Abrió los ojos con pereza no a la cortina que se apartaba y a los rayos de la mañana que entraban por el resquicio que la tela dejaba, tampoco por la persona extra que se coló en el estrecho espacio restante que quedaba en su litera, y mucho menos por las cosquillas en su estómago. Nada lo despertaría del coma inducido de tres entrevistas y un concierto masivo producían, excepto quizá, un par de labios contra los suyos…
—¿George…? –Sonrió aún sumido entre la consciencia y el estado onírico del cual no parecía escapar y un gruñido se le salió de labios cuando Gustav, que estaba completamente recostando encima de él, movió las caderas y le hizo recordar que una de las maravillas de ser un hombre sano, era una no menos saludable erección cada mañana de su vida—. Hey, dormilón; buenos días.
—Buen día –respondió por igual, coordinando manos y posándolas en el trasero de su rubio amigo, quien con sólo un par de bóxers cortos, dio un gritito de sorpresa—. Y bien, ¿A qué debo el honor de esta visita en madrugada?
—Son las, ¡Ah!, casi las siete… —Abochornado por su jadeo, hundió el rostro en la curva que se formaba entre el cuello y el hombro de George para resoplar con algunos cabellos rebeldes del bajista, que se empeñaban en metérsele en la boca y la nariz—. Pensé que sería bueno desayunar juntos y sin aquel par para… —Se encogió de hombros al tiempo que sentía la cara arder.
No que proponer un desayuno fuera algo de otra galaxia o acaso una actividad que nunca hubieran realizado juntos, pero le apetecía hacerlo de ese modo en particular. Toda una cita si se podía llamar de aquel modo.
—¿Cocinas tú, uh? –Preguntó el mayor, alzando la cadera y haciendo contacto con la de Gustav, que exhaló aire caliente en su nuca y pareció derretirse al contacto de sus dos erecciones frotándose juntas aunque fuera a través de la tela.
—No es como si tuviéramos servicio de habitación, tú sabes –ironizó.
Un segundo después, se encontraba ocupando el lugar de ‘la víctima de violación’, como solía llamar a que George lo mantuviera acostado de espaldas, con ambas manos apretadas desde sus muñecas contra el colchón y las piernas abiertas de par en par con él en medio. Claro que no podía hablar específicamente del uso de la violencia o el no consentimiento si se excitaba y la zona de la entrepierna se contraía casi dolorosamente ante la idea de lo que venía.
—¿Aquí? –Alzó una ceja al ver que el bajista procedía a desnudarlo y obediente a sus maniobras, alzaba el trasero para facilitar que la prenda fuera retirada. El mayor hizo lo propio antes de volver a su anterior lugar y el solo roce les arrancó a ambos un par de melodiosos jadeos que posiblemente se dejaron oír por todo el autobús.
—Shhh –le acalló momentos después. Los gemelos podrían dormir como piedras, pero también tenían un radar especialmente fino para arruinar el momento privado de los demás así que no era cuestión de poner a prueba la mala suerte—. No es que no quiera probar hacerlo aquí, pero ya no hay lubricante.
El labio inferior de Gustav se curvó en una graciosa mueca que le hizo merecedor de un mordisco tal, que poco tenía que envidiarle a las sensaciones que las manos de George recorriendo sus costados con un ansía casi violenta le producían. Para prueba, el apenas perceptible rechinar del colchón cada que se retorcían en una danza lenta pero profunda.
Dos semanas.
Dos grandiosas, magníficas y embriagadoras semanas desde que propiamente tenían sexo… “Hacemos el amor”, pensó enrojeciendo hasta la punta de las orejas y esperando que si George notaba su repentino bochorno, pensase que era a causa de encontrarse al borde del orgasmo y no al de la crisis de una chica de quince años que ha perdido la virginidad ‘con el amor de su vida’.
No que no tuviera su lado romántico; al baterista contaba con él al grado que se tenía que contener de no dar amplias cabeceadas de asentimiento cada que las entrevistas Bill comenzaba con el mismo monólogo de esperar a la chica especial, pero no al de dibujar corazones en cada superficie que encontrara, marcando sus iniciales y las de George con suspiros enamorados.
