—Uh, uh –saltó Bill de su cama a la de George y aterrizó a un lado del bajista—, déjame adivinar. Al fin le has dicho a Gusti, ¿No? –Hundió su dedo en su costado e ignoró el retortijón que le produjo.
—Bill… —Barbotó el mayor a través de la almohada que abrazaba; le costaba mover la boca sin tragarse cabellos perdidos en la noche—. ¿De qué hablas?
—Tú, Gusti –canturreó—. Tom y yo los hemos dejado solos para ver si prosperaba algo y… ¡Auch! –Respondió el golpe con una energía similar y se dejó caer a un lado de George para susurrar en su oído—. Vale, los hemos dejado solos para nosotros tener nuestros asuntos, pero no me negarás que he ayudado en algo…
—Mmm –murmuró en respuesta. ¿Qué tipo de ayuda o de qué diablos hablaba cuando decía ayuda con un tono que era complaciente a su egoísmo? Ya bastante tenía solo para estropearse la vida como para que alguien más viniera, le diera una nueva vuelta al sartén y le untase más mierda con la que después se lamentara.
Primero Roxane y luego Bill, pero no quería ser injusto con ninguno de los dos si la culpa era enteramente suya y debía cargar con ella.
La cuestión era que no quería. Estaba irritado al punto de que sus dientes rechinaban en contra de su voluntad y presagiaban labios mordidos y encías sangrantes si no encontraba un auto control al cual asirse.
—… sexo alocado en el sofá… —Escuchó de pronto el mayor y tuvo que dejar de lado su miseria personal por un momento para abrir los ojos irritados y darle una mirada a Bill que indicaba su desconcierto del monólogo que suponía que le escuchaba. Claramente un ‘de—qué—caray—hablas’ que se puso en manifiesto con su ceja alzada—. ¿Lo ves? Ríes. Tienes esa mirada que pone Tom cuando… —Abrió la boca grande y con un gesto de fastidio que indicaba una de sus insanas experiencias de incesto y demás que de buenas a primeras no quería oír.
—Ok, ya entendí. –Se pasó el brazo por el rostro y tras un hondo suspiro, estuvo listo para enfrentar el mundo de nueva cuenta—. No sexo salvaje, no posturas antes jamás vistas en el kamasutra gay y no… ¿Cómo era?
Bill se frotó las manos. —¿No golpes de sillón que hicieran retumbar los cuatro muros del departamento?
El mayor tuvo que reprimir el impulso de darse en toda la cara con la mano.
—No, esos fueron ustedes –declaro con sencillez—. Con la cabecera de la cama si me permites agregar.
—Ops. –Bill puso dos dedos cuidadosamente manicurados sobre sus labios y pasó un brazo por la cintura de George al tiempo que lo abrazaba con firmeza y ternura en un paquete de dos por uno que no parecía fuera de lugar—. El punto es… ¿Lo besaste?
—No. –Aceptó el pellizco en el costado con resignación y cero intentos de venganza—. Bueno, creo que sí… Verás… —Hizo una pausa para acomodar sus ideas y dar forma y cuerpo a su relato de desgracias, pero se tomó bastante tiempo en ello, pues cuando se sintió preparado para ello, Bill ya estaba con el mentón en su hombro y mirando con atención. Tanto reflector encima suyo lo hicieron palidecer de terror y la lengua se le trabó sin remedio.
—Cuenta pues –le apremió el menor.
—Yo no lo besé, él me besó a mí.
—Eso es… —Bill contrajo los labios en una delgada línea y para ser él, el silencio que se extendió por la habitación como peste negra, fue alarma segura de lo grave que era todo—. Wow, ¿De verdad quieres que diga algo?
—Es horrible… —Gruñó y en el camino a las escaleras, se hicieron presentes unos pasos lentos y amortiguados—. Estoy muerto –dijo de la nada y se dio media vuelta en su cama. Bill casi salió despedido del borde del colchón y aunque se trataba de Tom con un sándwich en mano, el bajista se fingió dormido.
No mucho. En algún punto de esa tarde que se convertía noche, los ojos le pesaron y la loza que le había caído encima se aligeró lo bastante como para dejar ir un poco su angustia y permitir la entrada de otro tipo de sentimientos. Ciertamente la paz no llegó, pero tampoco las ganas de irse a colgar en algún poste, así que estaba bien.
Hizo caso omiso de los demás ruidos y sin tomarse la molestia de quitarse los zapatos, quedó al final dormido en un penoso sueño.
—George, cariño –tarareó una voz en su oído. Apretó los ojos antes de abrirlos y encontrarse con el amanecer un poco entrado por la ventana. Calculó al menos las siete de la mañana o acaso más de doce horas continuas de sueño. Su mal aliento y la sequedad en la garganta eran una prueba tangible cuando intentaba murmurar algo en respuesta y sus intentos sonaban a animal agonizante—. Vamos, es hora de levantarse y lucir lindo.
Una mano atrevida que jugaba con ese molesto mechón de pelo que solía caer en su nariz por las noches lo hacía fruncir el ceño y palmotear al aire con la esperanza de librarse de semejante toque.
—Ugh. –Hizo sendos puños sobre las sábanas y su intento de impulsarse se vio disminuido por un peso considerable en la espalda—. El techo me ha caído encima.
—Georgie, ya es tarde y mamá se va a molestar contigo.
Eso bastó. Era Bill. Sólo él tenía la indecencia de joder a quien dormía, en esas raras ocasiones, más que él. En dado caso de que fuera su turno de ser molestado se portaba como una fiera defendiendo sus horas de sueño, las cuales había declarado patrimonio de la humanidad. Claro, pero cuando no era su turno se ponía peor que crío exigiendo un desayuno elaborado un sábado por la mañana.
—Cabrón, tengo sueño –dijo venciendo la pastosidad de la boca y preguntándose si escupiría una bola de pelos como solían hacer los gatos o debía tragar hasta sentir que la el regusto amargo desaparecía—. ¿Qué horas son?
—Muy tarde para estar en cama.
