—¿Sientes esto? —Preguntó Bill a su gemelo, mientras con ambas manos examinaba punto por punto su pierna derecha desde la unión que ésta tenía con la cadera hasta la uña del dedo pulgar.
Recostado en un mar de almohadones para mayor soporte, Tom fruncía el ceño sin responder nada.
—Dime, ¿sientes cuando te toco aquí? —Pellizcó Bill la piel alrededor de la pantorrilla de Tom y éste se encogió de hombros.
—Noup.
—¿Algo, lo que sea?
Tom denegó de nueva cuenta, las mejillas llenas de gas, de lado a lado.
—Cualquier cosa…
—Nada, Bill. ¡Nada! Puedo deletrearlo si quieres, pero dudo que lo entiendas en esa cabeza dura tuya. ¿Quieres que te mienta? Porque puedo hacerlo, pero será sólo eso: Una mentira. No siento nada.
Ahora fue el turno de Bill de fruncir el ceño, deslizando por inercia la palma de sus manos a lo largo de las piernas de Tom, de ida y de regreso, atento a cualquier reacción que demostrara de algún modo que su gemelo podía sentir algo, lo que fuera, pero obtuvo como respuesta nada.
—Dios santo, Tomi, esto no me gusta… —Murmuró con malestar.
Apenas despertar, lo primero que habían hecho esa mañana había sido inspeccionar a detalle el recuento de los daños. Bill no sabía ni por asomo nada de medicina, mucho menos si lo que le pasaba a su gemelo era mental, nervioso o qué demonios, pero una rápida visita al internet les había dejado algo muy claro: La parálisis no era para jugarse. Las consecuencias podían ser fatales. Y a menos que quisieran enfrentar daños peores, lo mejor era acudir al médico más cercano rezando porque no fuera un padecimiento fatal.
Lo siguiente, había sido verificar la proporción del daño, así que con Tom tendido en la cama y desnudo de la cintura para abajo a excepción de un viejo par de bóxers, Bill habían pasado la última hora tocando en toda su extensión y forma la pierna del mayor de los gemelos sin mayor éxito que un poco de cosquillas después de la segunda mitad superior del muslo. El resto, era carne muerta.
—¿Puedes mover los dedos del pie? —Indagó Bill, con la vista fija en el pie de su gemelo, que tras varios segundos, suspiró.
—¿Los ves moverse? —Preguntó en respuesta.
Luego de un poco de práctica por su parte, Tom había descubierto que si bien podía mover el pie a su antojo, la coordinación fina era nula; es decir, nada que envolviera a los dedos.
—Espera aquí, quiero probar una idea… —Se levantó Bill abruptamente de la cama, enfilando con decisión al baño y tras un minuto donde el ruido de los gabinetes se dejó escuchar con fuerza, regresó trayendo consigo un pequeño empaque.
—Uh no —se negó Tom apenas distinguió qué llevaba Bill e imaginando lo que quería hacer con eso—. Cero bandas depilatorias. No me importa si no siento el dolor, no quiero ir por ahí con un cuadro de mi piel depilado y sin vello.
—Es una prueba —lo ignoró Bill, separando las bandas de cera fría y pese a la resistencia de su gemelo, colocándole una en cada pierna, más o menos a la misma altura y en el mismo lugar—. Ahora, voy a tirar de ésta —tocó la izquierda— y estate atento a cualquier sensación, lo que sea. Además del dolor, frío, calor, presión, sin importar lo pequeño que sea.
—Ok —apretó Tom los dientes, agarrándose al almohadón más cercano y preparado para el dolor inminente. Cerró los ojos, no deseando ver y contó hasta tres… ¡Fsss! Escuchó la tira desprenderse y para alivio suyo, desencanto de Bill, ninguna palabrota salió de sus labios. Nada, ni una pizca de aire, porque en ningún momento se había dado cuenta de que una banda con cera helada se había llevado con ella la mitad del vello de su pierna izquierda—. Wow…
Antes de que Bill le diera tiempo a recobrarse de la impresión y aún admirando el excelente trabajo que la cera había hecho con su piel, dejándola suave al tacto y lisa a los ojos, Tom pegó un alarido de dolor cuando su gemelo tiró de la segunda banda y el dolor se hizo presente como no lo había hecho en la otra pierna.
—¡MIERDAAA! —Gritó a voz de cuello, con los ojos húmedos de la fuerza con la que los cerró y el pulso acelerado por una sucesión de sensaciones. Primero el dolor agudo, luego el ardor, después el entumecimiento generalizado, por último la quemazón, todo en menos de treinta segundos—. ¡Argh, Bill, eso duele!
—Dímelo a mí, yo lo hago cada mes —murmuró el menor de los gemelos, mordisqueándose el labio inferior y al parecer decidiendo el camino a tomar—. Tenemos que ir al hospital.
—No, no quiero —se cruzó Tom de brazos, cerrándose a la posibilidad—. No hace ni veinticuatro horas que estuve ahí, me niego a volver tan pronto.
