—Es raro volver al lugar del origen… —Murmuró Tom, cuando a las siete en punto de ese mismo día, cruzó el umbral de lo que sería su nueva habitación privada en el hospital—. Sé que no es el mismo cuarto de antes, pero se ve tan idéntico que podría creer que sí —prosiguió, avanzando inseguro paso a paso hasta encontrarse frente a la cama y contemplar la prístina limpieza de sus sábanas, el acomodo perfecto de las almohadas en la cabecera y la asepsia que parecía recubrir todo con una laca invisible de esterilidad—. Es raro —repitió—, muy raro.
—Sólo será por unos días —trató Bill de animarlo, detrás de él y con las maletas de ambos colgando de cada mano suya. Lo cierto es que ‘un par de días’ era su manera eufemística de decir que todo dependía de los resultados que nos análisis por venir, arrojaran a la luz.
Puntuales a su cita, tanto Bill como Tom habían llegado antes de las cinco de la tarde a la consulta con su médico e igualmente cronometrados en tiempo, habían sido recibidos en el mismo despacho de antes. El doctor Reimann no había cambiado en el transcurso de las casi dos semanas en las que el mayor de los gemelos recordaba conocerlo, pero él mismo se sentía más viejo de lo que sus trece años -incluso sus veinte- le permitían ser.
La consulta había transcurrido entre infinitas preguntas y una exhaustiva inspección. Con un poco de corte por verse desnudo ante tres pares de ojos, la madura enfermera Welle también presente, el mayor de los gemelos había permitido que las manos del médico recorrieran cada una de sus extremidades en un camino de ida de vuelta, palpando cada músculo y coyuntura en sus huesos, buscando al mismo tiempo, palabras que definieran las sensaciones de su cuerpo ante cada contacto.
Nada. Dolor. Nada. Presión. Nada. Calor. Nada. Frío. Nada. Cosquillas. Nada. Humedad. Nada.
Nada. Nada. Nada. Con una mano hurgando a cada lado de su cuerpo, Tom había tenido que ser víctima presencial de cómo su ser se dividía en dos: Uno que sentía, el otro que no.
Minucioso en su labor, el doctor Reimann no había cejado en su empeño hasta que Tom se sintió manoseado en exceso, deseoso de un baño caliente que eliminara de su piel la impresión de llevar en el cuerpo un patina de mugre ajena.
Los análisis de sangre habían sido los primeros. Con estoicismo, Tom había sujetado la mano de Bill en lugar de que éste lo hiciera con él, mientras veía como la sangre de sus venas corría en un flujo constante de gotas hasta el interior de varios pequeños tubos de ensaye, cada uno etiquetado como pertenecientes a Johan Müller, pues la prioridad, además de saber qué diablos pasaba con Tom, era mantener todo aquello en el más absoluto de los secretos. Cualquier medida de seguridad parecía poca y ni la disquera ni los gemelos querían correr el más mínimo de los riesgos.
El resto había sido una minuciosa entrevista. ¿Cambios recientes? ¿Algún otro síntoma? ¿Alteración en el estado? ¿Los hábitos de sueño después del accidente? Tom respondió a todo con ayuda de Bill, los dos sentados frente al escritorio del médico, sin importarles la imagen que podían dar, sujetos de una mano.
Lo importante llegaría al día siguiente, pues como el doctor Reimann se los había dejado claro, el mayor de los gemelos sería el primero en la lista para pasar bajo los rayos x del hospital y el primero también en recibir una tomografía, seguida de una resonancia en la sala contigua.
—Sólo para estar seguros. Por lo general, los problemas neurológicos tienen su base en la cabeza, dado que el daño en los nervios es más bien inusual. Una vez descartemos la procedencia, podremos enfocarnos en una cura —había dicho el médico, tratando de infundirle tranquilidad tanto a Tom como a Bill, éste último que parecía sumido en un perpetuo estado de angustia.
Recordando lo ocurrido en el día, Tom tardó en reaccionar a los llamados de su gemelo, que harto de verse ignorado, lo sujetó por el brazo.
—Hey —bufó—, me estás ignorando.
—Uhm, no —se excusó el mayor de los gemelos, apretando la mano de Bill entre la suya para hacerle saber que sólo estaba distraído—. Estaba pensando, creo que perdí la noción del tiempo.
