—Hey –le zarandeó un brazo. Gustav abrió un ojo para encontrarse de frente al conductor, un amable hombre mayor con sus maletas en la mano y enmarcado en el portal del viejo departamento que pertenecía a la disquera, daba un aspecto deprimente a la soledad que le esperaba al entrar a la propiedad—. Llegamos, chico.
Gustav gimió en queja. Sentía que no tenía más de dos minutos dormidos y de pronto su reloj le confirmó la extraña hora de las cuatro de la mañana en donde no se sabe si es exageradamente tarde o temprano. Como fuera, se limitó a pagar la cuenta y sacar la llave que David le había dado.
Entró al fin y sin molestarse en acomodar su ropa o verificar nada en el refrigerador, se dejó caer en el viejo sofá. Olía a viejo, a polvo y picaba, pero estaba tan cansado. Parpadeando un poco, se sacó los zapatos y cayó en un sueño que no tuvo nada que envidiar al de todas las noches.
Casi… La extraña sensación que le daba no tener a George abrazándole para no caer, se hizo patente. Un poco nomás.
Casi a la misma hora en la que Gustav caía dormido, sus compañeros de banda eran despertados… Jost les dijo que en vista de que no tenían baterista para ensayar y con todas las entrevistas, apariciones de radio y televisión, lo mismo que sesiones fotográficas, de firma de discos o lo que fuera que envolviera a Tokio Hotel estaban canceladas, lo que quedaba por hacer era…
—¿Ejercicio? –Intentó confirmar Bill al despegar la cabeza de la almohada, pero no más allá de un par de centímetros antes de volver a dejarse caer—. Ugh, eso es para…
—¿Gente sana? –Apuntó George—. Vamos, mis michelines son sexys y si los gemelos pierden un kilo parecerán anoréxicos. Más anoréxicos…
Tom no dijo nada. Tirado en el suelo al lado de lo que parecían los restos licuados de sus intestinos, rodó a su otro lado en un intento de evadir la luz ofensiva que le caía en el rostro, pero sin éxito. David le dio una patada en el costado y tuvo que sentarse frotándose los ojos e inquieto por la hora.
—Pero si nos hemos acostado hace dos horas –refunfuñó Bill al salir de la cama que compartía con el bajista y estremecerse al tocar el suelo frío con los pies descalzos.
Como parte del castigo, David decidió que dos habitaciones era un lujo impensable así que tras cancelar una, los redujo en el mismo espacio a los tres, dando como resultado incomodidad. “Un hombre sádico” en definición de Bill, que tras la regañina de la noche anterior, parecía cachorro apaleado.
—¿Ah sí? Bueno, afuera sale el sol. Nada mejor que un poco de ejercicio subiendo maletas al autobús –les dijo tras consultar su reloj de pulso.
—¿Para qué? –Gruñó Bill a través de la almohada—. Yo acepto hacer aeróbics pero nada de pesas.
—Porque obviamente dormirán en el autobús esta semana. Un hotel es para cuando lo merecen, no cuando me tienen rozando la locura, así que todos en pie –jaló las cobijas hasta dejarlos destapados y temblando por el frío matinal –y manos a la obra. Tenemos que salir antes de las doce.
—¿Y a dónde vamos a ir? –Barbotó Tom con la voz espesa por el sueño.
—Vacaciones de ensueño –dijo David con un tono que no auguraba lo que prometía—. Aprenderán a comportarse y a apreciar lo que tienen estando una semana en el autobús. No hotel, no baños de tina, camas de plumas y sueñen con comida caliente.
—Que te den, David –gruñó alguien, pero el aludido lo dejó pasar. Fuera quien fuera el que lo expresó en voz alta, hablaba por todos.
Gustav por el contrario, tuvo un mejor amanecer. Para cuando la habitación de hotel venció y todos estaban apretados en las cuatro estrechas paredes del autobús, él despertó, el día adquirió hasta un mejor color.
Ningún pájaro sonaba sus melodías a su ventana o el sol brillaba con resplandor por las ventas cerradas, pero ya era mejor que lo que Gustav pensaba. Ni exceso de polvo ni un desastre; después de su partida la última vez, era evidente que la limpieza había sucedido por el lugar. Si acaso un poco triste el ambiente, pero Gustav lo pasó por alto poniéndose en pie para ir al baño.
Orinando y planeando su desayuno, no se permitió ni tratar de enfocar su perspectiva más allá de los siete días libres que tenía; tener aquello en mente le podría cortar hasta las ganas de estar despierto, así que sacudiéndose el pene en la mano al terminar de orinar y tras guardárselo en el pantalón, decidió que serían huevos. Panqueques. Fruta. Un gran batido de chocolate. Nada más.