Casi. Él mismo admitía que con George a un lado y durmiendo, difícil era contenerse de trazar pequeñas figuras en su espalda desnuda. No serían corazones en rojo pasión, pero eran besos húmedos que le decían cuánto amaba a aquel idiota. Cuán amado se sentía por igual, pero al mismo tiempo, quizá con un poco de negatividad, que ninguno de los dos había tratado aquel tema aún.
Quizá era que los sentimientos que ambos sentían no necesitaban expresarse más allá de las palabras por la simple razón de que era un conocimiento mutuo y adquirido por el lenguaje corporal, pero quería oír esas palabras, decirlas por igual… Moría por cruzar la frontera verbal.
—Oh sí, oh sí –murmuró George en su oreja, sacándolo de agridulces cavilaciones al meter una mano entre sus cuerpos y hundiéndola en la entrepierna de Gustav, masajeando sus testículos con tanta suavidad que el menor se encontró eyaculando al instante y apretando con sus muslos la cadera rígida del bajista, que contraía los músculos faciales y se estremecía en su propio orgasmo.
Aún jadeando y cubiertos por una fina película de sudor, se sonrieron con languidez antes de un último beso suave y tibio que les alejó tanto la modorra de la mañana como los últimos rastros de su encuentro.
—¿Pastel y leche? –Tanteó el mayor al ponerse la camiseta y esperando que fuera un sí. Una mañana que iniciaba de tan buen modo, merecía dejar un desayuno alejado de la salud, lo más posible.
—No –rió Gustav—. ¿Qué tal omelet, malteada y fruta? –Observó las facciones contrariadas de su amante, quien aún siendo adulto, adoraba comer porquerías en la mañana—. Está bien, agrega también pan tostado con mermelada y un par de tiras de tocino. ¿Ok?
Asentimientos antes de un nuevo beso para salir al exterior de la litera y enfrentarse a un nuevo comportamiento. Fuera del reducido espacio, seguían sólo siendo amigos.
Luego de un abundante y delicioso desayuno que se prolongó por más de dos horas mientras George y Gustav comían, tomaban un pequeño postre y además se bebían un par de tazas de café, fue que el autobús comenzó a cobrar vida de nuevo.
Un par de huesos crujiendo fueron lo primero que se escuchó por el pasillo antes de que la puerta, presumiblemente la del baño, se cerrara. Luego bostezos, pies que recorrían el suelo con pesadez y arrastrándose por el linóleo y la madera para dejar claro que el que había entrado al baño, a lavarse los dientes y dar una meada, era Tom. El que caminaba rumbo a donde la pareja estaba, era Bill.
—Mañana, bella durmiente –le saludó George al darle espacio en el sillón que fungía como asiento doble ante la mesa del comedor.
—Humpf –recibió en respuesta, lo que no era nada extraño. Bill no era una persona de mañana, sino un animal gruñón y quejoso que comenzaba a funcionar en cuanto el sol declinaba o cuando en su sistema hubiera una dotación de cafeína suficiente para matar un caballo.
Casi siempre y más en días como aquellos donde sólo esperaban llegar a alguna ciudad para dar casi desde la puerta del bus, al menos un par de entrevistas apresuradas, se optaba por la opción dos. La salud mental de todos lo requería así.
Gustav, quien cumplía sus obligaciones de madre para aquel grupo de desobligados, ya estaba extendiéndole una taza llena hasta el borde con el oscuro líquido, dos cucharadas de azúcar y una pizca de leche, justo como a Bill le gustaba. Apenas pudo articular un escueto ‘gracias’ antes de dar un sorbo y casi como por arte de un milagro, recobrar un poco de color en las mejillas.
Sus ojos se abrieron más y su porte desgarbado y casi desmoronado encima de la mesa, se recompuso en un instante. Daba un segundo sorbo y al apartar la taza de sus labios, sonreía con timidez.
—Esto sabe mejor que nunca –aseveró al ver las caras de burla de sus compañeros de banda. Dio un nuevo trago, esta vez más largo—. ¡Es en serio! Sabe a… —Se relamió los labios tratando de encontrar la palabra—. Este café es sexy. Tiene sensualidad.
