Era uno de esos días, o más bien, una de esas noches.
El concierto había terminado y arropados hasta las orejas, los cuatro integrantes de la banda salían al frío exterior para firmar algunos autógrafos, dar gracias y retirarse a dormir de una buena vez.
Tom dijo “Fiesta” y lo que recibió fueron gruñidos en respuesta.
—Me duele todo, Tomi. Fiesta no –farfullo Bill caso usando dos asientos para su uso particular y extendido en ese espacio, recostado y con los ojos entrecerrados—. Los brazos, las piernas, la cabeza, las uñas…
—¿Las uñas? –Tom arqueó una ceja en pregunta, pero era obvio que a Bill le dolía cada partícula de su ser. Como toda respuesta, apoyó su mejilla en el muslo de su gemelo y cerró finalmente los ojos.
George se sentía del mismo modo, pero su gruñido no había sido del todo sincero. Necesitaba salir o más concretamente: acostarse con alguna linda groupie de tetas grandes y trasero de tentación.
Relajarse, eso era. Una preciosura rubia no le vendría nada mal y menos si tuviera algo de carne en esos pobres huesos. Algo que tomar en brazos y que pudiera hacer lo mismo sin sentir que la iba a partir en dos. Y no es que precisamente tuviera algo en contra de alguna chica delgada, eran su adoración, pero de alguna manera, en tiempos recientes, la idea de hacerlo con una de esas no le satisfacía.
Ni en fantasías. Miró a Gustav de reojo y ahí estaba su más reciente obsesión y la causa de tener que fantasear sin mucho éxito con rubias alemanas de cuerpo fornido.
Gustav. El baterista de Tokio Hotel. Duh.
Su Gustav. Su Gusti, que dormitaba contra el cristal y con la boca ligeramente entreabierta, quizá soñaba con algo agradable.
Sólo por eso, necesitaba sexo.
—Oh mierda… —Murmuró antes de hacer lo propio, cerrando los ojos y dormitando hasta la llegada a su hotel.
—¿Lo siento…? –Tanteó Bill no muy seguro, mientras balanceaba sus largas piernas desde uno de los brazos del sillón en el que estaba sentado y ponía su mejor cara de ‘lo—siento—pero—así—lo—quiero—yo’—. Sólo por hoy…
—Yap, Tom es tan… —Agitó su muñeca y le dio tiempo a Bill de tirar los sapos y las culebras que aclararan porqué carajos en las pocas noches que tenían que compartir cuarto de habitación, tenía que dormir con él si tenía a Tom.
Sencillo: Tom era un…
A George los oídos le rechinaron de la cantidad de palabras soeces que Bill tenía para su gemelo y pasados los primeros cinco minutos y en vista de que iba para largo, se limitó a asentir cada tanto de tiempo, dar cabeceadas de ‘tú—tienes—la—jodida—razón’ sin saber exactamente a que le estaba dando alas.
Conociendo a Bill, alguna tontería de Tom le había sacado de sus cabales y harto o harto Tom, había huido o sido corrido de la habitación al menos por esa noche. Las opciones eran tan limitadas e inverosímiles que pensar al respecto era la manera más estúpida de perder el tiempo por voluntad.
No era de otra. Gustav se lo dijo encogiéndose de hombros y llevando lo necesario para pasar la noche con Tom.
Cuando lo vio salir por la puerta, George dio una dura mirada a Bill y aunque su intención no era lanzar dardos con los ojos, poco faltó para ello.
El menor de los gemelos respingó y se calló por primera vez desde que había cruzado el umbral de la puerta y había anunciado con desparpajo que esa noche la iba a pasar ahí porque Tom era un… Lo que fuera.
Exactamente. –Como sea, no es nada –masculló George y se dio media vuelta para buscar con más ahínco su pijama dentro de la maleta. En algún lado debía estar y más le valía, porque sus niveles de tensión subían alarmantemente.
—Ugh, no sabía que te molestaba tanto tenerme aquí. Lo siento, supongo. –Raro en su madurez, George lo confrontó de frente quitando importancia al asunto mientras resolvía que si su pijama no aparecía, lo más conveniente era dormir en calzoncillos y no más. No era gran cosa.
Se sacó la camiseta y llevando un par de bóxers limpios al baño, se encerró para una buena ducha que lo preparara a la noche venidera.