No muy convencido si es que la expresión en su rostro era un indicador, Bill lo dejó pasar. —¿Quieres cambiarte de ropa en el baño o que te ayude? Puedo salir si te incomoda.
Tom se contuvo de arrugar la nariz en una mueca de desagrado. Por órdenes del hospital, como cualquier otro paciente, el uso de la bata era obligatorio y el mayor de los gemelos la odiaba. No sólo por su desagradable tono verde menta, sino por la falta de tela, que a su parecer, ya era bastante vergonzoso ser paciente de un hospital como para dejar toda la parte posterior al descubierto. En sus palabras, ‘se le iba a congelar el trasero’, pero ni suplicar funcionó con la enfermera Welle, que férrea al manejar a sus pacientes, exigía un cumplimiento total de las reglas en el hospital.
—Y eso incluye vestir la bata. Yo uso mi uniforme, tú el tuyo y todos contentos —le había dicho a Tom a modo de advertencia, dejando claro que si en su ronda de medianoche no lo veía usándola, ella misma se encargaría de desnudarlo y vestirlo con ella.
—Nah, quédate —le dijo Tom a su gemelo, sacándose la camiseta que vestía y estremeciéndose por el frío que reinaba en la habitación—. Sólo no te rías.
—Uhmph —resopló Bill, tomando la dichosa bata entre los dedos y manejando la tela hasta dar con los dos orificios por dónde meter los brazos—. He visto tu trasero muchas veces, Tom. Ya nada me puedo sorprender.
El mayor de los gemelos se mordió la lengua para no decir más, y en cuestión de minutos, se encontró vestido con una ínfima tela y la retaguardia al aire.
—Ugh, me siento desnudista —sujetó la tela por ambas orillas, tratando de que alcanzara para cubrir sus miserias, pero sin remedio.
Bill rodó los ojos con desdén. —Pues si no quieres que te vea nada de más, a la cama.
Ni corto ni perezoso, Tom levantó las mantas y en cuestión de segundos ya estaba debajo de ellas y cubierto hasta la barbilla. —Es temprano para dormir —gruñó al ver la hora. El reloj apenas pasaba de las ocho.
—Mañana tienes un día ajetreado, lo mejor sería si descansas un poco —arrastró Bill la única silla que componía el mobiliario extra de la habitación y la colocó al lado de la cabecera de su gemelo—. Los dos deberíamos descansar.
—Mmm —concedió el mayor de los gemelos, seguro que su mañana sería de lo más ajetreada.
Dejando que el silencio entre ellos se instaurara, Tom pasó un par de minutos pensando en lo mucho que extrañaba su cama en casa, cuando un repentino pensamiento lo asaltó.
—¡Bill!
—¿Qué?
—¿Dónde vas a dormir tú? —Preguntó, alzando la cabeza de la almohada y clavando los ojos en su gemelo, que al lado de su cama, parecía dispuesto a quedarse quieto hasta que el sol volviera a brillar en el cielo.
—Aquí, por supuesto. ¿Dónde si no? —Arqueó el menor de los gemelos una ceja—. Es contra el reglamento que alguien que no sea un paciente utilice una cama. Y la enfermera Welle ya fue lo suficientemente amable como para dejar que me quede aquí contigo por la noche. La silla tendrá que servir hasta que volvamos a casa.
—Pero…
—Estaré bien, Tomi —extendió Bill la mano, acariciando la mejilla de su gemelo—. Estoy cómodo.
Tom se mordió el labio inferior, demasiado conmovido por el gesto de su gemelo como para rezongar. —¿Seguro? —Quiso constatar—. Porque… porque podrías ir a dormir a un hotel si quieres. O volver a casa. No soy un niño pequeño, puedo pasar la noche a solas —le aseguró, aunque por dentro sentía todo lo contrario. Si Bill lo dejaba ahí en esa aséptica e inmaculada habitación, iba a llorar hasta quedarse afónico.
—No, estoy bien —se inclinó Bill para besarlo en la frente—. Ya pasé así unos días antes, ¿recuerdas? Cuando tuviste tu accidente. No es tan malo. La espalda duele y al cabo de tres días el suelo parece un colchón de plumas, pero —enfatizó la palabra cuando vio que Tom estaba dispuesto a replicar— lo hago por ti. Porque quiero estar contigo.