El resto de la mañana y ya tras haber comido como nunca antes, decidió sentarse en la sala a mirar el televisor, lo que pasó a ser una experiencia del todo nueva en ese lugar al no tener que pelear por qué programa o película ver, o por tener que soportar el constante cambio de canales al que Bill sometía a todos cuando el control remoto caía en sus manos.
Era toda una nueva gama de sensaciones subir los pies a la mesilla de centro, comer su maíz tostado sin tener que compartirlo y más aún, disfrutar del canal educativo sin soportar los ronquidos, las burlas o la eterna cantaleta de “Gus, cámbiale”. No que a fin de cuentas fuera algo que quisiese ver. Cinco minutos después optó por una vieja película y tras otros cinco, una caricatura infantil.
Sin remedio, suspiró decidiendo que un baño sería lo mejor.
Tres días después… Bill estalló en llanto histérico.
No, no por ser una princesa encerrada en el castillo, sino por ser una diva cautiva en un autobús maloliente con un hermano hipócritamente homofóbico y un amigo montado en cólera. Ambos gritándose hasta de lo que se iban a morir…
—¡Incestuoso del orto! –Reculaba George al lanzarle a Tom un puño de sus gorras con toda la rabia que venía acumulando de días atrás—. ¡¿Cómo carajos te atreves a decir algo al respecto si te tiras a tu hermano?! ¡Hipócrita de mierda!
—¡Pervertido! –Respondía Tom recogiendo sus preciosas gorras y dispuesto a matar—. ¡Es Gustav, por el amor de Dios, es casi un hermano!
—¡Casi es la maldita palabra que necesitas entender! ¡C-A-S-I! ¡No es lo mismo, joder! ¡Como un hermano no es lo mismo que un verdadero hermano! ¡Y gemelo; bombo y platillo!
Y continuaban… A Bill le rechinaban los oídos de escuchar lo mismo repetirse una y otra vez como disco rayado mientras intentaba hacer pasar su mísera semana lo más rápido posible. Lo cual era difícil, muy difícil. Tras hacerse las uñas el primer día, exfoliarse la piel e inclusive limpiar el desorden que reinaba en su propia litera, lo que ya era una tarea larga y complicada, aún le quedaban al frente cuatro largos e interminables días.
—¡… Tú y yo, Kaulitz! ¡Afuera! ¡Ahora mismo! –Gritaba George completamente rojo y señalando la puerta para un duelo a muerte en el aparcamiento en el que estaban estacionados.
Llegando a este punto, las opciones variaban. La primera vez, un puñetazo simultaneo que dejó sendas narices sangrantes, la segunda vez fueron labios y este tercer día… Bill detuvo la cuchara repleta de cereal para mirar la nueva variante que fue…
Jost en la puerta. Jost con un tic en el ojo. Jost claramente furioso…
—¡¿Se puede saber qué demonios pasa aquí?! ¡Atajo de locos! –Entró al quite para anotar una nueva opción a lo acontecido.
Ante eso, Bill salió del autobús. Era orden expresa no hacerlo, pero a riesgo de sufrir un colapso de nervios, prefirió desacatar órdenes a tener que escuchar una vez más lo mismo. Con una ligera sudadera y un cigarrillo en labios, se sentó en la entrada a esperar.
Y repitiendo: tres días después… Gustav consideró que se aburría.
Tomar largos baños, antecedidos de largos baños y continuados por largos baños con recesos de, bueno, largos baños, no era lo mejor que podía habérsele ocurrido jamás. Por el contrario, era su idea más ida de olla y eso que contaba una única vez de haberse ofrecido de teñir el cabello de Bill y que terminó con uñas en el rostro por el terrible resultado.
Hecho una uva pasa, el baterista se enrolló la toalla alrededor de la cintura y salió de la bañera goteando agua por todo el pasillo rumbo a su habitación.
El tercer día y la… ¿Vigésima tercera ducha? ¿O era la vigésima cuarta? A falta de televisión por cable, un par de libros o dinero para salir, Gustav había pasado los últimos tres días tomando largos baños y para disgusto suyo, pensando.
La vida, la muerte, legalizar la marihuana o no, la existencia de seres en otros mundos, las experiencias extra sensoriales; un poco de incesto, más de los gemelos, su peculiar relación y el pleito ocurrido. Luego pensaba mucho en George… Empezara por donde empezara, seguía siempre una cadena que le conducía. Los aspectos más nimios de su relación salían a colación mientras se bañaba y se frotaba la ya sensible piel contra el estropajo y el quinto jabón desde su estancia.