—Si claro –desdeñó Gustav. Desde que él hacía los desayunos y cargaba la cafetera, no se fiaba de los cumplidos, pues los veía como la manera discreta de agradecer por lo que hacía y a instarlo a seguir haciéndolo como consecuencia.
—¡Lo juro! –Se exaltó al ver que no le prestaban mucha atención—. Si miento, que Tom se quede impotente y sus bolas se sequen y se caigan… —Casi gritó, con tan mal tino que el mencionado casi tropezaba con un zapato en el suelo al ir directo contra el cuello de su gemelo.
—¡¿Mis bolas y mi qué, perdón?! –Exigió saber con una vena saltándole en la tensa frente.
Si Bill no era un madrugador alegre, Tom podía ser todo lo contrario, no saltando de felicidad como presa de algún tipo de locura, sino estallando en furia a la menor provocación.
—No sé de qué hablas, pero ten, prueba esto –intentó desviar lo mejor posible la conversación hacía derroteros más favorables—. Una vez que lo pruebes, desearás que tus bolas se sequen a voluntad –e ignorando una nueva réplica, le dio la taza casi contra los dientes obligándolo así a pasar el líquido caliente.
Fue un poco entre repulsivo (por los escupitajos que Tom soltaba) y obsceno (porque pese a estar muy caliente, era más lo delicioso y su cara lo delataba) verlo acabar con la taza y al final limpiarse la barbilla húmeda con el brazo. Para remedo de hombre de las cavernas, favor de llamar a Tom Kaulitz.
—Sabe a gloria –murmuró con los ojos entrecerrados y los labios de un rojo carmín. Su lengua tanteó el borde de sus comisuras y lo mismo que él se hacía de agua por una nueva taza de café, Bill hacía lo propio al verlo.
Dos tazas nuevas y los cuatro se sentaron en la mesa a compartir los restos del desayuno antes de en verdad tener que empezar con prisas y apuros de última hora. Según el conductor, aún faltaban un par de horas así que al menos podían disfrutar de un buen café, y una buena discusión en la mañana.
—¡Oh sí, oh Dios, Ohhh! –Se deshizo Bill en halagos al saborear un poco más del café. No podía definirlo si no era con exclamaciones y casi al borde del orgasmo mental porque no decirlo de ese modo, era ofender lo más delicioso que Gustav jamás había preparado en años que se conocían.
—Alguien se está mojando en sus pantalones tres tallas menores a la suya –canturreó Tom con una tostada untada en mermelada atorado en la boca.
—Ja, a alguien le quedará espacio en sus pantalones ¡tres tallas más grandes! Luego de que sus bolas se hagan polvo. ¡Auch! –Se quejó por la patada recibida bajo la mesa—. ¿No lo dijo aquel actor porno: “Polvos tienes, polvos das y en polvo te convertirás”, eh, Tomi?
Gustav bajó su periódico dejando para luego su falso enfrascamiento en la lectura para decir con acritud:
—Eso es bíblico, Bill. “Polvo eres y en polvo te convertirás”. Significa que regresarás a los inicios cuando mueras, no que tendrás un polvo… —Se sonrojó— y mucho menos que las bolas de Tom se harán polvo. Ustedes dos son un par de desagradables impertinentes.
—Ya –arrugó la nariz el menor—. Sólo quería expresar cuán delicioso me parece este café, no pensé que eso fuera un crimen.
—Bueno, Gus, hay que admitir que ya no es agua sucia, es café. ¡Café del bueno! –Aseveró George—. Tu talento en la cocina al fin se extiende de algo más allá que un buen omelet y ensaladas. –Quiso cogerle la mano en un gesto afectuoso, pero se contuvo. ¿Acaso había hablado de más? No. ¿Pero entonces por qué Tom tenía el ceño fruncido como si pensara algo muy profundamente?
No que el menor de los gemelos fuera una especie de idiota, pero más allá de su gemelo, su Gibson, su auto y algunos asuntos en la banda, no pensaba mucho. Y sin embargo… Su mirada traslucía un ‘sé-lo-que-pasa-aquí’ que daba miedo.