Tom soltó un suspiro. —Gracias —musitó al cabo de unos segundos—. Por eso, por todo. Sé que no he sido fácil de tratar estas semanas, pero… gracias.
—Tomi… —Se atragantó Bill con la palabra en los labios.
Con el sentimiento atorado en sus pechos, pasaron la siguiente hora en silencio, uno cerca del otro y disfrutando de lo íntimo que el simple contacto de la mano Bill contra la mejilla de Tom podía lograr, moviéndose con delicadeza y barriendo las lágrimas que sin parar, se deslizaban.
Fue así como los encontró la enfermera Welle, cuando en su ronda previa a medianoche, pasó a apagar las luces y a sumir aquella área en una acogedora iluminación, provista por una lámpara de noche.
—Necesito que te tomes esta pastilla, cariño —le indicó a Tom en un gesto maternal, tendiéndole junto con el comprimido, una taza de papel desechable—. Es un somnífero ligero, para asegurarnos de que en la mañana estés del todo descansado —les explicó a los gemelos, atenta a las expresiones de curiosidad en sus caras—. Buenas noches —se despidió saliendo del dormitorio, no sin antes dejar una manta extra para Bill, que se la echó en los hombros.
En tiempo récord, Tom pasó a bostezar en intervalos más y más breves, al punto en que con un último, los ojos se le cerraron y cayó dormido en el acto.
Con cuidado de no despertarlo, Bill retiró su mano, poniéndose en pie para estirar los brazos por encima de su cabeza y con satisfacción escuchar los huesos de su espalda ceder a la presión y crujir.
Con los ojos clavados en su gemelo, Bill se volvió a dejar caer en la silla, resignado a que igual como había sido después del accidente, el sueño reparador le estaría vedado.
Decidido a hacer lo mejor de su vigilia, sacó su viejo cuaderno de canciones y tras una breve pausa, comenzó a escribir minuciosamente.
A los dos. Tom mira su reflejo, se contempla en él, se embebece en él… Su otro yo se niega a repetir sus movimientos. Poco sabe del mundo. Con dos años, aún no sabe diferenciar entre el espejo y esa otra personita idéntica a él; en un acto que provocará el malestar en Bill, lanza un cubo de colores en su dirección.
Es el llanto el que marca la diferencia y por primera vez, Tom entiende lo que es tener un gemelo.
A los nueve. Son dos ojos morados, uno por cada gemelo, y un labio partido. El nuevo año escolar acaba de empezar, pero ya es la tercera pelea en la que los gemelos se ven envueltos.
Tom culpa a Bill y a su nueva manía de usar maquillaje, pero igual recibe los golpes.
Por eso cuando la cuarta pelea llega el viernes de la segunda semana de clases, está preparado. Aprieta los labios y lanza el primer golpe a la cara de su contrincante.
A los dieciséis.
—¿Largo? ¿Seguro? —Bill se tironea de los mechones irregulares de cabello que caen a cada lado de su rostro—. No sé…
Aún envuelto en la modorra del sueño, Tom asiente. —Largo, hasta los hombros por lo menos.
Bill lo medita, pero al cabo de unos segundos cede. —Ok, largo.
A los veinte. No hay regalos. No hay un abrazo. No hay palabras.
Es su cumpleaños veinte y no hay nada.
Tom se…
… incorporó de golpe, abriendo los ojos a la semi penumbra de la habitación, con el corazón latiéndole a toda prisa en el pecho y la respiración agitada.
Un rápido vistazo a su alrededor comprobó que seguía en el hospital, que Bill dormía a su lado, aún sentado en la silla y con la cabeza caída sobre su pecho, roncando ligeramente, ajeno al hecho de que Tom hubiera salido del país de los sueños de un brusco movimiento, como arrancado fuera del mar de la memoria.
¿Qué había pasado? El mayor de los gemelos se llevó ambas manos al rostro, limpiándose una ligera capa de sudor que le corría desde la frente por las sienes y hasta el cuello. Pese a que en el cuarto reinaba un clima glacial, se sentía febril.
Un segundo estaba dormido, al siguiente estaba despierto. Recordaba fragmentos de sus sueños, pero a diferencia de otras ocasiones, Tom recordó hechos aislados de su niñez, de los últimos años e incluso de días atrás, todo visto desde una perspectiva distorsionada que transformó los hechos en su memoria hasta convertirlos en quimeras, mitad recuerdo, mitad pesadilla.