Entre más vueltas le daba a todo aquello, más larga se volvía la lista de sentimientos. El dolor dio paso a la indignación, a la que siguió la añoranza, un llanto incontrolable, la pasividad, una nueva dosis de inconformidad por ser atrapados, la vergüenza, la sorpresa, y una colección variada que en ese momento se asentaba en su estómago y le producía ganas de salir.
Con todo, lo que le quedó al final fue más una sólida muestra de que pese a todo, extrañaba a George, quería volver con él y perdonarle. Lo mismo que darle un buen puñetazo a Tom y tener una larga charla con Bill… O mezclarlo todo. Se sentía capaz de besarlos a todos, lo mismo que hablarles con el corazón en la mano, que darles gritos y golpes.
Al fin y al cabo, tres días son siempre poco tiempo para pensar un mundo. Una relación entre amigos de años atrás. Una nueva ducha, la vigésimo quinta si quería exagerar, le esperaba para aclararse un poco más.
El séptimo día dio inicio con un largo suspiro por parte de David Jost. Con un ojo morado, producto de inmiscuirse en la pelea que mantuvieron George y Tom días atrás, avisó que podían salir si así lo deseaban, pero para no mostrarse blando, que también habría hora de queda -a las 20 hrs.- y que para que vieran que el castigo se cumplía, dormirían una última noche en el ya inhabitable autobús.
Bill entonces lo secundó con un segundo suspiro.
La noche anterior, al fin las paces se habían hecho. Tom con George en un abrazo épico y digno de ser recordado con una foto, pero a como estaban todos, hartos tanto del baño sucio como de la poca comida y el exceso de compañía mutua, se pasó por alto.
Tom dijo: “Entiendo lo tuyo con lo de Gustav. Tienen mi bendición” a lo que George respondió: “Acepto que tú y Bill están juntos, les deseó lo mejor” que se pactó mucho mejor de lo que se pensaba en un inicio. Y colorín colorado, cuento acabado, en parte…
Pasada la cuestión emotiva, quedaba Gustav que ni daba señales de vida contestando su teléfono, ni se dignaba de aparecer. Evidente que no lo iba a hacer, pero eso no restaba dolor al pobre George que con barba de días, se arrastraba como alma en pena por el pasillo del bus. Tan grave era su desaliño y tan palpable su tristeza, que incluso Tom y Bill decidieron aplazar su reconciliación amorosa estando él cerca porque su miseria se extendía por todos lados como un gas tóxico que debilitaba erecciones.
Fue así que Bill decidió tomar cartas en el asunto y poniendo su mejor cara dadas las circunstancias, fue directo con David a exigir el paradero de Gustav. Dar con él y hablar lo ocurrido hasta hacerle entrar en razón, usando fuerza bruta o no, rompiéndose las uñas o arruinando su maquillaje, no importaba. Era lo menos que podía hacer por George.
Una hora después, Bill entró al departamento con su propia llave.
Convencer a David no era fácil, pero de otro planeta sería sino caía rendido ante el encanto de sus pestañas batiéndose como colegiala. Truco sin precedentes y así encontró el paradero de Gustav.
Llegó a tan buen momento, uno que sucedía la mitad del día, que encontró a Gustav en la tina y desprevenido de huir. Apenas hizo rechinar la puerta al entrar y conteniéndose la risa, le quito el libro que le tapaba los ojos para hacerlo salir de trance.
—Si te duermes en la tina te ahogarás –fue lo primero que le dijo al ver que abría los ojos.
Gustav ni siquiera se mostró sorprendido. Siete días sin sus compañeros de banda era todo un premio celestial que no merecía. Era sólo cuestión de que alguno de ellos se mostrara y no fallando a sus cálculos, era Bill. El siempre metiche Bill.
—Hum –gruñó en respuesta.
—Sabes Gus, si te escondes en el departamento, no es por comodidad, sino porque de verdad no quieres ir muy lejos de George –señaló como obvio. Dando un elocuente gesto, bajó la tapadera del sanitario y se sentó.
—No quiero tener esta conversación…
—Pues la tendrás. No creo que quieras salir del agua mientras esté aquí así que… —Se encogió de hombros—. Han sido malos días.
—No me hables de malos días.
—Lo que sea. Son malos cuando oyes día y noche a aquel par discutir. Es una pesadilla –rechinó los dientes al decirlo.
—¿No se parecerá a oírte a ti con Tom a través del muro? –Ironizó Gustav—. Si me hablas de ese tipo de tortura, creo que sé de qué hablas.