Elucubrar al respecto era meterse en arenas movedizas y más si tomaba en cuenta que desde que le había dejado en claro que sabía lo pasaba entre él y Bill, el mayor de los gemelos se había mostrado distante. Fuera de los asuntos de la banda, se mantenía alejado de su lado y evitaba tanto hablarle más allá de lo necesario como estar a menos de dos metros, que casi parecían estar en discusión. Sólo la cordialidad ayudaba a mantener la fachada, pero no parecía algo que fuera a durar por siempre.
Quizá era ir muy lejos, pero pensar lo peor no era el fin del mundo. Sólo quedaba resignarse y dejarlo hablar, lo que a fin de cuentas fue algo… Extraño.
—¿Saben…? –Comenzó aún con el entrecejo arrugado—, esto me recuerda un poco a cuando mamá se casó con Gordon.
—Ugh, Tomi… —Se tensó Bill. No que no quisiera a Gordon luego de ser el padre que faltaba en su vida, pero para él recordar esos inicios era una incomodidad más allá de lo soportable—. No empieces a hablar de los calcetines sucios en la mesa del comedor o el jabón que se convirtió en una bola de pelos –se estremeció.
—No, no, eso no. –Suspiró al dejar salir la idea que tenía en mente—. De lo que hablo es que mamá cocinaba horrible, de verdad. Más que ahora –aclaró al ver que Bill estaba listo para abrir la boca—. Sus platillos o te mandaban al infierno o te descomponían el estómago por una semana; sus postres eran como alargar la tortura y no quiero ni recordar aquel pastel de cumpleaños que nos hizo a los… ¿cuándo fue, Bill? ¿A los nueve?
—A los seis –se cruzó de brazos el menor—. Fue en aquella fiesta donde la mitad de los invitados tuvieron que ir al hospital por un lavado de estómago.
—Cierto –rememoró el mayor con la mano en la barbilla—. ¿Fue ese el cumpleaños donde todos tuvieron ronchas o hinchazón en la lengua?
La mandíbula de George se fue al suelo. Claro que él también había comido en casa de los Kaulitz y admitía que era preferible comer las croquetas del perro que lo que fuera que Simone preparara, pero eso ya era ir muy lejos.
—¿Y el punto crucial de todo esto es…? –Preguntó Gustav con hastío, pues ya quería regresar a su lectura del periódico lo más rápido posible.
—Cierto. Pues bien, mamá mejoró. Sí, mejoró, Bill –puntualizó al ver que su gemelo parecía dispuesto a replicar—. No digo que se convirtiera en chef de cinco estrellas, pero al menos dejó de producirnos diarrea cada hora de la comida. Siempre pensé que Gordon tenía suerte de haber disfrutado ese cambio justo cuando empezó a vivir con nosotros, pero luego me di cuenta que él era la razón del cambio. –Asintió solemnemente—. Así que más que agradecerle el haber sido una figura paterna en mi vida, le agradezco haber logrado que mamá dejara de hacer mierdas en la cocina.
—No entiendo –murmuró Bill dando el sorbo final a su café y mirando el reloj de la pared—. Carajo, es tarde. Si no empiezo ahora con el cabello y el maquillaje, no estaré listo antes de llegar…
—Como sea, yo sólo digo que mamá mejoró su cocina gracias a Gordon, así que quizá Gustav tiene a alguien especial por ahí. Tal vez esconde en su maleta alguna muñeca inflable –dijo con un tono bastante burlesco, para después finalizar también con su café y dirigirse a su litera en búsqueda de ropa para el día.
Ya solos, Gustav y George intercambiaron miradas de complicidad al tiempo que se tomaban de la mano por debajo de la mesa.
—Yo también pienso que tu café es más delicioso que nunca –murmuró el bajista sonrojándose de pronto.
—¿Les vas a dar la razón a ese par de locos? –Cuestionó Gustav.
