—Pan, huevos, mantequilla… —Gustav mordió la punta del bolígrafo y golpeteó con él un poco en sus boca mientras hacía repaso mental de lo que faltaba en el departamento y que era básico para el fin de semana que iban a tener de descanso—. No sé qué más falta…
Se mordió el labio en gesto de concentración y miró a las alacenas como si de pronto éstas fueran a gritar lo que faltaba.
Hizo lo suyo sin percatarse de que George, justo frente a él, lo miraba con… Ganas. Ansias. Algún sentimiento que se resumía en ademanes obseso compulsivos y que lo tenían al borde de la silla, tamborileando un pie a un ritmo imaginario y con ambas manos presionando su regazo, porque la erección que venía cultivando de días atrás, no parecía encontrar manera de estallar.
Meneársela en el baño, en la ducha o en su cama, ya a solas y todo, no había dado buenos resultados. Nada más allá de unas gotas de sudor y una apatía total cuando su orgasmo llegaba y era sólo un pálido resplandor de luna en comparación con el fuego que por dentro le carcomía.
Se sentía peor que algún adolescente de trece años y con culpa pues creía haber superado ya esa etapa. “Por Dios santo”, pensaba tendido en su espalda y meciendo su muñeca en un ritmo febril, “si ya soy un adulto”, pero no servía de gran ayuda. La excitación permanecía ahí, en algún punto recóndito entre su estómago y su espina dorsal y giraba en un torbellino pidiendo ser atendida.
Parpadeó y su vista de concentró en la lengua de Gustav que humedecía sus labios y desaparecía tras los finos labios.
Para alimento de los días que iban a permanecer en el lugar, le parecía bastante. Con todo el encanto del mundo podría haberlos devorado y jamás hartarse de ello, pero no podía jurarlo. Sólo era una más de las obsesiones que había ido adquiriendo en torno a su amigo y que cada vez aumentaban más de gravedad.
Sabía o al menos eso creía, que llegaría a un punto donde el retorno no existiera, pero de momento todo le parecía tan inocente y pueril, que lo dejaba seguir. Se hundía en las arenas movedizas del encaprichamiento sin saberlo. Quizá, y de eso sí podía ser honesto consigo mismo, tenía alguna especie de fascinación por el baterista.
“Enamoramiento” lo definía, porque parecía lo más natural y era algo todavía lejano a su cúspide del pánico. Todavía tenía tiempo de frenar esa caída sin remedio, pero disfrutaba del peligro como quien carga la cámara de las balas en una pistola y juega a la ruleta rusa.
Su más grande esperanza era no acabar muerto… De amor.
—¿Van a ir al supermercado? –Preguntó de pronto Bill. Entraba a la cocina descalzo y con el pijama aún puesto.
Se desmoronaba sobre una silla y su cabeza caía por inercia contra la tabla de la mesa casi a punto de volver a dormir. Sus lentos parpadeos eran la única prueba de que estaba semi consciente.
—Si vas a querer algo, es buen momento de pedirlo –murmuró Gustav. Se levantaba de la mesa con el ceño fruncido y se volteaba al refrigerador para abrir la puerta y mirar dentro, creía George, con mala cara de desaprobación.
La última vez que habían limpiado su interior era… Bueno, nunca, pero de vez en cuando tiraban lo que tenía aspecto venenoso o que apestaba el interior, así que al menos no les iba a salir algún hongo evolucionado y parlanchín, pero no pudo hablar de lo mismo con el hedor que procedió, al parecer, de un recipiente plástico que Gustav abría para verificar su contenido.
—Huele como… —Bill levantó la cabeza de entre sus brazos y arrugó la nariz—. Diablos, no sé. Olí algo así cuando atropellaron un gato cerca de la calle donde vivía.
—Puaj. –Gustav lo tiró al contenedor de basura y siguió espiando.
Se inclinó a mirar en el cajón de las verduras, incluso a sabiendas de que nadie las comía. Los gemelos eran enemigos de todo lo sano casi como de Bushido e inclusive con el mismo fingimiento de ‘me gusta, pero no gracias’ que los caracterizaba y los distinguía en educación, pero no era de más comprobar por un par de tomates y lechuga para una ensalada o para relleno de un sándwich.
En eso se encontraba mientras George se impulsaba sobre los codos más cerca y con ojos bajos, admiraba su trasero. La prenda que portaba, unos shorts blancos con líneas azules a cada lado, le favorecía. El bajista lo podía afirmar con la mano en la Biblia sin ningún pudor y no era para menos.
Por el borde de la playera, se adivinaban sus formas redondeadas y el cuerpo macizo y trabajado que Gustav tenía y conservaba con una rutina leve de ejercicios cuando su itinerario se los permitía. No mucho, porque era evidente que Gustav tiraba al tipo rollizo, pero eso parecía agregarle puntos. A George le quedaba tragar duro y controlarse de mirar más y más abajo, o se le iba a caer una gota de saliva en el proceso de espionaje discreto.
O casi discreto. Bill lo pateó por debajo de la mesa y George se sonrojó al instante como si lo hubieran atrapado a media paja, jadeando como poseso y con una linterna apuntando en pleno rostro.
—¿Recuerdan cuándo fue la última vez que…? –Gustav, ajeno a todo, se giraba sobre sus pies y mostraba un recipiente plástico que abría y olía para casi vomitar. Quizá con lo que trajera en sus intestinos mejorase el aroma que brotó apenas la tapa fue abierta, porque era aún peor que el anterior.
—Ni los dinosaurios recuerdan eso –masculló Bill con dos dedos apretando sus fosas nasales y la otra mano agitando el aire frente a su cara. Era tal la peste que los ojos le comenzaban a llorar—. Sólo tíralo.