—Diosss —siseó con pesadez, pateando las mantas a los pies de la cama. Ansioso por beber un trago de agua, Tom se deslizó fuera de la cama, rumbo al sanitario que Bill había insistido en que su habitación privada tuviera de manera exclusiva.
Una vez dentro del baño y seguro de que el foco no molestaría a su gemelo, Tom presionó el contacto de la luz, haciendo que la diminuta habitación se iluminara bajo la opaca potencia de una bombilla de menos de cien watts.
Parpadeando para eliminar las sombras que veía, Tom pasó al cabo de unos segundos, a tallarse con insistencia los ojos, molesto por lo borroso que todo se veía.
Cuando al fin volvió a intentar ver, comprobó con mal humor que si bien la visión en su ojo derecho se había normalizado, en el lado izquierdo todo se veía fuera de foco, distorsionado y bañado en sombras.
Pensando que quizá llevaba una pestaña dentro del párpado, se miró en el espejo que descansaba frente al lavamanos y soltó un grito inconsciente que reverberó en las paredes de azulejos.
Mientras que su ojo derecho tenía la apariencia de siempre, el izquierdo se encontraba dilatado en su totalidad, la pupila cubriendo por completo el iris y cualquier rastro de su color castaño.
—¡Bill! —Chilló Tom, acercando la cara al espejo y horrorizado, comprobar que ningún cambio parecía suceder en su estado—. ¡BILL!
No pasó mucho antes de que su gemelo, con el cabello en punta y aspecto de haber pasado mala noche, estuviera a su lado. No fue necesario intercambiar palabras. …l también lo vio.
Pronto, se sumó a su grupo la enfermera Welle, que sin mediar un comentario de su parte, mandó pedir en la estación de enfermeras una camilla y la presencia urgente del doctor Reimann.
Todo pasó en cuestión de minutos y sin saber cómo, Bill se encontró descalzo y de pie ante las puertas que separaban la zona pública del hospital de la del área de cuidados intensivos.
—Va a volver, cariño —lo abrazó brevemente la enfermera Welle, antes de cruzar ella misma esas puertas y desaparecer detrás de ellas en una ráfaga de perfume y brisa.
Aún en shock, Bill se quedó congelado en su sitio por largos momentos antes de asentir.
—Sólo será por unos días —trató Bill de animarlo, detrás de él y con las maletas de ambos colgando de cada mano suya. Lo cierto es que ‘un par de días’ era su manera eufemística de decir que todo dependía de los resultados que nos análisis por venir, arrojaran a la luz.
Puntuales a su cita, tanto Bill como Tom habían llegado antes de las cinco de la tarde a la consulta con su médico e igualmente cronometrados en tiempo, habían sido recibidos en el mismo despacho de antes. El doctor Reimann no había cambiado en el transcurso de las casi dos semanas en las que el mayor de los gemelos recordaba conocerlo, pero él mismo se sentía más viejo de lo que sus trece años -incluso sus veinte- le permitían ser.
La consulta había transcurrido entre infinitas preguntas y una exhaustiva inspección. Con un poco de corte por verse desnudo ante tres pares de ojos, la madura enfermera Welle también presente, el mayor de los gemelos había permitido que las manos del médico recorrieran cada una de sus extremidades en un camino de ida de vuelta, palpando cada músculo y coyuntura en sus huesos, buscando al mismo tiempo, palabras que definieran las sensaciones de su cuerpo ante cada contacto.
Nada. Dolor. Nada. Presión. Nada. Calor. Nada. Frío. Nada. Cosquillas. Nada. Humedad. Nada.
Nada. Nada. Nada. Con una mano hurgando a cada lado de su cuerpo, Tom había tenido que ser víctima presencial de cómo su ser se dividía en dos: Uno que sentía, el otro que no.
Minucioso en su labor, el doctor Reimann no había cejado en su empeño hasta que Tom se sintió manoseado en exceso, deseoso de un baño caliente que eliminara de su piel la impresión de llevar en el cuerpo un patina de mugre ajena.
