George hizo su mejor intento, de todo corazón sí que lo hizo y poco faltó para que alguna gota de sudor lo traicionara y diera su veracidad al esfuerzo que realizaba con su más grande empeño. Entrecerró los ojos y siguió los pasos que Bill le había enseñado, primero enumerados y luego realizados por él mismo. Vaya que si se esforzó en poner su mejor mirada de seducción y dar los pasos cortos al ritmo de su cadera y sin hundir los hombros o mostrarse nervioso.
De cualquier modo, no importaba. Gustav le seguía mirando desde el mismo lugar de siempre y su sonrisa perenne no se movió ni un ápice mientras el bajista se quedaba a escasos diez centímetros y le besaba en los labios con dulzura.
—Es patético –decía Bill, cruzado de brazos y con el ceño fruncido. Su parecido a algún director cinematográfico de gran renombre trabajando con actores de pacotilla e incapaces de recitar sus líneas, no distaba mucho más allá de centímetros—. Tenemos horas practicando esto y no veo progresos.
—Él no se queja –señalaba George con el pulgar a Gustav y a toda respuesta Bill giró los ojos por lo estúpido del comentario.
—¡Porque no puede, por el amor de Dios! –Se pasó ambas manos por el cabello y George casi veía las ruedas de su cerebro girar en busca de la solución tan ansiada a lo que los tenía ahí.
Luego de una difícil y penosa confesión, el bajista se había atrevido a declarar la verdad: algo, que no sabía cómo definirlo, crecía en su interior por su amigo Gustav. Bill había asentido mientras los dos estaban a solas y meditado al respecto con una madurez que en pocas ocasiones se le veía, así que al menos lo tenía aceptado.
—Tenemos que practicar con el real –comentó de pronto el menor. George sólo puso la cara como si le hubieran abofeteado con fuerza. El golpe emocional era casi tan duro, pues la idea de besar a Gustav, si bien le parecía tentadora y admitía para sí mismo que moría por hacerlo, también representaba un peligro. Casi se veía sin dientes a fuerza de un buen puñetazo por el atrevimiento. Gustav no era tan enclenque y dudaba que se quedara de brazos cruzados si de pronto lo besaba sin aviso.
—Por el momento –palmeó su mano contra la pared—, él está bien. –Y por ‘él’ se refería al póster de la revista, el cual habían pegado al muro con un poco de cinta y mucho amor alisando los pliegues.
Se giraba un poco para contemplarlo en lo que Bill encontraba argumentos que rebatieran su miedo, pero poco le importaba. No se sentía tan cobarde como para no dar un primer paso, pero sí de que todo saliera mal. Era una certeza tremenda la que llevaba a cuestas pues las equivocaciones estaban a la orden del día y amenazaban con un pronóstico nublado si se atrevía.
Claro que lluvioso si no lo hacía, pues cada día el desgarrón que cargaba dentro se hacía más y más grande… Con la yema de sus dedos recorrió los labios de papel de Gustav y suspiró no muy seguro de sus anhelos. Ahora que Bill lo sabía, era más libre de movimientos y ya no se sentía tan asfixiado con respecto a los sentimientos que su rubio amigo despertaba, pero era un dolor persistente que necesitaba con urgencia ser atendido so pena de matarlo en algún momento.
Todo pintaba de maneras negativas, mirara para donde mirara.
Para romper su aire melodramático, un portazo se dejó escuchar en el piso inferior y era señal inequívoca de que había que quitar el afiche del muro y esconderlo con cuidado bajo el colchón.
Gustav y Tom habían salido más temprano a traer lo necesario para el desayuno y al parecer, por los ruidos y protestas que se dejaban escuchar en el piso inferior, ya habían regresado.
—Último día que Gustav cocina –murmuró Bill ayudándole desde el otro extremo del póster y dejando salir un sonido bajo de sus labios que denotaba un cierto dejo de tristeza. ¿Y cómo no sentir eso? El retorno a la realidad luego del lindo fin de semana que habían tenido en total descanso y relax; si regresar a un itinerario no parecía la muerte, era que pocos lo vivían como para hacer una verdad patente de ello.
Más si eso implicaba que dejarían a Gustav-delantal y regresaría Gustav-batacas a suplantarlo. Su talento tenía el rubio con la música, pero tras seis meses de gira y ensayos, lo apreciaban más cuando hacía sus deliciosos hot-cakes que cuando golpeaba su batería a un ritmo definido.