El baterista obedeció y volvió a hundir la cabeza en el fondo del refrigerador. Esta vez, de cuatro patas y… George tuvo que cerrar los ojos con fuerza ante la visión que se le presentaba. La tela de la prenda que portaba Gustav se tensaba justo en sus glúteos y era como tener un par de frutas que gritaban ‘¡Muérdeme, idiota!’ con letras de neón e intermitentes.
Nueva patada y esta vez George se encaró a Bill quien giraba los ojos y señalaba con un dedo. Decía algo, pero apenas moviendo los labios y el bajista sólo negaba sin estar seguro de cuál era el mensaje, tanto el que recibía como el que enviaba.
Esperaba uno que lo sacase del apuro, pero se lo ahorró con la entrada de Tom, que para ser temprano a como acostumbraba levantarse, ya traía su gorra pero no sus pantalones. En bóxers, y con un único calcetín, se rascaba la barbilla donde unos cuantos vellos que conformaban su barba lampiña, amenazaban con salir.
—Muy bien necrófilos –rezongaba apenas los visualizaba a los tres—, ¿Quién fue el que desenterró un cadáver? Este lugar apesta a muerto.
—A gato –refutó Bill—. Recuerda cuando…
Se enfrascó en su explicación lo bastante como para no dar su tercer golpe cuando George se lamió los labios en total éxtasis cuando Gustav casi se metía al fondo del refrigerador antes de triunfante, sacar una bolsa plástica que contenía algo morado.
Un tono bastante peligroso y que juraba, podría brillar en la oscuridad si se atrevían a hacer la prueba apagando las luces. Al parecer los gemelos pensaban lo mismo, pero el baterista no les dio la oportunidad de comprobarlo, ya que de un tiro perfecto, encestó al bote de basura y la hediondez se apaciguó en medida.
—Olvídenlo –dijo con evidente malhumor—, hay que ir al supermercado a traer de todo. Dejen la lista de lado y agarren lo que vean que todo nos falta. Este lugar es una pocilga y planeo limpiar.
Tom arqueó una ceja.
—Yo paso –comentó ignorando la hosquedad que se enfocó en su persona—. Vayan ustedes dos –señaló a George y a Bill— y me traen un paquete de condones.
—¿Algo más, patrón? –Le retó George, pero antes de que Tom le respondiese, una vocecilla perteneciente a Bill hizo un comentario que los dejó mudos.
—Hablando de condones, falta lubricante… —Se mordisqueó una uña y pareció meditar un poco al respecto—. Tomi, ¿Fresa o uva? –Lo miró con intensidad y su gemelo se sonrojó hasta la punta de las orejas.
—Coco –balbuceó apenas y Bill lo escribió cuidadosamente debajo de ‘papel higiénico’ que había sido la última anotación de Gustav—. ¿Seguro? Porque la última vez que… —Se tapó los labios con la yema de los dedos y se escuchó el suspiro de alivio de parte de Tom—. Cierto. Privado.
—Ok. –Gustav desvió la mirada—, no me interesa saber. Ustedes dos sólo vayan y traigan lo necesario para hacer sándwiches, un poco de leche y… El pedido de Tom.
Los despidió en la puerta y tras darles el dinero y subrayar en la lista lo más urgente, los dejó partir.
—Wow, hace tiempo que no comíamos de esto. –Bill puso frente a los ojos de George una caja de cereal con un conejo dibujado y a juzgar por lo que decía y los colores chillones, su contenido era multi sabor—. Hay que llevarlo.
Más que petición, era un comentario de que a fin de cuentas, iba a meter en el carrito del supermercado lo que se le viniera en gana. Para prueba de ello, latas de refresco, bolsas de papas fritas, dulces, fruta en almíbar y aunque no le gustara, chocolate. Si era por gastar dinero, llevaría hasta crema para las hemorroides.
Se notaba a leguas que no era común para él hacer las compras y cual crío que acompaña a su madre a traer los víveres de la semana, tomaba de todo un poco de todo lo que veía y lo añadía a la canasta.
De haber estado de mejor ánimo, George habría controlado sus ansías por las compras o al menos las habría limitado, pero en lugar de eso, se paseaba por los pasillos de la sección de frutas y verduras con expresión meditabunda. Se detenía ante los melones y con un dedo largo y lento, lo pasaba por la superficie.
Si su mente era buena en algo, era en imaginar cada cosa… Quizá el trasero de Gustav no fuera tan grande como la pieza que tenía frente a sí, pues fácil pesaba un kilo, pero siempre quedaban más opciones. Apartando el primero, más abajo encontró fruta más pequeña y bien formada y la palma entera de su mano se dedicó a masajear la rugosa cáscara casi con delicadeza.
Sí, tenían que ser más o menos de ese tamaño… Cabeceó en una afirmación y celebró su descubrimiento tomando la fruta y metiéndola en el carrito.
—No me gusta el melón –rezongó Bill apenas lo vio. Dejó en el carrito una nueva carga de porquerías que incluían leches malteadas y un paquete de gominolas y se cruzó de brazos esperando instrucciones.
—A mí sí. –Se sintió mentiroso; lo cierto es que tampoco era fan de las frutas, pero ese melón le hacía guiños y lo quería probar no en jugo como era la única manera en la que los consumía, sino en rebanadas y mordiéndolos.
—Falta pasta de dientes y papel de baño –dijo Bill. Empujó el carrito casi rebosante con las compras y se fue al pasillo correspondiente.
El resto del tiempo se le fue a George entre las nubes.
A su manera de ver las cosas, era una buena solución el haber ido de compras y así saciar un poco su apetito. La única pega de todo ello era que su antojo tenía un tinte sexual más que alimenticio y para el antojo que traía… Denegó con la cabeza. Mejor no pensar en ello más o se saldría de control. No estaba muy seguro de cuál sería el punto sin retorno o dónde se debía empezar a considerar un degenerado de lo peor, pero ya lo sabría o al menos eso esperaba…
—¿George? –El chasquido de los dedos frente a sus ojos y se encontró a sí mismo en la fila para pagar y con el melón en manos—. Me estás ignorando. –Era Bill con un puchero y varios paquetes de condones en las manos.
