—Pero qué grata sorpresa –saludó Roxane antes de estampar un par de besos en ambas mejillas de Bill tanto como de George, para girar sobre sus pasos y extender los brazos de manera teatral para dar énfasis a su alrededor—. ¿Y bien, qué les parece?
Bill palmoteó y se deshizo en elogios por el lugar. Que si la decoración de los muros, el acomodo del lugar, un aroma delicioso de fondo…
Para George era un “Demonios, esto es una sex-shop” en pensamiento y un par de piernas rápidas que lo devolvían hacía la entrada para una no-discreta retirada que pretendía realizar antes de encontrarse con Bill montado sobre su espalda.
—Bueno, George, no creerías que tantos años de amistad no me hicieron prever que ibas a huir por vergüenza. –Beso en la mejilla del bajista—. Ahora voy a bajar y más te vale comportarte. Hemos venido aquí en labor de… Llamémosle compilación de información y material –le informó a Roxane, que jugaba un dedo en su mentón y los miraba como si aquello fuera cosa de todos los días.
—Bien, pero abajo –accedía, pero se lo sacudía de encima—. Antes que nada, que quede claro que vengo en contra de mi voluntad.
—Si, eh –rodó sus ojos Bill—. Creo que lo primero es conseguir lubricante.
—¿Para Gus? –Susurró George, siguiéndole de cerca, mientras Roxane los guiaba a un aparador repleto de mil distintas botellitas de colores. Hizo un esfuerzo sobrehumano para su patética memoria y creyó recordar que Gustav era clásico así que un lubricante de fresa, vainilla o chocolate podría funcionar de maravilla.
—¡Claro que no! ¡Para mí, idiota! –Le reprendió—. Tom mantiene que el aroma de tuti fruti no es varonil y pide coco. Yo pido coco. Coco –repitió por tercera vez ya a Roxane, quien le extendió la botellita deseada.
Un lindo frasco en tonos pastel que Bill abrió para catar con su olfato y al que le dio el visto bueno agregándolo a una pequeña cesta que el travesti les extendió.
—Alto… —Le detuvo el mayor—, ¿Me pretendes decir que venimos a una sex-shop a surtirnos como si fuera la compra del supermercado?
—Hummm… —Lo pensó Bill un momento—. Casi, verás… —Dijo buscando en sus pantalones. Le tendió la canastilla a George que no pudo sino sostenerla mientras Bill se sacaba una larga tira de papel y se la ponía de frente.
La caligrafía redonda que saltó a la vista dijo de primera mano que la letra pertenecía a Gustav, lo que hizo que a George se le derritiera el corazón; lo segundo, fue que en lugar de una epístola de amor, palabras como ‘pollo’, ‘leche, ‘papel higiénico’ y ‘manzanas’ sustituían el ‘te amo’ de regla.
—¿Qué es eso? –Preguntó sin entender del todo.
—La verdadera lista del supermercado, obvio. —Se guardó el papel en el bolso y sin tomar de nuevo la canastilla, empezó a curiosear alrededor con Roxane a la zaga sugiriendo productos—. Tú sabes que necesitábamos un pretexto para salir del autobús sin Tom o sin Gustav y pensé que ofrecernos para ir por las compras de la semana podría ser la excusa perfecta.
Señalaba un par de esposas de peluche y tras pedirlas en tono negro con detalles en rojo, le daba un codazo a George en el costado, porque lo veía un tanto decaído.
No que esperase verlo saltar de la sorpresa por todo el sitio y sentir que la tarjeta de crédito le quemaba un hoyo en sus jeans, pero al menos una simple reacción bastaría. Aprovechando entonces que Roxane había ido en búsqueda de un par de botas de vinilo negro de su número, le extendió ante los ojos dos películas porno.
—¿Qué dices? Bah, no necesitamos escatimar con dinero –y dando seguridad a su sentencia, vació el anaquel de películas porno en la canastilla que apenas pudo contener los productos—. Uf, creo que tendremos que usar otra de estas o dejar unas pocas.
—Oh no, por Dios que no –dijo de pronto Roxane, saliendo de detrás de un par de cortinas de lentejuela con las botas pedidas y chasqueando dedos—. Bruno, ven acá –a lo que su llamado atrajo a un tipo enorme de al menos dos metros de alto tanto como por ancho. Una auténtica mole de músculo y piel morena que con una reverencia tomó las compras de brazos de George y les siguió de cerca en el resto de su estadía en la tienda.
—Wow, esto es lo que llamo yo un servicio de primera –exclamó Bill con voz alegre—. Cada que estemos en la ciudad debemos venir.
—Sí claro –masculló George por primera vez en la hora y media que tenían curioseando por los pasillos atestados—, el lubricante de coco nunca dura mucho.
—No –suspiró Bill con pesar-. Culpa de la cantidad y la frecuencia.