Un nuevo ruido del piso inferior se hizo presente y Bill dio su segundo comentario coherente en lo que iba de la mañana.
—Por fortuna, también es el último día que Tom ayuda en la cocina.
—Amén –secundo el bajista. Enrollando su preciado afiche, no sin antes darle un beso final, lo hizo un inapreciable bulto bajo su cama y ambos bajaron a desayunar.
—Quiero comer. ¡Quiero comer! –Berreaba Bill, con tenedor en una mano y cuchillo en otra mientras marcaba ritmo aporreando la mesa. Pataleaba, pero eso no armaba tanto alboroto como su cantaleta de huelga porque el desayuno estuviese listo.
—Astilla en el trasero –le arreó Tom con un golpe seco en la cabeza antes de dejar su plato servido enfrente de él y un jugo al lado—, mereces no comer nada.
—¡Tomi! – Chilló con un puchero en labios antes de tomar una rebanada de pan con mantequilla y devorarla de una única mordida. Sus siguientes palabras se perdieron en el ahogo que le produjo, pero Tom, tras darle unas palmaditas suaves en la espalda, asintió y demostró que ser gemelos era entenderse no sólo con miradas o gestos significativos, sino también a través de bocados sin masticar.
Estando ya los cuatro con los platos repletos, la charla de sobremesa se hizo presente en las advertencias de Gustav, aún con el delantal puesto y así dando un aspecto de madre preocupada y regañona, de que debían irse a la cama temprano tras beberse un vaso tibio de leche y tener las maletas listas cuando en la mañana muy temprano alguien del equipo de la discográfica los fuera a recoger.
Gruñidos y masticadas sonoras en tono de queja y el tema de sobremesa se centró exclusivamente en todo eso. Bill argumentaba su derecho a dormir cuando le viniera la gana y Tom lo respaldaba con sus amenazas de desvelarse más de lo debido en una partida de Guitar Hero en su nuevo xBox. Para dar énfasis a su amenaza, retaba a George a una partida a muerte y éste asentía no muy seguro.
Estaba aturdido teniendo a Gustav de frente e incapaz de levantar la cabeza, sin acertar si era por vergüenza o temor, pero consciente de que cualquiera de las dos era viable para ocasionar ese brutal sonrojo.
Disimuló lo mejor que pudo bebiendo un poco de su jugo de melón y poco le faltó para ahogarse. Repentinamente, la habitación estaba… Demonios, muy cálida. Demasiado cálida para su gusto y no pudo evitar abanicarse un poco con el brazo y centrar su escasa atención en su plato casi intacto y en la servilleta con la que se limpiaba y que terminó haciendo trizas con sus manos nerviosas.
—¿Te vas a comer eso? –Preguntó Tom, pinchando dos de sus salchichas en un ágil movimiento de manos y llevándolas a su plato sin esperar respuesta.
El bajista apenas si pudo advertirlo. Su plato sólo lucía más vacío y eso era una extraña manera de consolarlo. Ciertamente, no tenía hambre o ésta se había esfumado con los nervios. Sensación incómoda que aumentaba cuando el causante de sus desvelos le daba miradas preocupadas por encima de su café y le servía más comida.
Luego Bill lo pateó por debajo de la mesa y apenas fue capaz de dar un escueto ‘gracias, Gusti’ que sonó parecido al croar de una rana. Ganas no le faltaron para darse con la mano en pleno rostro y eso sólo avivó su estrechez interna que lo hizo inclinarse tanto sobre el plato, que su nariz casi tocaba la comida.
Eso detuvo las palabras por parte de todos y la discusión que Tom sostenía en torno a madrugar al día siguiente, se vio interrumpida por falta de público que la oyera. Bill bajaba su tenedor con comida y daba una nueva patada sin el ansiado resultado de un gruñido. Para que George no respondiera a sus bromitas pesadas, el asunto era grave.
—Se muere por algo, vaya cosa… —Masculló Tom, al encontrarse sin nada de atención a su persona y pateó también al bajista. Ese golpe propició su caída final y su barbilla rozó el pan lo suficiente para hacerse de una mancha de miel con mantequilla a lo largo y ancho de la zona.
—Bien, basta ya. –Gustav dejó su servilleta encima del plato y rodeando la mesa, se posicionó a un lado de George.