—Es una linda historia –se encogió de hombres—. No mata a nadie creer en el amor y sus milagros…
“En el amor, sí”, pensó al intensificar el apretón de manos y preguntarse si el rubio entendía de qué hablaba. Una correspondencia muda que se dio al sentir el gesto retribuido. Sí, tenía que ser un sí por respuesta. O que sus bolas se secaran…
—¿George…? –Sonrió aún sumido entre la consciencia y el estado onírico del cual no parecía escapar y un gruñido se le salió de labios cuando Gustav, que estaba completamente recostando encima de él, movió las caderas y le hizo recordar que una de las maravillas de ser un hombre sano, era una no menos saludable erección cada mañana de su vida—. Hey, dormilón; buenos días.
—Buen día –respondió por igual, coordinando manos y posándolas en el trasero de su rubio amigo, quien con sólo un par de bóxers cortos, dio un gritito de sorpresa—. Y bien, ¿A qué debo el honor de esta visita en madrugada?
—Son las, ¡Ah!, casi las siete… —Abochornado por su jadeo, hundió el rostro en la curva que se formaba entre el cuello y el hombro de George para resoplar con algunos cabellos rebeldes del bajista, que se empeñaban en metérsele en la boca y la nariz—. Pensé que sería bueno desayunar juntos y sin aquel par para… —Se encogió de hombros al tiempo que sentía la cara arder.
No que proponer un desayuno fuera algo de otra galaxia o acaso una actividad que nunca hubieran realizado juntos, pero le apetecía hacerlo de ese modo en particular. Toda una cita si se podía llamar de aquel modo.
—¿Cocinas tú, uh? –Preguntó el mayor, alzando la cadera y haciendo contacto con la de Gustav, que exhaló aire caliente en su nuca y pareció derretirse al contacto de sus dos erecciones frotándose juntas aunque fuera a través de la tela.
—No es como si tuviéramos servicio de habitación, tú sabes –ironizó.
Un segundo después, se encontraba ocupando el lugar de ‘la víctima de violación’, como solía llamar a que George lo mantuviera acostado de espaldas, con ambas manos apretadas desde sus muñecas contra el colchón y las piernas abiertas de par en par con él en medio. Claro que no podía hablar específicamente del uso de la violencia o el no consentimiento si se excitaba y la zona de la entrepierna se contraía casi dolorosamente ante la idea de lo que venía.
—¿Aquí? –Alzó una ceja al ver que el bajista procedía a desnudarlo y obediente a sus maniobras, alzaba el trasero para facilitar que la prenda fuera retirada. El mayor hizo lo propio antes de volver a su anterior lugar y el solo roce les arrancó a ambos un par de melodiosos jadeos que posiblemente se dejaron oír por todo el autobús.
—Shhh –le acalló momentos después. Los gemelos podrían dormir como piedras, pero también tenían un radar especialmente fino para arruinar el momento privado de los demás así que no era cuestión de poner a prueba la mala suerte—. No es que no quiera probar hacerlo aquí, pero ya no hay lubricante.
El labio inferior de Gustav se curvó en una graciosa mueca que le hizo merecedor de un mordisco tal, que poco tenía que envidiarle a las sensaciones que las manos de George recorriendo sus costados con un ansía casi violenta le producían. Para prueba, el apenas perceptible rechinar del colchón cada que se retorcían en una danza lenta pero profunda.
Dos semanas.
Dos grandiosas, magníficas y embriagadoras semanas desde que propiamente tenían sexo… “Hacemos el amor”, pensó enrojeciendo hasta la punta de las orejas y esperando que si George notaba su repentino bochorno, pensase que era a causa de encontrarse al borde del orgasmo y no al de la crisis de una chica de quince años que ha perdido la virginidad ‘con el amor de su vida’.
No que no tuviera su lado romántico; al baterista contaba con él al grado que se tenía que contener de no dar amplias cabeceadas de asentimiento cada que las entrevistas Bill comenzaba con el mismo monólogo de esperar a la chica especial, pero no al de dibujar corazones en cada superficie que encontrara, marcando sus iniciales y las de George con suspiros enamorados.
