Tokio Hotel World

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^-^Dediado a todos los Aliens ^-^


    Capitulo 12: La Pieza Perdida De Un Rompecabezas Inexistente.

    Thomas Kaulitz
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    Mensaje  Thomas Kaulitz Miér Ago 03, 2011 2:25 pm

    —Do you wanna fuck? Yes I wanna do, I wanna pull my dick in you, I wanna make you scream my name, it is a game, we both know... —En coma, o al menos en un estado que se le parecía demasiado, Tom extendió malhumorado la tibia mano hacía el frío exterior, fuera de las mantas, para buscar su hasta entonces apenas usado teléfono móvil y tanteó en el bulto del piso, compuesto en su mayoría por la ropa del día anterior, unos calcetines y…
    —Mierda —se incorporó de golpe, cuando sin querer, derramó el vaso con agua que de noche había colocado medio lleno a un lado de la cama después de haberse tomado sus medicamentos, demasiado perezoso como para ir a la cocina y dejarlo en el fregadero como debía ser. Ahora estaba pagando el precio, manifestándose éste en un charco lo suficientemente grave como para arruinar su ropa y correr en línea resta a su maleta con el equipaje aún dentro—. Me cago en… —Ya con el teléfono en mano, vislumbró a duras penas el nombre: ‘Andi’, acompañado de una pequeña imagen que mostraba a su amigo ya no con el pelo rubio platinado que siempre había asociado a él, sino castaño y un poco mayor. No irreconocible, sólo muy distinto.
    Pero en serio, ¿Andreas? Bill había decidido desde su salida del hospital días antes, que no era necesario aturdirlo con toneladas de nueva información para procesar, así que apenas habían hablado de un antes rubio amigo. Y como éste tampoco había llamado…
    Tom consideró la opción de no contestar el teléfono. En parte por lo incómodo que podía resultar hablar con alguien que estaba a años distancia, al menos en la memoria; también porque si la hora era la correcta, apenas eran ¡las jodidas siete de la madrugada!
    —... Do some nasty things with you, I will make you moan and it's more like porn and you know I don't stop... —Siguió sonando el teléfono, haciendo que a Tom se le pusieran rojas las orejas por la vergüenza. ¿En verdad él le había puesto ese tono a su móvil?
    Casi por inercia, si acaso por hacerlo callar, presionó el minúsculo botón verde que conectaría la llamada y contuvo el aliento como si hubiera hecho una travesura y temiera resultar castigado.
    —¿Tom? —Escuchó una pequeña vocecita—. ¿TOM? ¿Eres tú? ¿Me escuchas? —El tono de la persona al otro lado de la línea sonaba y al mismo tiempo no como lo recordaba. Quizá más profundo…
    —¿Andi? —Tanteó el mayor de los gemelos, pegándose el aparato a la cara y esperando una respuesta.
    —Uhmmm… Hola —dijo Andreas a través de la pequeña bocina—. Sé que es muy temprano para llamar, pero este… Yo… Pensé que sería una buena idea saludar. Ver cómo estabas, ya sabes… Oh, sí, eso —trastabilló con cada sílaba, borrándole a Tom la expresión adormilada y cambiándosela por una de completa diversión.
    Ese era Andreas, sin lugar a discusiones. Sólo él podía enredarse con su propia lengua cuando estaba nervioso y sin importar que la otra persona fuera un desconocido o el mejor amigo de la infancia.
    —Andi, sigo siendo yo… —Murmuró Tom con los ojos empañados y olvidando el desastre con el agua, que afuera aún era una hora indigna para estar despierto, el frío, todo.
    Jugueteando con uno de los mechones de su nuevo cabello, fue como lo encontró Simone dos horas más tarde, con una sonrisa en labios que no le veía desde largo tiempo atrás y todavía hablando por teléfono, largas cadenas de risa danzando una tras de otra.