Bill se tuvo que contener para o darse en plena cara contra la pared o hacerle a su gemelo lo mismo. —Claro, porque perder la sensibilidad de un lado es tan común. Hablo en serio, Tom, vamos a ir al hospital.
Los ojos del mayor de los gemelos refulgieron con terquedad. —No, no voy a ir.
Bill apretó la mandíbula. —Claro que sí.
—Bill…
—Tom…
Los dos se miraron a los ojos con rencor concentrado en ellos, pero fue Bill quien desvió la mirada primero y se puso en pie. —Bien —dijo al cabo de unos segundos de meditación—, yo soy el adulto, tú el crío de trece años. ¿Sabes que voy a hacer? —Dándole tiempo a Tom de asimilar sus palabras, espero una respuesta que nunca llegó antes de proseguir—. Voy a darte media hora para estar listo, entonces subirás al automóvil e iremos juntos al hospital. Porque te quiero y me preocupo por ti, no porque te quiera torturar ¿ok?
Tom continuó desafiándolo sin palabras, aún cruzado de brazos en la cama y semi desnudo.
—Vístete —ordenó Bill, dándose media vuelta en dirección al baño—, porque en pijamas o no, te voy a llevar.
Sin mediar otro comentario de su parte, entró al baño y cerró la puerta tras de sí. Al cabo de unos segundos, el ruido del agua cayendo de la regadera se dejó escuchar, pero Tom no esperó a que su gemelo terminara con la ducha que tomaba para ponerse en pie por su cuenta.
Con cuidado de no lastimarse las manos, tomó de su armario el primer cambio de ropa que encontró y sin prisa se vistió de pies a cabeza para salir. Un par de zapatos deportivos acompañaron su vestimenta, además de un gorro, unas gafas oscuras y una mochila pequeña que encontró en el fondo del armario y que usó para guardar un par de camisetas y unos cuantos euros que encontró sobre una repisa.
Sin pensárselo dos veces, en una acción que por su falta de lógica delataba un problema peor, Tom salió por la puerta principal y tras despedirse de los perros, enfiló rumbo a la calle sin mirar ni una vez atrás, caminando con una pierna coja y silbando una canción, que sin saberlo, pertenecía a la banda.
Diecinueve minutos después de su partida, Bill salió del baño envuelto en vapor, con una toalla en la cabeza y otra en torno a sus caderas.
Veintidós minutos después de su partida y harto de llamarlo sin respuesta, Bill comenzó a buscarlo por toda la casa; primero en el piso superior, luego en la planta baja; al final, con gritos desesperados, en el jardín y terrenos aledaños.
A los veintisiete minutos, Bill corrió al teléfono más cercano y luego de cinco minutos de llanto histérico, pudo hacerse entender con Jost al otro lado de la línea, quien sólo entendía ‘Tom’ e ‘idiota’ entre un galimatías de palabras.
—Bill, tranquilízate por lo que más quieras, no te entiendo —dijo David cuando sus oídos parecieron a punto de estallar—. No te puedo ayudar si no me dices qué pasa. ¿Es Tom? ¿Tom hizo algo? ¿Dijo algo?
—…l… —Bill se ahogó con su propia saliva, aún envuelto en la toalla y con el cabello húmedo goteando sobre su espalda haciéndolo estremecerse—. …l se fue, Dave… No lo encuentro por ningún lado… Ni siquiera me contesta, no sé qué hacer… —Lloriqueó contra el auricular, desesperado por una solución que lo arreglara todo.
—Bill, calma —intentó Jost tranquilizarlo al otro lado de la línea—. ¿Estás seguro que no está en el jardín o…?
—¡Te digo que no esta, Dave! ¡Tom no está! —Bill se presionó la frente con el dorso de su mano libre—. Está herido. Peleamos. O no sé, quizá no fue una pelea, pero… —Tomó aire con fuerza—. Tengo algo que decirte de Tom y… —Inhaló aire antes de seguir—. Es algo serio.
Al otro lado de la línea, David Jost se sentó en la primera superficie firme que encontró. Lo que se avecinaba, estaba seguro, no iba a ser de su agrado.
Tom por su parte, no estaba tan lejos.
Caminando por encima de la acera y actuando lo menos conspicuo posible, pronto cruzó el área desierta que constituía las casas de la zona en la que vivía con su gemelo y llegó a lo que podría considerarse netamente, parte de la ciudad.
A su alrededor, el número de vehículos en movimiento se multiplicó, lo mismo que los peatones, quienes lo esquivaban a él y a su paso torpe como quien evita la peste negra. El mayor de los gemelos no se lo tomó como algo personal y prosiguió su camino sin saber bien a dónde iba y qué iba a hacer.
Un rápido vistazo a su muñeca le hizo recordar que nunca había pensando en llevar consigo ni el reloj, ni el teléfono móvil y que ya era muy tarde para regresar por ambos objetos.