—¿Entonces sabes lo mío y lo de Tom? –Preguntó con toda tranquilidad la cruzar las piernas y apoyar las manos con delicadeza en las rodillas—. Ok, no respondas –agregó al ver la cara del rubio—. Sólo vine a decirte que ya puedes regresar. Tom ya lo superó y George te extraña. No puedes pedir más –agachó la cabeza hasta que el cabello suelto y lacio le cayó tapándole la frente—, yo también te extraño, Gus. Pelear con la familia nunca es bueno.
—No somos familia, Bill –dijo Gustav sin pensarlo, pero al instante se arrepintió. Bien, cierto que no eran familia, pero poco faltaba. Un poco de sangre y compartir padres no siempre lo es todo, Gustav lo entendía, sólo que no podía aplicarlo.
—Seh… En todo caso, David dijo que te da un par de días más. Es todo lo que pude conseguir –hizo ademán de levantarse, pero se quedó a medio camino—. ¿Entiendes que está bien? Enojarse y todo eso, pero al final vas a tener que regresar. Vas a querer hacerlo. No… No te hagas sólo mala leche sentado en esa tina. También aprende a perdonar.
Se alzó y enfiló a la puerta, pero antes de salir no se contuvo de agregar:
—La verdad es que a George te queda únicamente perdonarlo por, ya sabes, amarte tanto…
Cerró la puerta y dejó a Gustav creando pequeñas ondas en la superficie del agua. Meditando.
Fue una cena sombría. La última en aquel condenado bus. Al menos por un tiempo, que tras tan larga estancia obligada, necesitarían descontaminarlo y eso requeriría al menos un par de días.
Un poco de macarrones con queso y nada más, escueto alimento que George revolvía sin apenas darse cuenta de que jugaba con la comida, sobre su plato. De vez en cuando se limpiaba la comisura de los labios con su servilleta, pero era más un acto reflejo que una verdadera necesidad porque como no comía, no se ensuciaba.
Bill lo miraba y entristecido intercambiaba miradas con Tom que cada vez se sentía peor. Aquello era plenamente su culpa así que se mordía el labio inferior lamentando lo ocurrido, pero incapaz de disculparse más. Dijera lo que dijera, George ya no escuchaba, así que cuando finalmente lo vieron levantarse y dejar su plato en el fregadero con su comida intacta, no le reprocharon nada.
Con nada de sorpresa, lo vieron enfilar directo a la litera de Gustav, quitarse los zapatos e introducirse sin ruido. Un frufrú de tela y la cortinilla se cerró.
—Es triste –dijo Bill por lo bajo.
—Patético –denegó Tom—, pero también triste.
Bill buscó su mano y tras darle un apretón, se quedó muy quieto.
George pensó que lo que oía era un ladrón. Un par de pasos ligeros pero perceptibles por el pasillo y su corazón se aceleró al darse cuenta que en el autobús reinaba el silencio y que quien fuera el que anduviera en visita nocturna, no era ninguno de los gemelos. Éstos hacían siempre un ruido descarado para aclarar y dejar en claro que era su hora íntima. No molestar.
Sin embargo, estos eran diferentes… Un peso un poco más completo, uno verdadero más allá de las delgadas figuras de los gemelos.
Conteniendo las ganas de bostezar, se incorporó en la litera y se dio en la frente con el bajo techo en vano buscando alguna luz con la que guiarse. Luego un correr de las cortinas y el terror de darse cuenta de que sonaban a un lado, justo en su litera…
—Tomi, alguien me está tocando el trasero… —Escuchó. Se contuvo de reír al darse cuenta de que los gemelos habían ido a su propio compartimiento de dormir, lo que indicaba un error enorme a quien le estuviera buscando.
—Déjalo, ya se cansará –murmuró Tom entre sueños.
Nuevo ruido y tras unos segundos de silencio, se abrió la cortinilla de George para dar pie el original dueño de aquella litera: Gustav.
—¿Estás dormido? –Susurró.
—No –se hizo a un lado dejando espacio y Gustav aceptó complacido el pequeño espacio.
Arropados hasta el pecho, tendidos sobre sus espaldas y en quietud total, la tensión creció entre ambos por largos y espesos minutos antes de que alguno dijera una palabra.
—Lo siento –dijeron en unísono, al darse vuelta para quedar cara a cara y abrazarse, darse un beso nervioso y un abrazo que comprimía el aire en sus cuerpos.
George pasó su pierna por encima de Gustav y lo estrechó más cerca al darse cuenta de que temblaba sin control.
—Oh Dios, extrañé esto –musitó Gustav enterrando el rostro en su pecho del bajista e incapaz de más. Lo mismo George, que apenas colocó un beso sobre su cabeza, cayó en un profundo sueño.