El bajista casi se tuvo que resistir la tentación de darse en pleno rostro con la mano. Porque no era que las intenciones, buenas de verdad, por parte de Bill no fueran a funcionar, pero le cortaban mucho la inspiración.
El grandote de Bruno era el primer inconveniente y el segundo Bill, que revoloteaba como mariposa de flor en flor cada que encontraba algo nuevo. El lubricante, el porno gay y un látigo de color plata fueron precedidos por una colección de tangas adornadas en su parte delantera con elefantes, perritos, gatitos y para muy su horror, un plátano que conforme el miembro se ponía erecto, se iba abriendo. Había sido el acabose de aquella salida de no ser porque el encanto de Bill era superior a sus fuerzas y arrastrándole por el brazo, lo había conducido a la sección de libros y revistas.
Quizá eso fue lo que lo terminó convenciendo de realizar su primera compra con consentimiento cuando fueron a la caja y una muy sonriente Roxane les cobró lo anterior, y un par de libros ilustrados con posturas altamente garantizadas de funcionar, que George se negaba a alejar demasiado de su pecho.
Cuando llegaron al aparcamiento en el que el autobús estaba, Tom casi les saltó encima con la linterna y la macana eléctrica de Saki. Susto tremendo que hizo a George casi salir en reversa lo antes posible de no ser porque Bill le detuvo y le recordó con una mirada que debían ser discretos al respecto con las compras que traían y que debían meter a sus literas con sigilo sin confundir nada con lo que Gustav les había pedido.
—Ustedes dos… —Los señaló alternando la luz en los ojos de ambos—. Tardaron bastante, demasiado diría yo… No dudaría que olieran a alcohol, a humo de cigarrillos o quizá… —Olisqueó al aire—, ¡Bingo!
—¿Marihuana? –Tanteó Bill con un bostezo. Los pies le mataban tanto que no tenía ni ganas de iniciar una estúpida discusión con su gemelo sólo porque éste parecía sospechar de una relación más allá de la amistosa entre él y George.
—No, sexo. –Entrecerró los ojos—. ¿Tienes algo que decirme, Bill?
—Oh no, ahí vamos de nuevo –murmuró para sí, antes de acercarse a Tom y susurrarle algo al oído que le hizo perder el interés en su anterior hostilidad—. ¿Bien? –Preguntó para confirmar y recibió asentimientos de mascota bien entrenada.
—¿Qué le dijiste? –Le cuestionó el bajista cuando Tom entró el autobús y ellos dos esperaron su turno en la entrada—. ¿Fue lo del lubricante de coco para el nene? –Rió. Apostaba su alma a que era eso. Tan seguro estaba de tener las de ganar que hasta se convenció en un falso acuerdo de que de no serlo, iba a dejar que Gustav se lo hiciera a él… Si claro.
—Papel higiénico extra suave y perfumado –le guiñó un ojo—, el favorito de Tomi desde que Gustav no lo compra para ahorrar –agregó, y sin más entró.
—Oh, mierda…
Era la noche…
Tras una semana en carretera por lo que creía era la mitad de Europa y todos los baches del mundo, George al fin se encontraba en paz y soledad en una decente habitación de hotel que se alejaba de los gases, el espacio reducido y la poca privacidad que siete días y siete noches en litera ocasionaba.
Era un total alivio, pues su llegada a un cuarto con ducha propia venía acompañada de una mañana libre que pronosticaba que al menos no se iba a levantar sino hasta después del mediodía y no antes de un reparador sueño y una sesión de sexo.
—Sexo –saboreó en voz alta apenas cerró la puerta y lanzó su maleta sobre la cama muy dispuesto a preparar el ambiente adecuado.
Una semana de estudio con Bill al fin iba a servir para llevarse a la práctica ya que encontraba el tiempo y el lugar apropiado para ello.
La única pega, si es que se contaba como tal, era que por primera vez en semanas, no le tocaba compartir habitación con Gustav, pero eso no impedía nada. Así que apenas se instaló y encontró el cargador de su celular, le mandó un mensaje al baterista que sólo decía el número de su habitación y hora, para recibir apenas unos minutos después, una respuesta afirmativa.
Por tanto, sonrió con un sentimiento que lo invadía y que definía como la total alegría. No más, no menos.
“Quizá amor” pensaba un poco exaltado. Tomaba una toalla en el baño y tras desvestirse se sumergía en la tina al menos por tres cuartos de hora hasta que el vapor y el agua caliente eliminaban lo que él definía como aroma a ‘llanta quemada’ que les quedaba a todos en la piel luego de tantos días en carretera.
Salió escurriendo agua para contemplarse en el espejo y hacer algunas cuantas poses. Proceder a rasurarse la incipiente barba de dos días y aplicarse tanto crema humectante como loción para después del baño y lavarse los dientes.
Tarareó un poco mientras marcaba el ritmo con el peine y hasta movió sus caderas de lado a lado dejando que la toalla cayera a un costado y contemplando su cuerpo de pies a cabeza antes de apagar la luz y regresar a su habitación.