Ahí estaba él, de trece años con un cuerpo de veinte y perdido en medio de una calle atestada. Un crío que se había fugado de casa en un capricho, sin mucho dinero en el bolsillo y sin destino; y Tom no tenía miedo.
—Wow —murmuró en lo bajo, avanzando al paso presuroso de los transeúntes y yendo en dirección contraria a donde venía.
¿Qué hacer? ¿Cuál sería su próximo lugar? ¿Debería volver? La respuesta a las preguntas que se amontonaron en su cabeza pronto quedaron olvidadas cuando al pasar por enfrente del primer Burguer King que se había encontrado en el camino, su estómago le recordó que no había comido nada en lo que iba del día.
Sin pensárselo mucho, el mayor de los gemelos empujó la puerta de entrada y se encontró protegido del mundanal ruido del exterior. El local no estaba lleno ni a la mitad de su capacidad, los únicos clientes que se encontraban además de él, se repartían alternados en las mesas de todo el local, algunos sentados a solas y frente a su computadora personal, otros en pareja y charlando animadamente; los pocos, padres de familia con uno o dos niños pequeños que comían con la boca manchada de mayonesa.
Atraído por el aroma que emanaba de la cocina, Tom enfiló directo a las cajas y tras un rápido vistazo a su mochila, comprobó aliviado que los pocos billetes que había tomado de la repisa en su habitación, eran en realidad casi mil euros en billetes de veinte y cincuenta.
—Uhm —se paró frente a la primera caja, leyendo el menú con minuciosidad y hambriento como estaba, pidiendo varios paquetes—. Un número nueve —se decidió, viendo que esa hamburguesa llevaba un aderezo especial—, y también la dos, con doble queso —se mordisqueó el labio inferior al saborearse con antelación—. Una ración grande de papas fritas, un refresco grande, una malteada grande y… Un helado de fresa con caramelo, creo que…
—¿Grande? —Adivinó la cajera, una chica de su edad aproximadamente, que masticaba chicle y movía veloces los dedos sobre el teclado de su caja registradora.
Tom asintió. —Mmm, también una ensalada chica, por favor —pidió, recordando que Bill se molestaría de tanto consumo de comida chatarra si por lo menos no le ponía un toque sano a su almuerzo.
—¿Es todo? —Comprobó la cajera—. Eso suma un total de… —Ido, Tom le entregó un billete de cincuenta euros y recibió el cambio con rapidez—. Su orden estará en un momento, si gusta tomar asiento.
El mayor de los gemelos procedió a sentarse cerca de una de las ventanas, al lado de la zona de juegos casi desierta en la que uno o dos niños apenas jugaban.
Pronto, la misma cajera que lo había atendido antes, le llevó su comida en dos bandejas, depositándolas sobre su mesa con una sonrisa y la promesa de algo más si se animaba, pero Tom se limitó a decir ‘gracias’ y beber un sorbo de su malteada.
Con un hambre y un antojo propio de su edad, Tom iba a la mitad de su primera hamburguesa cuando una pequeña niña rubia de unos seis años y peinada con dos coletas de moños rosas se sentó a su mesa y con timidez, llamó su atención.
—Hey —habló—, ¿puedo comerme una de tus papas fritas?
Tom, poco acostumbrado al trato con los niños, empujó la pequeña caja de cartón a su alcance. Una manita de dedos pegajosos tomó dos papas.
—Gracias.
—Mmm —masticó el mayor de los gemelos, con dificultad por las heridas de sus manos. Hasta entonces, en el exterior, había desviado la atención de sus vendajes metiendo las manos dentro de los bolsillos y sólo sacándolas si era sumamente necesario, pero ahora que estaba comiendo, era casi imposible de no dejarlas a la vista de todo mundo.
—¿Quieres cátsup en tus papas? —Preguntó la niña, señalando los sobres manoseados que Tom había sido incapaz de abrir por su propia cuenta—. Si quieres, yo puedo abrirlos…
—Bueno, si fueras tan amable… Por favor —aceptó Tom la ayuda, asombrado por la facilidad con la que la niña rompía los envoltorios y bañaba sus papas en cátsup—. Gracias.
—De nada, uhm, ¿puedo comer otra? —Pidió la criatura, su pequeña lengua lamiéndose los dedos de su previa acción—. La última, lo prometo.
Tom le cedió la caja. —Toda tuya. Come lo que quieras.
Resultó ser que luego de media hora comiendo y con la criatura aún sentada a su mesa y comiendo papas fritas con timidez, el mayor de los gemelos descubrió que la niña se llamaba Sonja, tenía, tal y como Tom había calculado, seis años y era la hermana menor de la cajera que lo había atendido antes. Le gustaban los caballos, pero jamás había montado uno a pesar de haberlos visto de cerca; iba al colegio que estaba a cuatro manzanas de distancia, pero pasaba las tardes con su hermana en lo que ésta salía de su turno laboral; además, le gustaba dibujar y se lo demostró a Tom sacando un lápiz y decorando una de las servilletas.