—Veo que los encontraste –murmuró con bochorno. Detrás de ellos, una joven ama de casa con un par de revoltosos niños en sus faldas les dirigía miradas de diversión. Se burlaba o así lo sentía el bajista. Le daban ganas de mandar lejos a Bill con sus condones para así ahorrarse la pena.
—Sí y no. ¿Puedes creer que no encontré lubricante de coco? Tsk, Tomi se molestará. –Se apartó un mechón de pelo de los ojos—. Digo, llevo de otro sabor, pero ya sabes cómo se pone cuando no es lo que él quiere…
—¿Si, eh? –George carraspeó. Como que de pronto no le interesaba mantener una conversación con Bill. Demonios, ¿Importaba de verdad el sabor del lubricante para esos dos? Mejor que cada uno usara el suyo a menos que… Mejor desechar todo de su mente. Era un depravado, eso por seguro.
Se estaba sintiendo sumamente incómodo y más porque Bill leía la etiqueta del pequeño envase sabor tuti fruti con tanto interés que hasta movía los labios sin darse cuenta. Los niños de la mujer que estaban detrás de ellos en la fila también parecían reparar en ello y con la inocencia que caracterizaba a las criaturas en esa edad, pedían lo mismo sin saber para qué servía realmente.
Oír las negativas y el llanto posterior le daba dolor de cabeza y optó por huir como un cobarde. Para colmo, Bill ya murmuraba y antes de alejarse hasta que su turno llegara, le tocó captar algunas de las maravillas atribuidas al lubricante.
—Mierda… —Murmuró. Cuando por fin se encontró a unos dos metros la tensión de su espalda se liberó y se sintió fresco al menos por unos instantes.
Por ser un viernes en la tarde, el lugar estaba con un poco de movimiento y por todos lados se veían amas de casa comprando lo necesario para le cena de esa noche.
Se preguntó entonces qué haría Gustav para cenar. Si estaba la promesa de limpiar el refrigerador y además los había mandado por una lista de ingredientes, la posible cena se adivinaba prometedora y con un aroma hogareño que casi le hacía salivar en exceso.
Quería algo de carne y puré de papas como el que el bajista solía hacer cuando tenían tiempo para prepararlo. Eso y una sopa, podían completar el cuadro. A medias. Faltaba la bebida y su mente quería zumo de melón por razones que sólo él entendía. Se tapaba la boca con la mano pues reía ligeramente y temía parecer algún loco desquiciado. Si Bill ya hablaba solo con un frasco de lubricante en mano, él no iba a ser peor riendo como desquiciado porque su mente se desbocaba.
Pero había que admitir que era una buena estampa.
Abrir la puerta con las compras y la cena preparada y en la mesa. Las bebidas servidas y servilletas sobre cada plato y con los cubiertos a cada lado. Una buena cena y no sólo servir un poco de cada cosa y plantarse ante el televisor como acostumbraban.
Quizá, hasta Gustav recibiéndolo con un delantal puesto y un poco de su sopa especial en la cuchara. Que se inclinase a darle una probada y sus ojos se iluminaran cuando le dijera que estaba deliciosa… Ugh, demasiado.
Muy cursi para lo que podía soportar. Le bastaba comer algo decente y que tuviera la sazón de Gustav.
Aunque la idea del delantal no era tan mala si abajo Gustav no usara nada… Casi era verlo sacando el guisado del horno e inclinándose para ello. Tuvo que dar una patada al suelo que su entrepierna gritaba de nuevo. Llegando a casa tendría que solucionarlo de la mejor y más discreta manera posible.
—Si tanto te fastidia venir conmigo a las compras, no lo hagas. –Parpadeó como saliendo de un sueño, y se encontró a Bill de frente a él y con varios paquetes de compras envueltos. Tomó la mitad y ambos salieron al exterior.
—Estoy distraído, creo. –Doblaron a la izquierda y Bill cabeceó para darle a entender que era mala excusa, pero a la verdad no se le sacaba la vuelta—. ¿Crees que…? –Sintió la punta de sus orejas arder de vergüenza.
¿Qué cosa? –Bill se detuvo junto a un puesto de revistas y dio un rápido vistazo mientras elegía unas cuantas y tanteaba en las bolsas de su pantalón por el dinero.
—Nada. –En definitiva, mejor callarse la confusión que traía por dentro. Celoso y sin un motivo válido, se había empecinado en llevar el melón en las manos y ya no parecía tan buena idea haberlo comprado.
Gustav era su amigo de muchos años y estarle agarrando el trasero, aunque fuera producto de su morbosa imaginación y realmente no fuera de una manera física, no le parecía lo correcto.
—Ugh, ¿Qué has comprado? –Preguntó sin mucho interés de su parte. Cualquier cosa era mejor que la culpa.
—Mira. –Bill le mostró las portadas y en todas aparecía él o más bien ellos junto al logo de la banda en primer término—. Sólo para leer los últimos rumores… —Bajó un poco la cabeza—, además la revista de hasta abajo trae pósters de tamaño natural y siempre quise tener uno.
Luego aceleró el paso.
George razonó un poco al respecto. Quizá no uno suyo, muy probable que quisiera uno de Tom, ¿Pero para qué? Arqueó la ceja y algunas piezas empezaron a encajar en su cabeza… Había algo sospechoso en todo aquello y sólo para comprobar, hojeó la revista en cuestión. Cierto, una ampliación de Tom que desdoblada en sus ocho partes podía ocupar muy bien el metro ochenta que el gemelo medía. Realmente hechos a escala y sin fallos.