Según Bill, lo más importante era crear un ambiente propicio así que ordenó servicio a la habitación, que tras mucho oírle dudar al teléfono lo mismo que cambiar de orden al menos cinco veces sin decidirse por ninguna, le recomendaron el paquete de luna de miel que incluía un tazón de fresas, chocolate derretido en una fuente y dos botellas de champagne en hielo.
Acepó encantado y dispuesto a tachar en su lista de pendientes el siguiente paso: vestirse.
Para la ocasión había elegido finalmente la tanga amarilla que asemejaba un plátano y un saborizante de mente que Bill le dijo que noches atrás había sido “sumamente refrescante” en textuales palabras.
Para finalizar, luego de que el botones tocó a la puerta y dejó su pedido en el centro de la habitación, se decidió por una de las películas que habían comprado.
Bill y él habían pasado unas noches en vela y temerosos de ser atrapados mirando cada cinta con cuidado y tras descartar las que incluían más de dos personas, alguna sesión sadomasoquista o algo chocante o fuera de la norma, habían reducido las opciones a una simple y sencilla trama de una sala de masajes, dos chicos y un sexo plácido y sensual.
Justo lo que George quería para calentar un poco el ambiente y guiarse en el proceso de lo que él y su Gusti iban a hacer.
Así, sentado frente a la pantalla que mostraba las escenas sucederse una tras otra, con la comida y bebida lista, usando lo que creía la ropa indicada y con el libro de posturas a un lado, esperó que la hora indicada diera inicio.
—Ugh, Bill, es temprano –rogó Tom con ojos pesados.
Sentados en un oscuro rincón en el bar del hotel, los tres chicos habían pasado un final de tarde e inicio de noche bastante agradable entre vasos de cerveza y algún ocasional cóctel.
Nada fuera de lo normal a lo que solían hacer en aquellos días libres y quitando el detalle de las groupies pululando por todos lados, todo se asemejaba a cualquier día de juerga.
Casi… La taciturnidad de Gustav no era algo para tomarse a la ligera y menos si con cada vaso de alcohol se tornaba su mirada más y más oscura.
Para Tom era algo que le valía, literalmente, un pepinillo. “¡O dos, carajo!” le había asegurado a Bill mientras se dejaba arrastrar con rumbo al ascensor y se despedía de su amigo con una mano agitándose de lado a lado.
Para Bill, al contrario, una especie de mala señal. Porque sabedor de todo, George le había contado que esa era la noche, lo que luego de pasar varias horas al lado del baterista, no le parecía lo más adecuado. Quiso pensar un poco más en aquello, pero Tom, que lo tenía recargado contra el panel de los pisos, le besó el cuello y su sonrisa boba y ebria le hizo olvidar todo lo demás.
—Coco, enfermera… —Susurró antes de apropiarse de sus labios.
Gustav, quien se quedó al menos media hora más en el bar, tuvo tiempo suficiente de no emborracharse, pero si achispar más su estado con un par de caballitos de tequila que pretendió aligerar con un puñado de cacahuates.
Tenía una ‘cita’ si es que así se le podía llamar, con George y… Suspiró. Todo aquel asunto se estaba saliendo de control.
Pagó su cuenta dejando una generosa propina y a duras penas enfocó el camino hacía los elevadores o hacía donde creía que estaban porque por ahí había visto desaparecer a los gemelos. Claro que todo camino que ese par siguiera bien podría terminar en el armario del conserje para una sesión de besos y caricias, pero…
Chupó sus labios y encontró en ellos el sabor salado de los cacahuates.
No una sensación desagradable, pero no era la que esperaba. George sabía mejor y en concreto, era lo que deseaba.
Mientras esperaba el ascensor apoyó la frente contra las puertas metálicas y fue entonces que se percató de un dolo de cabeza. No se quería admitir ebrio o algo así, pero era vidente que lo estaba.
Apenas las puertas se abrieron y se encontró presionando el botón del piso elegido, se descubrió sudando y con las manos temblorosas.
No por ebriedad… Eran nervios.
El pensamiento de George le llegó de nuevo mezclado con un extraño sentimiento en el estómago, casi un dolor que le proporcionó un momentáneo pánico.
Una extraña agitación en el pecho que no era precisamente de su agrado; más parecido a lo que él creía un horrible accidente en auto y al dolor que podía producir.
—Mierda, mierda, mierda… —Repitió entre dientes cuando la puerta se abrió y se encontró en el vacío pasillo.
Salió con pasos torpes a cada lado y una especie de andar de pingüino que nada tenía de graciosa porque le hizo golpear con fuerza uno de los muros y casi caer.
Lo que en casi para Gustav venía a ser un caer por completo pero mantener la cabeza y el orgullo en lo alto.
Resignado pero por poco, optó por sentarse un momento y esperar que todo el alcohol que había bebido se pasara al menos lo suficiente para poder caminar sin tropezarse con sus propios pies.