—¿Ves? Un león. —Para Tom aquello más bien asemejaba un perro melenudo, pero con todo el dibujo era mejor de lo que él mismo podía hacer—. Si quieres te lo regalo —ofreció Sonja con una sonrisa tímida de tal manera que al mayor de los gemelos no le quedó de otra que aceptar.
—¿No te aburres de estar sola todo el día? —Quiso saber Tom, cuando al terminar con la mayor parte de su comida, Sonja lo tomó de la mano y como si estuvieran haciendo una travesura, lo guió al área de juegos.
Sentado con ella en el cuarto de las pelotas, se sintió como idiota demasiado crecido como para estar ahí, pero al mismo tiempo no pudo evitar encontrar divertido el lanzarlas al aire y nadar entre ellas.
—No, porque tengo a mi hermana —saltó Sonja encima de él, cuidando en no caer en ningún lugar cercano a sus manos—. A veces es muy inmadura, pero la quiero igual.
—¿Inmadura? —Tom se rió internamente de que una niña tan pequeña llamara inmadura a su hermana por lo menos diez años mayor que ella.
—A veces hace tonterías, pero yo la quiero igual porque sé perdonarla —dijo Sonja con seriedad—. Y tú, ¿tienes hermanos o hermanas?
Recibiendo una pelota en plena frente, Tom tardó unos segundos en entender bien aquella pregunta. —Uhm, tengo algo así como que… dos hermanos —se encogió de hombros—. Un hermano mayor y otro que resulta que es mi gemelo —mintió a medias. En su cabeza, así era la realidad: Bill, el que recordaba de siempre y que tenía trece igual que él; y Bill el de veinte, que había venido a remplazarlo y estaba con él ahora. Si bien Tom no estaba loco como para no distinguir que todo era una jugarreta de su pérdida de memoria, era así como lo veía: Dos hermanos diferentes, no uno que había crecido sin que lo pudiera recordar—. ¿Sabes lo que significa ser gemelo de alguien? —Le preguntó a Sonja por curiosidad.
—¡Claro! —Saltó ésta de emoción al saber la respuesta—. Cuando son hermanos que nacieron el mismo tiempo. En mi salón hay dos niñas así, son gemelas mono-algo, quiere decir que son idénticas.
—Gemelos monocigóticos. Mi gemelo y yo también somos así —presumió Tom ufano—, pero vestimos diferente y nos gustan cosas que al otro no. —“Y él es mayor que yo por siete años”, pensó Tom con amargura, frunciendo el ceño.
—¿Lo quieres mucho? —Se sentó Sonja a su lado, con las pelotas de hule espuma casi cubriéndola.
—Ven acá antes de que te ahogues —se la sentó Tom en una pierna—. Por supuesto que lo quiero. Es mi hermano gemelo después de todo.
—¿Entonces por qué no está aquí contigo, uh? —Sagaz como sólo los niños podían serlo, Sonja había dado en el clavo con su pregunta, arrancándole a Tom una mueca parecida a la que se da tiene cuando algo duele.
—Es complicado —respondió Tom con un suspiro.
—Mi hermana dice lo mismo siempre —se cruzó Sonja de brazos—, pero nunca lo es.
—En este caso sí —le confesó Tom, preguntándose desde cuándo su psicóloga particular tenía seis años y le daba sesiones privadas en la caja de las pelotas de un Burguer King—. Creo que hoy lo hice enojar mucho.
—¿Te comiste su última barra de chocolate? —Le susurró la niña al cuello, abrazándolo de cerca—. Porque una vez lo hice y mi hermana se puso furiosa, pero después de que le pedí perdón se le pasó.
—No es lo mismo, hice algo peor. —Tom se mordisqueó el labio inferior.
—Nada puede ser tan malo. Es tu hermano, ¿no? Los hermanos deben de quererse —le palmeó la niña la cabeza como si de un perro se tratara—. Cuando crezcas lo entenderás.
Tom sonrió por lo bajo. Quizá. Cuando no tuviera más trece años.
—¡Sonja! —Llamó la cajera a la niña, uniforme y tarjeta de salida en mano, interrumpiendo el momento.
—Adiós —se despidió Sonja de Tom, dándole un beso en la frente y saliendo de la caja de pelotas, para ir en pos de su hermana mayor, la mochila colgando del brazo, que la esperaba y viendo a su acompañante, se despidió con coquetería usando la mano. Con un poco de nostalgia, Tom la vio partir, preguntándose si alguna vez la volvería a ver. Pese a que en suma la cría había resultado agotadora con su energía y perorata, el mayor de los gemelos le concedía una sabiduría ancestral, que por su sencillez, daba en el clavo.
Decidido a regresar a casa y pedir perdón de rodillas si era necesario, Tom salió a su vez de la caja de pelotas, recogió sus cosas y enfiló por la misma calle de regreso a su casa.