Lo que vino a continuación, propició risitas y cejas alzadas con justa razón por parte de los gemelos.
El rubio apartó un mechón de pelo del rostro de George y posó los labios en la frente por apenas un escaso segundo, mientras lo apretaba un poco contra su cuerpo. No fue un beso propiamente en clasificación, pero el sonrojo de George más que su temperatura corporal fue lo que lo hizo dar el veredicto final.
—Creo que tienes fiebre –dijo con el dorso de su mano en la mejilla teñida de rubor—, así que toca acostarse.
—No te puedes quejar –canturreó Bill al tenderle una naranja a la que tenía media hora quitando la cáscara—. Eso fue un beso.
—Fue algo que hasta mi abuela hace. Ugh –gruñó el bajista desde su cama y bajando la revista en la que trataba de centrar su atención de manera infructuosa. Era imposible leer con Bill a un lado y portándose ensoñador con respecto al ademán de su rubio y maternal amigo—. Nada romántico –agregó para su desazón personal.
“Cierto, nada… Romántico”, se repitió, porque decir en voz alta algo no era una verdad sino hasta que se la creía por sí mismo. Dolía un poco y su encogimiento de hombros para despachar todo el asunto fue mecánico y acartonado.
El golpe de Bill en su brazo fue leve, pero lo suficiente firme como para hacerle entender que ese cuento no funcionaba si nadie de los que lo escuchaba se lo creía. Aunque fueran ellos dos.
—Algo es algo –sentenció el menor—. Pudo haber puesto la mano en tu frente, pero no, ¿Qué hizo? Puso sus labios. Beso o no, fueron sus labios y no fue sólo un toque, sino que se quedó ahí unos segundos. No negarás que…
¿Negar qué? Escondido tras las insípidas páginas que simulaba leer, ni George se podía responder a semejante pregunta. El meollo en todo aquello se tornaba enredoso y confuso. Temía que desde su resolución la noche en la que había besado el póster, apenas cuarenta y ocho horas atrás, todo se hubiera precipitado de manera horrorosa. Por eso, Bill lo sabía, y la soledad y la opresión que experimentaba respecto a las nuevas sensaciones y formas diferentes de sentir por Gustav ya no eran una carga en solitaria, pero tampoco eran más llevaderas.
Seguía siendo como cargar una enorme piedra colina arriba y no llegar jamás a la cima. ¿Podría ser eso amor? Negó con la cabeza y los dedos que presionaban la revista se tornaron blancos en torno a los nudillos por la fuerza.
Claro que no. La sola idea de contemplar la posibilidad rayaba en lo ridículo. Tuvo que hacer memoria para recordar el nombre de aquella chica, Roxane. Empezar todo por lo que ebria ella había dicho era lo más ilógico. Su obsesión claramente tenía su culpa, pero no encontraba la manera de achacársela sin antes de antemano admitir aunque fuera para sí mismo, que algo ya debía estar dentro de él o si no, nada se habría germinado hasta tener lo que tenía de frente.
Era toda una revelación.
—Estoy enamorado de Gustav, oh Dios santo… —Abrió los ojos grandes y la boca se desencajó de su lugar para dar paso a una risa histérica que saturó la habitación con su sonido y que no sorprendió a Bill en lo más mínimo. A toda reacción, comía de la naranja que le había pelado y esperaba con paciencia de santo a que terminara.
Cosa que no hizo.
Su risa se desfiguró en llanto y pronto lo tuvo con la cabeza en sus rodillas y jugando con su cabello mientras daba los últimos suspiros dolorosos que su interior pugnaba por dejar salir.
—Me va a odiar –balbuceó haciendo un revoltijo con las cobijas mientras las apretaba en el puño de su mano y temblaba.
Bill, lo sorprendió con su tranquilidad. La naranja parecía jamás terminar y sólo escupía las semillas a intervalos regulares. Era desesperante.
—Esta banda parece propiciar la homosexualidad –y su comentario le arrancó una sonrisa torpe a George, que hipó y se limpio bajo los ojos con la punta de los dedos—. ¿Ves? Puedes reírte un poco. No es tan malo. Si te gusta, te gusta; si lo quieres, lo quieres y… —Carraspeó—, ni idea de lo demás.