Acción que le dio el tiempo suficiente para deprimirse y tomar conciencia de que el temblor de manos y esa línea de sudor que se formaba en su frente no eran sino nervios por lo que presentía en intenciones de George.
Toda una semana de experimentar juntos y de la que no se arrepentía, pero de la que sabía no habría vuelta de hoja porque lo que iba a seguir le iba a tener mordiendo la almohada y a George encima de su espalda resoplando contra su nuca.
Le invadieron unas nauseas que nada tenían que ver con una erección que le llegó de golpe, pero que lo asustó con esa misma intensidad.
Por ende, parpadeó y llegó a la conclusión de que tenía que hablarlo con el bajista antes de que fuera demasiado tarde.
Al primer par de golpes de la puerta, George saltó de su lugar en la alfombra y tras dar un rápido vistazo a la habitación y comprobar que todo estaba bien, recibió casi en brazos a Gustav, que ebrio se le vino encima con todo su peso.
—Creo que no puede ser… —Barbotó el rubio mientras era arrastrado a la cama y luchaba contra la somnolencia que le invadía al encontrarse tendido de espaldas en un mullido colchón.
Alzaba las manos para enfatizar sus palabras pero los intentos eran tan torpes que el peso las hizo caer contra su rostro y George no pudo sino encontrar un poco anormal todo aquello.
—Gus, hey Gus… —Le palmeó la mejilla con suavidad, tras cerrar la puerta y sentándose a su lado—. Haz empezado la fiesta sin mí, ¿No? –Preguntó para luego besarle los labios y encontrarse que por primera vez, Gustav giraba la cabeza para evitar su contacto—. ¿Qué pasa?
—No sé qué pretendes pero yo no… Yo no… —Farfulló en su punto álgido de ebriedad. Luchaba por hacerse entender contra todos los nervios que lo dominaban de que quería, pero sentía muy precipitado todo aquello.
Un aroma a fresas que le llegó de golpe como si apenas diera el primer respiro en la habitación y que le hizo abrir los ojos ante la grotesca imagen del televisor mostrando porno gay…
—Oh no, mierda –exclamó. Miró a George a lo que no pudo sino fruncir al verlo con… Esa jodida tanga amarilla que no podía identificar de su guardarropa y que aumentaba la sensación de anormalidad. Quizá fue ello o quizá no, pero lo cierto es que aunque lo lamentó por muchos años después de que sucedió, nunca pudo olvidar que se había cubierto los ojos con el brazo y había murmurado contra George unas agrias palabras—. No soy un marica de mierda como tú, joder, ni sé lo que pretendes conmigo o de mí…
—Uh, uh… —Tarareó Bill ante el espejo mientras se aplicaba una última línea de lip gloss y la esparcía con cuidado y coquetería ante su reflejo.Eso antes de que la puerta sonara en repetidos golpes y le alertara contra algo fuera de la norma ya que ni Tom ni él habían pedido servicio a la habitación y dado que eran pasadas de las horas de la medianoche, no podían sino ser malas noticias.Abrió para encontrarse a George, apenas usando un albornoz del hotel y luciendo fatal. –Tienes que dejar quedarme aquí –dijo sin tomar en cuenta que Bill apenas le había dejado un resquicio por la puerta sobre el cual asomarse.En definitiva no sólo malas noticias, sino pésimas. Eso tácito cuando George se dejaba caer bocabajo en la cama y revelaba que bajo su bata usaba cierta tanga amarilla que Bill recordaba y que sólo podía indicar que lo de Gustav había salido mal…—¡Buenas noches, enfermeraaa…! –Dijo Tom de pronto, abriendo la puerta del baño y saliendo con sólo una bata de doctor como toda prenda de vestir, un vibrador que asemejaba mucho un estetoscopio y un maletín en mano que seguramente tenía pomadas y lociones de todo tipo pero nada curativo o más alejado que lubricantes.Procedía a poner el grito en el cielo con sus quejas dejando caer el maletín en un sordo golpe y cerrando la bata por encima de su desnudez cuando Bill, vestido con un blanco y corto vestido de enfermera e incluso un gorro con una cruz roja en el centro, cruzó su dedo por sus labios y lo hizo dar media vuelta para entrar al baño.De paso casi tropezar, que el par de botas que había comprado en la sex-shop de Roxane eran de tacón tan alto que caminar con ellas, aunada a su ya metro ochenta y plus, daba vértigo.—Supongo que es un buenas noches, Bill –masculló Tom, diez minutos después, saliendo del baño ya en sus ropas diarias y sintiendo algo, por poco que fuera, de pena por George. No sexo esa noche y adiós a la fantasía del sexy doctor y la libidinosa enfermera al menos por esa noche lo que ya era una gran decepción, pero incluso para Tom y para su apretada entrepierna, había un claro entendimiento de que George sufría y de que Bill era la persona adecuada para cuidar de él esa noche.Cabeceando con tristeza, cerró la puerta tras de sí deseando con un poco de egoísmo ser él quien más necesitara a Bill y no George.