—¡Bill! –Ese era Tom y George sintió alivio instantáneo cuando se lo quitó de encima y ambos se enfrascaron en su primera discusión matutina. Era un alivio.
Girando de costado y sin tomarse la molestia de enterarse de nada, bostezó para disponerse a dormir. Sueño frustrado en su totalidad cuando unas manos de dedos helados se colaron bajo su camiseta y lo hicieron dar un respingo.
—¡Qué demonios…! –Gritó alarmado. Se sentó de golpe y el colchón rechinó en son de advertencia. Su pierna, al estirarse, dio con algo duro.
No había remedio más que abrir los ojos y enfrentarse con la poca halagüeña realidad de que se iban. Las maletas estaban amontonadas por encima de todas las camas y eso incluía la suya, aunque el dormía hasta hacía apenas unos minutos.
Para ser un único fin de semana libre, en verdad que el equipaje se había excedido. La causa era Bill en su mayoría, pero era de admitirse con rubor en las mejillas y caritas de vergüenza que los demás no se quedaban atrás.
Tom cargaba sus gorras a todos lados y al menos diez cambios siempre posibles de combinar entre sí. No excepción a esa sagrada regla, como él solía decirle. El mismo George se la respetaba, pues entre sus bultos reconocidos, se encontraba su siempre fiel secadora y al menos unos diez kilos en demás productos que controlaran sus ondas, rizos en formación y puntas maltratadas…
Bostezando y tallándose los ojos en un único movimiento mal coordinado, no le quedaba de otra sino admitir que los tres contribuían de una manera insalubre no sólo al deterioro de la capa de ozono o a las fiebres consumistas, sino al uso de espalda biónica por parte de los maleteros que sudaban la gota gorda cada que los transportaban de un sitio a otro. Esos hombres anónimos eran dignos de admiración.
El único que se escapaba de la enfermedad de ratón usurero era Gustav y a veces ni él resistía el impulso de cargar con objetos innecesarios. Para prueba, su maletín que yacía en el suelo, mostraba una entera colección bandas para el sudor que no se acabarían ni usando una por cada día del año.
El recuerdo de su rubio amigo no le golpeó en el mismo instante en que vio sus objetos regados por la habitación, sino cuando apreció que caminaba en toalla y húmedo por una rápida ducha. No tanto como debería.
George ciertamente sintió una aceleración en el pulso sanguíneo y con tan mala suerte que ésta se acumuló en sus pantaloncillos, pero bastó una evasión de su parte para perder toda su rigidez y quedarse con la sensación del chico que se excita viendo a un familiar cercano bajo una nueva luz sexual y luego siente los remordimientos punzando con culpa en su interior.
—Buenos días –dijo Gustav al pasar a su lado e inclinarse ante su maleta hecha a medias. ¿Rastros de ‘algo’? Nada. ¿Qué era el mencionado ‘algo’? Lo que fuera.
George atisbó su expresión en búsqueda de cualquier señal por más mínima que fuera, pero se dio de narices con la extrema cortesía y una timidez inusitada. Apenas en toalla, pero había que admirarle al baterista la presencia de ánimo que tenía para no temblar ni dejar entrever nada de lo que el día anterior había acontecido.
—Buenos días –respondió por igual y de un salto se alejó de la cama con rumbo al baño. Quizá no una ducha, sino un turno rápido entre su fiel mano y él para aliviar su malestar matutino, pero se le fue la inspiración apenas tanteó bajo su ropa interior y se encontró tan ausente que carecía de sentido.
A único recurso, le quedó lavarse el rostro y prepararse para salir.
Si a David Jost se le preguntaba el motivo de su orgullo y su clave en el éxito para una carrera fructífera y plagada de estrellas brillantes en el firmamento, divagaría.
Hablaría sin parar de su ojo visionaría que le mostraba lo que el público quería y lo que vendería entradas suficientes para llenar todos los estadios del mundo. También de su toque de Midas al tocar a cualquier persona común con un poco de chispa para convertirla en la nueva estrella del género musical que le viniese en gana.
La lista se podía extender larga y extensa a lo largo de todos los pasillos de la disquera y no distaba mucho de lo que era la realidad y la fanfarronería, pero ebrio o molesto, admitía la verdad: su sensibilidad extrema para detectar los problemas a la primera, fueran de la índole que fueran, y erradicarlos cual cucaracha en departamento nuevo y recién amueblado.
—¡Y una mierda! –Gritaba. Segundo punto: molesto, muy molesto.
Su vena circundante a la zona del cuello amenazaba con estallar igual que su mal genio y ambos elementos no presagiaban más que una ley universal de la cual los que lo rodeaban ya habían aprendido antes algo valioso: “Mi cabeza rueda, las suyas también porque quiero y porque quiero”.
—Perdón –era el tanteo de Tom, casi por inercia. Por seguridad, siempre era él quien empezaba la retahíla de disculpas cuando algo salía mal porque al menos el 75% de los problemas le correspondían. Algo muy merecedor de respeto si se tomaba en cuenta que era la otra cara de la moneda si apenas representaba un cuarto del cuerpo total de la banda.
Mano al aire y despedida. Sonrisa de alivio que no era con él la bronca y eso le dejaba la oportunidad de dejarse caer en el sillón y con guitarra en mano, tantear una pequeña cancioncilla de burla. Fuera quien fuera el culpable de la furia de David Jost, más le valía empezar a correr.
La opción no parecía tan descabellada, pero la desventaja principal era correr y tarde o temprano ser atrapado. Ya no tenían cinco años y huían de comer las verduras del mediodía. Recibir lo merecido era la ley de la vida.
Los culpables alzaron manos de culpa, pero bajaron los rostros a la par.
George y Gustav, que no se habían estado precisamente evitando, pero que a falta de palabras intercambiadas o estancias en la misma habitación más allá de lo sumamente necesario e imposible de eludir, se habían cargado en el ensayo de la tarde en malas notas y silencios tensos.