    —¿Sí, cariño? —Instó Simone al mayor de sus hijos, rato después, cuando éste finalizó su conversación telefónica y tomó asiento frente a la mesa de la cocina para desayunar.
    —Andi dice que la universidad va bien, que quizá ser veterinario no es lo suyo, pero que le interesaría hacer una especialización en gatos —apuró un trago de leche caliente para pasar un rápido bocado de pan tostado con mermelada de durazno—. ¡Gatos! Hasta donde yo sabía, no le gustaban.
    —Eso mismo le dijiste la última vez que lo viste —añadió Simone, al inclinarse sobre su plato y depositar unas tiras de tocino frito.
    —¿Ah sí? —Inquirió el mayor de los gemelos, encogiéndose de hombros sin darle mucha importancia—. No recuerdo. En fin, dijo que pasaría por aquí en la tarde. Prometió traer dulces —bufó—, como si yo fuera un niño. Le dije que mejor trajera cigarrillos, pero entonces recordé que ya puedo comprarlos por mí mismo.
    —Entonces espero —se giró su madre del fogón para apuntarle con la espátula— que recuerdes la regla de oro: Dentro de esta casa no se fuma.
    Tom reprimió el impulso de girar los ojos al cielo. —Ajá, mamá.
    —Nada de ‘ajá, mamá’ conmigo. Sabes bien lo que pienso de esas porquerías.
    —‘Qué el diablo clava los ataúdes de sus víctimas con cigarrillos’, lo sé —repitió Tom de memoria aquel refrán familiar que Simone les venía repitiendo desde pequeños y que sin embargo, jamás los había amedrentado lo suficiente como para alejarlos del vicio del tabaco. Y no que fumaran mucho; hasta lo que adivinaba, Tom estaba seguro que lo suyo era ocasional y en el caso de Bill, incluso más esporádico. Lo que por desgracia, no terminaba de aniquilar el deseo de de vez en cuando, fumar uno.
    —Es un gusto saber que recuerdes eso —se sentó Simone luego de apagar la hornilla de la estufa y bebió un sorbo de su café.
    —Repites eso desde que nací, mamá, y yo sólo no recuerdo de los trece para acá —cortó Tom un trozo de tocino y se lo metió a la boca.
    —Contigo y con Bill uno nunca sabe lo que escuchan en realidad. ‘Limpia tu habitación’ era como decirles ‘huyan por la ventana’ cuando eran adolescentes…
    —Ouch, mamá, eso duele —recriminó Bill a su progenitora, apareciendo en la cocina, vestido con pijamas y conteniendo un bostezo.
    —Si tan sólo hubiera tenido hijas —exclamó Simone; una de sus viejas letanías que divertía a los gemelos, pero en lugar del habitual intercambio de sonrisas secretas, estos evitaron cualquier tipo de contacto visual como venían haciendo desde antes.
    —Creo que voy a tomar una ducha —se incorporó Tom de golpe, sorprendiendo a su madre y hasta a el propio Bill, quien parecía a punto de tomar asiento al lado de su gemelo—. Siento que huelo al viaje y uhm, Andi va a venir, así que…
    —¿Andreas va a venir? —Se sorprendió Bill, ignorando que no se hablaban y en el proceso atragantándose con su primer mordisco a un pan.
    —Bill, es de mala educación hablar con la boca llena —le dio Simone un golpecito en la espalda.
    —Yep —asintió Tom, recogiendo su plato de la mesa y dejándolo en el fregadero—. Yo, uhm, me voy a bañar —masculló al escurrirse por la puerta y subir corriendo las escaleras.
    —Tu hermano actúa raro, ¿no lo crees, cariño? —Preguntó Simone a su otro hijo, un pequeño deje de preocupación en su voz—. Parece un poco… nervioso.
    —¿En serio? —Fingió Bill indiferencia, de pronto inapetente al contenido de su propio plato. Picoteando con el tenedor, agregó—: No creo que sea nada. Ya estaba así desde antes del accidente —mintió con un regusto amargo en la punta de la lengua.
    —Incluso así —bebió Simone un poco más de su café—, no me agrada verlo así.
    “A mí tampoco”, pensó Bill, pero en lugar de expresar su opinión, masticó un poco de tocino con lentitud.