Los análisis de sangre habían sido los primeros. Con estoicismo, Tom había sujetado la mano de Bill en lugar de que éste lo hiciera con él, mientras veía como la sangre de sus venas corría en un flujo constante de gotas hasta el interior de varios pequeños tubos de ensaye, cada uno etiquetado como pertenecientes a Johan Müller, pues la prioridad, además de saber qué diablos pasaba con Tom, era mantener todo aquello en el más absoluto de los secretos. Cualquier medida de seguridad parecía poca y ni la disquera ni los gemelos querían correr el más mínimo de los riesgos.
El resto había sido una minuciosa entrevista. ¿Cambios recientes? ¿Algún otro síntoma? ¿Alteración en el estado? ¿Los hábitos de sueño después del accidente? Tom respondió a todo con ayuda de Bill, los dos sentados frente al escritorio del médico, sin importarles la imagen que podían dar, sujetos de una mano.
Lo importante llegaría al día siguiente, pues como el doctor Reimann se los había dejado claro, el mayor de los gemelos sería el primero en la lista para pasar bajo los rayos x del hospital y el primero también en recibir una tomografía, seguida de una resonancia en la sala contigua.
—Sólo para estar seguros. Por lo general, los problemas neurológicos tienen su base en la cabeza, dado que el daño en los nervios es más bien inusual. Una vez descartemos la procedencia, podremos enfocarnos en una cura —había dicho el médico, tratando de infundirle tranquilidad tanto a Tom como a Bill, éste último que parecía sumido en un perpetuo estado de angustia.
Recordando lo ocurrido en el día, Tom tardó en reaccionar a los llamados de su gemelo, que harto de verse ignorado, lo sujetó por el brazo.
—Hey —bufó—, me estás ignorando.
—Uhm, no —se excusó el mayor de los gemelos, apretando la mano de Bill entre la suya para hacerle saber que sólo estaba distraído—. Estaba pensando, creo que perdí la noción del tiempo.
No muy convencido si es que la expresión en su rostro era un indicador, Bill lo dejó pasar. —¿Quieres cambiarte de ropa en el baño o que te ayude? Puedo salir si te incomoda.
Tom se contuvo de arrugar la nariz en una mueca de desagrado. Por órdenes del hospital, como cualquier otro paciente, el uso de la bata era obligatorio y el mayor de los gemelos la odiaba. No sólo por su desagradable tono verde menta, sino por la falta de tela, que a su parecer, ya era bastante vergonzoso ser paciente de un hospital como para dejar toda la parte posterior al descubierto. En sus palabras, ‘se le iba a congelar el trasero’, pero ni suplicar funcionó con la enfermera Welle, que férrea al manejar a sus pacientes, exigía un cumplimiento total de las reglas en el hospital.
—Y eso incluye vestir la bata. Yo uso mi uniforme, tú el tuyo y todos contentos —le había dicho a Tom a modo de advertencia, dejando claro que si en su ronda de medianoche no lo veía usándola, ella misma se encargaría de desnudarlo y vestirlo con ella.
—Nah, quédate —le dijo Tom a su gemelo, sacándose la camiseta que vestía y estremeciéndose por el frío que reinaba en la habitación—. Sólo no te rías.
—Uhmph —resopló Bill, tomando la dichosa bata entre los dedos y manejando la tela hasta dar con los dos orificios por dónde meter los brazos—. He visto tu trasero muchas veces, Tom. Ya nada me puedo sorprender.
El mayor de los gemelos se mordió la lengua para no decir más, y en cuestión de minutos, se encontró vestido con una ínfima tela y la retaguardia al aire.
—Ugh, me siento desnudista —sujetó la tela por ambas orillas, tratando de que alcanzara para cubrir sus miserias, pero sin remedio.
Bill rodó los ojos con desdén. —Pues si no quieres que te vea nada de más, a la cama.
Ni corto ni perezoso, Tom levantó las mantas y en cuestión de segundos ya estaba debajo de ellas y cubierto hasta la barbilla. —Es temprano para dormir —gruñó al ver la hora. El reloj apenas pasaba de las ocho.
—Mañana tienes un día ajetreado, lo mejor sería si descansas un poco —arrastró Bill la única silla que componía el mobiliario extra de la habitación y la colocó al lado de la cabecera de su gemelo—. Los dos deberíamos descansar.
