediera, estaba, de cierto modo, a salvo.
—Ni te imaginas –dijo de pronto Bill, que regresando, le tendió una paleta helada que en la tarde no se había comido y guardó sus restos en el congelador—. No hay hielo –murmuró a disculpas al ponerle el helado con chocolates justo en la nariz y agregarle a su mezcla de sangre y mocos, sino es que lágrimas de dolor, un palito de madera del cual sostenerse.
—Tiene que ser una broma –rezongó con voz nasal. Un genial más a la lista, ya que se estaba constipando. Faltaba solo que Tom se levantase a venirle echar la bronca encima o…
—Hey, George… Georgie Pooh –tanteó Bill con un tono de crío consentido—, ¿Por qué no estabas con Gusti Pooh?
George le dio su mejor mirada de ‘no preguntes’ pero sirvió de poco, porque a la escasa luz de la carretera que de vez en cuando los iluminaba a medias, su aspecto era deplorable. Tanto, que Bill le limpió con un dedo un chorrete de la paleta y se lo llevó al dedo con poco asco ya que probó la mezcla.
—Viscoso pero… —rodó los ojos en búsqueda de la palabra.
— ¿… Sabroso? –Terminó el bajista, haciéndose a un lado de la litera para que Bill entrara y aguardando a que el menor cerrara la cortina y se acomodara.
—¿Qué? –Le chanceó usando el codo contra sus costillas hasta hacerlo reír—. ¿Quieres ver el Rey León con Tom o sólo ‘Hakuna Matata’?
George no lo tuvo que cavilar mucho. De costado, haciendo un reguero de sangre con helado de chocolate derretido, se confesó. Miedos, sueños, expectativas y todo lo que acompañaba a Gustav: mucho amor.
Bill, de quien la paciencia huía como la peste negra, encontró su oportunidad a la par con la recompensa correspondiente, a las seis de la madrugada de un día normal cuando Gustav se levantó como todas las mañanas, apenas despuntaba el sol y dejaba su litera desocupada para ir al baño. Un reloj biológico que marchaba a un ritmo preciso lloviera, tronara o relampagueara en el cielo.
Perfecto. Al menos para el plan que venía trazando de días atrás, lo era.
Así que sin molestarse en vestirse, salió de debajo del abrazo estrecho y tibio que Tom le otorgaba ahora que entre ambos no existían las discusiones pero si perdón por lo de días antes, para extraer de debajo del colchón, con mucho cuidado y lo más silencioso que podía, un paquete que apenas un día antes le había sido remitido desde la oficina de correos.
Un poco mal envuelto por su parte, pues la curiosidad le ganó al rasgar el papel de embalaje apenas había caído en sus manos. Claro que asegurarse de la calidad del producto adquirido nunca estaba de más, pero el morbo siempre sería el morbo.
Apenas un ligero atuendo que si no despertaba pasiones en un hombre con impotencia o le quitaba el hipo a alguien, entonces no servía para nada. Una delicia a la vista que tras mucho comparar con un modelo parecido, ganó por estar en la talla de Gustav y que pidió por paquetería Express a la tienda de Roxane, puesto que de ahí provenía el catálogo.
Se felicitó entonces por tener amistades que favorecían a sus intentos de lograr que George al final hiciera algo con Gustav, pero no mucho porque el sonido del retrete funcionando lo sacó de ensoñaciones con escenarios inverisímiles. Apenas con tiempo suficiente para colocar el paquete con discreción en el cubículo de dormir de Gustav y saltar de regreso a su lugar en el pecho de Tom.
Los pasos que regresaron y la cortinilla que de nuevo se cerró fueron todo lo que necesito para caer al fin dormido en paz con una sonrisa malévola entre labios.
Ok, estaba loco, eso era. No podía haber otra explicación porque de haberla, ciertamente Gustav no estaría parado frente al espejo y contemplándose con total embobamiento usando… Eso.
No, vaya que no. Locura, rapto extraterrestre o un nuevo paso al travestismo. Lo último entre lo más viable, que si se confesaba, al menos ante su reflejo, la corta falda que usaba, resultaba encantadora con sus piernas blancas y recién afeitas, elevándose al aire cada que giraba en su mismo eje.