Media hora después, George salió renovado. El vapor que le siguió al salir dio efectos especiales y a Bill se le erizó cada vello de la nuca mientras veía a su amigo salir con desparpajo del baño y en interiores, sentarse en su cama con un la toalla torno al cuello y aún escurriendo algo de agua.
—¿Sabes por qué Tom es el más grande egoísta del mundo? –Preguntó. Sentado al estilo indio en la cama, parecía haber estado ansioso por tener quien le escuchase su retahíla de insultos y el bajista no encontró manera de oponerse a sus deseos.
—Quizá, pero de cualquier modo agregarás algo más a la lista.
Sin prestar más atención de la que ya antes había dado, se metió bajo las cobijas y dando la espalda a Bill, procedió a escucharlo todo.
Todo. Ugh.
—Tom es un… Por… ¿Y adivina qué dijo después…? No creerías lo que…
En algún punto muerto de todo aquello, el cerebro de George se desconectó.
Yacía sobre su espalda y veía a Bill sentado aún en su cama y hablando acaloradamente, pero no entendía gran cosa de lo que decía. Era Tom y Bill y algo entre los dos, lo suficientemente grave como para hacer que el menor hiciera berrinche y quisiera cambiar de habitación, pero más allá de eso, no entendía nada.
—Ni te imaginas que pasó cuando…
Rodó los ojos y el cansancio de un concierto excelente como los que daban a sabiendas de que iba a ser transmitido le llegó de golpe como una tonelada de ladrillos que habían caído de cuello para abajo.
Casi. En el punto medio entre su vientre y sus caderas, sentía algo.
Con la sensación de haber sido golpeado por un auto y haber sobrevivido a ese accidente, se daba de frente con la realidad de que tenía una erección escandalosa. Enorme. Pulsante. Trago duro. Miró por encima de su hombro y Bill había alcanzado su punto más alto en la rabia contra Tom, porque estaba rojo y gritaba de tal modo que George no entendía que podía haber de excitante en ello…
—¡Lo peor, lo creas o no es que…! –Gesticulaba de una manera tan extraña, alzando brazos, golpeando la cama con los puños y moviendo la boca exageradamente mientras remedaba la voz de Tom con un tono grave y burlón, que el bajista tenía que parpadear para reconocer realmente que Bill no sólo era la persona más ensimismada en sí misma, sino la más egoísta y ajena a los demás.
Su bulto era más que notorio aún a la penumbra del cuarto y pese a estar una pequeña lámpara de noche iluminando todo con claridad suficiente, Bill tendría que notarlo. Callarse, demonios y rodar en su costado hasta darle la espalda para que se pudiera hacer una paja. Era lo correcto, eso creía. Los buenos amigos se percataban de esas cosas y hacían lo necesario para no incomodar al contrario más de lo que ya estaba.
Suspiró con pesadez y se dejó caer contra el colchón al tiempo que miraba el pequeño reloj de pared y contaba la hora más larga de su vida. Posiblemente no la última, pero no creía poder vivir para contar más que eso.
Simplemente quería decirle a Bill que se fuera a la mierda allá a donde había estado mandando a su propio gemelo por ya buen rato y que lo dejara en paz. Se tenía que… Masturbar y era una urgencia nacional que tenía que respetar.
Era una ley. Pensarlo le daba la coherencia necesaria para espetar sus derechos como varón mayor en la habitación de mandarlo callar, colocarle un bozal en caso necesario y hacer lo que un hombre tenía que hacer en un momento como ese.
Apenas abría la boca, dispuesto a ser rudo y silenciarlo, cuando la puerta se abrió y del susto tuvo que encoger las piernas en su regazo, pues ni eso sirvió para aplacar su erección.
Eran Tom y Gustav con una mala cara y se preguntó por un segundo si Bill y él no lucirían de la misma manera. Quizá no, pues dudaba tener esa expresión de perro rabioso que Gustav portaba, pero unos segundos más…
“Y tendría cara de placer”, pensó. Estaba llegando a puntos límites en donde se la iba a tener que sacudir a la vista de todos si no se salían de la maldita habitación de una vez por todas.
—Anda, anda –y Tom trastabilló ante la patada que recibió. Cuando el baterista quería, podía tener el peor malhumor de los cuatro.
Más incluso que Bill en plan de diva, que al ver como su gemelo era tratado, palidecía y olvidaba las palabras que tenía en labios. Inclusive se quedaba con la boca abierta y se miraba las manos en un ademán compungido pues sabía que parte del regaño también le correspondía y que el rubio de las iba a cargar con los dos.