El primero para ambos, en exactamente siete días. Dormir separados ya no era opción. Dolía…
Gustav gimió en queja. Sentía que no tenía más de dos minutos dormidos y de pronto su reloj le confirmó la extraña hora de las cuatro de la mañana en donde no se sabe si es exageradamente tarde o temprano. Como fuera, se limitó a pagar la cuenta y sacar la llave que David le había dado.
Entró al fin y sin molestarse en acomodar su ropa o verificar nada en el refrigerador, se dejó caer en el viejo sofá. Olía a viejo, a polvo y picaba, pero estaba tan cansado. Parpadeando un poco, se sacó los zapatos y cayó en un sueño que no tuvo nada que envidiar al de todas las noches.
Casi… La extraña sensación que le daba no tener a George abrazándole para no caer, se hizo patente. Un poco nomás.
Casi a la misma hora en la que Gustav caía dormido, sus compañeros de banda eran despertados… Jost les dijo que en vista de que no tenían baterista para ensayar y con todas las entrevistas, apariciones de radio y televisión, lo mismo que sesiones fotográficas, de firma de discos o lo que fuera que envolviera a Tokio Hotel estaban canceladas, lo que quedaba por hacer era…
—¿Ejercicio? –Intentó confirmar Bill al despegar la cabeza de la almohada, pero no más allá de un par de centímetros antes de volver a dejarse caer—. Ugh, eso es para…
—¿Gente sana? –Apuntó George—. Vamos, mis michelines son sexys y si los gemelos pierden un kilo parecerán anoréxicos. Más anoréxicos…
Tom no dijo nada. Tirado en el suelo al lado de lo que parecían los restos licuados de sus intestinos, rodó a su otro lado en un intento de evadir la luz ofensiva que le caía en el rostro, pero sin éxito. David le dio una patada en el costado y tuvo que sentarse frotándose los ojos e inquieto por la hora.
—Pero si nos hemos acostado hace dos horas –refunfuñó Bill al salir de la cama que compartía con el bajista y estremecerse al tocar el suelo frío con los pies descalzos.
Como parte del castigo, David decidió que dos habitaciones era un lujo impensable así que tras cancelar una, los redujo en el mismo espacio a los tres, dando como resultado incomodidad. “Un hombre sádico” en definición de Bill, que tras la regañina de la noche anterior, parecía cachorro apaleado.
—¿Ah sí? Bueno, afuera sale el sol. Nada mejor que un poco de ejercicio subiendo maletas al autobús –les dijo tras consultar su reloj de pulso.
—¿Para qué? –Gruñó Bill a través de la almohada—. Yo acepto hacer aeróbics pero nada de pesas.
—Porque obviamente dormirán en el autobús esta semana. Un hotel es para cuando lo merecen, no cuando me tienen rozando la locura, así que todos en pie –jaló las cobijas hasta dejarlos destapados y temblando por el frío matinal –y manos a la obra. Tenemos que salir antes de las doce.
—¿Y a dónde vamos a ir? –Barbotó Tom con la voz espesa por el sueño.
—Vacaciones de ensueño –dijo David con un tono que no auguraba lo que prometía—. Aprenderán a comportarse y a apreciar lo que tienen estando una semana en el autobús. No hotel, no baños de tina, camas de plumas y sueñen con comida caliente.
—Que te den, David –gruñó alguien, pero el aludido lo dejó pasar. Fuera quien fuera el que lo expresó en voz alta, hablaba por todos.
Gustav por el contrario, tuvo un mejor amanecer. Para cuando la habitación de hotel venció y todos estaban apretados en las cuatro estrechas paredes del autobús, él despertó, el día adquirió hasta un mejor color.
Ningún pájaro sonaba sus melodías a su ventana o el sol brillaba con resplandor por las ventas cerradas, pero ya era mejor que lo que Gustav pensaba. Ni exceso de polvo ni un desastre; después de su partida la última vez, era evidente que la limpieza había sucedido por el lugar. Si acaso un poco triste el ambiente, pero Gustav lo pasó por alto poniéndose en pie para ir al baño.
Orinando y planeando su desayuno, no se permitió ni tratar de enfocar su perspectiva más allá de los siete días libres que tenía; tener aquello en mente le podría cortar hasta las ganas de estar despierto, así que sacudiéndose el pene en la mano al terminar de orinar y tras guardárselo en el pantalón, decidió que serían huevos. Panqueques. Fruta. Un gran batido de chocolate. Nada más.