—¿Me perdí de algo? –Preguntó Bill, muy ajeno al alboroto. Se quitaba los auriculares y bajaba las hojas sobre las cuales leía las nuevas letras para mirar un espectáculo que le resultaba familiar, pero desde otra perspectiva. Era más común que él y Tom ocuparan esos lugares y tener la dicha de no serlo por al menos una vez, le regocijaba. La recriminación la tenían ganada y los haría pensar al respecto para solucionar asuntos o eso esperaba con grandes esperanzas—. Anda, voy por las botanas que esto pinta interesante…
Sábado en la noche y momento de relax total. Rumbo a la barra, George eludía sus sombríos pensamientos de una semana de mierda desde aquel beso, saludando al desvelo con buena cara. Eso hasta encontrarse atrapado en un movimiento de sujeción del que se iba a librar sin un segundo pensamiento, pero del que no pudo hacer nada por ver un rostro vagamente familiar.
—Hey, hola. –La chica parpadeó bajo las luces de neón encendiendo y apagando al ritmo de la música y a George le costó reconocerla. Con tragos de menos por parte de ambos, no se le podía juzgar si de primera mano no daba con la imagen mental que creía tener de ella—. ¿No me recuerdas, extraño? –Besos en ambas mejillas que el bajista correspondió en un estupor impropio de él.
La boca de George en el suelo… ¿Roxane no era rubia? Alto, ¿Qué no Roxane era… Una chica? Extendió la mano por inercia y el par de pechos que tocó eran tan reales. Si no eran obra de la naturaleza, él se comprometería a ir al mismo cirujano y ponerse un par en un lugar escondido bajo la ropa pero del que pudiera dar buen uso. Eran suaves y firmes al tacto; nada falsas, tenía que admitir.
—Tontito –le palmoteó la mano con dulzura pero decisión—, aquí no.
Agitó su cabello al aire y George apreció detalles que con un par de grados de alcohol en la sangre, se solía pasar por el arco del triunfo. Los pechos eran sublimes y Roxane tenía unas piernas que merecidas horas de depilación y aeróbics habían moldeado hasta dejar extremidades firmes y bien conformadas para el deleite visual y táctil, pero eso no quitaba… Parpadeó reprimiendo la extrañeza.
—Disculpa –tartamudeó—, ¿Roxane? –Se le fue lo que iba a decir apenas asintió y puso una cara de encanto total al ver que la recordaba. O lo recordaba, fuera el caso que fuera. Era tan desconcertante todo aquello, que perderse en minucias era una estupidez de las grandes.
—Perdonarás mi indiscreción, pero… —Batió pestañas y George no tuvo de otra que asombrarse por la piel suave de su rostro, sus dientes blancos, su cuello pálido y largo expuesto a la vista.
Todo era irreal y le daban ganas de pescar una buena melopea hasta olvidarse de su nombre, no sólo del hecho de que Roxane tenía un bulto altamente sospechoso bajo la ceñida falda.
—¿Sí? –Aceptó el abrazo y el cuerpo que se colgaba al suyo, incluso por ridículos que parecieran, que medía al menos diez centímetros menos que Roxane y los tacones altos únicamente servían para acentuar el rasgo.
—¿Está Gusti por aquí? –Mueca por parte del bajista. Estaba, pero también lo evitaba o se evitaban. Lo que fuera—. Me bastaría con verlo, no importa que no me firme nada, a menos que… —Se presionó ambas manos sobre los pechos y su gesto se volvió obsceno—, ya sabes, Gus… Tav… Una sílaba a cada lado y las unimos con un corazón… —Rió como posesa y a George le dieron ganas de correr a la barra por la primera ronda de bebidas fuertes—. ¿O qué tal Gus… Ti…?
Gusti. Cierto. George tuvo que verle el lado gracioso a todo y vaya que lo tenía con las ironías de la vida, pero no estaba muy apto para soltar una carcajada que le hiciera doler el estómago. Necesitaba valor y desvergüenza para ello; necesitaba al menos unas tres copas seguidas una de otra.
Necesitaba de Gusti…
Bill en definitiva encontró en Roxane lo que no encontraba en los otros chicos de la banda: una masculina compañía que se inclinaba a expresar su lado femenino.
Tras intercambiar bromas y labial en el baño de damas, habían acompañado a George uno de cada lado y lo habían llenado de besos pegajosos en las mejillas y abrazos torpes productos de la ebriedad que corría a cargo del barman.
Tom, dándolos por perdidos en la bebida, había optado por mostrarse indulgente. Con una mano en la rodilla de Bill, controlaba lo más escandaloso de su comportamiento y lo mantenía a raya de subirse a la mesa y hacer alguna especie de danza exótica que prefería reservar para la privacidad de su intimidad.
De Roxane ya era otro cuento. De ella o él, o quien fuera, George se encargaba con una curiosa bebida morada en mano y un pie agitándose al aire al son de la música.
Así habían pasado los cuatro una noche que culminaba a las doce en punto con una nueva cubeta de la cual sacaban una botella nueva y sin descorchar y devolvían con una ‘regalo’ nada agradable que George se dignaba a entregar.
—El bebé necesita un babero –balbuceó Bill, apartando un mechón de pelo de su frente y dando un vistazo a Tom, que lo tenía casi sentado en sus piernas y afianzado con un brazo en torno a la cintura.
—Guh. Mi boca sabe a… —Por la mente del bajista pasaron palabras de todo tipo menos de índole fino para definir el sabor que le llegó de improviso y que se enjugó con el antebrazo—. Mierda, sabe a mierda.
—¿Cuándo has…? –Empezó Bill, pero los ojos se le entrecerraron con modorra y apoyando el mentón en el hombro de su gemelo, se sumió en un agradable sopor. Aún seguía consciente, pero muy ajeno a lo que acontecía su alrededor. En su cabeza, la música del atestado local, ya se había apagado.
—Este joven caballero necesita refrescarse –se disculpó Roxane con una expresión contrita y apenada—. Volvemos en un minuto.
Salió del privado en el que estaban y arrastrando a George casi sobre sus hombros, lo llevó por los bordes del lugar evitando así las aglomeraciones de bailarines que abundaban por todos lados. Incluso así, uno muy entusiasta les dio con el codo en el costado, pero entendió de buenas a primeras que si lo volvía a hacer, George le iba a vaciar el estómago, así que se alejó de ellos con la nariz en alto y con cara de estar oliendo estiércol.