Bill palmoteó y se deshizo en elogios por el lugar. Que si la decoración de los muros, el acomodo del lugar, un aroma delicioso de fondo…
Para George era un “Demonios, esto es una sex-shop” en pensamiento y un par de piernas rápidas que lo devolvían hacía la entrada para una no-discreta retirada que pretendía realizar antes de encontrarse con Bill montado sobre su espalda.
—Bueno, George, no creerías que tantos años de amistad no me hicieron prever que ibas a huir por vergüenza. –Beso en la mejilla del bajista—. Ahora voy a bajar y más te vale comportarte. Hemos venido aquí en labor de… Llamémosle compilación de información y material –le informó a Roxane, que jugaba un dedo en su mentón y los miraba como si aquello fuera cosa de todos los días.
—Bien, pero abajo –accedía, pero se lo sacudía de encima—. Antes que nada, que quede claro que vengo en contra de mi voluntad.
—Si, eh –rodó sus ojos Bill—. Creo que lo primero es conseguir lubricante.
—¿Para Gus? –Susurró George, siguiéndole de cerca, mientras Roxane los guiaba a un aparador repleto de mil distintas botellitas de colores. Hizo un esfuerzo sobrehumano para su patética memoria y creyó recordar que Gustav era clásico así que un lubricante de fresa, vainilla o chocolate podría funcionar de maravilla.
—¡Claro que no! ¡Para mí, idiota! –Le reprendió—. Tom mantiene que el aroma de tuti fruti no es varonil y pide coco. Yo pido coco. Coco –repitió por tercera vez ya a Roxane, quien le extendió la botellita deseada.
Un lindo frasco en tonos pastel que Bill abrió para catar con su olfato y al que le dio el visto bueno agregándolo a una pequeña cesta que el travesti les extendió.
—Alto… —Le detuvo el mayor—, ¿Me pretendes decir que venimos a una sex-shop a surtirnos como si fuera la compra del supermercado?
—Hummm… —Lo pensó Bill un momento—. Casi, verás… —Dijo buscando en sus pantalones. Le tendió la canastilla a George que no pudo sino sostenerla mientras Bill se sacaba una larga tira de papel y se la ponía de frente.
La caligrafía redonda que saltó a la vista dijo de primera mano que la letra pertenecía a Gustav, lo que hizo que a George se le derritiera el corazón; lo segundo, fue que en lugar de una epístola de amor, palabras como ‘pollo’, ‘leche, ‘papel higiénico’ y ‘manzanas’ sustituían el ‘te amo’ de regla.
—¿Qué es eso? –Preguntó sin entender del todo.
—La verdadera lista del supermercado, obvio. —Se guardó el papel en el bolso y sin tomar de nuevo la canastilla, empezó a curiosear alrededor con Roxane a la zaga sugiriendo productos—. Tú sabes que necesitábamos un pretexto para salir del autobús sin Tom o sin Gustav y pensé que ofrecernos para ir por las compras de la semana podría ser la excusa perfecta.
Señalaba un par de esposas de peluche y tras pedirlas en tono negro con detalles en rojo, le daba un codazo a George en el costado, porque lo veía un tanto decaído.
No que esperase verlo saltar de la sorpresa por todo el sitio y sentir que la tarjeta de crédito le quemaba un hoyo en sus jeans, pero al menos una simple reacción bastaría. Aprovechando entonces que Roxane había ido en búsqueda de un par de botas de vinilo negro de su número, le extendió ante los ojos dos películas porno.
—¿Qué dices? Bah, no necesitamos escatimar con dinero –y dando seguridad a su sentencia, vació el anaquel de películas porno en la canastilla que apenas pudo contener los productos—. Uf, creo que tendremos que usar otra de estas o dejar unas pocas.
—Oh no, por Dios que no –dijo de pronto Roxane, saliendo de detrás de un par de cortinas de lentejuela con las botas pedidas y chasqueando dedos—. Bruno, ven acá –a lo que su llamado atrajo a un tipo enorme de al menos dos metros de alto tanto como por ancho. Una auténtica mole de músculo y piel morena que con una reverencia tomó las compras de brazos de George y les siguió de cerca en el resto de su estadía en la tienda.
—Wow, esto es lo que llamo yo un servicio de primera –exclamó Bill con voz alegre—. Cada que estemos en la ciudad debemos venir.
—Sí claro –masculló George por primera vez en la hora y media que tenían curioseando por los pasillos atestados—, el lubricante de coco nunca dura mucho.
—No –suspiró Bill con pesar-. Culpa de la cantidad y la frecuencia.
El bajista casi se tuvo que resistir la tentación de darse en pleno rostro con la mano. Porque no era que las intenciones, buenas de verdad, por parte de Bill no fueran a funcionar, pero le cortaban mucho la inspiración.