Por delante de él, una larga caminata y una reprimenda de la que sabía, no se iba a escapar.
Recostado en un mar de almohadones para mayor soporte, Tom fruncía el ceño sin responder nada.
—Dime, ¿sientes cuando te toco aquí? —Pellizcó Bill la piel alrededor de la pantorrilla de Tom y éste se encogió de hombros.
—Noup.
—¿Algo, lo que sea?
Tom denegó de nueva cuenta, las mejillas llenas de gas, de lado a lado.
—Cualquier cosa…
—Nada, Bill. ¡Nada! Puedo deletrearlo si quieres, pero dudo que lo entiendas en esa cabeza dura tuya. ¿Quieres que te mienta? Porque puedo hacerlo, pero será sólo eso: Una mentira. No siento nada.
Ahora fue el turno de Bill de fruncir el ceño, deslizando por inercia la palma de sus manos a lo largo de las piernas de Tom, de ida y de regreso, atento a cualquier reacción que demostrara de algún modo que su gemelo podía sentir algo, lo que fuera, pero obtuvo como respuesta nada.
—Dios santo, Tomi, esto no me gusta… —Murmuró con malestar.
Apenas despertar, lo primero que habían hecho esa mañana había sido inspeccionar a detalle el recuento de los daños. Bill no sabía ni por asomo nada de medicina, mucho menos si lo que le pasaba a su gemelo era mental, nervioso o qué demonios, pero una rápida visita al internet les había dejado algo muy claro: La parálisis no era para jugarse. Las consecuencias podían ser fatales. Y a menos que quisieran enfrentar daños peores, lo mejor era acudir al médico más cercano rezando porque no fuera un padecimiento fatal.
Lo siguiente, había sido verificar la proporción del daño, así que con Tom tendido en la cama y desnudo de la cintura para abajo a excepción de un viejo par de bóxers, Bill habían pasado la última hora tocando en toda su extensión y forma la pierna del mayor de los gemelos sin mayor éxito que un poco de cosquillas después de la segunda mitad superior del muslo. El resto, era carne muerta.
—¿Puedes mover los dedos del pie? —Indagó Bill, con la vista fija en el pie de su gemelo, que tras varios segundos, suspiró.
—¿Los ves moverse? —Preguntó en respuesta.
Luego de un poco de práctica por su parte, Tom había descubierto que si bien podía mover el pie a su antojo, la coordinación fina era nula; es decir, nada que envolviera a los dedos.
—Espera aquí, quiero probar una idea… —Se levantó Bill abruptamente de la cama, enfilando con decisión al baño y tras un minuto donde el ruido de los gabinetes se dejó escuchar con fuerza, regresó trayendo consigo un pequeño empaque.
—Uh no —se negó Tom apenas distinguió qué llevaba Bill e imaginando lo que quería hacer con eso—. Cero bandas depilatorias. No me importa si no siento el dolor, no quiero ir por ahí con un cuadro de mi piel depilado y sin vello.
—Es una prueba —lo ignoró Bill, separando las bandas de cera fría y pese a la resistencia de su gemelo, colocándole una en cada pierna, más o menos a la misma altura y en el mismo lugar—. Ahora, voy a tirar de ésta —tocó la izquierda— y estate atento a cualquier sensación, lo que sea. Además del dolor, frío, calor, presión, sin importar lo pequeño que sea.
—Ok —apretó Tom los dientes, agarrándose al almohadón más cercano y preparado para el dolor inminente. Cerró los ojos, no deseando ver y contó hasta tres… ¡Fsss! Escuchó la tira desprenderse y para alivio suyo, desencanto de Bill, ninguna palabrota salió de sus labios. Nada, ni una pizca de aire, porque en ningún momento se había dado cuenta de que una banda con cera helada se había llevado con ella la mitad del vello de su pierna izquierda—. Wow…
Antes de que Bill le diera tiempo a recobrarse de la impresión y aún admirando el excelente trabajo que la cera había hecho con su piel, dejándola suave al tacto y lisa a los ojos, Tom pegó un alarido de dolor cuando su gemelo tiró de la segunda banda y el dolor se hizo presente como no lo había hecho en la otra pierna.
—¡MIERDAAA! —Gritó a voz de cuello, con los ojos húmedos de la fuerza con la que los cerró y el pulso acelerado por una sucesión de sensaciones. Primero el dolor agudo, luego el ardor, después el entumecimiento generalizado, por último la quemazón, todo en menos de treinta segundos—. ¡Argh, Bill, eso duele!
—Dímelo a mí, yo lo hago cada mes —murmuró el menor de los gemelos, mordisqueándose el labio inferior y al parecer decidiendo el camino a tomar—. Tenemos que ir al hospital.
—No, no quiero —se cruzó Tom de brazos, cerrándose a la posibilidad—. No hace ni veinticuatro horas que estuve ahí, me niego a volver tan pronto.