—Vaya tipejo –masculló Roxane apenas llegaron a los baños—. Cariño, tú el tuyo, yo el mío. –George iba a agregar que era el mismo, pero un dedo de uña larga se posó con delicadeza en sus labios y lo silenció antes de pronunciar una sílaba—. No, ni lo digas. Soy una dama y exijo tu respeto, Georgie querido. Tú este baño –abrió la puerta con el pie y con un poco de divertida repulsión para luego empujarlo al interior—, y yo éste. Todos contentos y felices.
¿Se podía rebatir aquello? George negó la cabeza para sí mismo y trastabillo al entrar el baño. Puso especial cuidado en no caer pues sus pisadas chapoteaban y dudaba que lo único que hubiese en el suelo fuera agua. Por descontado que no.
Ya en el interior, la náusea amainó, pero era comprensible: nunca había sentido ganas de vomitar. Su devolución de tripas en la cubeta de hielo había sido de un impulso corporal y ya más despejado tras el esfuerzo de caminar y amortiguado tras la puerta del atronador sonido de la música, podía pensar con coherencia.
Primeramente, que el espejo que tenía enfrente era terrible. La luz blanquecina resaltaba cada imperfección y no había peor juez que uno mismo. Se sentía como lucía: ebrio y desaseado. Un poco menos de etiquetas de marca en su ropa y pasaría por algún vagabundo con un buen corte y que vestía a la moda.
En segundo término… Cohibido. Observado.
Reflejado con odiosa nitidez, estaba Gustav detrás. Sentado en una de las cabinas con retrete y la puerta abierta. Observándolo con el ceño fruncido y expresión escrutadora parecía haber estado en ese lugar desde hacía ya un rato. De tenerlo más cerca, hasta consideraría paranoico pensar que ese alzamiento de nariz era para apreciar cuán ebrio estaba, pero no se equivocaba para nada. Bastantes años juntos ya les hacía conocerse cada maña y treta y un mes de haber cambiado en parte la relación, no desechaba lo anterior como un simple batido de hojas al viento. Jamás.
—Estás directo a tirar al bote de la basura –comentó. Se levantaba de su asiento y se acercaba con naturalidad hasta estar a un lado y abrir el grifo de agua para lavarse las manos. Presionó en el surtidor de jabón, pero nada salió—. Puf, paga uno bastante en la entrada y no hay jabón de manos. Joder.
—Ni papel de baño –secundó el bajista. Desde su puesto de vigía frente al espejo, veía carencia de algo con qué secarse las manos—. El lugar apesta.
Se dio un sobresalto. Gustav lo miraba con intensidad a través de los reflejos gemelos que tenían al frente y parecía divertido sin dejar entrever razones.
—Qué –farfulló con lengua torpe.
Quiso correr por la puerta o encerrarse en alguno de los retretes para huir de todo lo que le producía incomodidad y picazón, pero los pies estaban firmes al suelo y la parálisis que lo dominó, se apoderó de su cuerpo del todo.
Extrañamente, la mano que rozó su mejilla fue dulce y cálida. Un pulgar que presionó sus labios y se hundió un poco en la humedad. En un principio con curiosidad, pero luego la faz de Gustav se oscureció bajo sus propias sombras y su contacto pareció fuera de lugar.
Lo mismo el beso que le dio. En un principio torpe y sus narices colisionaron con fuerza suficiente para repelerlos el uno del otro, pero el segundo intento remedió lo anterior. Una mirada mutua de ‘no lo eches a perder, cabrón’ y sus bocas se abrieron en tiempos idénticos y paralelos.
Para George fue un amarre justo en el pecho. Echar soga de sus emociones y ahorcarlas en una manera placentera, porque disfrutaba lo que estaba pasando. El aliento de Gustav era fresco y con atisbos de algún dulce de canela con manzanas que le supo a maravilla. Era mejor que el típico mentolado y ardía contra su paladar.
Su duda era si la experiencia era recíproca. Aún sentía su propio vómito y el besar las borracheras ajenas no era delicia de nadie en el mundo o eso creía, pero al rubio no parecía importarle gran cosa. A manera de prueba, ambas manos se afianzaban en sus mejillas y se alejaba por aliento el tiempo necesario para regresar y tras pausados besos en los que sus labios húmedos se encontraron, retornar a la profundidad antes experimentada.
Sus lenguas tanteándose con cuidado y una delicadeza impropia que daba a su beso algo de ternura y a la vez un aire de una primera vez… Lo era en cierto modo, al menos tras los fallidos intentos anteriores y las malas sorpresas de no ser besos deseados y pese a ello ser mal planeados, pero el momento era diferente.
George lo podía decir y tenía certeza de que Gustav podía hacer lo propio si se tomaban la molestia de tomar aire nuevo y decirlo.
Gradualmente, fue lo que pasó. La lentitud y la laxitud en el abrazo en el que se encontraban fue perdiendo más y más energía hasta dejarlos a escasos centímetros uno del otro y escrutando lo que podía ser el rompimiento de la ilusión.
El primero que hablase llevaba consigo el riesgo de decir una maravilla o cagarla sin remedio. Era… Complicado. George no se sentía listo para ello y fue por eso que parpadeó con nervios y ansías incontrolables.
—Estás ebrio –dijo Gustav sin más. Se rascó un poco al borde del ojo y sin mediar palabra, salió del baño.
George se quedó en silencio tratando de asimilar lo ocurrido y barajando la posibilidad de en realidad estar tirado en el suelo de ese cochino baño, con el agua que no lo era del todo, mojando su espalda e ido por el alcohol. Podía ser… Quizá… Pero el grito parecido a un chillido que escuchó en el exterior rompió su escasa ilusión y le hizo caer casi de cabeza en la realidad.
El beso había sucedido… Preguntas sin respuesta, después.
Salió aturdido y con las piernas temblando para ver a Roxane con el teléfono móvil en mano y haciendo intentos de enfocar en sus pechos con la cámara.