Eso le dio una idea.
—Mmm, Bill… —El aludido se giró en sus pasos y esperó lo que venía—. Sólo por, hum, llamémosle curiosidad… ¿Tú y Tom están…? –Para interrumpir su pregunta, una de las bolsas que traía se desfondó y el contenido se vació con tan mal tino que los huevos al instante se dieron por perdidos—. Mierda.
Se arrodilló para recoger y cuando vio los pies de Bill en su sitio y levantó la cabeza para increparle que no ayudaba, se topó con una sonrisita sardónica.
—Te respondo si me dices qué te traes con Gusti –y para rematar, dio un tono cantarín a su proposición. La manera en que usó el nuevo apodo del baterista con cierta malicia. Le sacó la lengua y entre los dos recogieron el estropicio con el único saldo perdido de los huevos y un frasco de mermelada.
Al terminar, se encontraron agachados y estorbando el paso a los peatones pero no muy seguros de cómo proceder.
—Bill –suspiró—, quiero que me regales uno de estos. –Le devolvió la revista y Bill asintió sin mediar algo más. Regresaron a casa.
No cena, no comida de hogar; obviamente, no delantal y aún así George tuvo que agradecer a Bill por ser Bill y no llevar nada comestible. Gustav les gritó al menos por quince minutos mientras sacaba la hogaza de pan y el jamón para hacer unos modestos emparedados y les recriminaba al mismo tiempo que veinte latas de refresco y caramelos no eran comidas para tres días.
¿Y qué argüir en defensa propia? “Lo siento, Gusti” en eco y ambos se dieron miradas de burla. Tom sólo tomó su pedido y desapareció en la habitación por un rato hasta que la improvisada cena estuvo lista.
Tampoco zumo de melón, pero sí refresco y más tarde cerveza.
El televisor encendido y todos sentados ante el sofá. Tom con Bill o quizá viceversa, pero el punto es que los dos parecían trenzados uno encima del otro y bostezaban con sueño comiendo los últimos bocados del pan.
—Tengo sueño –murmuró Tom de pronto. Estirándose y dando un vistazo significativo a Bill, quien de pronto lo imitó y cabeceó con dirección al cuarto donde los cuatro dormían.
Sin mediar algo más, se levantaron y desaparecieron seguidos muy de cerca por un atento George, que los contempló por encima de su hombro hasta escuchar el portazo y los jadeos mal disimulados.
—Esos dos se traen algo –comentó Gustav. Dio un trago a su cerveza y bostezó—. Ah, tengo tanto sueño, pero no me atrevo a… —Se encogió de hombros—. Tú entiendes.
—¿Tú crees que…?
—Yo no creo; yo sé. No es que me importe pero… —Nuevo encogimiento de hombros—. Al menos por una hora alejémonos del cuarto y todo irá bien.
Pero apenas y lo dijo, que Bill salió trastabillando y sin camiseta.
—No le gusta el tuti fruti, puf –masculló bastante malhumorado.
—¿Cuarto disponible? –Preguntó el baterista y ante el asentimiento del menor de los gemelos, enfiló a la habitación muy dispuesto a dormir.
—Quiero el póster –dijo George apenas desapareció su amigo por la puerta—. Sólo para que no lo tires.
—Claro, claro. –Bill rodó los ojos—. Adivino que es el de Gustav el que quieres y no el tuyo. –Hizo caso omiso de su sonrojo—. Ahórrate la pena, que si yo lo sé, él también ya debe saberlo. –Se despidió con un ‘buenas noches’ y lo dejó solo.
George, al menos en un principio, ignoró lo dicho, pero lo cierto es que cuando al fin obtuvo la impresión y la contempló, le pareció malo tenerla. Por un escaso segundo pensó en quemarla en la hornilla de la estufa, pero podía ocasionar un incendio, se podían despertar con el humo o podía pasar algo peor. Se aplastó en el sillón; la verdad era que lo quería. De tener un cuarto propio, lo habría pegado detrás de la puerta para así verlo siempre.
Viendo la situación desde una perspectiva que quería fuera racional, todo era una locura. Una caída en el pozo de la obsesión y para colmo, por un amigo al que veía todos los días. Especialmente lo que había dicho Bill, de que Gustav ya debía saberlo, no lo tranquilizaba en lo más mínimo.
La idea de ser atrapado ya era dolorosa y no creía poder enfrentarse después a lo que viniera.
Como única opción para distraerse, el ir a dormir.
Entró al cuarto y tras desvestirse ensimismado al grado de estar un poco ido y quedando en interiores, dejó el póster sobre su cama y camino hasta la de Gustav. Apenas una escasa distancia ya que ellos dos compartían un rincón de la habitación, pero le parecía haber saltado un abismo.
Gustav dormía en paz con las cobijas justo bajo la barbilla. El ceño un poco fruncido y parecía estar soñando. Era casi seguro que lo fuera. George podía decirlo por la manera en que balbuceaba algo incoherente.
Se inclinó un poco y colocó su oreja cerca para entender algo, pero lo único que le llegaba eran ruidos parecidos a gruñidos y se terminó rindiendo. Ya mañana le preguntaría por su sueño.
Bostezó y se dispuso a irse cuando una idea traviesa y estúpida en partes iguales se le vino a ocurrir. Sólo se inclinó y con mucho cuidado besó su frente.
Se alejó casi de un salto y Gustav no pareció notar gran cosa. Los mismos ruidos y apenas un giro de costado que lo dejó dándole la espalda a George. Quedaba suspirar con alivio y arrastrarse hasta su propia cama.
Se hundió en el colchón abrazando su nueva adquisición y aunque la pieza estaba oscura, supo muy bien cómo darle un nuevo beso a Gustav, esta vez en los labios. De momento en papel, pero ya era una aceptación y un reto personal de que lo iba a hacer en carne y hueso muy pronto.