El grandote de Bruno era el primer inconveniente y el segundo Bill, que revoloteaba como mariposa de flor en flor cada que encontraba algo nuevo. El lubricante, el porno gay y un látigo de color plata fueron precedidos por una colección de tangas adornadas en su parte delantera con elefantes, perritos, gatitos y para muy su horror, un plátano que conforme el miembro se ponía erecto, se iba abriendo. Había sido el acabose de aquella salida de no ser porque el encanto de Bill era superior a sus fuerzas y arrastrándole por el brazo, lo había conducido a la sección de libros y revistas.
Quizá eso fue lo que lo terminó convenciendo de realizar su primera compra con consentimiento cuando fueron a la caja y una muy sonriente Roxane les cobró lo anterior, y un par de libros ilustrados con posturas altamente garantizadas de funcionar, que George se negaba a alejar demasiado de su pecho.
Cuando llegaron al aparcamiento en el que el autobús estaba, Tom casi les saltó encima con la linterna y la macana eléctrica de Saki. Susto tremendo que hizo a George casi salir en reversa lo antes posible de no ser porque Bill le detuvo y le recordó con una mirada que debían ser discretos al respecto con las compras que traían y que debían meter a sus literas con sigilo sin confundir nada con lo que Gustav les había pedido.
—Ustedes dos… —Los señaló alternando la luz en los ojos de ambos—. Tardaron bastante, demasiado diría yo… No dudaría que olieran a alcohol, a humo de cigarrillos o quizá… —Olisqueó al aire—, ¡Bingo!
—¿Marihuana? –Tanteó Bill con un bostezo. Los pies le mataban tanto que no tenía ni ganas de iniciar una estúpida discusión con su gemelo sólo porque éste parecía sospechar de una relación más allá de la amistosa entre él y George.
—No, sexo. –Entrecerró los ojos—. ¿Tienes algo que decirme, Bill?
—Oh no, ahí vamos de nuevo –murmuró para sí, antes de acercarse a Tom y susurrarle algo al oído que le hizo perder el interés en su anterior hostilidad—. ¿Bien? –Preguntó para confirmar y recibió asentimientos de mascota bien entrenada.
—¿Qué le dijiste? –Le cuestionó el bajista cuando Tom entró el autobús y ellos dos esperaron su turno en la entrada—. ¿Fue lo del lubricante de coco para el nene? –Rió. Apostaba su alma a que era eso. Tan seguro estaba de tener las de ganar que hasta se convenció en un falso acuerdo de que de no serlo, iba a dejar que Gustav se lo hiciera a él… Si claro.
—Papel higiénico extra suave y perfumado –le guiñó un ojo—, el favorito de Tomi desde que Gustav no lo compra para ahorrar –agregó, y sin más entró.
—Oh, mierda…
Era la noche…
Tras una semana en carretera por lo que creía era la mitad de Europa y todos los baches del mundo, George al fin se encontraba en paz y soledad en una decente habitación de hotel que se alejaba de los gases, el espacio reducido y la poca privacidad que siete días y siete noches en litera ocasionaba.
Era un total alivio, pues su llegada a un cuarto con ducha propia venía acompañada de una mañana libre que pronosticaba que al menos no se iba a levantar sino hasta después del mediodía y no antes de un reparador sueño y una sesión de sexo.
—Sexo –saboreó en voz alta apenas cerró la puerta y lanzó su maleta sobre la cama muy dispuesto a preparar el ambiente adecuado.
Una semana de estudio con Bill al fin iba a servir para llevarse a la práctica ya que encontraba el tiempo y el lugar apropiado para ello.
La única pega, si es que se contaba como tal, era que por primera vez en semanas, no le tocaba compartir habitación con Gustav, pero eso no impedía nada. Así que apenas se instaló y encontró el cargador de su celular, le mandó un mensaje al baterista que sólo decía el número de su habitación y hora, para recibir apenas unos minutos después, una respuesta afirmativa.
Por tanto, sonrió con un sentimiento que lo invadía y que definía como la total alegría. No más, no menos.
“Quizá amor” pensaba un poco exaltado. Tomaba una toalla en el baño y tras desvestirse se sumergía en la tina al menos por tres cuartos de hora hasta que el vapor y el agua caliente eliminaban lo que él definía como aroma a ‘llanta quemada’ que les quedaba a todos en la piel luego de tantos días en carretera.
Salió escurriendo agua para contemplarse en el espejo y hacer algunas cuantas poses. Proceder a rasurarse la incipiente barba de dos días y aplicarse tanto crema humectante como loción para después del baño y lavarse los dientes.
Tarareó un poco mientras marcaba el ritmo con el peine y hasta movió sus caderas de lado a lado dejando que la toalla cayera a un costado y contemplando su cuerpo de pies a cabeza antes de apagar la luz y regresar a su habitación.