—Bill, yo… —Miró por encima de su hombro y suspiró—, no siento nada lo de hace rato, pero Gustav machacará mi trasero si no me disculpo.
Los pies del aludido rechinaron y aunque hubiera una alfombra entre sus pantuflas oficiales de Spongebob Schwammkopf y el suelo, fue un sonido escalofriante que presagiaba rayos, truenos y centellas. Hasta George tragó con dificultad, pues no querría ni por todo el oro del mundo estar en la situación de los gemelos, quienes habían despertado al demonio que habitaba en Gustav y debían complacerlo.
—Yo… —Bill tartamudeo—, creo que nos excedimos. Te perdono, Tom.
—¿Tú perdonarme? –Tom lució molestó e indignado en un grandioso paquete de dos por el precio de uno—. ¡Pero si fuiste tú quien…! –Las manos que cayeron como plomo sobre sus hombros le hicieron reconsiderar el sentido de su oración y con una tímida sonrisa plagada de tics nerviosos, se corrigió—. Es decir, wow, tener un hermano es difícil, pero tener la dicha de que me… Perdones es genial.
—Genial, eso –secundo Bill levantándose de la cama y corriendo a abrazarlo con autentico pavor. No perdón, eso quedó claro cuando Tom le correspondió el abrazo y el aspecto de mascotas abandonadas a su suerte en un día de lluvia y nieve, se hizo presente.
—Patéticos, ustedes dos son total y realmente… —Empezó George, pero Gustav le dio una mirada de muerte que hasta su molesta erección disminuyó en medida… Con medida en reversa, que imaginarse subyugado por ella le dio un escalofrío que bajó por su nuca, dio tres giros en el vientre cual montaña rusa de Disneyland y se aposentó en el área de la ingle como si algún cohete hubiera aterrizado en esa zona.
Jadeó ante el golpe y apoyando ambas manos lo más discretamente posible que pudo, se dejó caer en la cama muy seguro de que si todos no salían a la voz de ya, él se iba a bajar los calzoncillos e iba a hacer lo que tenía que hacer desde antes.
—¿Algo que uno de los dos quiera agregar? –Pregunta el baterista con dulce voz. A los tres les iba a dar diabetes de sólo oírlo, pero en lugar de eso asintieron repetidamente y el silencio que siguió se intensificó ante la tentativa de quién hacía el primer movimiento, pronunciaba la primer palabra o comenzaba a correr por su vida antes de que el rubio explotara—. ¡Qué carajo, todos fuera de aquí! –Muy tarde.
Jalones de orejas, una patada al equipaje de Bill en lugar de a su trasero y la puerta al fin se encontró cerrada y la paz y la quietud retornaron al seis nueve cero en el que se hospedaban desde un inicio George y Gustav.
Éste último quien retornaba y tras sus pantuflas favoritas fuera de los pies, se dejaba caer en la cama mullida que Bill había convertido en un desastre de mantas y almohadones desperdigados por doquier.
—¿Fue horrible? –Preguntó el baterista, apoyado en un codo y mirando a George con ojos cansados. Tenía el aspecto de quien drenó toda su energía para algo inútil, pero que lo había dejado satisfecho del todo. Y que los mandasen castrar si no era cierto que ese par de gemelos eran ese algo inútil que merecía ser satisfactoriamente expulsado de la habitación, ya no digamos el hotel.
—Bill no paraba de hablar, Dios santo. –George hizo intento de sonar exasperado, pero lo que salió de sus labios fue un jadeo apenas audible. O no tan silencioso, que Gustav no evitó arquear una ceja—. Cinco minutos y no vivía para contarlo.
—¿Quién, él o tú? –Y al decirlo, colgaba uno de sus brazos fuera de la cama—. Yo soporté gruñidos sin parar. No sé si presumirlo o no, pero ni siquiera me enteré porqué peleaban esta vez.
—Yo tampoco, ugh, pero Bill decía tener la razón.
—Tom dijo que lo que Bill tenía era la culpa. –Rió un poco al respecto y sus niveles de malhumor regresaron al suelo con eso.
Los de George se dispararon, aunque ciertamente no eran los sentimientos de exasperación los que hacían saltar su erección a cada palpitar de su corazón… Estaba tan excitado que en vista de que nada más se podía parar, se le iba a parar el corazón en cualquier instante.