El flash fue lo bastante potente para iluminar la firma entre sus senos de ‘Gus♥Ti’ con labial y hacerle soltar una carcajada…
—Bill… —Barbotó el mayor a través de la almohada que abrazaba; le costaba mover la boca sin tragarse cabellos perdidos en la noche—. ¿De qué hablas?
—Tú, Gusti –canturreó—. Tom y yo los hemos dejado solos para ver si prosperaba algo y… ¡Auch! –Respondió el golpe con una energía similar y se dejó caer a un lado de George para susurrar en su oído—. Vale, los hemos dejado solos para nosotros tener nuestros asuntos, pero no me negarás que he ayudado en algo…
—Mmm –murmuró en respuesta. ¿Qué tipo de ayuda o de qué diablos hablaba cuando decía ayuda con un tono que era complaciente a su egoísmo? Ya bastante tenía solo para estropearse la vida como para que alguien más viniera, le diera una nueva vuelta al sartén y le untase más mierda con la que después se lamentara.
Primero Roxane y luego Bill, pero no quería ser injusto con ninguno de los dos si la culpa era enteramente suya y debía cargar con ella.
La cuestión era que no quería. Estaba irritado al punto de que sus dientes rechinaban en contra de su voluntad y presagiaban labios mordidos y encías sangrantes si no encontraba un auto control al cual asirse.
—… sexo alocado en el sofá… —Escuchó de pronto el mayor y tuvo que dejar de lado su miseria personal por un momento para abrir los ojos irritados y darle una mirada a Bill que indicaba su desconcierto del monólogo que suponía que le escuchaba. Claramente un ‘de—qué—caray—hablas’ que se puso en manifiesto con su ceja alzada—. ¿Lo ves? Ríes. Tienes esa mirada que pone Tom cuando… —Abrió la boca grande y con un gesto de fastidio que indicaba una de sus insanas experiencias de incesto y demás que de buenas a primeras no quería oír.
—Ok, ya entendí. –Se pasó el brazo por el rostro y tras un hondo suspiro, estuvo listo para enfrentar el mundo de nueva cuenta—. No sexo salvaje, no posturas antes jamás vistas en el kamasutra gay y no… ¿Cómo era?
Bill se frotó las manos. —¿No golpes de sillón que hicieran retumbar los cuatro muros del departamento?
El mayor tuvo que reprimir el impulso de darse en toda la cara con la mano.
—No, esos fueron ustedes –declaro con sencillez—. Con la cabecera de la cama si me permites agregar.
—Ops. –Bill puso dos dedos cuidadosamente manicurados sobre sus labios y pasó un brazo por la cintura de George al tiempo que lo abrazaba con firmeza y ternura en un paquete de dos por uno que no parecía fuera de lugar—. El punto es… ¿Lo besaste?
—No. –Aceptó el pellizco en el costado con resignación y cero intentos de venganza—. Bueno, creo que sí… Verás… —Hizo una pausa para acomodar sus ideas y dar forma y cuerpo a su relato de desgracias, pero se tomó bastante tiempo en ello, pues cuando se sintió preparado para ello, Bill ya estaba con el mentón en su hombro y mirando con atención. Tanto reflector encima suyo lo hicieron palidecer de terror y la lengua se le trabó sin remedio.
—Cuenta pues –le apremió el menor.
—Yo no lo besé, él me besó a mí.
—Eso es… —Bill contrajo los labios en una delgada línea y para ser él, el silencio que se extendió por la habitación como peste negra, fue alarma segura de lo grave que era todo—. Wow, ¿De verdad quieres que diga algo?
—Es horrible… —Gruñó y en el camino a las escaleras, se hicieron presentes unos pasos lentos y amortiguados—. Estoy muerto –dijo de la nada y se dio media vuelta en su cama. Bill casi salió despedido del borde del colchón y aunque se trataba de Tom con un sándwich en mano, el bajista se fingió dormido.
No mucho. En algún punto de esa tarde que se convertía noche, los ojos le pesaron y la loza que le había caído encima se aligeró lo bastante como para dejar ir un poco su angustia y permitir la entrada de otro tipo de sentimientos. Ciertamente la paz no llegó, pero tampoco las ganas de irse a colgar en algún poste, así que estaba bien.
Hizo caso omiso de los demás ruidos y sin tomarse la molestia de quitarse los zapatos, quedó al final dormido en un penoso sueño.
—George, cariño –tarareó una voz en su oído. Apretó los ojos antes de abrirlos y encontrarse con el amanecer un poco entrado por la ventana. Calculó al menos las siete de la mañana o acaso más de doce horas continuas de sueño. Su mal aliento y la sequedad en la garganta eran una prueba tangible cuando intentaba murmurar algo en respuesta y sus intentos sonaban a animal agonizante—. Vamos, es hora de levantarse y lucir lindo.
Una mano atrevida que jugaba con ese molesto mechón de pelo que solía caer en su nariz por las noches lo hacía fruncir el ceño y palmotear al aire con la esperanza de librarse de semejante toque.
—Ugh. –Hizo sendos puños sobre las sábanas y su intento de impulsarse se vio disminuido por un peso considerable en la espalda—. El techo me ha caído encima.
—Georgie, ya es tarde y mamá se va a molestar contigo.
Eso bastó. Era Bill. Sólo él tenía la indecencia de joder a quien dormía, en esas raras ocasiones, más que él. En dado caso de que fuera su turno de ser molestado se portaba como una fiera defendiendo sus horas de sueño, las cuales había declarado patrimonio de la humanidad. Claro, pero cuando no era su turno se ponía peor que crío exigiendo un desayuno elaborado un sábado por la mañana.
—Cabrón, tengo sueño –dijo venciendo la pastosidad de la boca y preguntándose si escupiría una bola de pelos como solían hacer los gatos o debía tragar hasta sentir que la el regusto amargo desaparecía—. ¿Qué horas son?
—Muy tarde para estar en cama.
—¡Bill! –Ese era Tom y George sintió alivio instantáneo cuando se lo quitó de encima y ambos se enfrascaron en su primera discusión matutina. Era un alivio.