    Después de un baño que duró más de una hora, Tom pasó el resto de la mañana eludiendo no sólo a su gemelo, sino a la compañía en general. Primero arguyendo que estaba cansado y deseaba volver a la cama, así su madre desistió de su charla madre e hijo para arreglar lo que estaba mal; luego fingiendo una jaqueca y logrando así que Gordon apagara el televisor y se rindiera de pasar un tiempo de calidad juntos.
    No es que no los quisiera a ellos o a su compañía, pero Tom se sentía tenso como la cuerda de una de sus guitarras y a punto de romperse; lo que menos quería era dejar heridos detrás de él.
    Resoplando e inquieto, salió al jardín trasero de la casa y admiró algunos de los cambios.
    Para nada era el verano de sus trece años; el exterior mostraba una estampa casi invernal, el paisaje reseco y quebradizo, los pocos árboles que se amontonaban al fondo, sin hojas ya. Incluso el escaso mobiliario era diferente; las sillas, cada una de diferente procedencia, que decoraban las reuniones familiares de su infancia, ahora eran sustituidas por una mesa tipo desayunador, que a juzgar por su apariencia, no tenía ni dos años de pertenencia.
    Tom no sabía qué sentir; parado bajo el débil sol de finales de otoño, reconsideró la idea de volver dentro de la casa y dormir un poco más, pero resistió a la tentación apoyando las manos contra su cadera y escuchando los huesos crujir. El sofá-cama era lo único que al parecer seguía igual; tan incómodo como siempre, en un par de horas de sueño, le había hecho doler el cuerpo como si recién hubiera salido del hospital.
    —Pensé que estarías aquí —dijo una voz a sus espaldas.
    Tom entrecerró los ojos. —Mmm —murmuró.
    —Tomi… Vamos, no seas así. —El sonido de las botas del menor de los gemelos contra la hojarasca del jardín, anunció cada uno de sus pasos—. Mamá dice que actúas raro.
    —Yo digo que el que actúa raro eres tú, Bill —gruñó Tom por encima de su hombro, logrando que su gemelo se detuviera en seco—. Quiero estar a solas.
    —Tomi…
    —Como sea —masculló el mayor de los gemelos, y en un arranque impulsado por su propia rabia y estupidez, cruzó el terreno y salió por una pequeña puerta que daba al exterior.

    Tom caminó por un par de minutos a campo traviesa y a través de un pequeño bosque al cual alrededor había crecido Loitsche con el paso de los años. Según se madre, una de las razones por las que le había encantado la idea de vivir ahí, luego de haber crecido criada por una madre que creía en cuentos de hadas con una inocencia equivalente a la niña de seis años que era su hija.
    Al mayor de los gemelos le importaba en ese mismo instante un comino.
    Apartando ramas bajas de su camino y esquivando el lodo que las últimas lluvias habían dejado, siguió un camino que de pronto lo pareció conocido y se internó entre los árboles, convencido de que iba a encontrar lo que estaba buscando, incluso si no sabía con exactitud qué era.
    Luego de resoplar cuesta arriba de una ladera, fue que se topó con el reconocimiento que esperaba.
    Frente a él, Samuel.
    Siendo éste, un roble gigantesco al cual sus ramas bajas y su solidez, le habían concedido el honor de ser su refugio temporal cuando volver a casa era imposible por alguna u otra razón.
    Tom extendió la mano para tocar la rugosa corteza y fue como volver al pasado… Se recordó a sí mismo abrazado desolado al tronco en ese mismo sitio, llorando como un crío de cinco años al que le han dicho que Santa Claus no existe y con el corazón destrozado luego de saber que Bill había besado por primera vez a su novia Eva.
    Recorriendo con los dedos el rugoso exterior de Samuel, Tom encontró lo que buscaba… Escondido cerca de la base del tronco y escarbado con una vieja navaja oxidada que el mayor de los gemelos había encontrado, apenas si era visible bajo capas de savia la pequeña inscripción de ‘T+B’ que esa misma tarde años atrás había escrito casi con rabia a modo de hechizo, con una extraña certeza de que si lo hacía, Bill jamás se iría de su lado por alguien más.
    La marca de las letras era torpe, la caligrafía deforme, pero el significado tan claro como lo había sido desde siete años atrás. No, como lo era desde toda la vida que llevaban juntos, Tom estaba seguro de ello.
    —Samuel, lo siento… —Se disculpó con el viejo roble, por no volver, por haberlo herido.
    Colocándose de rodillas frente a la vieja inscripción, Tom lloró.

    Los primeros en ver llegar a Tom, fueron Andreas y Bill, sentados en las sillas del jardín y compartiendo un par de cervezas como no lo hacían en mucho tiempo.
    Riendo y hablando por horas como lo hacían siempre que había oportunidad, sumidos en una genuina alegría, a ambos se les fue el alma a los pies cuando la puerta por donde Tom había desaparecido se abrió y éste apareció con aspecto de haber cruzado el infierno a pie.
    —¡Tom! —Chilló Bill, avanzando a trompicones hasta donde se encontraba su gemelo.
    —No es nada —se intentó apartar Tom de su gemelo, pero no se vio con las fuerzas necesarias para hacerlo. Por dentro, se sentía destrozado; como si él sólo fuera una estatuilla de cristal y carne, rota en su exterior y en inmenso dolor por las cortadas—. Sólo fui a… Por ahí… Me perdí —balbuceó con voz pequeña, dejándose envolver por los brazos de Bill, aspirando profundo contra su cuello y sin saberlo, llorando.
    Andreas no desperdició ni un segundo. Viendo que Bill iba a cuidar de Tom, entró corriendo a la casa y en cuestión de segundos, Simone y Gordon salieron al jardín; la primera alterada, el segundo firme ante lo que se tenía que hacer en una situación como esa.
    A Tom todo aquello le pareció un torbellino de voces y colores.
    —¿Por qué está mojado?
    —Parece que tiene algo en la mano…
    —Hay que subirlo a la habitación de huéspedes…
    —Cariño, necesito una toalla...
    Al final, con las mantas hasta la barbilla y los pies descalzos, Tom cayó dormido.