—Mmm —concedió el mayor de los gemelos, seguro que su mañana sería de lo más ajetreada.
Dejando que el silencio entre ellos se instaurara, Tom pasó un par de minutos pensando en lo mucho que extrañaba su cama en casa, cuando un repentino pensamiento lo asaltó.
—¡Bill!
—¿Qué?
—¿Dónde vas a dormir tú? —Preguntó, alzando la cabeza de la almohada y clavando los ojos en su gemelo, que al lado de su cama, parecía dispuesto a quedarse quieto hasta que el sol volviera a brillar en el cielo.
—Aquí, por supuesto. ¿Dónde si no? —Arqueó el menor de los gemelos una ceja—. Es contra el reglamento que alguien que no sea un paciente utilice una cama. Y la enfermera Welle ya fue lo suficientemente amable como para dejar que me quede aquí contigo por la noche. La silla tendrá que servir hasta que volvamos a casa.
—Pero…
—Estaré bien, Tomi —extendió Bill la mano, acariciando la mejilla de su gemelo—. Estoy cómodo.
Tom se mordió el labio inferior, demasiado conmovido por el gesto de su gemelo como para rezongar. —¿Seguro? —Quiso constatar—. Porque… porque podrías ir a dormir a un hotel si quieres. O volver a casa. No soy un niño pequeño, puedo pasar la noche a solas —le aseguró, aunque por dentro sentía todo lo contrario. Si Bill lo dejaba ahí en esa aséptica e inmaculada habitación, iba a llorar hasta quedarse afónico.
—No, estoy bien —se inclinó Bill para besarlo en la frente—. Ya pasé así unos días antes, ¿recuerdas? Cuando tuviste tu accidente. No es tan malo. La espalda duele y al cabo de tres días el suelo parece un colchón de plumas, pero —enfatizó la palabra cuando vio que Tom estaba dispuesto a replicar— lo hago por ti. Porque quiero estar contigo.
Tom soltó un suspiro. —Gracias —musitó al cabo de unos segundos—. Por eso, por todo. Sé que no he sido fácil de tratar estas semanas, pero… gracias.
—Tomi… —Se atragantó Bill con la palabra en los labios.
Con el sentimiento atorado en sus pechos, pasaron la siguiente hora en silencio, uno cerca del otro y disfrutando de lo íntimo que el simple contacto de la mano Bill contra la mejilla de Tom podía lograr, moviéndose con delicadeza y barriendo las lágrimas que sin parar, se deslizaban.
Fue así como los encontró la enfermera Welle, cuando en su ronda previa a medianoche, pasó a apagar las luces y a sumir aquella área en una acogedora iluminación, provista por una lámpara de noche.
—Necesito que te tomes esta pastilla, cariño —le indicó a Tom en un gesto maternal, tendiéndole junto con el comprimido, una taza de papel desechable—. Es un somnífero ligero, para asegurarnos de que en la mañana estés del todo descansado —les explicó a los gemelos, atenta a las expresiones de curiosidad en sus caras—. Buenas noches —se despidió saliendo del dormitorio, no sin antes dejar una manta extra para Bill, que se la echó en los hombros.
En tiempo récord, Tom pasó a bostezar en intervalos más y más breves, al punto en que con un último, los ojos se le cerraron y cayó dormido en el acto.
Con cuidado de no despertarlo, Bill retiró su mano, poniéndose en pie para estirar los brazos por encima de su cabeza y con satisfacción escuchar los huesos de su espalda ceder a la presión y crujir.
Con los ojos clavados en su gemelo, Bill se volvió a dejar caer en la silla, resignado a que igual como había sido después del accidente, el sueño reparador le estaría vedado.
Decidido a hacer lo mejor de su vigilia, sacó su viejo cuaderno de canciones y tras una breve pausa, comenzó a escribir minuciosamente.
A los dos. Tom mira su reflejo, se contempla en él, se embebece en él… Su otro yo se niega a repetir sus movimientos. Poco sabe del mundo. Con dos años, aún no sabe diferenciar entre el espejo y esa otra personita idéntica a él; en un acto que provocará el malestar en Bill, lanza un cubo de colores en su dirección.
Es el llanto el que marca la diferencia y por primera vez, Tom entiende lo que es tener un gemelo.