—Sí eh… —Fingió un gran bostezo—. Bien, me muero de sueño. Creo que voy a dormir –comentó con toda la casualidad que pudo reunir. No quería sonar ansioso, pero moría porque la luz se apagara y Gustav roncara como acostumbraba cuando estaba agotado, para poder deslizar su mano bajo su ropa interior y de una puñetera vez, masturbarse en paz.
—Yo me daré un baño. –Sin mediar otra palabra, se sentó en la cama y sacó sus calcetines. George contuvo el aliento.
“¿Y por qué no?”, se preguntó antes de sigilosamente introducir su mano bajo la ropa interior y atrapar su pene duro entre los dedos. Apenas lo hizo, gran parte de la ansiedad se evaporó… Gustav procedió a pasarse la camiseta por encima de la cabeza y rascarse el pecho con descuido. Con ello, un dedo travieso de deslizó a lo largo y ancho de la sensible piel y el bajista tuvo que morder sus labios para no dar un alarido ahí mismo.
—¿Ya pusiste la alarma del despertador? –Preguntó de pronto el rubio y atrapó a George en el primer movimiento de su muñeca. Lo miró intensamente y George enrojeció hasta la raíz de sus cabellos. Negó repetidas veces y tembló. Moría por descubrirse y hacerlo bien, pero a medias tampoco estaba mal. La idea de ser atrapado no le seducía en lo más mínimo, pero el gozo de hacerlo sin que Gustav se percatara, era lo que le agregaba picante al momento—. ¿Podrías…? –Señaló con un dedo y procedió a aflojar la hebilla de su cinturón y a desabotonar su pantalón.
George entrecerró los ojos ante la sensación y no encontró manera de maldecir y cumplir la sencilla petición de un mismo modo. El reloj estaba en su lado del cuarto y costaría apenas un estirón, tomarlo y fingir poner la alarma. Después de finalizar su asunto, lo haría en verdad.
Estremeciéndose como nunca, su brazo izquierdo serpenteó entre las cobijas y tomó el reloj con dedos torpes. Un intento de ajustar el despertador a las sanas siete de la mañana y dio contra el suelo de manera miserable. Murmuró algo por lo bajo, pero no fue capaz de sacar su mano derecha de donde estaba y hacer las cosas como debían ser. Ya no era momento para detenerse si estaba tan cerca…
—Dios, ese Bill te debió de haber aturdido. –Gustav se levantó de su lugar y en el proceso se quitó los pantalones, los cuales dejó en un ovillo a sus pies y en ropa interior negra; (“Muy sexy ropa interior negra”, pensó George al verlo acercarse), se inclinó para tomar el objeto caído, ajustarlo y dejarlo de nuevo sobre la mesita—. Listo –comentó con ligereza al terminar. Regresó a su lado de la cama y su espalda y trasero bastarían para que George se desmadrase.
De un jalón tiró de su ropa interior y se expuso bajo las cobijas mientras se daba toques rápidos y se apuraba lo más posible para terminar.
—Espero que aquellos dos solucionen sus problemas o no abriré la puerta del cuarto a las tres de la mañana para nadie –dijo de pronto el baterista. George asintió y de su boca brotó un bufido.
Si Gustav osaba voltearse, lo encontraría sudando la gota gorda en búsqueda del orgasmo perdido en el territorio sacrosanto de su entrepierna, pero por fortuna se rascaba la espalda con una mano y con la otra… Los ojos de George brillaron.
Sería demasiado y extrañamente era lo que necesitaba para no ser atrapado.
La línea de piel se tornó cada vez más clara mientras el rubio se despojaba de su ropa interior y como si nada, se inclinaba en búsqueda de una toalla y mostraba… George tuvo que sujetarse con una mano al colchón o temía irse de bruces contra el borde de la cama si se asomaba un poco más.
Fue lo necesario y su orgasmo llegó de golpe dando vueltas por encima de él y cayendo como un alfilerazo justo entre sus testículos y brotando en chorros calientes sobre su mano, su vientre y todo lo que estuviese alrededor.
Tiempo justo, pues Gustav se daba vuelta y le demostraba a George que el pudor no le iba a medianoche, cuando estaba harto de medio mundo y cansado.
Cruzó la habitación con rumbo hacía el baño, con los pies metidos en sus infantiles pantuflas y cerró la puerta de un puntapié.
—Ow, mierda… —George rodó sobre su estómago y la humedad ahí presente le recordó cuán fácil era que las cosas se salieran de control.