Según Bill, lo más importante era crear un ambiente propicio así que ordenó servicio a la habitación, que tras mucho oírle dudar al teléfono lo mismo que cambiar de orden al menos cinco veces sin decidirse por ninguna, le recomendaron el paquete de luna de miel que incluía un tazón de fresas, chocolate derretido en una fuente y dos botellas de champagne en hielo.
Acepó encantado y dispuesto a tachar en su lista de pendientes el siguiente paso: vestirse.
Para la ocasión había elegido finalmente la tanga amarilla que asemejaba un plátano y un saborizante de mente que Bill le dijo que noches atrás había sido “sumamente refrescante” en textuales palabras.
Para finalizar, luego de que el botones tocó a la puerta y dejó su pedido en el centro de la habitación, se decidió por una de las películas que habían comprado.
Bill y él habían pasado unas noches en vela y temerosos de ser atrapados mirando cada cinta con cuidado y tras descartar las que incluían más de dos personas, alguna sesión sadomasoquista o algo chocante o fuera de la norma, habían reducido las opciones a una simple y sencilla trama de una sala de masajes, dos chicos y un sexo plácido y sensual.
Justo lo que George quería para calentar un poco el ambiente y guiarse en el proceso de lo que él y su Gusti iban a hacer.
Así, sentado frente a la pantalla que mostraba las escenas sucederse una tras otra, con la comida y bebida lista, usando lo que creía la ropa indicada y con el libro de posturas a un lado, esperó que la hora indicada diera inicio.
—Ugh, Bill, es temprano –rogó Tom con ojos pesados.
Sentados en un oscuro rincón en el bar del hotel, los tres chicos habían pasado un final de tarde e inicio de noche bastante agradable entre vasos de cerveza y algún ocasional cóctel.
Nada fuera de lo normal a lo que solían hacer en aquellos días libres y quitando el detalle de las groupies pululando por todos lados, todo se asemejaba a cualquier día de juerga.
Casi… La taciturnidad de Gustav no era algo para tomarse a la ligera y menos si con cada vaso de alcohol se tornaba su mirada más y más oscura.
Para Tom era algo que le valía, literalmente, un pepinillo. “¡O dos, carajo!” le había asegurado a Bill mientras se dejaba arrastrar con rumbo al ascensor y se despedía de su amigo con una mano agitándose de lado a lado.
Para Bill, al contrario, una especie de mala señal. Porque sabedor de todo, George le había contado que esa era la noche, lo que luego de pasar varias horas al lado del baterista, no le parecía lo más adecuado. Quiso pensar un poco más en aquello, pero Tom, que lo tenía recargado contra el panel de los pisos, le besó el cuello y su sonrisa boba y ebria le hizo olvidar todo lo demás.
—Coco, enfermera… —Susurró antes de apropiarse de sus labios.
Gustav, quien se quedó al menos media hora más en el bar, tuvo tiempo suficiente de no emborracharse, pero si achispar más su estado con un par de caballitos de tequila que pretendió aligerar con un puñado de cacahuates.
Tenía una ‘cita’ si es que así se le podía llamar, con George y… Suspiró. Todo aquel asunto se estaba saliendo de control.
Pagó su cuenta dejando una generosa propina y a duras penas enfocó el camino hacía los elevadores o hacía donde creía que estaban porque por ahí había visto desaparecer a los gemelos. Claro que todo camino que ese par siguiera bien podría terminar en el armario del conserje para una sesión de besos y caricias, pero…
Chupó sus labios y encontró en ellos el sabor salado de los cacahuates.
No una sensación desagradable, pero no era la que esperaba. George sabía mejor y en concreto, era lo que deseaba.
Mientras esperaba el ascensor apoyó la frente contra las puertas metálicas y fue entonces que se percató de un dolo de cabeza. No se quería admitir ebrio o algo así, pero era vidente que lo estaba.
Apenas las puertas se abrieron y se encontró presionando el botón del piso elegido, se descubrió sudando y con las manos temblorosas.
No por ebriedad… Eran nervios.
El pensamiento de George le llegó de nuevo mezclado con un extraño sentimiento en el estómago, casi un dolor que le proporcionó un momentáneo pánico.
Una extraña agitación en el pecho que no era precisamente de su agrado; más parecido a lo que él creía un horrible accidente en auto y al dolor que podía producir.
—Mierda, mierda, mierda… —Repitió entre dientes cuando la puerta se abrió y se encontró en el vacío pasillo.
Salió con pasos torpes a cada lado y una especie de andar de pingüino que nada tenía de graciosa porque le hizo golpear con fuerza uno de los muros y casi caer.
Lo que en casi para Gustav venía a ser un caer por completo pero mantener la cabeza y el orgullo en lo alto.
Resignado pero por poco, optó por sentarse un momento y esperar que todo el alcohol que había bebido se pasara al menos lo suficiente para poder caminar sin tropezarse con sus propios pies.
Acción que le dio el tiempo suficiente para deprimirse y tomar conciencia de que el temblor de manos y esa línea de sudor que se formaba en su frente no eran sino nervios por lo que presentía en intenciones de George.