Casi. Él mismo admitía que con George a un lado y durmiendo, difícil era contenerse de trazar pequeñas figuras en su espalda desnuda. No serían corazones en rojo pasión, pero eran besos húmedos que le decían cuánto amaba a aquel idiota. Cuán amado se sentía por igual, pero al mismo tiempo, quizá con un poco de negatividad, que ninguno de los dos había tratado aquel tema aún.
Quizá era que los sentimientos que ambos sentían no necesitaban expresarse más allá de las palabras por la simple razón de que era un conocimiento mutuo y adquirido por el lenguaje corporal, pero quería oír esas palabras, decirlas por igual… Moría por cruzar la frontera verbal.
—Oh sí, oh sí –murmuró George en su oreja, sacándolo de agridulces cavilaciones al meter una mano entre sus cuerpos y hundiéndola en la entrepierna de Gustav, masajeando sus testículos con tanta suavidad que el menor se encontró eyaculando al instante y apretando con sus muslos la cadera rígida del bajista, que contraía los músculos faciales y se estremecía en su propio orgasmo.
Aún jadeando y cubiertos por una fina película de sudor, se sonrieron con languidez antes de un último beso suave y tibio que les alejó tanto la modorra de la mañana como los últimos rastros de su encuentro.
—¿Pastel y leche? –Tanteó el mayor al ponerse la camiseta y esperando que fuera un sí. Una mañana que iniciaba de tan buen modo, merecía dejar un desayuno alejado de la salud, lo más posible.
—No –rió Gustav—. ¿Qué tal omelet, malteada y fruta? –Observó las facciones contrariadas de su amante, quien aún siendo adulto, adoraba comer porquerías en la mañana—. Está bien, agrega también pan tostado con mermelada y un par de tiras de tocino. ¿Ok?
Asentimientos antes de un nuevo beso para salir al exterior de la litera y enfrentarse a un nuevo comportamiento. Fuera del reducido espacio, seguían sólo siendo amigos.
Luego de un abundante y delicioso desayuno que se prolongó por más de dos horas mientras George y Gustav comían, tomaban un pequeño postre y además se bebían un par de tazas de café, fue que el autobús comenzó a cobrar vida de nuevo.
Un par de huesos crujiendo fueron lo primero que se escuchó por el pasillo antes de que la puerta, presumiblemente la del baño, se cerrara. Luego bostezos, pies que recorrían el suelo con pesadez y arrastrándose por el linóleo y la madera para dejar claro que el que había entrado al baño, a lavarse los dientes y dar una meada, era Tom. El que caminaba rumbo a donde la pareja estaba, era Bill.
—Mañana, bella durmiente –le saludó George al darle espacio en el sillón que fungía como asiento doble ante la mesa del comedor.
—Humpf –recibió en respuesta, lo que no era nada extraño. Bill no era una persona de mañana, sino un animal gruñón y quejoso que comenzaba a funcionar en cuanto el sol declinaba o cuando en su sistema hubiera una dotación de cafeína suficiente para matar un caballo.
Casi siempre y más en días como aquellos donde sólo esperaban llegar a alguna ciudad para dar casi desde la puerta del bus, al menos un par de entrevistas apresuradas, se optaba por la opción dos. La salud mental de todos lo requería así.
Gustav, quien cumplía sus obligaciones de madre para aquel grupo de desobligados, ya estaba extendiéndole una taza llena hasta el borde con el oscuro líquido, dos cucharadas de azúcar y una pizca de leche, justo como a Bill le gustaba. Apenas pudo articular un escueto ‘gracias’ antes de dar un sorbo y casi como por arte de un milagro, recobrar un poco de color en las mejillas.
Sus ojos se abrieron más y su porte desgarbado y casi desmoronado encima de la mesa, se recompuso en un instante. Daba un segundo sorbo y al apartar la taza de sus labios, sonreía con timidez.
—Esto sabe mejor que nunca –aseveró al ver las caras de burla de sus compañeros de banda. Dio un nuevo trago, esta vez más largo—. ¡Es en serio! Sabe a… —Se relamió los labios tratando de encontrar la palabra—. Este café es sexy. Tiene sensualidad.