A los nueve. Son dos ojos morados, uno por cada gemelo, y un labio partido. El nuevo año escolar acaba de empezar, pero ya es la tercera pelea en la que los gemelos se ven envueltos.
Tom culpa a Bill y a su nueva manía de usar maquillaje, pero igual recibe los golpes.
Por eso cuando la cuarta pelea llega el viernes de la segunda semana de clases, está preparado. Aprieta los labios y lanza el primer golpe a la cara de su contrincante.
A los dieciséis.
—¿Largo? ¿Seguro? —Bill se tironea de los mechones irregulares de cabello que caen a cada lado de su rostro—. No sé…
Aún envuelto en la modorra del sueño, Tom asiente. —Largo, hasta los hombros por lo menos.
Bill lo medita, pero al cabo de unos segundos cede. —Ok, largo.
A los veinte. No hay regalos. No hay un abrazo. No hay palabras.
Es su cumpleaños veinte y no hay nada.
Tom se…
… incorporó de golpe, abriendo los ojos a la semi penumbra de la habitación, con el corazón latiéndole a toda prisa en el pecho y la respiración agitada.
Un rápido vistazo a su alrededor comprobó que seguía en el hospital, que Bill dormía a su lado, aún sentado en la silla y con la cabeza caída sobre su pecho, roncando ligeramente, ajeno al hecho de que Tom hubiera salido del país de los sueños de un brusco movimiento, como arrancado fuera del mar de la memoria.
¿Qué había pasado? El mayor de los gemelos se llevó ambas manos al rostro, limpiándose una ligera capa de sudor que le corría desde la frente por las sienes y hasta el cuello. Pese a que en el cuarto reinaba un clima glacial, se sentía febril.
Un segundo estaba dormido, al siguiente estaba despierto. Recordaba fragmentos de sus sueños, pero a diferencia de otras ocasiones, Tom recordó hechos aislados de su niñez, de los últimos años e incluso de días atrás, todo visto desde una perspectiva distorsionada que transformó los hechos en su memoria hasta convertirlos en quimeras, mitad recuerdo, mitad pesadilla.
—Diosss —siseó con pesadez, pateando las mantas a los pies de la cama. Ansioso por beber un trago de agua, Tom se deslizó fuera de la cama, rumbo al sanitario que Bill había insistido en que su habitación privada tuviera de manera exclusiva.
Una vez dentro del baño y seguro de que el foco no molestaría a su gemelo, Tom presionó el contacto de la luz, haciendo que la diminuta habitación se iluminara bajo la opaca potencia de una bombilla de menos de cien watts.
Parpadeando para eliminar las sombras que veía, Tom pasó al cabo de unos segundos, a tallarse con insistencia los ojos, molesto por lo borroso que todo se veía.
Cuando al fin volvió a intentar ver, comprobó con mal humor que si bien la visión en su ojo derecho se había normalizado, en el lado izquierdo todo se veía fuera de foco, distorsionado y bañado en sombras.
Pensando que quizá llevaba una pestaña dentro del párpado, se miró en el espejo que descansaba frente al lavamanos y soltó un grito inconsciente que reverberó en las paredes de azulejos.
Mientras que su ojo derecho tenía la apariencia de siempre, el izquierdo se encontraba dilatado en su totalidad, la pupila cubriendo por completo el iris y cualquier rastro de su color castaño.
—¡Bill! —Chilló Tom, acercando la cara al espejo y horrorizado, comprobar que ningún cambio parecía suceder en su estado—. ¡BILL!
No pasó mucho antes de que su gemelo, con el cabello en punta y aspecto de haber pasado mala noche, estuviera a su lado. No fue necesario intercambiar palabras. …l también lo vio.
Pronto, se sumó a su grupo la enfermera Welle, que sin mediar un comentario de su parte, mandó pedir en la estación de enfermeras una camilla y la presencia urgente del doctor Reimann.
Todo pasó en cuestión de minutos y sin saber cómo, Bill se encontró descalzo y de pie ante las puertas que separaban la zona pública del hospital de la del área de cuidados intensivos.
—Va a volver, cariño —lo abrazó brevemente la enfermera Welle, antes de cruzar ella misma esas puertas y desaparecer detrás de ellas en una ráfaga de perfume y brisa.
Aún en shock, Bill se quedó congelado en su sitio por largos momentos antes de asentir.