—¿Si lo beso, me patea el trasero o me besa de regreso? –Tanteó el bajista. Era una perspectiva poco alentadora y esperanzada en un único intento, pero mucho mejor que sufrir en silencio, era sufrir en compañía. Bill sólo le tendió un gajo de naranja que aceptó y comió de una mordida.
—Si te patea y te da fiebre, quizá te dé otro beso. Ánimo… —Se encogió de hombros y a George no le quedó sino admirarlo.
Cierto. Ya vería como solucionarlo cuando se diera el la situación. De momento, ya era bastante abrumador lidiar con la afirmación de no sentir un capricho momentáneo y pasajero, sino un sentimiento que amenazaba con crecer.
—Quizá, eh. –Trago duro—. Espero…
Gustav tragó con dificultad, presa de sus nervios y su volátil imaginación que le jugaba malas pasadas, y al intentar subir el volumen del televisor se dio de bruces con la desagradable sorpresa de que ya estaba al tope. También el tanque de sus nervios y por ello subía sus pies al sillón y apoyaba su mentón sobre las rodillas. Se mecía con un ritmo pausado pero constante al tiempo que daba nerviosas y escandalizadas miradas por encima de su hombro justo a las escaleras y precisamente la cuarto que los cuatro compartían y del que se oían golpes sordos.
Lo que en un inicio había sido una carrera desbocada por parte de ambos al segundo piso pensando en terremoto o accidente grave y mortal, se había tornado una idea loca pero no muy alejada de la realidad que los hizo pausar sus rápidos pasos y detenerlos del todo cuando un jadeo se hizo presente y un gemido llegó en respuesta como una opción más a lo que ya traían en mente y derrotaba todo lo anterior.
George se había reído un poco. Bill ya le había dicho bastante de su asunto con Tom en una muestra de solidaridad por su confesión con el asunto de Gustav que ya no sabía ni cómo espantarse por algo que ya venía sospechando de tiempo atrás.
Pero el rubio no iba encaminado a ello. Se había dado media vuelta y todavía con un pie en el aire, pálido y al parecer sin aire, pues parecía desinflado.
—Esos dos… —Masculló—, creo que están partiendo la cabecera, no, el muro con la cabecera. –Se frotó la frente con rudeza—. Santo Dios… No quiero ni saber porqué mi mente es tan sucia cuando quizá no pase nada.
A toda respuesta, el bajista había ocultado su media sonrisa. Si Gustav supiera cuan ciertas pueden ser las suposiciones en casos tan obvios…
De eso hacía una hora y ya la tarde caía con pereza. Veían o fingían ver una película, pero era tan vieja y repetida, que casi podían hacer eco de los gastados diálogos. Para George era la muerte, pero para Gustav no, quien seguía en su labor de columpiarse en su propio peso y evadirse de la realidad con lo que pasaba en el piso de arriba. No era quien para juzgar, pero tampoco le interesaba estar tan enterado por medio de muros delgados y que dejaban pasar cada sonido.
—Tienes que parar de hacer eso. Me estás volviendo loco, Gus –dijo George de improviso. El silencio entre ellos dos lo iba a matar de tensión y el televisor no solucionaba nada por muy alto que estuviere. En cierto sentido, estaba como sordo. Aturdido, era la palabra y no encontró mejor definición para clasificar lo que se lo estaba carcomiendo por dentro sin remedio.
—Cierto. Cierto. –Parpadeó como saliendo de un ensueño—. Embriaguémonos. Reza porque nos haga perder la conciencia y jamás recordemos este día.
—Genial, pero… —Batió pestañas con un gesto coqueto—, ¿Qué pasa con el vaso de leche, el beso en la frente y los ‘dulces sueños y buenas noches, my honey’ en cuanto oscurezca y nos mandes a dormir?
Esperó su respuesta, pero en ese instante se escuchó un golpe muy fuerte en el piso superior y un poco de polvo y material de construcción cayó desde el techo y los hizo toser y estornudar con fuerza.
—¡Esos dos! –Escupió el rubio junto a un par de mocos y sacudiéndose la cabeza del polvo obtenido—. ¡¿Qué diablos hacen?! –Se puso de pie con toda la intención de ver con sus ojos qué pasaba,stó el escuchar algo de cristal romperse en la cocina. Al asomarse por el borde de la escalera, se encontró a Gustav apoyado con ambos brazos en el fregadero y dejando correr el agua con libertad sin preocuparse por los cristales rotos de un vaso que estaban desperdigados por todo el suelo y componían un triste cuadro.