El resto de la mañana y ya tras haber comido como nunca antes, decidió sentarse en la sala a mirar el televisor, lo que pasó a ser una experiencia del todo nueva en ese lugar al no tener que pelear por qué programa o película ver, o por tener que soportar el constante cambio de canales al que Bill sometía a todos cuando el control remoto caía en sus manos.
Era toda una nueva gama de sensaciones subir los pies a la mesilla de centro, comer su maíz tostado sin tener que compartirlo y más aún, disfrutar del canal educativo sin soportar los ronquidos, las burlas o la eterna cantaleta de “Gus, cámbiale”. No que a fin de cuentas fuera algo que quisiese ver. Cinco minutos después optó por una vieja película y tras otros cinco, una caricatura infantil.
Sin remedio, suspiró decidiendo que un baño sería lo mejor.
Tres días después… Bill estalló en llanto histérico.
No, no por ser una princesa encerrada en el castillo, sino por ser una diva cautiva en un autobús maloliente con un hermano hipócritamente homofóbico y un amigo montado en cólera. Ambos gritándose hasta de lo que se iban a morir…
—¡Incestuoso del orto! –Reculaba George al lanzarle a Tom un puño de sus gorras con toda la rabia que venía acumulando de días atrás—. ¡¿Cómo carajos te atreves a decir algo al respecto si te tiras a tu hermano?! ¡Hipócrita de mierda!
—¡Pervertido! –Respondía Tom recogiendo sus preciosas gorras y dispuesto a matar—. ¡Es Gustav, por el amor de Dios, es casi un hermano!
—¡Casi es la maldita palabra que necesitas entender! ¡C-A-S-I! ¡No es lo mismo, joder! ¡Como un hermano no es lo mismo que un verdadero hermano! ¡Y gemelo; bombo y platillo!
Y continuaban… A Bill le rechinaban los oídos de escuchar lo mismo repetirse una y otra vez como disco rayado mientras intentaba hacer pasar su mísera semana lo más rápido posible. Lo cual era difícil, muy difícil. Tras hacerse las uñas el primer día, exfoliarse la piel e inclusive limpiar el desorden que reinaba en su propia litera, lo que ya era una tarea larga y complicada, aún le quedaban al frente cuatro largos e interminables días.
—¡… Tú y yo, Kaulitz! ¡Afuera! ¡Ahora mismo! –Gritaba George completamente rojo y señalando la puerta para un duelo a muerte en el aparcamiento en el que estaban estacionados.
Llegando a este punto, las opciones variaban. La primera vez, un puñetazo simultaneo que dejó sendas narices sangrantes, la segunda vez fueron labios y este tercer día… Bill detuvo la cuchara repleta de cereal para mirar la nueva variante que fue…
Jost en la puerta. Jost con un tic en el ojo. Jost claramente furioso…
—¡¿Se puede saber qué demonios pasa aquí?! ¡Atajo de locos! –Entró al quite para anotar una nueva opción a lo acontecido.
Ante eso, Bill salió del autobús. Era orden expresa no hacerlo, pero a riesgo de sufrir un colapso de nervios, prefirió desacatar órdenes a tener que escuchar una vez más lo mismo. Con una ligera sudadera y un cigarrillo en labios, se sentó en la entrada a esperar.
Y repitiendo: tres días después… Gustav consideró que se aburría.
Tomar largos baños, antecedidos de largos baños y continuados por largos baños con recesos de, bueno, largos baños, no era lo mejor que podía habérsele ocurrido jamás. Por el contrario, era su idea más ida de olla y eso que contaba una única vez de haberse ofrecido de teñir el cabello de Bill y que terminó con uñas en el rostro por el terrible resultado.
Hecho una uva pasa, el baterista se enrolló la toalla alrededor de la cintura y salió de la bañera goteando agua por todo el pasillo rumbo a su habitación.
El tercer día y la… ¿Vigésima tercera ducha? ¿O era la vigésima cuarta? A falta de televisión por cable, un par de libros o dinero para salir, Gustav había pasado los últimos tres días tomando largos baños y para disgusto suyo, pensando.
La vida, la muerte, legalizar la marihuana o no, la existencia de seres en otros mundos, las experiencias extra sensoriales; un poco de incesto, más de los gemelos, su peculiar relación y el pleito ocurrido. Luego pensaba mucho en George… Empezara por donde empezara, seguía siempre una cadena que le conducía. Los aspectos más nimios de su relación salían a colación mientras se bañaba y se frotaba la ya sensible piel contra el estropajo y el quinto jabón desde su estancia.