Se mordió el labio en gesto de concentración y miró a las alacenas como si de pronto éstas fueran a gritar lo que faltaba.
Hizo lo suyo sin percatarse de que George, justo frente a él, lo miraba con… Ganas. Ansias. Algún sentimiento que se resumía en ademanes obseso compulsivos y que lo tenían al borde de la silla, tamborileando un pie a un ritmo imaginario y con ambas manos presionando su regazo, porque la erección que venía cultivando de días atrás, no parecía encontrar manera de estallar.
Meneársela en el baño, en la ducha o en su cama, ya a solas y todo, no había dado buenos resultados. Nada más allá de unas gotas de sudor y una apatía total cuando su orgasmo llegaba y era sólo un pálido resplandor de luna en comparación con el fuego que por dentro le carcomía.
Se sentía peor que algún adolescente de trece años y con culpa pues creía haber superado ya esa etapa. “Por Dios santo”, pensaba tendido en su espalda y meciendo su muñeca en un ritmo febril, “si ya soy un adulto”, pero no servía de gran ayuda. La excitación permanecía ahí, en algún punto recóndito entre su estómago y su espina dorsal y giraba en un torbellino pidiendo ser atendida.
Parpadeó y su vista de concentró en la lengua de Gustav que humedecía sus labios y desaparecía tras los finos labios.
Para alimento de los días que iban a permanecer en el lugar, le parecía bastante. Con todo el encanto del mundo podría haberlos devorado y jamás hartarse de ello, pero no podía jurarlo. Sólo era una más de las obsesiones que había ido adquiriendo en torno a su amigo y que cada vez aumentaban más de gravedad.
Sabía o al menos eso creía, que llegaría a un punto donde el retorno no existiera, pero de momento todo le parecía tan inocente y pueril, que lo dejaba seguir. Se hundía en las arenas movedizas del encaprichamiento sin saberlo. Quizá, y de eso sí podía ser honesto consigo mismo, tenía alguna especie de fascinación por el baterista.
“Enamoramiento” lo definía, porque parecía lo más natural y era algo todavía lejano a su cúspide del pánico. Todavía tenía tiempo de frenar esa caída sin remedio, pero disfrutaba del peligro como quien carga la cámara de las balas en una pistola y juega a la ruleta rusa.
Su más grande esperanza era no acabar muerto… De amor.
—¿Van a ir al supermercado? –Preguntó de pronto Bill. Entraba a la cocina descalzo y con el pijama aún puesto.
Se desmoronaba sobre una silla y su cabeza caía por inercia contra la tabla de la mesa casi a punto de volver a dormir. Sus lentos parpadeos eran la única prueba de que estaba semi consciente.
—Si vas a querer algo, es buen momento de pedirlo –murmuró Gustav. Se levantaba de la mesa con el ceño fruncido y se volteaba al refrigerador para abrir la puerta y mirar dentro, creía George, con mala cara de desaprobación.
La última vez que habían limpiado su interior era… Bueno, nunca, pero de vez en cuando tiraban lo que tenía aspecto venenoso o que apestaba el interior, así que al menos no les iba a salir algún hongo evolucionado y parlanchín, pero no pudo hablar de lo mismo con el hedor que procedió, al parecer, de un recipiente plástico que Gustav abría para verificar su contenido.
—Huele como… —Bill levantó la cabeza de entre sus brazos y arrugó la nariz—. Diablos, no sé. Olí algo así cuando atropellaron un gato cerca de la calle donde vivía.
—Puaj. –Gustav lo tiró al contenedor de basura y siguió espiando.
Se inclinó a mirar en el cajón de las verduras, incluso a sabiendas de que nadie las comía. Los gemelos eran enemigos de todo lo sano casi como de Bushido e inclusive con el mismo fingimiento de ‘me gusta, pero no gracias’ que los caracterizaba y los distinguía en educación, pero no era de más comprobar por un par de tomates y lechuga para una ensalada o para relleno de un sándwich.
En eso se encontraba mientras George se impulsaba sobre los codos más cerca y con ojos bajos, admiraba su trasero. La prenda que portaba, unos shorts blancos con líneas azules a cada lado, le favorecía. El bajista lo podía afirmar con la mano en la Biblia sin ningún pudor y no era para menos.
Por el borde de la playera, se adivinaban sus formas redondeadas y el cuerpo macizo y trabajado que Gustav tenía y conservaba con una rutina leve de ejercicios cuando su itinerario se los permitía. No mucho, porque era evidente que Gustav tiraba al tipo rollizo, pero eso parecía agregarle puntos. A George le quedaba tragar duro y controlarse de mirar más y más abajo, o se le iba a caer una gota de saliva en el proceso de espionaje discreto.
O casi discreto. Bill lo pateó por debajo de la mesa y George se sonrojó al instante como si lo hubieran atrapado a media paja, jadeando como poseso y con una linterna apuntando en pleno rostro.
—¿Recuerdan cuándo fue la última vez que…? –Gustav, ajeno a todo, se giraba sobre sus pies y mostraba un recipiente plástico que abría y olía para casi vomitar. Quizá con lo que trajera en sus intestinos mejorase el aroma que brotó apenas la tapa fue abierta, porque era aún peor que el anterior.
—Ni los dinosaurios recuerdan eso –masculló Bill con dos dedos apretando sus fosas nasales y la otra mano agitando el aire frente a su cara. Era tal la peste que los ojos le comenzaban a llorar—. Sólo tíralo.
El baterista obedeció y volvió a hundir la cabeza en el fondo del refrigerador. Esta vez, de cuatro patas y… George tuvo que cerrar los ojos con fuerza ante la visión que se le presentaba. La tela de la prenda que portaba Gustav se tensaba justo en sus glúteos y era como tener un par de frutas que gritaban ‘¡Muérdeme, idiota!’ con letras de neón e intermitentes.