Suspiró dejándose caer en el último escalón, confuso, pero con el conocimiento de que no era el único en el departamento que se sentía así.
De cualquier modo, no importaba. Gustav le seguía mirando desde el mismo lugar de siempre y su sonrisa perenne no se movió ni un ápice mientras el bajista se quedaba a escasos diez centímetros y le besaba en los labios con dulzura.
—Es patético –decía Bill, cruzado de brazos y con el ceño fruncido. Su parecido a algún director cinematográfico de gran renombre trabajando con actores de pacotilla e incapaces de recitar sus líneas, no distaba mucho más allá de centímetros—. Tenemos horas practicando esto y no veo progresos.
—Él no se queja –señalaba George con el pulgar a Gustav y a toda respuesta Bill giró los ojos por lo estúpido del comentario.
—¡Porque no puede, por el amor de Dios! –Se pasó ambas manos por el cabello y George casi veía las ruedas de su cerebro girar en busca de la solución tan ansiada a lo que los tenía ahí.
Luego de una difícil y penosa confesión, el bajista se había atrevido a declarar la verdad: algo, que no sabía cómo definirlo, crecía en su interior por su amigo Gustav. Bill había asentido mientras los dos estaban a solas y meditado al respecto con una madurez que en pocas ocasiones se le veía, así que al menos lo tenía aceptado.
—Tenemos que practicar con el real –comentó de pronto el menor. George sólo puso la cara como si le hubieran abofeteado con fuerza. El golpe emocional era casi tan duro, pues la idea de besar a Gustav, si bien le parecía tentadora y admitía para sí mismo que moría por hacerlo, también representaba un peligro. Casi se veía sin dientes a fuerza de un buen puñetazo por el atrevimiento. Gustav no era tan enclenque y dudaba que se quedara de brazos cruzados si de pronto lo besaba sin aviso.
—Por el momento –palmeó su mano contra la pared—, él está bien. –Y por ‘él’ se refería al póster de la revista, el cual habían pegado al muro con un poco de cinta y mucho amor alisando los pliegues.
Se giraba un poco para contemplarlo en lo que Bill encontraba argumentos que rebatieran su miedo, pero poco le importaba. No se sentía tan cobarde como para no dar un primer paso, pero sí de que todo saliera mal. Era una certeza tremenda la que llevaba a cuestas pues las equivocaciones estaban a la orden del día y amenazaban con un pronóstico nublado si se atrevía.
Claro que lluvioso si no lo hacía, pues cada día el desgarrón que cargaba dentro se hacía más y más grande… Con la yema de sus dedos recorrió los labios de papel de Gustav y suspiró no muy seguro de sus anhelos. Ahora que Bill lo sabía, era más libre de movimientos y ya no se sentía tan asfixiado con respecto a los sentimientos que su rubio amigo despertaba, pero era un dolor persistente que necesitaba con urgencia ser atendido so pena de matarlo en algún momento.
Todo pintaba de maneras negativas, mirara para donde mirara.
Para romper su aire melodramático, un portazo se dejó escuchar en el piso inferior y era señal inequívoca de que había que quitar el afiche del muro y esconderlo con cuidado bajo el colchón.
Gustav y Tom habían salido más temprano a traer lo necesario para el desayuno y al parecer, por los ruidos y protestas que se dejaban escuchar en el piso inferior, ya habían regresado.
—Último día que Gustav cocina –murmuró Bill ayudándole desde el otro extremo del póster y dejando salir un sonido bajo de sus labios que denotaba un cierto dejo de tristeza. ¿Y cómo no sentir eso? El retorno a la realidad luego del lindo fin de semana que habían tenido en total descanso y relax; si regresar a un itinerario no parecía la muerte, era que pocos lo vivían como para hacer una verdad patente de ello.
Más si eso implicaba que dejarían a Gustav-delantal y regresaría Gustav-batacas a suplantarlo. Su talento tenía el rubio con la música, pero tras seis meses de gira y ensayos, lo apreciaban más cuando hacía sus deliciosos hot-cakes que cuando golpeaba su batería a un ritmo definido.
Un nuevo ruido del piso inferior se hizo presente y Bill dio su segundo comentario coherente en lo que iba de la mañana.