Se contuvo de darse un golpe en pleno rostro por su mariconería, pero cómo evitar la tentación de no fiarse de un inocente paquete encontrado bajo su almohada apenas dos días antes con su nombre garabateado con mala letra para encontrar un par de hilos y tela cosida a lo que creyó primero que era un error de costura, y luego que extendió, un disfraz de pervertido que podía provenir de cualquiera del staff.
Ya que estaba en recapitulaciones y huelga a decir, de espaldas al espejo, pero alzando el trasero y contoneándose ante la imagen, mientras aquello se mantuviera como su sucio secretito, podía ir perfecto.
No que el lindo traje de zorro—colegiala no fuera provocativo ya por el simple hecho de ser lo que era, pero con los detalles que el mismo Gustav le había agregado, que empezaban con depilarse las piernas y robar un poco de brillo labial sabor frambuesa que Bill tenía, el resultado final era simplemente un deleite a la vista y a los demás sentidos si se le daba la oportunidad.
Por eso mismo, Gustav se lo tenía que confesar a sí mismo mientras practicaba un puchero dotado de sensualidad delante el espejo, no estaría nada mal al menos darle un buen uso a su regalo. Del cielo, de alguien que le jugara una broma o quizá, del reticente de George, aunque esto último fuera tan improbable dadas las largas que le venía presentando de semanas atrás de finalmente consumar su relación en el plano sexual, planeaba usarlo.
Arqueó las cejas con coquetería mientras se colocaba la diadema en su lugar y el par de orejitas felpudas se alzaron orgullosas en su sitio, para luego acomodarse el espeso pelaje que conformaba a la cola que sobresalía por debajo de la diminuta falda de cuadros. Un último toque a las medias que le llegaban hasta medio muslo y optó por pasar de largo de los zapatos pues ninguno de sus tenis deportivos combinaba y no pensaba salir a comprar zapatillas de aguja o plataformas en combinación.
Convencido al final del conjunto y de su aspecto en general, tuvo que fruncir el ceño dejándose caer en la cama individual que esa noche iba a ocupar en el hotel. Porque no era que dudara de su aspecto, él mismo lo admitía: si alguien se le ponía enfrente usando semejante disfraz, le saltaría encima. Claro que todo eso en sentido hipotético, pues prefería que fuera George… Su mente trabajaba como loca y lo hizo por al menos media hora antes de que los golpes en su puerta lo despertaran de ensoñaciones.
—… Media hora –captó como lo más importante a la voz de David, pues esa mañana tendrían que salir a un par de entrevistas antes del concierto que tenían programado en la ciudad. La amenaza de que quien se retrasara iba a quedarse atrás lo espabiló al fin.
Con desgana, aunque con un esbozo de sonrisa entre los labios al imaginar la cara de todos si se atreviera a cambiar su atuendo diario por lo que traía puesto, se comenzó a desvestir con lentitud.
Guardó todo con un recelo impropio de él en su maleta, muy por debajo de sus jeans y playeras, no muy seguro porqué no lo tiraba. Si alguien le encontraba eso en una revisión de rutina en la aduana se convertiría tanto en la burla como en la vergüenza de la banda. La idea le ponía la piel verde y las orejas rojas haciendo de su rostro una linda ensalada si agregaba lo morado que dejar de respirar producía.
Pero con todo, no podía.
Pasando los dedos por el chaleco que conformaba el conjunto y acariciando las suaves orejitas de zorro, suspiró antes de cerrar la maleta, meterla bajo la cama y salir antes de que se hiciera tarde.
Ya algún uso le daría…
Claro que su atención se dispersó luego que su vista enfocó a Tom con el cuello torcido en un ángulo doloroso sólo para ver a un par de turistas rubias junto a las bombas de gasolina. El asunto careció de importancia y al menos por la siguiente hora, sus amigos quedaron en el olvido, uno al lado del otro y muy quietos.
Bill casi había olvidado lo de la tarde cuando furioso con Tom, aún por las turistas, de las cuales su gemelo presumía de haber son sacado el número de móvil y de sostén, salió tirando pestes de su litera y se dispuso a ir a dormir en otro lado.
La opción obvia, la suya, era impensable.
Equipaje extra que no cabía en el maletero, basura de semanas atrás, sus provisiones de comida chatarra y un sinfín de porquerías que almacenaba y sin las cuales no salía ni a la vuelta de la esquina, mucho menos de gira por diez países, yacían por todo el espacio donde se suponía que dormía cada noche.