Ahora no sólo tenía Gusti un trasero de ensueño, sino una entrepierna de fantasía…
El concierto había terminado y arropados hasta las orejas, los cuatro integrantes de la banda salían al frío exterior para firmar algunos autógrafos, dar gracias y retirarse a dormir de una buena vez.
Tom dijo “Fiesta” y lo que recibió fueron gruñidos en respuesta.
—Me duele todo, Tomi. Fiesta no –farfullo Bill caso usando dos asientos para su uso particular y extendido en ese espacio, recostado y con los ojos entrecerrados—. Los brazos, las piernas, la cabeza, las uñas…
—¿Las uñas? –Tom arqueó una ceja en pregunta, pero era obvio que a Bill le dolía cada partícula de su ser. Como toda respuesta, apoyó su mejilla en el muslo de su gemelo y cerró finalmente los ojos.
George se sentía del mismo modo, pero su gruñido no había sido del todo sincero. Necesitaba salir o más concretamente: acostarse con alguna linda groupie de tetas grandes y trasero de tentación.
Relajarse, eso era. Una preciosura rubia no le vendría nada mal y menos si tuviera algo de carne en esos pobres huesos. Algo que tomar en brazos y que pudiera hacer lo mismo sin sentir que la iba a partir en dos. Y no es que precisamente tuviera algo en contra de alguna chica delgada, eran su adoración, pero de alguna manera, en tiempos recientes, la idea de hacerlo con una de esas no le satisfacía.
Ni en fantasías. Miró a Gustav de reojo y ahí estaba su más reciente obsesión y la causa de tener que fantasear sin mucho éxito con rubias alemanas de cuerpo fornido.
Gustav. El baterista de Tokio Hotel. Duh.
Su Gustav. Su Gusti, que dormitaba contra el cristal y con la boca ligeramente entreabierta, quizá soñaba con algo agradable.
Sólo por eso, necesitaba sexo.
—Oh mierda… —Murmuró antes de hacer lo propio, cerrando los ojos y dormitando hasta la llegada a su hotel.
—¿Lo siento…? –Tanteó Bill no muy seguro, mientras balanceaba sus largas piernas desde uno de los brazos del sillón en el que estaba sentado y ponía su mejor cara de ‘lo—siento—pero—así—lo—quiero—yo’—. Sólo por hoy…
—Yap, Tom es tan… —Agitó su muñeca y le dio tiempo a Bill de tirar los sapos y las culebras que aclararan porqué carajos en las pocas noches que tenían que compartir cuarto de habitación, tenía que dormir con él si tenía a Tom.
Sencillo: Tom era un…
A George los oídos le rechinaron de la cantidad de palabras soeces que Bill tenía para su gemelo y pasados los primeros cinco minutos y en vista de que iba para largo, se limitó a asentir cada tanto de tiempo, dar cabeceadas de ‘tú—tienes—la—jodida—razón’ sin saber exactamente a que le estaba dando alas.
Conociendo a Bill, alguna tontería de Tom le había sacado de sus cabales y harto o harto Tom, había huido o sido corrido de la habitación al menos por esa noche. Las opciones eran tan limitadas e inverosímiles que pensar al respecto era la manera más estúpida de perder el tiempo por voluntad.
No era de otra. Gustav se lo dijo encogiéndose de hombros y llevando lo necesario para pasar la noche con Tom.
Cuando lo vio salir por la puerta, George dio una dura mirada a Bill y aunque su intención no era lanzar dardos con los ojos, poco faltó para ello.
El menor de los gemelos respingó y se calló por primera vez desde que había cruzado el umbral de la puerta y había anunciado con desparpajo que esa noche la iba a pasar ahí porque Tom era un… Lo que fuera.
Exactamente. –Como sea, no es nada –masculló George y se dio media vuelta para buscar con más ahínco su pijama dentro de la maleta. En algún lado debía estar y más le valía, porque sus niveles de tensión subían alarmantemente.
—Ugh, no sabía que te molestaba tanto tenerme aquí. Lo siento, supongo. –Raro en su madurez, George lo confrontó de frente quitando importancia al asunto mientras resolvía que si su pijama no aparecía, lo más conveniente era dormir en calzoncillos y no más. No era gran cosa.
Se sacó la camiseta y llevando un par de bóxers limpios al baño, se encerró para una buena ducha que lo preparara a la noche venidera.
Media hora después, George salió renovado. El vapor que le siguió al salir dio efectos especiales y a Bill se le erizó cada vello de la nuca mientras veía a su amigo salir con desparpajo del baño y en interiores, sentarse en su cama con un la toalla torno al cuello y aún escurriendo algo de agua.