Nueva patada y esta vez George se encaró a Bill quien giraba los ojos y señalaba con un dedo. Decía algo, pero apenas moviendo los labios y el bajista sólo negaba sin estar seguro de cuál era el mensaje, tanto el que recibía como el que enviaba.
Esperaba uno que lo sacase del apuro, pero se lo ahorró con la entrada de Tom, que para ser temprano a como acostumbraba levantarse, ya traía su gorra pero no sus pantalones. En bóxers, y con un único calcetín, se rascaba la barbilla donde unos cuantos vellos que conformaban su barba lampiña, amenazaban con salir.
—Muy bien necrófilos –rezongaba apenas los visualizaba a los tres—, ¿Quién fue el que desenterró un cadáver? Este lugar apesta a muerto.
—A gato –refutó Bill—. Recuerda cuando…
Se enfrascó en su explicación lo bastante como para no dar su tercer golpe cuando George se lamió los labios en total éxtasis cuando Gustav casi se metía al fondo del refrigerador antes de triunfante, sacar una bolsa plástica que contenía algo morado.
Un tono bastante peligroso y que juraba, podría brillar en la oscuridad si se atrevían a hacer la prueba apagando las luces. Al parecer los gemelos pensaban lo mismo, pero el baterista no les dio la oportunidad de comprobarlo, ya que de un tiro perfecto, encestó al bote de basura y la hediondez se apaciguó en medida.
—Olvídenlo –dijo con evidente malhumor—, hay que ir al supermercado a traer de todo. Dejen la lista de lado y agarren lo que vean que todo nos falta. Este lugar es una pocilga y planeo limpiar.
Tom arqueó una ceja.
—Yo paso –comentó ignorando la hosquedad que se enfocó en su persona—. Vayan ustedes dos –señaló a George y a Bill— y me traen un paquete de condones.
—¿Algo más, patrón? –Le retó George, pero antes de que Tom le respondiese, una vocecilla perteneciente a Bill hizo un comentario que los dejó mudos.
—Hablando de condones, falta lubricante… —Se mordisqueó una uña y pareció meditar un poco al respecto—. Tomi, ¿Fresa o uva? –Lo miró con intensidad y su gemelo se sonrojó hasta la punta de las orejas.
—Coco –balbuceó apenas y Bill lo escribió cuidadosamente debajo de ‘papel higiénico’ que había sido la última anotación de Gustav—. ¿Seguro? Porque la última vez que… —Se tapó los labios con la yema de los dedos y se escuchó el suspiro de alivio de parte de Tom—. Cierto. Privado.
—Ok. –Gustav desvió la mirada—, no me interesa saber. Ustedes dos sólo vayan y traigan lo necesario para hacer sándwiches, un poco de leche y… El pedido de Tom.
Los despidió en la puerta y tras darles el dinero y subrayar en la lista lo más urgente, los dejó partir.
—Wow, hace tiempo que no comíamos de esto. –Bill puso frente a los ojos de George una caja de cereal con un conejo dibujado y a juzgar por lo que decía y los colores chillones, su contenido era multi sabor—. Hay que llevarlo.
Más que petición, era un comentario de que a fin de cuentas, iba a meter en el carrito del supermercado lo que se le viniera en gana. Para prueba de ello, latas de refresco, bolsas de papas fritas, dulces, fruta en almíbar y aunque no le gustara, chocolate. Si era por gastar dinero, llevaría hasta crema para las hemorroides.
Se notaba a leguas que no era común para él hacer las compras y cual crío que acompaña a su madre a traer los víveres de la semana, tomaba de todo un poco de todo lo que veía y lo añadía a la canasta.
De haber estado de mejor ánimo, George habría controlado sus ansías por las compras o al menos las habría limitado, pero en lugar de eso, se paseaba por los pasillos de la sección de frutas y verduras con expresión meditabunda. Se detenía ante los melones y con un dedo largo y lento, lo pasaba por la superficie.
Si su mente era buena en algo, era en imaginar cada cosa… Quizá el trasero de Gustav no fuera tan grande como la pieza que tenía frente a sí, pues fácil pesaba un kilo, pero siempre quedaban más opciones. Apartando el primero, más abajo encontró fruta más pequeña y bien formada y la palma entera de su mano se dedicó a masajear la rugosa cáscara casi con delicadeza.
Sí, tenían que ser más o menos de ese tamaño… Cabeceó en una afirmación y celebró su descubrimiento tomando la fruta y metiéndola en el carrito.
—No me gusta el melón –rezongó Bill apenas lo vio. Dejó en el carrito una nueva carga de porquerías que incluían leches malteadas y un paquete de gominolas y se cruzó de brazos esperando instrucciones.
—A mí sí. –Se sintió mentiroso; lo cierto es que tampoco era fan de las frutas, pero ese melón le hacía guiños y lo quería probar no en jugo como era la única manera en la que los consumía, sino en rebanadas y mordiéndolos.
—Falta pasta de dientes y papel de baño –dijo Bill. Empujó el carrito casi rebosante con las compras y se fue al pasillo correspondiente.
El resto del tiempo se le fue a George entre las nubes.
A su manera de ver las cosas, era una buena solución el haber ido de compras y así saciar un poco su apetito. La única pega de todo ello era que su antojo tenía un tinte sexual más que alimenticio y para el antojo que traía… Denegó con la cabeza. Mejor no pensar en ello más o se saldría de control. No estaba muy seguro de cuál sería el punto sin retorno o dónde se debía empezar a considerar un degenerado de lo peor, pero ya lo sabría o al menos eso esperaba…
—¿George? –El chasquido de los dedos frente a sus ojos y se encontró a sí mismo en la fila para pagar y con el melón en manos—. Me estás ignorando. –Era Bill con un puchero y varios paquetes de condones en las manos.