    Tom se muerde el labio inferior con saña. Desde su sitio, escondido detrás de una de las ventanas de la entrada y con las luces apagadas, apenas si puede creer lo patético que es. Pero tiene así ya más de una hora y ahora que Bill por fin ha llegado, no está en sus planes abandonar.
    Escucha el consabido ‘Buenas noches’ por parte de ambas partes y con cuidado, mueve un poco la cortina.
    Justo a tiempo para ver como su gemelo toma las manos de Eva entre las suyas y se inclina sobre su pecoso rostro para depositar en sus labios un beso simple.
    Es todo, no hay más, pero para Tom, aquel gesto es el equivalente físico a un puñetazo justo en el ombligo. Le saca el aire y le hace desear yacer en posición fetal hasta que el dolor pase.
    Con rapidez, se escabulle a la sala y enciende el televisor justo a tiempo para fingir que ahí pasó toda la noche del sábado en lugar de acampando junto a la ventana.
    Apenas son las diez y cuarto, así que cuando Bill entra a la casa y el sonido de las llaves tintinea en sus manos, su rumbo es directo al mismo sofá en el que su gemelo está recostado.
    Sin más ceremonia, Bill toma asiento del lado opuesto y apoya su cabeza sobre las piernas de su gemelo. Bosteza.
    —¿Qué tal estuvo todo? —Pregunta Tom con indiferencia, por dentro como si un nido de cobras estuvieran en época de apareamiento y luchando entre sí. Con una mano, acaricia la cabeza de Bill.
    —Normal, supongo… —Se rasca Bill la nariz—. ¿Y qué tal tú?
    Tom se encoge de brazos. —Igual. Aburrido.
    —Seh, igual yo —admite Bill, y aquellas tres palabras hacen que Tom olvide por completo su malhumor y el haber tenido que pasar una hora completa esperando su regreso con ansiedad.
    Lo vale.

    —Hey, hey, no te levantes –fue lo primero que le dijo Bill a Tom cuando éste despertó apenas unos minutos después de medianoche—. Tienes un poco de fiebre, pasará, pero necesitas reposo.
    —Te amo –murmuró Tom con voz débil, enronquecida por tantas horas de silencio. La cabeza le estaba dando tumbos y no estaba seguro si todo era fácil de decirlo porque tenía fiebre o porque aún seguía dormido—. No como hermanos, no, te amo…
    —Lo sé, Tomi, lo sé –respondió Bill en susurros, los ojos húmedos—. Pero tienes que descansar. En la mañana te sentirás mejor y podrás olvidar esto.
    —No quiero olvidar de nuevo –gruñó Tom, luchando contra la pesadez en sus párpados—. Te amo, te amo, te amo… Desde siempre. Y quiero que lo sepas, incluso si a veces olvido decírtelo.
    —Tomi…
    —¿Te quedarás conmigo? Estoy helado, tengo frío. Samuel… —Brotó la última palabra de sus labios antes de volverse a dormir.
    —Tomi… —Repitió Bill, abandonando su sitio al lado de la cama y apartando las mantas para meterse debajo de ellas.
    Tom estaba más caliente de lo habitual y su respiración era irregular, pero parecía estar bien. Abrazándolo por detrás, el menor de los gemelos apoyó la frente entre sus hombros y aspiró la esencia que identificaba como de Tom y nadie más.
    —Yo también te amo –murmuró con los labios apenas moviéndose. Estirando el brazo para apagar la pequeña lámpara que inundaba con su luz la habitación, rozó con los dedos el trozo de corteza que Tom llevaba consigo después de regresar, el mismo donde con letras torpes tres letras resaltaban.
    Bill las había leído y varias posibilidades se habían agolpado en su cabeza, pero por una vez en la vida, haría las cosas como debían ser: Le preguntaría primero a Tom.

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