—¿Sabes por qué Tom es el más grande egoísta del mundo? –Preguntó. Sentado al estilo indio en la cama, parecía haber estado ansioso por tener quien le escuchase su retahíla de insultos y el bajista no encontró manera de oponerse a sus deseos.
—Quizá, pero de cualquier modo agregarás algo más a la lista.
Sin prestar más atención de la que ya antes había dado, se metió bajo las cobijas y dando la espalda a Bill, procedió a escucharlo todo.
Todo. Ugh.
—Tom es un… Por… ¿Y adivina qué dijo después…? No creerías lo que…
En algún punto muerto de todo aquello, el cerebro de George se desconectó.
Yacía sobre su espalda y veía a Bill sentado aún en su cama y hablando acaloradamente, pero no entendía gran cosa de lo que decía. Era Tom y Bill y algo entre los dos, lo suficientemente grave como para hacer que el menor hiciera berrinche y quisiera cambiar de habitación, pero más allá de eso, no entendía nada.
—Ni te imaginas que pasó cuando…
Rodó los ojos y el cansancio de un concierto excelente como los que daban a sabiendas de que iba a ser transmitido le llegó de golpe como una tonelada de ladrillos que habían caído de cuello para abajo.
Casi. En el punto medio entre su vientre y sus caderas, sentía algo.
Con la sensación de haber sido golpeado por un auto y haber sobrevivido a ese accidente, se daba de frente con la realidad de que tenía una erección escandalosa. Enorme. Pulsante. Trago duro. Miró por encima de su hombro y Bill había alcanzado su punto más alto en la rabia contra Tom, porque estaba rojo y gritaba de tal modo que George no entendía que podía haber de excitante en ello…
—¡Lo peor, lo creas o no es que…! –Gesticulaba de una manera tan extraña, alzando brazos, golpeando la cama con los puños y moviendo la boca exageradamente mientras remedaba la voz de Tom con un tono grave y burlón, que el bajista tenía que parpadear para reconocer realmente que Bill no sólo era la persona más ensimismada en sí misma, sino la más egoísta y ajena a los demás.
Su bulto era más que notorio aún a la penumbra del cuarto y pese a estar una pequeña lámpara de noche iluminando todo con claridad suficiente, Bill tendría que notarlo. Callarse, demonios y rodar en su costado hasta darle la espalda para que se pudiera hacer una paja. Era lo correcto, eso creía. Los buenos amigos se percataban de esas cosas y hacían lo necesario para no incomodar al contrario más de lo que ya estaba.
Suspiró con pesadez y se dejó caer contra el colchón al tiempo que miraba el pequeño reloj de pared y contaba la hora más larga de su vida. Posiblemente no la última, pero no creía poder vivir para contar más que eso.
Simplemente quería decirle a Bill que se fuera a la mierda allá a donde había estado mandando a su propio gemelo por ya buen rato y que lo dejara en paz. Se tenía que… Masturbar y era una urgencia nacional que tenía que respetar.
Era una ley. Pensarlo le daba la coherencia necesaria para espetar sus derechos como varón mayor en la habitación de mandarlo callar, colocarle un bozal en caso necesario y hacer lo que un hombre tenía que hacer en un momento como ese.
Apenas abría la boca, dispuesto a ser rudo y silenciarlo, cuando la puerta se abrió y del susto tuvo que encoger las piernas en su regazo, pues ni eso sirvió para aplacar su erección.
Eran Tom y Gustav con una mala cara y se preguntó por un segundo si Bill y él no lucirían de la misma manera. Quizá no, pues dudaba tener esa expresión de perro rabioso que Gustav portaba, pero unos segundos más…
“Y tendría cara de placer”, pensó. Estaba llegando a puntos límites en donde se la iba a tener que sacudir a la vista de todos si no se salían de la maldita habitación de una vez por todas.
—Anda, anda –y Tom trastabilló ante la patada que recibió. Cuando el baterista quería, podía tener el peor malhumor de los cuatro.
Más incluso que Bill en plan de diva, que al ver como su gemelo era tratado, palidecía y olvidaba las palabras que tenía en labios. Inclusive se quedaba con la boca abierta y se miraba las manos en un ademán compungido pues sabía que parte del regaño también le correspondía y que el rubio de las iba a cargar con los dos.