“Claro que”, pensó con malhumor al dar un último vistazo ofendido hacía donde Tom cerraba su cortinita, también muy indignado, “era más que evidente que él jamás dormía ahí. Se tendría que ser alguien muy estúpido para no deducirlo”.
Por tanto, azotando los pies descalzos contra el suelo helado del pasillo, y de paso evitando trastabillar con cada paso, dado que el bus estaba en movimiento, se dirigió muy resuelto hacía la litera que correspondía a George. La cual por descarte, debía estar desocupada… Lo mismo que dos más dos eran cuatro, George debía estar desnudo encima de Gustav en el espacio de dormir de éste, así que al menos no tendría que dormir en el suelo por el resto de la noche.
Cierto fue que más que pensar en ello, Bill aún iba concentrado en alguna venganza para su gemelo. Pensaba en dejar un par de alfileres prendidos de las mantas, pero igual corría el riesgo de pincharse a sí mismo si para antes de la siguiente noche se reconciliaban, lo que parecía más factible, así que no consideró ni por un instante un error a las deducciones que tenía.
Por eso, sumido en pensamientos densos y turbios, no apreció ni los ronquidos parecidos a un animal agonizante, el pie con calcetín que salía del final de la litera o el bulto oscuro con calor humano que respiraba y tenía vida. Abrió la cortinilla y se metió con tanta fuerza, que su rodilla impacto justo como su codo en el estómago y el rostro de George, respectivamente.
—¡Qué puta mierda que…! –Farfulló George al sentirse de pronto comprimido contra la pared y con un dolor atroz justo en la nariz. Su estómago, también dolía, pero no sangraba, como según comprobó al llevarse una mano a la cara y limpiar lo que le manaba copiosamente.
—¿George? –Tanteó Bill abriendo de nuevo la cortina y apoyando un pie en el suelo para no caer por el borde del colchón—. Oh Dios, George, lo siento… —Se disculpaba repetidas veces, usando el borde de su playera para intentar limpiar la mancha oscura que le corría por el rostro ya hasta la barbilla—. ¿Pero qué diablos haces aquí? Yo pensé que estabas con Gustav –murmuró con un tono entre pena por el golpe, por despertarlo y porque estuviera solo.
—Bueno, eso mismo pregunto –palmoteó su ayuda lejos—. Deberías, ya si no es por el bien de la banda, al menos por el de mi nariz, no pelearte con Tom cuando viajamos en autobús.
Inclinándose a su regazo y con un desastre de mantas y sábanas en su regazo, estornudó, salpicando en todas direcciones un moco especialmente sanguinolento al cual Bill contempló con náuseas volar.
—Ugh, eso es asqueroso –puntualizó con un dejo de broma al final saliendo del reducido cubículo, rumbo a la cocina si no por un poco de hielo de la nevera, al menos con unas servilletas—. Vengo en un momento.
George, quien no era persona de guardar resentimientos o hacer durar su enojo, se frotó los ojos con ambas manos y lo lamentó casi al momento: ahora parecería salido de una película de terror todo embarrado con su sangre.
—Genial… Genial, genial, genial –masculló, más molesto con su mala suerte que con el hecho de que esta fuera ocasionada por los gemelos, para variar. Ese par era la maldición de todo el staff o persona que estuviera en algún modo involucrado con la banda o el nombre de Tokio Hotel pero tampoco quería ni enemistarse ni hacerse mala leche, cuando al menos Bill trataba de componer su daño yendo por un poco de hielo. Tan mal chico, al menos no era…
Claro que nada de eso le habría pasado si de buenas a primeras se hubiera ido a dormir con Gustav. Justo como el rubio lo había sugerido un par de horas antes, cuando con cepillo de dientes en mano y listo para ir a la cama, le había pellizcado el trasero con una sonrisa pícara entre labios. Más invitación que esa, sólo que le enviara una carta confirmando ropa de gala y confirmación de asistencia.
Suspiró; negó luego con la cabeza más para sí que nada.
Decirlo y fantasear con ir a la litera de Gustav, desnudarse, desnudarlo y hacer lo que se tenía que hacer era un muy buen sueño lúbrico de persona sana y normal, pero llevarlo a cabo… Ya era harina de otro costal.
Mucho más cuando desde su reconciliación, el fuego de la pasión se amainó al menos de su parte.