Toda una semana de experimentar juntos y de la que no se arrepentía, pero de la que sabía no habría vuelta de hoja porque lo que iba a seguir le iba a tener mordiendo la almohada y a George encima de su espalda resoplando contra su nuca.
Le invadieron unas nauseas que nada tenían que ver con una erección que le llegó de golpe, pero que lo asustó con esa misma intensidad.
Por ende, parpadeó y llegó a la conclusión de que tenía que hablarlo con el bajista antes de que fuera demasiado tarde.
Al primer par de golpes de la puerta, George saltó de su lugar en la alfombra y tras dar un rápido vistazo a la habitación y comprobar que todo estaba bien, recibió casi en brazos a Gustav, que ebrio se le vino encima con todo su peso.
—Creo que no puede ser… —Barbotó el rubio mientras era arrastrado a la cama y luchaba contra la somnolencia que le invadía al encontrarse tendido de espaldas en un mullido colchón.
Alzaba las manos para enfatizar sus palabras pero los intentos eran tan torpes que el peso las hizo caer contra su rostro y George no pudo sino encontrar un poco anormal todo aquello.
—Gus, hey Gus… —Le palmeó la mejilla con suavidad, tras cerrar la puerta y sentándose a su lado—. Haz empezado la fiesta sin mí, ¿No? –Preguntó para luego besarle los labios y encontrarse que por primera vez, Gustav giraba la cabeza para evitar su contacto—. ¿Qué pasa?
—No sé qué pretendes pero yo no… Yo no… —Farfulló en su punto álgido de ebriedad. Luchaba por hacerse entender contra todos los nervios que lo dominaban de que quería, pero sentía muy precipitado todo aquello.
Un aroma a fresas que le llegó de golpe como si apenas diera el primer respiro en la habitación y que le hizo abrir los ojos ante la grotesca imagen del televisor mostrando porno gay…
—Oh no, mierda –exclamó. Miró a George a lo que no pudo sino fruncir al verlo con… Esa jodida tanga amarilla que no podía identificar de su guardarropa y que aumentaba la sensación de anormalidad. Quizá fue ello o quizá no, pero lo cierto es que aunque lo lamentó por muchos años después de que sucedió, nunca pudo olvidar que se había cubierto los ojos con el brazo y había murmurado contra George unas agrias palabras—. No soy un marica de mierda como tú, joder, ni sé lo que pretendes conmigo o de mí…
—Uh, uh… —Tarareó Bill ante el espejo mientras se aplicaba una última línea de lip gloss y la esparcía con cuidado y coquetería ante su reflejo.Eso antes de que la puerta sonara en repetidos golpes y le alertara contra algo fuera de la norma ya que ni Tom ni él habían pedido servicio a la habitación y dado que eran pasadas de las horas de la medianoche, no podían sino ser malas noticias.Abrió para encontrarse a George, apenas usando un albornoz del hotel y luciendo fatal. –Tienes que dejar quedarme aquí –dijo sin tomar en cuenta que Bill apenas le había dejado un resquicio por la puerta sobre el cual asomarse.En definitiva no sólo malas noticias, sino pésimas. Eso tácito cuando George se dejaba caer bocabajo en la cama y revelaba que bajo su bata usaba cierta tanga amarilla que Bill recordaba y que sólo podía indicar que lo de Gustav había salido mal…—¡Buenas noches, enfermeraaa…! –Dijo Tom de pronto, abriendo la puerta del baño y saliendo con sólo una bata de doctor como toda prenda de vestir, un vibrador que asemejaba mucho un estetoscopio y un maletín en mano que seguramente tenía pomadas y lociones de todo tipo pero nada curativo o más alejado que lubricantes.Procedía a poner el grito en el cielo con sus quejas dejando caer el maletín en un sordo golpe y cerrando la bata por encima de su desnudez cuando Bill, vestido con un blanco y corto vestido de enfermera e incluso un gorro con una cruz roja en el centro, cruzó su dedo por sus labios y lo hizo dar media vuelta para entrar al baño.De paso casi tropezar, que el par de botas que había comprado en la sex-shop de Roxane eran de tacón tan alto que caminar con ellas, aunada a su ya metro ochenta y plus, daba vértigo.—Supongo que es un buenas noches, Bill –masculló Tom, diez minutos después, saliendo del baño ya en sus ropas diarias y sintiendo algo, por poco que fuera, de pena por George. No sexo esa noche y adiós a la fantasía del sexy doctor y la libidinosa enfermera al menos por esa noche lo que ya era una gran decepción, pero incluso para Tom y para su apretada entrepierna, había un claro entendimiento de que George sufría y de que Bill era la persona adecuada para cuidar de él esa noche.Cabeceando con tristeza, cerró la puerta tras de sí deseando con un poco de egoísmo ser él quien más necesitara a Bill y no George.