Entre más vueltas le daba a todo aquello, más larga se volvía la lista de sentimientos. El dolor dio paso a la indignación, a la que siguió la añoranza, un llanto incontrolable, la pasividad, una nueva dosis de inconformidad por ser atrapados, la vergüenza, la sorpresa, y una colección variada que en ese momento se asentaba en su estómago y le producía ganas de salir.
Con todo, lo que le quedó al final fue más una sólida muestra de que pese a todo, extrañaba a George, quería volver con él y perdonarle. Lo mismo que darle un buen puñetazo a Tom y tener una larga charla con Bill… O mezclarlo todo. Se sentía capaz de besarlos a todos, lo mismo que hablarles con el corazón en la mano, que darles gritos y golpes.
Al fin y al cabo, tres días son siempre poco tiempo para pensar un mundo. Una relación entre amigos de años atrás. Una nueva ducha, la vigésimo quinta si quería exagerar, le esperaba para aclararse un poco más.
El séptimo día dio inicio con un largo suspiro por parte de David Jost. Con un ojo morado, producto de inmiscuirse en la pelea que mantuvieron George y Tom días atrás, avisó que podían salir si así lo deseaban, pero para no mostrarse blando, que también habría hora de queda -a las 20 hrs.- y que para que vieran que el castigo se cumplía, dormirían una última noche en el ya inhabitable autobús.
Bill entonces lo secundó con un segundo suspiro.
La noche anterior, al fin las paces se habían hecho. Tom con George en un abrazo épico y digno de ser recordado con una foto, pero a como estaban todos, hartos tanto del baño sucio como de la poca comida y el exceso de compañía mutua, se pasó por alto.
Tom dijo: “Entiendo lo tuyo con lo de Gustav. Tienen mi bendición” a lo que George respondió: “Acepto que tú y Bill están juntos, les deseó lo mejor” que se pactó mucho mejor de lo que se pensaba en un inicio. Y colorín colorado, cuento acabado, en parte…
Pasada la cuestión emotiva, quedaba Gustav que ni daba señales de vida contestando su teléfono, ni se dignaba de aparecer. Evidente que no lo iba a hacer, pero eso no restaba dolor al pobre George que con barba de días, se arrastraba como alma en pena por el pasillo del bus. Tan grave era su desaliño y tan palpable su tristeza, que incluso Tom y Bill decidieron aplazar su reconciliación amorosa estando él cerca porque su miseria se extendía por todos lados como un gas tóxico que debilitaba erecciones.
Fue así que Bill decidió tomar cartas en el asunto y poniendo su mejor cara dadas las circunstancias, fue directo con David a exigir el paradero de Gustav. Dar con él y hablar lo ocurrido hasta hacerle entrar en razón, usando fuerza bruta o no, rompiéndose las uñas o arruinando su maquillaje, no importaba. Era lo menos que podía hacer por George.
Una hora después, Bill entró al departamento con su propia llave.
Convencer a David no era fácil, pero de otro planeta sería sino caía rendido ante el encanto de sus pestañas batiéndose como colegiala. Truco sin precedentes y así encontró el paradero de Gustav.
Llegó a tan buen momento, uno que sucedía la mitad del día, que encontró a Gustav en la tina y desprevenido de huir. Apenas hizo rechinar la puerta al entrar y conteniéndose la risa, le quito el libro que le tapaba los ojos para hacerlo salir de trance.
—Si te duermes en la tina te ahogarás –fue lo primero que le dijo al ver que abría los ojos.
Gustav ni siquiera se mostró sorprendido. Siete días sin sus compañeros de banda era todo un premio celestial que no merecía. Era sólo cuestión de que alguno de ellos se mostrara y no fallando a sus cálculos, era Bill. El siempre metiche Bill.
—Hum –gruñó en respuesta.
—Sabes Gus, si te escondes en el departamento, no es por comodidad, sino porque de verdad no quieres ir muy lejos de George –señaló como obvio. Dando un elocuente gesto, bajó la tapadera del sanitario y se sentó.
—No quiero tener esta conversación…
—Pues la tendrás. No creo que quieras salir del agua mientras esté aquí así que… —Se encogió de hombros—. Han sido malos días.
—No me hables de malos días.
—Lo que sea. Son malos cuando oyes día y noche a aquel par discutir. Es una pesadilla –rechinó los dientes al decirlo.
—¿No se parecerá a oírte a ti con Tom a través del muro? –Ironizó Gustav—. Si me hablas de ese tipo de tortura, creo que sé de qué hablas.