Girando de costado y sin tomarse la molestia de enterarse de nada, bostezó para disponerse a dormir. Sueño frustrado en su totalidad cuando unas manos de dedos helados se colaron bajo su camiseta y lo hicieron dar un respingo.
—¡Qué demonios…! –Gritó alarmado. Se sentó de golpe y el colchón rechinó en son de advertencia. Su pierna, al estirarse, dio con algo duro.
No había remedio más que abrir los ojos y enfrentarse con la poca halagüeña realidad de que se iban. Las maletas estaban amontonadas por encima de todas las camas y eso incluía la suya, aunque el dormía hasta hacía apenas unos minutos.
Para ser un único fin de semana libre, en verdad que el equipaje se había excedido. La causa era Bill en su mayoría, pero era de admitirse con rubor en las mejillas y caritas de vergüenza que los demás no se quedaban atrás.
Tom cargaba sus gorras a todos lados y al menos diez cambios siempre posibles de combinar entre sí. No excepción a esa sagrada regla, como él solía decirle. El mismo George se la respetaba, pues entre sus bultos reconocidos, se encontraba su siempre fiel secadora y al menos unos diez kilos en demás productos que controlaran sus ondas, rizos en formación y puntas maltratadas…
Bostezando y tallándose los ojos en un único movimiento mal coordinado, no le quedaba de otra sino admitir que los tres contribuían de una manera insalubre no sólo al deterioro de la capa de ozono o a las fiebres consumistas, sino al uso de espalda biónica por parte de los maleteros que sudaban la gota gorda cada que los transportaban de un sitio a otro. Esos hombres anónimos eran dignos de admiración.
El único que se escapaba de la enfermedad de ratón usurero era Gustav y a veces ni él resistía el impulso de cargar con objetos innecesarios. Para prueba, su maletín que yacía en el suelo, mostraba una entera colección bandas para el sudor que no se acabarían ni usando una por cada día del año.
El recuerdo de su rubio amigo no le golpeó en el mismo instante en que vio sus objetos regados por la habitación, sino cuando apreció que caminaba en toalla y húmedo por una rápida ducha. No tanto como debería.
George ciertamente sintió una aceleración en el pulso sanguíneo y con tan mala suerte que ésta se acumuló en sus pantaloncillos, pero bastó una evasión de su parte para perder toda su rigidez y quedarse con la sensación del chico que se excita viendo a un familiar cercano bajo una nueva luz sexual y luego siente los remordimientos punzando con culpa en su interior.
—Buenos días –dijo Gustav al pasar a su lado e inclinarse ante su maleta hecha a medias. ¿Rastros de ‘algo’? Nada. ¿Qué era el mencionado ‘algo’? Lo que fuera.
George atisbó su expresión en búsqueda de cualquier señal por más mínima que fuera, pero se dio de narices con la extrema cortesía y una timidez inusitada. Apenas en toalla, pero había que admirarle al baterista la presencia de ánimo que tenía para no temblar ni dejar entrever nada de lo que el día anterior había acontecido.
—Buenos días –respondió por igual y de un salto se alejó de la cama con rumbo al baño. Quizá no una ducha, sino un turno rápido entre su fiel mano y él para aliviar su malestar matutino, pero se le fue la inspiración apenas tanteó bajo su ropa interior y se encontró tan ausente que carecía de sentido.
A único recurso, le quedó lavarse el rostro y prepararse para salir.
Si a David Jost se le preguntaba el motivo de su orgullo y su clave en el éxito para una carrera fructífera y plagada de estrellas brillantes en el firmamento, divagaría.
Hablaría sin parar de su ojo visionaría que le mostraba lo que el público quería y lo que vendería entradas suficientes para llenar todos los estadios del mundo. También de su toque de Midas al tocar a cualquier persona común con un poco de chispa para convertirla en la nueva estrella del género musical que le viniese en gana.
La lista se podía extender larga y extensa a lo largo de todos los pasillos de la disquera y no distaba mucho de lo que era la realidad y la fanfarronería, pero ebrio o molesto, admitía la verdad: su sensibilidad extrema para detectar los problemas a la primera, fueran de la índole que fueran, y erradicarlos cual cucaracha en departamento nuevo y recién amueblado.
—¡Y una mierda! –Gritaba. Segundo punto: molesto, muy molesto.
Su vena circundante a la zona del cuello amenazaba con estallar igual que su mal genio y ambos elementos no presagiaban más que una ley universal de la cual los que lo rodeaban ya habían aprendido antes algo valioso: “Mi cabeza rueda, las suyas también porque quiero y porque quiero”.
—Perdón –era el tanteo de Tom, casi por inercia. Por seguridad, siempre era él quien empezaba la retahíla de disculpas cuando algo salía mal porque al menos el 75% de los problemas le correspondían. Algo muy merecedor de respeto si se tomaba en cuenta que era la otra cara de la moneda si apenas representaba un cuarto del cuerpo total de la banda.
Mano al aire y despedida. Sonrisa de alivio que no era con él la bronca y eso le dejaba la oportunidad de dejarse caer en el sillón y con guitarra en mano, tantear una pequeña cancioncilla de burla. Fuera quien fuera el culpable de la furia de David Jost, más le valía empezar a correr.
La opción no parecía tan descabellada, pero la desventaja principal era correr y tarde o temprano ser atrapado. Ya no tenían cinco años y huían de comer las verduras del mediodía. Recibir lo merecido era la ley de la vida.
Los culpables alzaron manos de culpa, pero bajaron los rostros a la par.
George y Gustav, que no se habían estado precisamente evitando, pero que a falta de palabras intercambiadas o estancias en la misma habitación más allá de lo sumamente necesario e imposible de eludir, se habían cargado en el ensayo de la tarde en malas notas y silencios tensos.