—Veo que los encontraste –murmuró con bochorno. Detrás de ellos, una joven ama de casa con un par de revoltosos niños en sus faldas les dirigía miradas de diversión. Se burlaba o así lo sentía el bajista. Le daban ganas de mandar lejos a Bill con sus condones para así ahorrarse la pena.
—Sí y no. ¿Puedes creer que no encontré lubricante de coco? Tsk, Tomi se molestará. –Se apartó un mechón de pelo de los ojos—. Digo, llevo de otro sabor, pero ya sabes cómo se pone cuando no es lo que él quiere…
—¿Si, eh? –George carraspeó. Como que de pronto no le interesaba mantener una conversación con Bill. Demonios, ¿Importaba de verdad el sabor del lubricante para esos dos? Mejor que cada uno usara el suyo a menos que… Mejor desechar todo de su mente. Era un depravado, eso por seguro.
Se estaba sintiendo sumamente incómodo y más porque Bill leía la etiqueta del pequeño envase sabor tuti fruti con tanto interés que hasta movía los labios sin darse cuenta. Los niños de la mujer que estaban detrás de ellos en la fila también parecían reparar en ello y con la inocencia que caracterizaba a las criaturas en esa edad, pedían lo mismo sin saber para qué servía realmente.
Oír las negativas y el llanto posterior le daba dolor de cabeza y optó por huir como un cobarde. Para colmo, Bill ya murmuraba y antes de alejarse hasta que su turno llegara, le tocó captar algunas de las maravillas atribuidas al lubricante.
—Mierda… —Murmuró. Cuando por fin se encontró a unos dos metros la tensión de su espalda se liberó y se sintió fresco al menos por unos instantes.
Por ser un viernes en la tarde, el lugar estaba con un poco de movimiento y por todos lados se veían amas de casa comprando lo necesario para le cena de esa noche.
Se preguntó entonces qué haría Gustav para cenar. Si estaba la promesa de limpiar el refrigerador y además los había mandado por una lista de ingredientes, la posible cena se adivinaba prometedora y con un aroma hogareño que casi le hacía salivar en exceso.
Quería algo de carne y puré de papas como el que el bajista solía hacer cuando tenían tiempo para prepararlo. Eso y una sopa, podían completar el cuadro. A medias. Faltaba la bebida y su mente quería zumo de melón por razones que sólo él entendía. Se tapaba la boca con la mano pues reía ligeramente y temía parecer algún loco desquiciado. Si Bill ya hablaba solo con un frasco de lubricante en mano, él no iba a ser peor riendo como desquiciado porque su mente se desbocaba.
Pero había que admitir que era una buena estampa.
Abrir la puerta con las compras y la cena preparada y en la mesa. Las bebidas servidas y servilletas sobre cada plato y con los cubiertos a cada lado. Una buena cena y no sólo servir un poco de cada cosa y plantarse ante el televisor como acostumbraban.
Quizá, hasta Gustav recibiéndolo con un delantal puesto y un poco de su sopa especial en la cuchara. Que se inclinase a darle una probada y sus ojos se iluminaran cuando le dijera que estaba deliciosa… Ugh, demasiado.
Muy cursi para lo que podía soportar. Le bastaba comer algo decente y que tuviera la sazón de Gustav.
Aunque la idea del delantal no era tan mala si abajo Gustav no usara nada… Casi era verlo sacando el guisado del horno e inclinándose para ello. Tuvo que dar una patada al suelo que su entrepierna gritaba de nuevo. Llegando a casa tendría que solucionarlo de la mejor y más discreta manera posible.
—Si tanto te fastidia venir conmigo a las compras, no lo hagas. –Parpadeó como saliendo de un sueño, y se encontró a Bill de frente a él y con varios paquetes de compras envueltos. Tomó la mitad y ambos salieron al exterior.
—Estoy distraído, creo. –Doblaron a la izquierda y Bill cabeceó para darle a entender que era mala excusa, pero a la verdad no se le sacaba la vuelta—. ¿Crees que…? –Sintió la punta de sus orejas arder de vergüenza.
¿Qué cosa? –Bill se detuvo junto a un puesto de revistas y dio un rápido vistazo mientras elegía unas cuantas y tanteaba en las bolsas de su pantalón por el dinero.
—Nada. –En definitiva, mejor callarse la confusión que traía por dentro. Celoso y sin un motivo válido, se había empecinado en llevar el melón en las manos y ya no parecía tan buena idea haberlo comprado.
Gustav era su amigo de muchos años y estarle agarrando el trasero, aunque fuera producto de su morbosa imaginación y realmente no fuera de una manera física, no le parecía lo correcto.
—Ugh, ¿Qué has comprado? –Preguntó sin mucho interés de su parte. Cualquier cosa era mejor que la culpa.
—Mira. –Bill le mostró las portadas y en todas aparecía él o más bien ellos junto al logo de la banda en primer término—. Sólo para leer los últimos rumores… —Bajó un poco la cabeza—, además la revista de hasta abajo trae pósters de tamaño natural y siempre quise tener uno.
Luego aceleró el paso.
George razonó un poco al respecto. Quizá no uno suyo, muy probable que quisiera uno de Tom, ¿Pero para qué? Arqueó la ceja y algunas piezas empezaron a encajar en su cabeza… Había algo sospechoso en todo aquello y sólo para comprobar, hojeó la revista en cuestión. Cierto, una ampliación de Tom que desdoblada en sus ocho partes podía ocupar muy bien el metro ochenta que el gemelo medía. Realmente hechos a escala y sin fallos.
Eso le dio una idea.