—Por fortuna, también es el último día que Tom ayuda en la cocina.
—Amén –secundo el bajista. Enrollando su preciado afiche, no sin antes darle un beso final, lo hizo un inapreciable bulto bajo su cama y ambos bajaron a desayunar.
—Quiero comer. ¡Quiero comer! –Berreaba Bill, con tenedor en una mano y cuchillo en otra mientras marcaba ritmo aporreando la mesa. Pataleaba, pero eso no armaba tanto alboroto como su cantaleta de huelga porque el desayuno estuviese listo.
—Astilla en el trasero –le arreó Tom con un golpe seco en la cabeza antes de dejar su plato servido enfrente de él y un jugo al lado—, mereces no comer nada.
—¡Tomi! – Chilló con un puchero en labios antes de tomar una rebanada de pan con mantequilla y devorarla de una única mordida. Sus siguientes palabras se perdieron en el ahogo que le produjo, pero Tom, tras darle unas palmaditas suaves en la espalda, asintió y demostró que ser gemelos era entenderse no sólo con miradas o gestos significativos, sino también a través de bocados sin masticar.
Estando ya los cuatro con los platos repletos, la charla de sobremesa se hizo presente en las advertencias de Gustav, aún con el delantal puesto y así dando un aspecto de madre preocupada y regañona, de que debían irse a la cama temprano tras beberse un vaso tibio de leche y tener las maletas listas cuando en la mañana muy temprano alguien del equipo de la discográfica los fuera a recoger.
Gruñidos y masticadas sonoras en tono de queja y el tema de sobremesa se centró exclusivamente en todo eso. Bill argumentaba su derecho a dormir cuando le viniera la gana y Tom lo respaldaba con sus amenazas de desvelarse más de lo debido en una partida de Guitar Hero en su nuevo xBox. Para dar énfasis a su amenaza, retaba a George a una partida a muerte y éste asentía no muy seguro.
Estaba aturdido teniendo a Gustav de frente e incapaz de levantar la cabeza, sin acertar si era por vergüenza o temor, pero consciente de que cualquiera de las dos era viable para ocasionar ese brutal sonrojo.
Disimuló lo mejor que pudo bebiendo un poco de su jugo de melón y poco le faltó para ahogarse. Repentinamente, la habitación estaba… Demonios, muy cálida. Demasiado cálida para su gusto y no pudo evitar abanicarse un poco con el brazo y centrar su escasa atención en su plato casi intacto y en la servilleta con la que se limpiaba y que terminó haciendo trizas con sus manos nerviosas.
—¿Te vas a comer eso? –Preguntó Tom, pinchando dos de sus salchichas en un ágil movimiento de manos y llevándolas a su plato sin esperar respuesta.
El bajista apenas si pudo advertirlo. Su plato sólo lucía más vacío y eso era una extraña manera de consolarlo. Ciertamente, no tenía hambre o ésta se había esfumado con los nervios. Sensación incómoda que aumentaba cuando el causante de sus desvelos le daba miradas preocupadas por encima de su café y le servía más comida.
Luego Bill lo pateó por debajo de la mesa y apenas fue capaz de dar un escueto ‘gracias, Gusti’ que sonó parecido al croar de una rana. Ganas no le faltaron para darse con la mano en pleno rostro y eso sólo avivó su estrechez interna que lo hizo inclinarse tanto sobre el plato, que su nariz casi tocaba la comida.
Eso detuvo las palabras por parte de todos y la discusión que Tom sostenía en torno a madrugar al día siguiente, se vio interrumpida por falta de público que la oyera. Bill bajaba su tenedor con comida y daba una nueva patada sin el ansiado resultado de un gruñido. Para que George no respondiera a sus bromitas pesadas, el asunto era grave.
—Se muere por algo, vaya cosa… —Masculló Tom, al encontrarse sin nada de atención a su persona y pateó también al bajista. Ese golpe propició su caída final y su barbilla rozó el pan lo suficiente para hacerse de una mancha de miel con mantequilla a lo largo y ancho de la zona.
—Bien, basta ya. –Gustav dejó su servilleta encima del plato y rodeando la mesa, se posicionó a un lado de George.
Lo que vino a continuación, propició risitas y cejas alzadas con justa razón por parte de los gemelos.