Bill se tuvo que contener para o darse en plena cara contra la pared o hacerle a su gemelo lo mismo. —Claro, porque perder la sensibilidad de un lado es tan común. Hablo en serio, Tom, vamos a ir al hospital.
Los ojos del mayor de los gemelos refulgieron con terquedad. —No, no voy a ir.
Bill apretó la mandíbula. —Claro que sí.
—Bill…
—Tom…
Los dos se miraron a los ojos con rencor concentrado en ellos, pero fue Bill quien desvió la mirada primero y se puso en pie. —Bien —dijo al cabo de unos segundos de meditación—, yo soy el adulto, tú el crío de trece años. ¿Sabes que voy a hacer? —Dándole tiempo a Tom de asimilar sus palabras, espero una respuesta que nunca llegó antes de proseguir—. Voy a darte media hora para estar listo, entonces subirás al automóvil e iremos juntos al hospital. Porque te quiero y me preocupo por ti, no porque te quiera torturar ¿ok?
Tom continuó desafiándolo sin palabras, aún cruzado de brazos en la cama y semi desnudo.
—Vístete —ordenó Bill, dándose media vuelta en dirección al baño—, porque en pijamas o no, te voy a llevar.
Sin mediar otro comentario de su parte, entró al baño y cerró la puerta tras de sí. Al cabo de unos segundos, el ruido del agua cayendo de la regadera se dejó escuchar, pero Tom no esperó a que su gemelo terminara con la ducha que tomaba para ponerse en pie por su cuenta.
Con cuidado de no lastimarse las manos, tomó de su armario el primer cambio de ropa que encontró y sin prisa se vistió de pies a cabeza para salir. Un par de zapatos deportivos acompañaron su vestimenta, además de un gorro, unas gafas oscuras y una mochila pequeña que encontró en el fondo del armario y que usó para guardar un par de camisetas y unos cuantos euros que encontró sobre una repisa.
Sin pensárselo dos veces, en una acción que por su falta de lógica delataba un problema peor, Tom salió por la puerta principal y tras despedirse de los perros, enfiló rumbo a la calle sin mirar ni una vez atrás, caminando con una pierna coja y silbando una canción, que sin saberlo, pertenecía a la banda.
Diecinueve minutos después de su partida, Bill salió del baño envuelto en vapor, con una toalla en la cabeza y otra en torno a sus caderas.
Veintidós minutos después de su partida y harto de llamarlo sin respuesta, Bill comenzó a buscarlo por toda la casa; primero en el piso superior, luego en la planta baja; al final, con gritos desesperados, en el jardín y terrenos aledaños.
A los veintisiete minutos, Bill corrió al teléfono más cercano y luego de cinco minutos de llanto histérico, pudo hacerse entender con Jost al otro lado de la línea, quien sólo entendía ‘Tom’ e ‘idiota’ entre un galimatías de palabras.
—Bill, tranquilízate por lo que más quieras, no te entiendo —dijo David cuando sus oídos parecieron a punto de estallar—. No te puedo ayudar si no me dices qué pasa. ¿Es Tom? ¿Tom hizo algo? ¿Dijo algo?
—…l… —Bill se ahogó con su propia saliva, aún envuelto en la toalla y con el cabello húmedo goteando sobre su espalda haciéndolo estremecerse—. …l se fue, Dave… No lo encuentro por ningún lado… Ni siquiera me contesta, no sé qué hacer… —Lloriqueó contra el auricular, desesperado por una solución que lo arreglara todo.
—Bill, calma —intentó Jost tranquilizarlo al otro lado de la línea—. ¿Estás seguro que no está en el jardín o…?
—¡Te digo que no esta, Dave! ¡Tom no está! —Bill se presionó la frente con el dorso de su mano libre—. Está herido. Peleamos. O no sé, quizá no fue una pelea, pero… —Tomó aire con fuerza—. Tengo algo que decirte de Tom y… —Inhaló aire antes de seguir—. Es algo serio.
Al otro lado de la línea, David Jost se sentó en la primera superficie firme que encontró. Lo que se avecinaba, estaba seguro, no iba a ser de su agrado.
Tom por su parte, no estaba tan lejos.
Caminando por encima de la acera y actuando lo menos conspicuo posible, pronto cruzó el área desierta que constituía las casas de la zona en la que vivía con su gemelo y llegó a lo que podría considerarse netamente, parte de la ciudad.
A su alrededor, el número de vehículos en movimiento se multiplicó, lo mismo que los peatones, quienes lo esquivaban a él y a su paso torpe como quien evita la peste negra. El mayor de los gemelos no se lo tomó como algo personal y prosiguió su camino sin saber bien a dónde iba y qué iba a hacer.
Un rápido vistazo a su muñeca le hizo recordar que nunca había pensando en llevar consigo ni el reloj, ni el teléfono móvil y que ya era muy tarde para regresar por ambos objetos.