—Bill, yo… —Miró por encima de su hombro y suspiró—, no siento nada lo de hace rato, pero Gustav machacará mi trasero si no me disculpo.
Los pies del aludido rechinaron y aunque hubiera una alfombra entre sus pantuflas oficiales de Spongebob Schwammkopf y el suelo, fue un sonido escalofriante que presagiaba rayos, truenos y centellas. Hasta George tragó con dificultad, pues no querría ni por todo el oro del mundo estar en la situación de los gemelos, quienes habían despertado al demonio que habitaba en Gustav y debían complacerlo.
—Yo… —Bill tartamudeo—, creo que nos excedimos. Te perdono, Tom.
—¿Tú perdonarme? –Tom lució molestó e indignado en un grandioso paquete de dos por el precio de uno—. ¡Pero si fuiste tú quien…! –Las manos que cayeron como plomo sobre sus hombros le hicieron reconsiderar el sentido de su oración y con una tímida sonrisa plagada de tics nerviosos, se corrigió—. Es decir, wow, tener un hermano es difícil, pero tener la dicha de que me… Perdones es genial.
—Genial, eso –secundo Bill levantándose de la cama y corriendo a abrazarlo con autentico pavor. No perdón, eso quedó claro cuando Tom le correspondió el abrazo y el aspecto de mascotas abandonadas a su suerte en un día de lluvia y nieve, se hizo presente.
—Patéticos, ustedes dos son total y realmente… —Empezó George, pero Gustav le dio una mirada de muerte que hasta su molesta erección disminuyó en medida… Con medida en reversa, que imaginarse subyugado por ella le dio un escalofrío que bajó por su nuca, dio tres giros en el vientre cual montaña rusa de Disneyland y se aposentó en el área de la ingle como si algún cohete hubiera aterrizado en esa zona.
Jadeó ante el golpe y apoyando ambas manos lo más discretamente posible que pudo, se dejó caer en la cama muy seguro de que si todos no salían a la voz de ya, él se iba a bajar los calzoncillos e iba a hacer lo que tenía que hacer desde antes.
—¿Algo que uno de los dos quiera agregar? –Pregunta el baterista con dulce voz. A los tres les iba a dar diabetes de sólo oírlo, pero en lugar de eso asintieron repetidamente y el silencio que siguió se intensificó ante la tentativa de quién hacía el primer movimiento, pronunciaba la primer palabra o comenzaba a correr por su vida antes de que el rubio explotara—. ¡Qué carajo, todos fuera de aquí! –Muy tarde.
Jalones de orejas, una patada al equipaje de Bill en lugar de a su trasero y la puerta al fin se encontró cerrada y la paz y la quietud retornaron al seis nueve cero en el que se hospedaban desde un inicio George y Gustav.
Éste último quien retornaba y tras sus pantuflas favoritas fuera de los pies, se dejaba caer en la cama mullida que Bill había convertido en un desastre de mantas y almohadones desperdigados por doquier.
—¿Fue horrible? –Preguntó el baterista, apoyado en un codo y mirando a George con ojos cansados. Tenía el aspecto de quien drenó toda su energía para algo inútil, pero que lo había dejado satisfecho del todo. Y que los mandasen castrar si no era cierto que ese par de gemelos eran ese algo inútil que merecía ser satisfactoriamente expulsado de la habitación, ya no digamos el hotel.
—Bill no paraba de hablar, Dios santo. –George hizo intento de sonar exasperado, pero lo que salió de sus labios fue un jadeo apenas audible. O no tan silencioso, que Gustav no evitó arquear una ceja—. Cinco minutos y no vivía para contarlo.
—¿Quién, él o tú? –Y al decirlo, colgaba uno de sus brazos fuera de la cama—. Yo soporté gruñidos sin parar. No sé si presumirlo o no, pero ni siquiera me enteré porqué peleaban esta vez.
—Yo tampoco, ugh, pero Bill decía tener la razón.
—Tom dijo que lo que Bill tenía era la culpa. –Rió un poco al respecto y sus niveles de malhumor regresaron al suelo con eso.
Los de George se dispararon, aunque ciertamente no eran los sentimientos de exasperación los que hacían saltar su erección a cada palpitar de su corazón… Estaba tan excitado que en vista de que nada más se podía parar, se le iba a parar el corazón en cualquier instante.