El rubio apartó un mechón de pelo del rostro de George y posó los labios en la frente por apenas un escaso segundo, mientras lo apretaba un poco contra su cuerpo. No fue un beso propiamente en clasificación, pero el sonrojo de George más que su temperatura corporal fue lo que lo hizo dar el veredicto final.
—Creo que tienes fiebre –dijo con el dorso de su mano en la mejilla teñida de rubor—, así que toca acostarse.
—No te puedes quejar –canturreó Bill al tenderle una naranja a la que tenía media hora quitando la cáscara—. Eso fue un beso.
—Fue algo que hasta mi abuela hace. Ugh –gruñó el bajista desde su cama y bajando la revista en la que trataba de centrar su atención de manera infructuosa. Era imposible leer con Bill a un lado y portándose ensoñador con respecto al ademán de su rubio y maternal amigo—. Nada romántico –agregó para su desazón personal.
“Cierto, nada… Romántico”, se repitió, porque decir en voz alta algo no era una verdad sino hasta que se la creía por sí mismo. Dolía un poco y su encogimiento de hombros para despachar todo el asunto fue mecánico y acartonado.
El golpe de Bill en su brazo fue leve, pero lo suficiente firme como para hacerle entender que ese cuento no funcionaba si nadie de los que lo escuchaba se lo creía. Aunque fueran ellos dos.
—Algo es algo –sentenció el menor—. Pudo haber puesto la mano en tu frente, pero no, ¿Qué hizo? Puso sus labios. Beso o no, fueron sus labios y no fue sólo un toque, sino que se quedó ahí unos segundos. No negarás que…
¿Negar qué? Escondido tras las insípidas páginas que simulaba leer, ni George se podía responder a semejante pregunta. El meollo en todo aquello se tornaba enredoso y confuso. Temía que desde su resolución la noche en la que había besado el póster, apenas cuarenta y ocho horas atrás, todo se hubiera precipitado de manera horrorosa. Por eso, Bill lo sabía, y la soledad y la opresión que experimentaba respecto a las nuevas sensaciones y formas diferentes de sentir por Gustav ya no eran una carga en solitaria, pero tampoco eran más llevaderas.
Seguía siendo como cargar una enorme piedra colina arriba y no llegar jamás a la cima. ¿Podría ser eso amor? Negó con la cabeza y los dedos que presionaban la revista se tornaron blancos en torno a los nudillos por la fuerza.
Claro que no. La sola idea de contemplar la posibilidad rayaba en lo ridículo. Tuvo que hacer memoria para recordar el nombre de aquella chica, Roxane. Empezar todo por lo que ebria ella había dicho era lo más ilógico. Su obsesión claramente tenía su culpa, pero no encontraba la manera de achacársela sin antes de antemano admitir aunque fuera para sí mismo, que algo ya debía estar dentro de él o si no, nada se habría germinado hasta tener lo que tenía de frente.
Era toda una revelación.
—Estoy enamorado de Gustav, oh Dios santo… —Abrió los ojos grandes y la boca se desencajó de su lugar para dar paso a una risa histérica que saturó la habitación con su sonido y que no sorprendió a Bill en lo más mínimo. A toda reacción, comía de la naranja que le había pelado y esperaba con paciencia de santo a que terminara.
Cosa que no hizo.
Su risa se desfiguró en llanto y pronto lo tuvo con la cabeza en sus rodillas y jugando con su cabello mientras daba los últimos suspiros dolorosos que su interior pugnaba por dejar salir.
—Me va a odiar –balbuceó haciendo un revoltijo con las cobijas mientras las apretaba en el puño de su mano y temblaba.
Bill, lo sorprendió con su tranquilidad. La naranja parecía jamás terminar y sólo escupía las semillas a intervalos regulares. Era desesperante.
—Esta banda parece propiciar la homosexualidad –y su comentario le arrancó una sonrisa torpe a George, que hipó y se limpio bajo los ojos con la punta de los dedos—. ¿Ves? Puedes reírte un poco. No es tan malo. Si te gusta, te gusta; si lo quieres, lo quieres y… —Carraspeó—, ni idea de lo demás.
—¿Si lo beso, me patea el trasero o me besa de regreso? –Tanteó el bajista. Era una perspectiva poco alentadora y esperanzada en un único intento, pero mucho mejor que sufrir en silencio, era sufrir en compañía. Bill sólo le tendió un gajo de naranja que aceptó y comió de una mordida.