Ahí estaba él, de trece años con un cuerpo de veinte y perdido en medio de una calle atestada. Un crío que se había fugado de casa en un capricho, sin mucho dinero en el bolsillo y sin destino; y Tom no tenía miedo.
—Wow —murmuró en lo bajo, avanzando al paso presuroso de los transeúntes y yendo en dirección contraria a donde venía.
¿Qué hacer? ¿Cuál sería su próximo lugar? ¿Debería volver? La respuesta a las preguntas que se amontonaron en su cabeza pronto quedaron olvidadas cuando al pasar por enfrente del primer Burguer King que se había encontrado en el camino, su estómago le recordó que no había comido nada en lo que iba del día.
Sin pensárselo mucho, el mayor de los gemelos empujó la puerta de entrada y se encontró protegido del mundanal ruido del exterior. El local no estaba lleno ni a la mitad de su capacidad, los únicos clientes que se encontraban además de él, se repartían alternados en las mesas de todo el local, algunos sentados a solas y frente a su computadora personal, otros en pareja y charlando animadamente; los pocos, padres de familia con uno o dos niños pequeños que comían con la boca manchada de mayonesa.
Atraído por el aroma que emanaba de la cocina, Tom enfiló directo a las cajas y tras un rápido vistazo a su mochila, comprobó aliviado que los pocos billetes que había tomado de la repisa en su habitación, eran en realidad casi mil euros en billetes de veinte y cincuenta.
—Uhm —se paró frente a la primera caja, leyendo el menú con minuciosidad y hambriento como estaba, pidiendo varios paquetes—. Un número nueve —se decidió, viendo que esa hamburguesa llevaba un aderezo especial—, y también la dos, con doble queso —se mordisqueó el labio inferior al saborearse con antelación—. Una ración grande de papas fritas, un refresco grande, una malteada grande y… Un helado de fresa con caramelo, creo que…
—¿Grande? —Adivinó la cajera, una chica de su edad aproximadamente, que masticaba chicle y movía veloces los dedos sobre el teclado de su caja registradora.
Tom asintió. —Mmm, también una ensalada chica, por favor —pidió, recordando que Bill se molestaría de tanto consumo de comida chatarra si por lo menos no le ponía un toque sano a su almuerzo.
—¿Es todo? —Comprobó la cajera—. Eso suma un total de… —Ido, Tom le entregó un billete de cincuenta euros y recibió el cambio con rapidez—. Su orden estará en un momento, si gusta tomar asiento.
El mayor de los gemelos procedió a sentarse cerca de una de las ventanas, al lado de la zona de juegos casi desierta en la que uno o dos niños apenas jugaban.
Pronto, la misma cajera que lo había atendido antes, le llevó su comida en dos bandejas, depositándolas sobre su mesa con una sonrisa y la promesa de algo más si se animaba, pero Tom se limitó a decir ‘gracias’ y beber un sorbo de su malteada.
Con un hambre y un antojo propio de su edad, Tom iba a la mitad de su primera hamburguesa cuando una pequeña niña rubia de unos seis años y peinada con dos coletas de moños rosas se sentó a su mesa y con timidez, llamó su atención.
—Hey —habló—, ¿puedo comerme una de tus papas fritas?
Tom, poco acostumbrado al trato con los niños, empujó la pequeña caja de cartón a su alcance. Una manita de dedos pegajosos tomó dos papas.
—Gracias.
—Mmm —masticó el mayor de los gemelos, con dificultad por las heridas de sus manos. Hasta entonces, en el exterior, había desviado la atención de sus vendajes metiendo las manos dentro de los bolsillos y sólo sacándolas si era sumamente necesario, pero ahora que estaba comiendo, era casi imposible de no dejarlas a la vista de todo mundo.
—¿Quieres cátsup en tus papas? —Preguntó la niña, señalando los sobres manoseados que Tom había sido incapaz de abrir por su propia cuenta—. Si quieres, yo puedo abrirlos…
—Bueno, si fueras tan amable… Por favor —aceptó Tom la ayuda, asombrado por la facilidad con la que la niña rompía los envoltorios y bañaba sus papas en cátsup—. Gracias.
—De nada, uhm, ¿puedo comer otra? —Pidió la criatura, su pequeña lengua lamiéndose los dedos de su previa acción—. La última, lo prometo.
Tom le cedió la caja. —Toda tuya. Come lo que quieras.
Resultó ser que luego de media hora comiendo y con la criatura aún sentada a su mesa y comiendo papas fritas con timidez, el mayor de los gemelos descubrió que la niña se llamaba Sonja, tenía, tal y como Tom había calculado, seis años y era la hermana menor de la cajera que lo había atendido antes. Le gustaban los caballos, pero jamás había montado uno a pesar de haberlos visto de cerca; iba al colegio que estaba a cuatro manzanas de distancia, pero pasaba las tardes con su hermana en lo que ésta salía de su turno laboral; además, le gustaba dibujar y se lo demostró a Tom sacando un lápiz y decorando una de las servilletas.