Gustav aún seguía nervioso, temblaba ante lo nuevo y desconocido, pero ya seguro de que lo que tenía con George era lo que quería, se forzaba y vencía sus reticencias en la cama (o el muro, el suelo, el baño y un sinfín de sitios donde habían estado probando últimamente) con nuevos bríos y dotado de un ímpetu que en ocasiones asustaba a George.
No que no quisiera, eso ni pensarlo, pero… ¿Y si no daba la talla requerida? ¿Qué tal si pasaba, hacían el… amor, y Gustav se desilusionaba del todo? Un rechazo de ese tipo no lo mataría, pero vaya que lo dejaría en coma emocional. Lo destrozaría del mismo modo que las dudas y la incertidumbre lo hacía ya, pero al menos, se consolaba todavía negando de lado a lado con la cabeza y esparciendo gotas de sangre por sus sábanas, no era definitivo. Mientras ‘aquello’ no sucediera, estaba, de cierto modo, a salvo.
—Ni te imaginas –dijo de pronto Bill, que regresando, le tendió una paleta helada que en la tarde no se había comido y guardó sus restos en el congelador—. No hay hielo –murmuró a disculpas al ponerle el helado con chocolates justo en la nariz y agregarle a su mezcla de sangre y mocos, sino es que lágrimas de dolor, un palito de madera del cual sostenerse.
—Tiene que ser una broma –rezongó con voz nasal. Un genial más a la lista, ya que se estaba constipando. Faltaba solo que Tom se levantase a venirle echar la bronca encima o…
—Hey, George… Georgie Pooh –tanteó Bill con un tono de crío consentido—, ¿Por qué no estabas con Gusti Pooh?
George le dio su mejor mirada de ‘no preguntes’ pero sirvió de poco, porque a la escasa luz de la carretera que de vez en cuando los iluminaba a medias, su aspecto era deplorable. Tanto, que Bill le limpió con un dedo un chorrete de la paleta y se lo llevó al dedo con poco asco ya que probó la mezcla.
—Viscoso pero… —rodó los ojos en búsqueda de la palabra.
— ¿… Sabroso? –Terminó el bajista, haciéndose a un lado de la litera para que Bill entrara y aguardando a que el menor cerrara la cortina y se acomodara.
—¿Qué? –Le chanceó usando el codo contra sus costillas hasta hacerlo reír—. ¿Quieres ver el Rey León con Tom o sólo ‘Hakuna Matata’?
George no lo tuvo que cavilar mucho. De costado, haciendo un reguero de sangre con helado de chocolate derretido, se confesó. Miedos, sueños, expectativas y todo lo que acompañaba a Gustav: mucho amor.
Bill, de quien la paciencia huía como la peste negra, encontró su oportunidad a la par con la recompensa correspondiente, a las seis de la madrugada de un día normal cuando Gustav se levantó como todas las mañanas, apenas despuntaba el sol y dejaba su litera desocupada para ir al baño. Un reloj biológico que marchaba a un ritmo preciso lloviera, tronara o relampagueara en el cielo.
Perfecto. Al menos para el plan que venía trazando de días atrás, lo era.
Así que sin molestarse en vestirse, salió de debajo del abrazo estrecho y tibio que Tom le otorgaba ahora que entre ambos no existían las discusiones pero si perdón por lo de días antes, para extraer de debajo del colchón, con mucho cuidado y lo más silencioso que podía, un paquete que apenas un día antes le había sido remitido desde la oficina de correos.
Un poco mal envuelto por su parte, pues la curiosidad le ganó al rasgar el papel de embalaje apenas había caído en sus manos. Claro que asegurarse de la calidad del producto adquirido nunca estaba de más, pero el morbo siempre sería el morbo.
Apenas un ligero atuendo que si no despertaba pasiones en un hombre con impotencia o le quitaba el hipo a alguien, entonces no servía para nada. Una delicia a la vista que tras mucho comparar con un modelo parecido, ganó por estar en la talla de Gustav y que pidió por paquetería Express a la tienda de Roxane, puesto que de ahí provenía el catálogo.
Se felicitó entonces por tener amistades que favorecían a sus intentos de lograr que George al final hiciera algo con Gustav, pero no mucho porque el sonido del retrete funcionando lo sacó de ensoñaciones con escenarios inverisímiles. Apenas con tiempo suficiente para colocar el paquete con discreción en el cubículo de dormir de Gustav y saltar de regreso a su lugar en el pecho de Tom.