—Sí eh… —Fingió un gran bostezo—. Bien, me muero de sueño. Creo que voy a dormir –comentó con toda la casualidad que pudo reunir. No quería sonar ansioso, pero moría porque la luz se apagara y Gustav roncara como acostumbraba cuando estaba agotado, para poder deslizar su mano bajo su ropa interior y de una puñetera vez, masturbarse en paz.
—Yo me daré un baño. –Sin mediar otra palabra, se sentó en la cama y sacó sus calcetines. George contuvo el aliento.
“¿Y por qué no?”, se preguntó antes de sigilosamente introducir su mano bajo la ropa interior y atrapar su pene duro entre los dedos. Apenas lo hizo, gran parte de la ansiedad se evaporó… Gustav procedió a pasarse la camiseta por encima de la cabeza y rascarse el pecho con descuido. Con ello, un dedo travieso de deslizó a lo largo y ancho de la sensible piel y el bajista tuvo que morder sus labios para no dar un alarido ahí mismo.
—¿Ya pusiste la alarma del despertador? –Preguntó de pronto el rubio y atrapó a George en el primer movimiento de su muñeca. Lo miró intensamente y George enrojeció hasta la raíz de sus cabellos. Negó repetidas veces y tembló. Moría por descubrirse y hacerlo bien, pero a medias tampoco estaba mal. La idea de ser atrapado no le seducía en lo más mínimo, pero el gozo de hacerlo sin que Gustav se percatara, era lo que le agregaba picante al momento—. ¿Podrías…? –Señaló con un dedo y procedió a aflojar la hebilla de su cinturón y a desabotonar su pantalón.
George entrecerró los ojos ante la sensación y no encontró manera de maldecir y cumplir la sencilla petición de un mismo modo. El reloj estaba en su lado del cuarto y costaría apenas un estirón, tomarlo y fingir poner la alarma. Después de finalizar su asunto, lo haría en verdad.
Estremeciéndose como nunca, su brazo izquierdo serpenteó entre las cobijas y tomó el reloj con dedos torpes. Un intento de ajustar el despertador a las sanas siete de la mañana y dio contra el suelo de manera miserable. Murmuró algo por lo bajo, pero no fue capaz de sacar su mano derecha de donde estaba y hacer las cosas como debían ser. Ya no era momento para detenerse si estaba tan cerca…
—Dios, ese Bill te debió de haber aturdido. –Gustav se levantó de su lugar y en el proceso se quitó los pantalones, los cuales dejó en un ovillo a sus pies y en ropa interior negra; (“Muy sexy ropa interior negra”, pensó George al verlo acercarse), se inclinó para tomar el objeto caído, ajustarlo y dejarlo de nuevo sobre la mesita—. Listo –comentó con ligereza al terminar. Regresó a su lado de la cama y su espalda y trasero bastarían para que George se desmadrase.
De un jalón tiró de su ropa interior y se expuso bajo las cobijas mientras se daba toques rápidos y se apuraba lo más posible para terminar.
—Espero que aquellos dos solucionen sus problemas o no abriré la puerta del cuarto a las tres de la mañana para nadie –dijo de pronto el baterista. George asintió y de su boca brotó un bufido.
Si Gustav osaba voltearse, lo encontraría sudando la gota gorda en búsqueda del orgasmo perdido en el territorio sacrosanto de su entrepierna, pero por fortuna se rascaba la espalda con una mano y con la otra… Los ojos de George brillaron.
Sería demasiado y extrañamente era lo que necesitaba para no ser atrapado.
La línea de piel se tornó cada vez más clara mientras el rubio se despojaba de su ropa interior y como si nada, se inclinaba en búsqueda de una toalla y mostraba… George tuvo que sujetarse con una mano al colchón o temía irse de bruces contra el borde de la cama si se asomaba un poco más.
Fue lo necesario y su orgasmo llegó de golpe dando vueltas por encima de él y cayendo como un alfilerazo justo entre sus testículos y brotando en chorros calientes sobre su mano, su vientre y todo lo que estuviese alrededor.
Tiempo justo, pues Gustav se daba vuelta y le demostraba a George que el pudor no le iba a medianoche, cuando estaba harto de medio mundo y cansado.
Cruzó la habitación con rumbo hacía el baño, con los pies metidos en sus infantiles pantuflas y cerró la puerta de un puntapié.
—Ow, mierda… —George rodó sobre su estómago y la humedad ahí presente le recordó cuán fácil era que las cosas se salieran de control.
Ahora no sólo tenía Gusti un trasero de ensueño, sino una entrepierna de fantasía…