—Si claro –desdeñó Gustav. Desde que él hacía los desayunos y cargaba la cafetera, no se fiaba de los cumplidos, pues los veía como la manera discreta de agradecer por lo que hacía y a instarlo a seguir haciéndolo como consecuencia.
—¡Lo juro! –Se exaltó al ver que no le prestaban mucha atención—. Si miento, que Tom se quede impotente y sus bolas se sequen y se caigan… —Casi gritó, con tan mal tino que el mencionado casi tropezaba con un zapato en el suelo al ir directo contra el cuello de su gemelo.
—¡¿Mis bolas y mi qué, perdón?! –Exigió saber con una vena saltándole en la tensa frente.
Si Bill no era un madrugador alegre, Tom podía ser todo lo contrario, no saltando de felicidad como presa de algún tipo de locura, sino estallando en furia a la menor provocación.
—No sé de qué hablas, pero ten, prueba esto –intentó desviar lo mejor posible la conversación hacía derroteros más favorables—. Una vez que lo pruebes, desearás que tus bolas se sequen a voluntad –e ignorando una nueva réplica, le dio la taza casi contra los dientes obligándolo así a pasar el líquido caliente.
Fue un poco entre repulsivo (por los escupitajos que Tom soltaba) y obsceno (porque pese a estar muy caliente, era más lo delicioso y su cara lo delataba) verlo acabar con la taza y al final limpiarse la barbilla húmeda con el brazo. Para remedo de hombre de las cavernas, favor de llamar a Tom Kaulitz.
—Sabe a gloria –murmuró con los ojos entrecerrados y los labios de un rojo carmín. Su lengua tanteó el borde de sus comisuras y lo mismo que él se hacía de agua por una nueva taza de café, Bill hacía lo propio al verlo.
Dos tazas nuevas y los cuatro se sentaron en la mesa a compartir los restos del desayuno antes de en verdad tener que empezar con prisas y apuros de última hora. Según el conductor, aún faltaban un par de horas así que al menos podían disfrutar de un buen café, y una buena discusión en la mañana.
—¡Oh sí, oh Dios, Ohhh! –Se deshizo Bill en halagos al saborear un poco más del café. No podía definirlo si no era con exclamaciones y casi al borde del orgasmo mental porque no decirlo de ese modo, era ofender lo más delicioso que Gustav jamás había preparado en años que se conocían.
—Alguien se está mojando en sus pantalones tres tallas menores a la suya –canturreó Tom con una tostada untada en mermelada atorado en la boca.
—Ja, a alguien le quedará espacio en sus pantalones ¡tres tallas más grandes! Luego de que sus bolas se hagan polvo. ¡Auch! –Se quejó por la patada recibida bajo la mesa—. ¿No lo dijo aquel actor porno: “Polvos tienes, polvos das y en polvo te convertirás”, eh, Tomi?
Gustav bajó su periódico dejando para luego su falso enfrascamiento en la lectura para decir con acritud:
—Eso es bíblico, Bill. “Polvo eres y en polvo te convertirás”. Significa que regresarás a los inicios cuando mueras, no que tendrás un polvo… —Se sonrojó— y mucho menos que las bolas de Tom se harán polvo. Ustedes dos son un par de desagradables impertinentes.
—Ya –arrugó la nariz el menor—. Sólo quería expresar cuán delicioso me parece este café, no pensé que eso fuera un crimen.
—Bueno, Gus, hay que admitir que ya no es agua sucia, es café. ¡Café del bueno! –Aseveró George—. Tu talento en la cocina al fin se extiende de algo más allá que un buen omelet y ensaladas. –Quiso cogerle la mano en un gesto afectuoso, pero se contuvo. ¿Acaso había hablado de más? No. ¿Pero entonces por qué Tom tenía el ceño fruncido como si pensara algo muy profundamente?
No que el menor de los gemelos fuera una especie de idiota, pero más allá de su gemelo, su Gibson, su auto y algunos asuntos en la banda, no pensaba mucho. Y sin embargo… Su mirada traslucía un ‘sé-lo-que-pasa-aquí’ que daba miedo.