Los pasos que regresaron y la cortinilla que de nuevo se cerró fueron todo lo que necesito para caer al fin dormido en paz con una sonrisa malévola entre labios.
Ok, estaba loco, eso era. No podía haber otra explicación porque de haberla, ciertamente Gustav no estaría parado frente al espejo y contemplándose con total embobamiento usando… Eso.
No, vaya que no. Locura, rapto extraterrestre o un nuevo paso al travestismo. Lo último entre lo más viable, que si se confesaba, al menos ante su reflejo, la corta falda que usaba, resultaba encantadora con sus piernas blancas y recién afeitas, elevándose al aire cada que giraba en su mismo eje.
Se contuvo de darse un golpe en pleno rostro por su mariconería, pero cómo evitar la tentación de no fiarse de un inocente paquete encontrado bajo su almohada apenas dos días antes con su nombre garabateado con mala letra para encontrar un par de hilos y tela cosida a lo que creyó primero que era un error de costura, y luego que extendió, un disfraz de pervertido que podía provenir de cualquiera del staff.
Ya que estaba en recapitulaciones y huelga a decir, de espaldas al espejo, pero alzando el trasero y contoneándose ante la imagen, mientras aquello se mantuviera como su sucio secretito, podía ir perfecto.
No que el lindo traje de zorro—colegiala no fuera provocativo ya por el simple hecho de ser lo que era, pero con los detalles que el mismo Gustav le había agregado, que empezaban con depilarse las piernas y robar un poco de brillo labial sabor frambuesa que Bill tenía, el resultado final era simplemente un deleite a la vista y a los demás sentidos si se le daba la oportunidad.
Por eso mismo, Gustav se lo tenía que confesar a sí mismo mientras practicaba un puchero dotado de sensualidad delante el espejo, no estaría nada mal al menos darle un buen uso a su regalo. Del cielo, de alguien que le jugara una broma o quizá, del reticente de George, aunque esto último fuera tan improbable dadas las largas que le venía presentando de semanas atrás de finalmente consumar su relación en el plano sexual, planeaba usarlo.
Arqueó las cejas con coquetería mientras se colocaba la diadema en su lugar y el par de orejitas felpudas se alzaron orgullosas en su sitio, para luego acomodarse el espeso pelaje que conformaba a la cola que sobresalía por debajo de la diminuta falda de cuadros. Un último toque a las medias que le llegaban hasta medio muslo y optó por pasar de largo de los zapatos pues ninguno de sus tenis deportivos combinaba y no pensaba salir a comprar zapatillas de aguja o plataformas en combinación.
Convencido al final del conjunto y de su aspecto en general, tuvo que fruncir el ceño dejándose caer en la cama individual que esa noche iba a ocupar en el hotel. Porque no era que dudara de su aspecto, él mismo lo admitía: si alguien se le ponía enfrente usando semejante disfraz, le saltaría encima. Claro que todo eso en sentido hipotético, pues prefería que fuera George… Su mente trabajaba como loca y lo hizo por al menos media hora antes de que los golpes en su puerta lo despertaran de ensoñaciones.
—… Media hora –captó como lo más importante a la voz de David, pues esa mañana tendrían que salir a un par de entrevistas antes del concierto que tenían programado en la ciudad. La amenaza de que quien se retrasara iba a quedarse atrás lo espabiló al fin.
Con desgana, aunque con un esbozo de sonrisa entre los labios al imaginar la cara de todos si se atreviera a cambiar su atuendo diario por lo que traía puesto, se comenzó a desvestir con lentitud.
Guardó todo con un recelo impropio de él en su maleta, muy por debajo de sus jeans y playeras, no muy seguro porqué no lo tiraba. Si alguien le encontraba eso en una revisión de rutina en la aduana se convertiría tanto en la burla como en la vergüenza de la banda. La idea le ponía la piel verde y las orejas rojas haciendo de su rostro una linda ensalada si agregaba lo morado que dejar de respirar producía.
Pero con todo, no podía.
Pasando los dedos por el chaleco que conformaba el conjunto y acariciando las suaves orejitas de zorro, suspiró antes de cerrar la maleta, meterla bajo la cama y salir antes de que se hiciera tarde.
Ya algún uso le daría…