—Mmm, Bill… —El aludido se giró en sus pasos y esperó lo que venía—. Sólo por, hum, llamémosle curiosidad… ¿Tú y Tom están…? –Para interrumpir su pregunta, una de las bolsas que traía se desfondó y el contenido se vació con tan mal tino que los huevos al instante se dieron por perdidos—. Mierda.
Se arrodilló para recoger y cuando vio los pies de Bill en su sitio y levantó la cabeza para increparle que no ayudaba, se topó con una sonrisita sardónica.
—Te respondo si me dices qué te traes con Gusti –y para rematar, dio un tono cantarín a su proposición. La manera en que usó el nuevo apodo del baterista con cierta malicia. Le sacó la lengua y entre los dos recogieron el estropicio con el único saldo perdido de los huevos y un frasco de mermelada.
Al terminar, se encontraron agachados y estorbando el paso a los peatones pero no muy seguros de cómo proceder.
—Bill –suspiró—, quiero que me regales uno de estos. –Le devolvió la revista y Bill asintió sin mediar algo más. Regresaron a casa.
No cena, no comida de hogar; obviamente, no delantal y aún así George tuvo que agradecer a Bill por ser Bill y no llevar nada comestible. Gustav les gritó al menos por quince minutos mientras sacaba la hogaza de pan y el jamón para hacer unos modestos emparedados y les recriminaba al mismo tiempo que veinte latas de refresco y caramelos no eran comidas para tres días.
¿Y qué argüir en defensa propia? “Lo siento, Gusti” en eco y ambos se dieron miradas de burla. Tom sólo tomó su pedido y desapareció en la habitación por un rato hasta que la improvisada cena estuvo lista.
Tampoco zumo de melón, pero sí refresco y más tarde cerveza.
El televisor encendido y todos sentados ante el sofá. Tom con Bill o quizá viceversa, pero el punto es que los dos parecían trenzados uno encima del otro y bostezaban con sueño comiendo los últimos bocados del pan.
—Tengo sueño –murmuró Tom de pronto. Estirándose y dando un vistazo significativo a Bill, quien de pronto lo imitó y cabeceó con dirección al cuarto donde los cuatro dormían.
Sin mediar algo más, se levantaron y desaparecieron seguidos muy de cerca por un atento George, que los contempló por encima de su hombro hasta escuchar el portazo y los jadeos mal disimulados.
—Esos dos se traen algo –comentó Gustav. Dio un trago a su cerveza y bostezó—. Ah, tengo tanto sueño, pero no me atrevo a… —Se encogió de hombros—. Tú entiendes.
—¿Tú crees que…?
—Yo no creo; yo sé. No es que me importe pero… —Nuevo encogimiento de hombros—. Al menos por una hora alejémonos del cuarto y todo irá bien.
Pero apenas y lo dijo, que Bill salió trastabillando y sin camiseta.
—No le gusta el tuti fruti, puf –masculló bastante malhumorado.
—¿Cuarto disponible? –Preguntó el baterista y ante el asentimiento del menor de los gemelos, enfiló a la habitación muy dispuesto a dormir.
—Quiero el póster –dijo George apenas desapareció su amigo por la puerta—. Sólo para que no lo tires.
—Claro, claro. –Bill rodó los ojos—. Adivino que es el de Gustav el que quieres y no el tuyo. –Hizo caso omiso de su sonrojo—. Ahórrate la pena, que si yo lo sé, él también ya debe saberlo. –Se despidió con un ‘buenas noches’ y lo dejó solo.
George, al menos en un principio, ignoró lo dicho, pero lo cierto es que cuando al fin obtuvo la impresión y la contempló, le pareció malo tenerla. Por un escaso segundo pensó en quemarla en la hornilla de la estufa, pero podía ocasionar un incendio, se podían despertar con el humo o podía pasar algo peor. Se aplastó en el sillón; la verdad era que lo quería. De tener un cuarto propio, lo habría pegado detrás de la puerta para así verlo siempre.
Viendo la situación desde una perspectiva que quería fuera racional, todo era una locura. Una caída en el pozo de la obsesión y para colmo, por un amigo al que veía todos los días. Especialmente lo que había dicho Bill, de que Gustav ya debía saberlo, no lo tranquilizaba en lo más mínimo.
La idea de ser atrapado ya era dolorosa y no creía poder enfrentarse después a lo que viniera.
Como única opción para distraerse, el ir a dormir.
Entró al cuarto y tras desvestirse ensimismado al grado de estar un poco ido y quedando en interiores, dejó el póster sobre su cama y camino hasta la de Gustav. Apenas una escasa distancia ya que ellos dos compartían un rincón de la habitación, pero le parecía haber saltado un abismo.
Gustav dormía en paz con las cobijas justo bajo la barbilla. El ceño un poco fruncido y parecía estar soñando. Era casi seguro que lo fuera. George podía decirlo por la manera en que balbuceaba algo incoherente.
Se inclinó un poco y colocó su oreja cerca para entender algo, pero lo único que le llegaba eran ruidos parecidos a gruñidos y se terminó rindiendo. Ya mañana le preguntaría por su sueño.
Bostezó y se dispuso a irse cuando una idea traviesa y estúpida en partes iguales se le vino a ocurrir. Sólo se inclinó y con mucho cuidado besó su frente.
Se alejó casi de un salto y Gustav no pareció notar gran cosa. Los mismos ruidos y apenas un giro de costado que lo dejó dándole la espalda a George. Quedaba suspirar con alivio y arrastrarse hasta su propia cama.
Se hundió en el colchón abrazando su nueva adquisición y aunque la pieza estaba oscura, supo muy bien cómo darle un nuevo beso a Gustav, esta vez en los labios. De momento en papel, pero ya era una aceptación y un reto personal de que lo iba a hacer en carne y hueso muy pronto.