Elucubrar al respecto era meterse en arenas movedizas y más si tomaba en cuenta que desde que le había dejado en claro que sabía lo pasaba entre él y Bill, el mayor de los gemelos se había mostrado distante. Fuera de los asuntos de la banda, se mantenía alejado de su lado y evitaba tanto hablarle más allá de lo necesario como estar a menos de dos metros, que casi parecían estar en discusión. Sólo la cordialidad ayudaba a mantener la fachada, pero no parecía algo que fuera a durar por siempre.
Quizá era ir muy lejos, pero pensar lo peor no era el fin del mundo. Sólo quedaba resignarse y dejarlo hablar, lo que a fin de cuentas fue algo… Extraño.
—¿Saben…? –Comenzó aún con el entrecejo arrugado—, esto me recuerda un poco a cuando mamá se casó con Gordon.
—Ugh, Tomi… —Se tensó Bill. No que no quisiera a Gordon luego de ser el padre que faltaba en su vida, pero para él recordar esos inicios era una incomodidad más allá de lo soportable—. No empieces a hablar de los calcetines sucios en la mesa del comedor o el jabón que se convirtió en una bola de pelos –se estremeció.
—No, no, eso no. –Suspiró al dejar salir la idea que tenía en mente—. De lo que hablo es que mamá cocinaba horrible, de verdad. Más que ahora –aclaró al ver que Bill estaba listo para abrir la boca—. Sus platillos o te mandaban al infierno o te descomponían el estómago por una semana; sus postres eran como alargar la tortura y no quiero ni recordar aquel pastel de cumpleaños que nos hizo a los… ¿cuándo fue, Bill? ¿A los nueve?
—A los seis –se cruzó de brazos el menor—. Fue en aquella fiesta donde la mitad de los invitados tuvieron que ir al hospital por un lavado de estómago.
—Cierto –rememoró el mayor con la mano en la barbilla—. ¿Fue ese el cumpleaños donde todos tuvieron ronchas o hinchazón en la lengua?
La mandíbula de George se fue al suelo. Claro que él también había comido en casa de los Kaulitz y admitía que era preferible comer las croquetas del perro que lo que fuera que Simone preparara, pero eso ya era ir muy lejos.
—¿Y el punto crucial de todo esto es…? –Preguntó Gustav con hastío, pues ya quería regresar a su lectura del periódico lo más rápido posible.
—Cierto. Pues bien, mamá mejoró. Sí, mejoró, Bill –puntualizó al ver que su gemelo parecía dispuesto a replicar—. No digo que se convirtiera en chef de cinco estrellas, pero al menos dejó de producirnos diarrea cada hora de la comida. Siempre pensé que Gordon tenía suerte de haber disfrutado ese cambio justo cuando empezó a vivir con nosotros, pero luego me di cuenta que él era la razón del cambio. –Asintió solemnemente—. Así que más que agradecerle el haber sido una figura paterna en mi vida, le agradezco haber logrado que mamá dejara de hacer mierdas en la cocina.
—No entiendo –murmuró Bill dando el sorbo final a su café y mirando el reloj de la pared—. Carajo, es tarde. Si no empiezo ahora con el cabello y el maquillaje, no estaré listo antes de llegar…
—Como sea, yo sólo digo que mamá mejoró su cocina gracias a Gordon, así que quizá Gustav tiene a alguien especial por ahí. Tal vez esconde en su maleta alguna muñeca inflable –dijo con un tono bastante burlesco, para después finalizar también con su café y dirigirse a su litera en búsqueda de ropa para el día.
Ya solos, Gustav y George intercambiaron miradas de complicidad al tiempo que se tomaban de la mano por debajo de la mesa.
—Yo también pienso que tu café es más delicioso que nunca –murmuró el bajista sonrojándose de pronto.
—¿Les vas a dar la razón a ese par de locos? –Cuestionó Gustav.
—Es una linda historia –se encogió de hombres—. No mata a nadie creer en el amor y sus milagros…
“En el amor, sí”, pensó al intensificar el apretón de manos y preguntarse si el rubio entendía de qué hablaba. Una correspondencia muda que se dio al sentir el gesto retribuido. Sí, tenía que ser un sí por respuesta. O que sus bolas se secaran…