—Si te patea y te da fiebre, quizá te dé otro beso. Ánimo… —Se encogió de hombros y a George no le quedó sino admirarlo.
Cierto. Ya vería como solucionarlo cuando se diera el la situación. De momento, ya era bastante abrumador lidiar con la afirmación de no sentir un capricho momentáneo y pasajero, sino un sentimiento que amenazaba con crecer.
—Quizá, eh. –Trago duro—. Espero…
Gustav tragó con dificultad, presa de sus nervios y su volátil imaginación que le jugaba malas pasadas, y al intentar subir el volumen del televisor se dio de bruces con la desagradable sorpresa de que ya estaba al tope. También el tanque de sus nervios y por ello subía sus pies al sillón y apoyaba su mentón sobre las rodillas. Se mecía con un ritmo pausado pero constante al tiempo que daba nerviosas y escandalizadas miradas por encima de su hombro justo a las escaleras y precisamente la cuarto que los cuatro compartían y del que se oían golpes sordos.
Lo que en un inicio había sido una carrera desbocada por parte de ambos al segundo piso pensando en terremoto o accidente grave y mortal, se había tornado una idea loca pero no muy alejada de la realidad que los hizo pausar sus rápidos pasos y detenerlos del todo cuando un jadeo se hizo presente y un gemido llegó en respuesta como una opción más a lo que ya traían en mente y derrotaba todo lo anterior.
George se había reído un poco. Bill ya le había dicho bastante de su asunto con Tom en una muestra de solidaridad por su confesión con el asunto de Gustav que ya no sabía ni cómo espantarse por algo que ya venía sospechando de tiempo atrás.
Pero el rubio no iba encaminado a ello. Se había dado media vuelta y todavía con un pie en el aire, pálido y al parecer sin aire, pues parecía desinflado.
—Esos dos… —Masculló—, creo que están partiendo la cabecera, no, el muro con la cabecera. –Se frotó la frente con rudeza—. Santo Dios… No quiero ni saber porqué mi mente es tan sucia cuando quizá no pase nada.
A toda respuesta, el bajista había ocultado su media sonrisa. Si Gustav supiera cuan ciertas pueden ser las suposiciones en casos tan obvios…
De eso hacía una hora y ya la tarde caía con pereza. Veían o fingían ver una película, pero era tan vieja y repetida, que casi podían hacer eco de los gastados diálogos. Para George era la muerte, pero para Gustav no, quien seguía en su labor de columpiarse en su propio peso y evadirse de la realidad con lo que pasaba en el piso de arriba. No era quien para juzgar, pero tampoco le interesaba estar tan enterado por medio de muros delgados y que dejaban pasar cada sonido.
—Tienes que parar de hacer eso. Me estás volviendo loco, Gus –dijo George de improviso. El silencio entre ellos dos lo iba a matar de tensión y el televisor no solucionaba nada por muy alto que estuviere. En cierto sentido, estaba como sordo. Aturdido, era la palabra y no encontró mejor definición para clasificar lo que se lo estaba carcomiendo por dentro sin remedio.
—Cierto. Cierto. –Parpadeó como saliendo de un ensueño—. Embriaguémonos. Reza porque nos haga perder la conciencia y jamás recordemos este día.
—Genial, pero… —Batió pestañas con un gesto coqueto—, ¿Qué pasa con el vaso de leche, el beso en la frente y los ‘dulces sueños y buenas noches, my honey’ en cuanto oscurezca y nos mandes a dormir?
Esperó su respuesta, pero en ese instante se escuchó un golpe muy fuerte en el piso superior y un poco de polvo y material de construcción cayó desde el techo y los hizo toser y estornudar con fuerza.
—¡Esos dos! –Escupió el rubio junto a un par de mocos y sacudiéndose la cabeza del polvo obtenido—. ¡¿Qué diablos hacen?! –Se puso de pie con toda la intención de ver con sus ojos qué pasaba,stó el escuchar algo de cristal romperse en la cocina. Al asomarse por el borde de la escalera, se encontró a Gustav apoyado con ambos brazos en el fregadero y dejando correr el agua con libertad sin preocuparse por los cristales rotos de un vaso que estaban desperdigados por todo el suelo y componían un triste cuadro.
Suspiró dejándose caer en el último escalón, confuso, pero con el conocimiento de que no era el único en el departamento que se sentía así.