—¿Me perdí de algo? –Preguntó Bill, muy ajeno al alboroto. Se quitaba los auriculares y bajaba las hojas sobre las cuales leía las nuevas letras para mirar un espectáculo que le resultaba familiar, pero desde otra perspectiva. Era más común que él y Tom ocuparan esos lugares y tener la dicha de no serlo por al menos una vez, le regocijaba. La recriminación la tenían ganada y los haría pensar al respecto para solucionar asuntos o eso esperaba con grandes esperanzas—. Anda, voy por las botanas que esto pinta interesante…
Sábado en la noche y momento de relax total. Rumbo a la barra, George eludía sus sombríos pensamientos de una semana de mierda desde aquel beso, saludando al desvelo con buena cara. Eso hasta encontrarse atrapado en un movimiento de sujeción del que se iba a librar sin un segundo pensamiento, pero del que no pudo hacer nada por ver un rostro vagamente familiar.
—Hey, hola. –La chica parpadeó bajo las luces de neón encendiendo y apagando al ritmo de la música y a George le costó reconocerla. Con tragos de menos por parte de ambos, no se le podía juzgar si de primera mano no daba con la imagen mental que creía tener de ella—. ¿No me recuerdas, extraño? –Besos en ambas mejillas que el bajista correspondió en un estupor impropio de él.
La boca de George en el suelo… ¿Roxane no era rubia? Alto, ¿Qué no Roxane era… Una chica? Extendió la mano por inercia y el par de pechos que tocó eran tan reales. Si no eran obra de la naturaleza, él se comprometería a ir al mismo cirujano y ponerse un par en un lugar escondido bajo la ropa pero del que pudiera dar buen uso. Eran suaves y firmes al tacto; nada falsas, tenía que admitir.
—Tontito –le palmoteó la mano con dulzura pero decisión—, aquí no.
Agitó su cabello al aire y George apreció detalles que con un par de grados de alcohol en la sangre, se solía pasar por el arco del triunfo. Los pechos eran sublimes y Roxane tenía unas piernas que merecidas horas de depilación y aeróbics habían moldeado hasta dejar extremidades firmes y bien conformadas para el deleite visual y táctil, pero eso no quitaba… Parpadeó reprimiendo la extrañeza.
—Disculpa –tartamudeó—, ¿Roxane? –Se le fue lo que iba a decir apenas asintió y puso una cara de encanto total al ver que la recordaba. O lo recordaba, fuera el caso que fuera. Era tan desconcertante todo aquello, que perderse en minucias era una estupidez de las grandes.
—Perdonarás mi indiscreción, pero… —Batió pestañas y George no tuvo de otra que asombrarse por la piel suave de su rostro, sus dientes blancos, su cuello pálido y largo expuesto a la vista.
Todo era irreal y le daban ganas de pescar una buena melopea hasta olvidarse de su nombre, no sólo del hecho de que Roxane tenía un bulto altamente sospechoso bajo la ceñida falda.
—¿Sí? –Aceptó el abrazo y el cuerpo que se colgaba al suyo, incluso por ridículos que parecieran, que medía al menos diez centímetros menos que Roxane y los tacones altos únicamente servían para acentuar el rasgo.
—¿Está Gusti por aquí? –Mueca por parte del bajista. Estaba, pero también lo evitaba o se evitaban. Lo que fuera—. Me bastaría con verlo, no importa que no me firme nada, a menos que… —Se presionó ambas manos sobre los pechos y su gesto se volvió obsceno—, ya sabes, Gus… Tav… Una sílaba a cada lado y las unimos con un corazón… —Rió como posesa y a George le dieron ganas de correr a la barra por la primera ronda de bebidas fuertes—. ¿O qué tal Gus… Ti…?
Gusti. Cierto. George tuvo que verle el lado gracioso a todo y vaya que lo tenía con las ironías de la vida, pero no estaba muy apto para soltar una carcajada que le hiciera doler el estómago. Necesitaba valor y desvergüenza para ello; necesitaba al menos unas tres copas seguidas una de otra.
Necesitaba de Gusti…
Bill en definitiva encontró en Roxane lo que no encontraba en los otros chicos de la banda: una masculina compañía que se inclinaba a expresar su lado femenino.
Tras intercambiar bromas y labial en el baño de damas, habían acompañado a George uno de cada lado y lo habían llenado de besos pegajosos en las mejillas y abrazos torpes productos de la ebriedad que corría a cargo del barman.
Tom, dándolos por perdidos en la bebida, había optado por mostrarse indulgente. Con una mano en la rodilla de Bill, controlaba lo más escandaloso de su comportamiento y lo mantenía a raya de subirse a la mesa y hacer alguna especie de danza exótica que prefería reservar para la privacidad de su intimidad.
De Roxane ya era otro cuento. De ella o él, o quien fuera, George se encargaba con una curiosa bebida morada en mano y un pie agitándose al aire al son de la música.
Así habían pasado los cuatro una noche que culminaba a las doce en punto con una nueva cubeta de la cual sacaban una botella nueva y sin descorchar y devolvían con una ‘regalo’ nada agradable que George se dignaba a entregar.
—El bebé necesita un babero –balbuceó Bill, apartando un mechón de pelo de su frente y dando un vistazo a Tom, que lo tenía casi sentado en sus piernas y afianzado con un brazo en torno a la cintura.
—Guh. Mi boca sabe a… —Por la mente del bajista pasaron palabras de todo tipo menos de índole fino para definir el sabor que le llegó de improviso y que se enjugó con el antebrazo—. Mierda, sabe a mierda.
—¿Cuándo has…? –Empezó Bill, pero los ojos se le entrecerraron con modorra y apoyando el mentón en el hombro de su gemelo, se sumió en un agradable sopor. Aún seguía consciente, pero muy ajeno a lo que acontecía su alrededor. En su cabeza, la música del atestado local, ya se había apagado.
—Este joven caballero necesita refrescarse –se disculpó Roxane con una expresión contrita y apenada—. Volvemos en un minuto.
Salió del privado en el que estaban y arrastrando a George casi sobre sus hombros, lo llevó por los bordes del lugar evitando así las aglomeraciones de bailarines que abundaban por todos lados. Incluso así, uno muy entusiasta les dio con el codo en el costado, pero entendió de buenas a primeras que si lo volvía a hacer, George le iba a vaciar el estómago, así que se alejó de ellos con la nariz en alto y con cara de estar oliendo estiércol.