—¿Entonces sabes lo mío y lo de Tom? –Preguntó con toda tranquilidad la cruzar las piernas y apoyar las manos con delicadeza en las rodillas—. Ok, no respondas –agregó al ver la cara del rubio—. Sólo vine a decirte que ya puedes regresar. Tom ya lo superó y George te extraña. No puedes pedir más –agachó la cabeza hasta que el cabello suelto y lacio le cayó tapándole la frente—, yo también te extraño, Gus. Pelear con la familia nunca es bueno.
—No somos familia, Bill –dijo Gustav sin pensarlo, pero al instante se arrepintió. Bien, cierto que no eran familia, pero poco faltaba. Un poco de sangre y compartir padres no siempre lo es todo, Gustav lo entendía, sólo que no podía aplicarlo.
—Seh… En todo caso, David dijo que te da un par de días más. Es todo lo que pude conseguir –hizo ademán de levantarse, pero se quedó a medio camino—. ¿Entiendes que está bien? Enojarse y todo eso, pero al final vas a tener que regresar. Vas a querer hacerlo. No… No te hagas sólo mala leche sentado en esa tina. También aprende a perdonar.
Se alzó y enfiló a la puerta, pero antes de salir no se contuvo de agregar:
—La verdad es que a George te queda únicamente perdonarlo por, ya sabes, amarte tanto…
Cerró la puerta y dejó a Gustav creando pequeñas ondas en la superficie del agua. Meditando.
Fue una cena sombría. La última en aquel condenado bus. Al menos por un tiempo, que tras tan larga estancia obligada, necesitarían descontaminarlo y eso requeriría al menos un par de días.
Un poco de macarrones con queso y nada más, escueto alimento que George revolvía sin apenas darse cuenta de que jugaba con la comida, sobre su plato. De vez en cuando se limpiaba la comisura de los labios con su servilleta, pero era más un acto reflejo que una verdadera necesidad porque como no comía, no se ensuciaba.
Bill lo miraba y entristecido intercambiaba miradas con Tom que cada vez se sentía peor. Aquello era plenamente su culpa así que se mordía el labio inferior lamentando lo ocurrido, pero incapaz de disculparse más. Dijera lo que dijera, George ya no escuchaba, así que cuando finalmente lo vieron levantarse y dejar su plato en el fregadero con su comida intacta, no le reprocharon nada.
Con nada de sorpresa, lo vieron enfilar directo a la litera de Gustav, quitarse los zapatos e introducirse sin ruido. Un frufrú de tela y la cortinilla se cerró.
—Es triste –dijo Bill por lo bajo.
—Patético –denegó Tom—, pero también triste.
Bill buscó su mano y tras darle un apretón, se quedó muy quieto.
George pensó que lo que oía era un ladrón. Un par de pasos ligeros pero perceptibles por el pasillo y su corazón se aceleró al darse cuenta que en el autobús reinaba el silencio y que quien fuera el que anduviera en visita nocturna, no era ninguno de los gemelos. Éstos hacían siempre un ruido descarado para aclarar y dejar en claro que era su hora íntima. No molestar.
Sin embargo, estos eran diferentes… Un peso un poco más completo, uno verdadero más allá de las delgadas figuras de los gemelos.
Conteniendo las ganas de bostezar, se incorporó en la litera y se dio en la frente con el bajo techo en vano buscando alguna luz con la que guiarse. Luego un correr de las cortinas y el terror de darse cuenta de que sonaban a un lado, justo en su litera…
—Tomi, alguien me está tocando el trasero… —Escuchó. Se contuvo de reír al darse cuenta de que los gemelos habían ido a su propio compartimiento de dormir, lo que indicaba un error enorme a quien le estuviera buscando.
—Déjalo, ya se cansará –murmuró Tom entre sueños.
Nuevo ruido y tras unos segundos de silencio, se abrió la cortinilla de George para dar pie el original dueño de aquella litera: Gustav.
—¿Estás dormido? –Susurró.
—No –se hizo a un lado dejando espacio y Gustav aceptó complacido el pequeño espacio.
Arropados hasta el pecho, tendidos sobre sus espaldas y en quietud total, la tensión creció entre ambos por largos y espesos minutos antes de que alguno dijera una palabra.
—Lo siento –dijeron en unísono, al darse vuelta para quedar cara a cara y abrazarse, darse un beso nervioso y un abrazo que comprimía el aire en sus cuerpos.
George pasó su pierna por encima de Gustav y lo estrechó más cerca al darse cuenta de que temblaba sin control.
—Oh Dios, extrañé esto –musitó Gustav enterrando el rostro en su pecho del bajista e incapaz de más. Lo mismo George, que apenas colocó un beso sobre su cabeza, cayó en un profundo sueño.
El primero para ambos, en exactamente siete días. Dormir separados ya no era opción. Dolía…