—¿Ves? Un león. —Para Tom aquello más bien asemejaba un perro melenudo, pero con todo el dibujo era mejor de lo que él mismo podía hacer—. Si quieres te lo regalo —ofreció Sonja con una sonrisa tímida de tal manera que al mayor de los gemelos no le quedó de otra que aceptar.
—¿No te aburres de estar sola todo el día? —Quiso saber Tom, cuando al terminar con la mayor parte de su comida, Sonja lo tomó de la mano y como si estuvieran haciendo una travesura, lo guió al área de juegos.
Sentado con ella en el cuarto de las pelotas, se sintió como idiota demasiado crecido como para estar ahí, pero al mismo tiempo no pudo evitar encontrar divertido el lanzarlas al aire y nadar entre ellas.
—No, porque tengo a mi hermana —saltó Sonja encima de él, cuidando en no caer en ningún lugar cercano a sus manos—. A veces es muy inmadura, pero la quiero igual.
—¿Inmadura? —Tom se rió internamente de que una niña tan pequeña llamara inmadura a su hermana por lo menos diez años mayor que ella.
—A veces hace tonterías, pero yo la quiero igual porque sé perdonarla —dijo Sonja con seriedad—. Y tú, ¿tienes hermanos o hermanas?
Recibiendo una pelota en plena frente, Tom tardó unos segundos en entender bien aquella pregunta. —Uhm, tengo algo así como que… dos hermanos —se encogió de hombros—. Un hermano mayor y otro que resulta que es mi gemelo —mintió a medias. En su cabeza, así era la realidad: Bill, el que recordaba de siempre y que tenía trece igual que él; y Bill el de veinte, que había venido a remplazarlo y estaba con él ahora. Si bien Tom no estaba loco como para no distinguir que todo era una jugarreta de su pérdida de memoria, era así como lo veía: Dos hermanos diferentes, no uno que había crecido sin que lo pudiera recordar—. ¿Sabes lo que significa ser gemelo de alguien? —Le preguntó a Sonja por curiosidad.
—¡Claro! —Saltó ésta de emoción al saber la respuesta—. Cuando son hermanos que nacieron el mismo tiempo. En mi salón hay dos niñas así, son gemelas mono-algo, quiere decir que son idénticas.
—Gemelos monocigóticos. Mi gemelo y yo también somos así —presumió Tom ufano—, pero vestimos diferente y nos gustan cosas que al otro no. —“Y él es mayor que yo por siete años”, pensó Tom con amargura, frunciendo el ceño.
—¿Lo quieres mucho? —Se sentó Sonja a su lado, con las pelotas de hule espuma casi cubriéndola.
—Ven acá antes de que te ahogues —se la sentó Tom en una pierna—. Por supuesto que lo quiero. Es mi hermano gemelo después de todo.
—¿Entonces por qué no está aquí contigo, uh? —Sagaz como sólo los niños podían serlo, Sonja había dado en el clavo con su pregunta, arrancándole a Tom una mueca parecida a la que se da tiene cuando algo duele.
—Es complicado —respondió Tom con un suspiro.
—Mi hermana dice lo mismo siempre —se cruzó Sonja de brazos—, pero nunca lo es.
—En este caso sí —le confesó Tom, preguntándose desde cuándo su psicóloga particular tenía seis años y le daba sesiones privadas en la caja de las pelotas de un Burguer King—. Creo que hoy lo hice enojar mucho.
—¿Te comiste su última barra de chocolate? —Le susurró la niña al cuello, abrazándolo de cerca—. Porque una vez lo hice y mi hermana se puso furiosa, pero después de que le pedí perdón se le pasó.
—No es lo mismo, hice algo peor. —Tom se mordisqueó el labio inferior.
—Nada puede ser tan malo. Es tu hermano, ¿no? Los hermanos deben de quererse —le palmeó la niña la cabeza como si de un perro se tratara—. Cuando crezcas lo entenderás.
Tom sonrió por lo bajo. Quizá. Cuando no tuviera más trece años.
—¡Sonja! —Llamó la cajera a la niña, uniforme y tarjeta de salida en mano, interrumpiendo el momento.
—Adiós —se despidió Sonja de Tom, dándole un beso en la frente y saliendo de la caja de pelotas, para ir en pos de su hermana mayor, la mochila colgando del brazo, que la esperaba y viendo a su acompañante, se despidió con coquetería usando la mano. Con un poco de nostalgia, Tom la vio partir, preguntándose si alguna vez la volvería a ver. Pese a que en suma la cría había resultado agotadora con su energía y perorata, el mayor de los gemelos le concedía una sabiduría ancestral, que por su sencillez, daba en el clavo.
Decidido a regresar a casa y pedir perdón de rodillas si era necesario, Tom salió a su vez de la caja de pelotas, recogió sus cosas y enfiló por la misma calle de regreso a su casa.
Por delante de él, una larga caminata y una reprimenda de la que sabía, no se iba a escapar.