—Vaya tipejo –masculló Roxane apenas llegaron a los baños—. Cariño, tú el tuyo, yo el mío. –George iba a agregar que era el mismo, pero un dedo de uña larga se posó con delicadeza en sus labios y lo silenció antes de pronunciar una sílaba—. No, ni lo digas. Soy una dama y exijo tu respeto, Georgie querido. Tú este baño –abrió la puerta con el pie y con un poco de divertida repulsión para luego empujarlo al interior—, y yo éste. Todos contentos y felices.
¿Se podía rebatir aquello? George negó la cabeza para sí mismo y trastabillo al entrar el baño. Puso especial cuidado en no caer pues sus pisadas chapoteaban y dudaba que lo único que hubiese en el suelo fuera agua. Por descontado que no.
Ya en el interior, la náusea amainó, pero era comprensible: nunca había sentido ganas de vomitar. Su devolución de tripas en la cubeta de hielo había sido de un impulso corporal y ya más despejado tras el esfuerzo de caminar y amortiguado tras la puerta del atronador sonido de la música, podía pensar con coherencia.
Primeramente, que el espejo que tenía enfrente era terrible. La luz blanquecina resaltaba cada imperfección y no había peor juez que uno mismo. Se sentía como lucía: ebrio y desaseado. Un poco menos de etiquetas de marca en su ropa y pasaría por algún vagabundo con un buen corte y que vestía a la moda.
En segundo término… Cohibido. Observado.
Reflejado con odiosa nitidez, estaba Gustav detrás. Sentado en una de las cabinas con retrete y la puerta abierta. Observándolo con el ceño fruncido y expresión escrutadora parecía haber estado en ese lugar desde hacía ya un rato. De tenerlo más cerca, hasta consideraría paranoico pensar que ese alzamiento de nariz era para apreciar cuán ebrio estaba, pero no se equivocaba para nada. Bastantes años juntos ya les hacía conocerse cada maña y treta y un mes de haber cambiado en parte la relación, no desechaba lo anterior como un simple batido de hojas al viento. Jamás.
—Estás directo a tirar al bote de la basura –comentó. Se levantaba de su asiento y se acercaba con naturalidad hasta estar a un lado y abrir el grifo de agua para lavarse las manos. Presionó en el surtidor de jabón, pero nada salió—. Puf, paga uno bastante en la entrada y no hay jabón de manos. Joder.
—Ni papel de baño –secundó el bajista. Desde su puesto de vigía frente al espejo, veía carencia de algo con qué secarse las manos—. El lugar apesta.
Se dio un sobresalto. Gustav lo miraba con intensidad a través de los reflejos gemelos que tenían al frente y parecía divertido sin dejar entrever razones.
—Qué –farfulló con lengua torpe.
Quiso correr por la puerta o encerrarse en alguno de los retretes para huir de todo lo que le producía incomodidad y picazón, pero los pies estaban firmes al suelo y la parálisis que lo dominó, se apoderó de su cuerpo del todo.
Extrañamente, la mano que rozó su mejilla fue dulce y cálida. Un pulgar que presionó sus labios y se hundió un poco en la humedad. En un principio con curiosidad, pero luego la faz de Gustav se oscureció bajo sus propias sombras y su contacto pareció fuera de lugar.
Lo mismo el beso que le dio. En un principio torpe y sus narices colisionaron con fuerza suficiente para repelerlos el uno del otro, pero el segundo intento remedió lo anterior. Una mirada mutua de ‘no lo eches a perder, cabrón’ y sus bocas se abrieron en tiempos idénticos y paralelos.
Para George fue un amarre justo en el pecho. Echar soga de sus emociones y ahorcarlas en una manera placentera, porque disfrutaba lo que estaba pasando. El aliento de Gustav era fresco y con atisbos de algún dulce de canela con manzanas que le supo a maravilla. Era mejor que el típico mentolado y ardía contra su paladar.
Su duda era si la experiencia era recíproca. Aún sentía su propio vómito y el besar las borracheras ajenas no era delicia de nadie en el mundo o eso creía, pero al rubio no parecía importarle gran cosa. A manera de prueba, ambas manos se afianzaban en sus mejillas y se alejaba por aliento el tiempo necesario para regresar y tras pausados besos en los que sus labios húmedos se encontraron, retornar a la profundidad antes experimentada.
Sus lenguas tanteándose con cuidado y una delicadeza impropia que daba a su beso algo de ternura y a la vez un aire de una primera vez… Lo era en cierto modo, al menos tras los fallidos intentos anteriores y las malas sorpresas de no ser besos deseados y pese a ello ser mal planeados, pero el momento era diferente.
George lo podía decir y tenía certeza de que Gustav podía hacer lo propio si se tomaban la molestia de tomar aire nuevo y decirlo.
Gradualmente, fue lo que pasó. La lentitud y la laxitud en el abrazo en el que se encontraban fue perdiendo más y más energía hasta dejarlos a escasos centímetros uno del otro y escrutando lo que podía ser el rompimiento de la ilusión.
El primero que hablase llevaba consigo el riesgo de decir una maravilla o cagarla sin remedio. Era… Complicado. George no se sentía listo para ello y fue por eso que parpadeó con nervios y ansías incontrolables.
—Estás ebrio –dijo Gustav sin más. Se rascó un poco al borde del ojo y sin mediar palabra, salió del baño.
George se quedó en silencio tratando de asimilar lo ocurrido y barajando la posibilidad de en realidad estar tirado en el suelo de ese cochino baño, con el agua que no lo era del todo, mojando su espalda e ido por el alcohol. Podía ser… Quizá… Pero el grito parecido a un chillido que escuchó en el exterior rompió su escasa ilusión y le hizo caer casi de cabeza en la realidad.
El beso había sucedido… Preguntas sin respuesta, después.
Salió aturdido y con las piernas temblando para ver a Roxane con el teléfono móvil en mano y haciendo intentos de enfocar en sus pechos con la cámara.
El flash fue lo bastante potente para iluminar la firma entre sus senos de ‘Gus♥Ti’ con labial y hacerle soltar una carcajada…