Tom fue consciente de que estaba vivo en el mismo momento en que un dolor como una puñalada lo golpeó en la cabeza y lo hizo recordar que seguía atado en cuerpo y alma a la tierra.
Luchando contra la oscuridad de la inconsciencia, abrió los ojos a la más absoluta de las tinieblas. Donde quiera que estuviera, no reconocía nada a su alrededor.
A primera vista, lo que deseaba con todas sus fuerzas era volver a dormir, olvidar aquello y despertar al día siguiente en casa donde todo era como debía ser.
Por desgracia, su deseo no se cumplió cuando tras cerrar los ojos otra vez, se encontró con que ya no podía dormir. Atento a la realidad que lo rodeaba, fue capaz de adaptarse a las penumbras de aquella habitación y así apreciar detalles que resultaban aterradores bajo la luz del televisor que se encontraba encendido repitiendo infomerciales sin volumen, dándole así la certeza de que era tarde en la noche.
En primer lugar, la carencia de muebles. En aquel cuarto sólo estaban la cama sobre la que estaba acostado, la televisión y una mesa de noche sobre la que descansaban una jarra con agua, un vaso y algunos otros objetos que no supo identificar.
El dolor de cabeza lo estaba matando.
Incorporándose a medias con ayuda de las barras laterales de la cama, fue que descubrió dos hechos irrefutables. El primero, que se encontraba en el hospital. La bata que llevaba puesta y que permitía la entrada del frío a su cuerpo, así como la aguja sujeta a su mano demostraban que estaba en lo correcto. Lo segundo, que no sabía porqué estaba ahí.
—¿Mamá? –Llamó, no muy seguro si quería que alguien acudiera. Por lo que sabía, bien podría estar solo—. ¿Bill? –Intentó con otro nombre. Su gemelo no podía estar muy lejos; tenía fe en ello.
Temblando a causa de la náusea que le producían las palpitaciones en un costado de la cabeza, cerró los ojos al vértigo de casi irse de lado. Con una mano temblorosa se tocó en la fuente de su dolor sólo para encontrar vendajes y la remota idea de que algo grave le había sucedido.
Apartándose las manos de encima, se movió lenta y cuidadosamente, midiendo cada uno de sus pasos hasta encontrarse sentado sobre la cama y con los pies rozando el suelo de baldosas heladas.
Su primera idea era ponerse pie y salir por aquella puerta exigiendo una respuesta de porqué estaba ahí. ¿Qué le había pasado? ¿Era tan grave? ¿Y dónde estaba su familia? Si le había pasado un accidente, ¿por qué no estaba ahí su madre o Bill, o Gordon? Quería respuestas.
Motivado por una súbita energía, consiguió ponerse en pie sólo para volver a caer. Se sentía débil y a punto de vomitar. Una vez despierto, el dolor había amainado hasta niveles soportables, pero la cabeza le parecía ajena al cuerpo, como flotando entre nubes y al mismo tiempo sujetaba con clavos ardientes al cuello.
Llevándose las manos enfrente de los ojos, Tom encontró rasguñaduras, algunos moretones y un par de lesiones menores que parecían estar sanando a la perfección. ¿De qué era señal eso? ¿Había estado en un accidente automovilístico? ¿Lo había golpeado un vehículo? ¿Alguna pelea, quizá?
Tratando de hacer memoria, remontándose lo más posible en lo que podía recordar, no dio con nada excepto con la idea de que días atrás Bill, Andreas y él habían ido a la piscina. Los hechos no tenían nitidez, pero estaba seguro de que habían ocurrido no hacía ni una semana.
Más asustado de lo que estaba al principio aunque no quisiera admitirlo, volvió a intentar ponerse en pie para volver a fallar. Los pies descalzos estaban entumecidos por la falta de uso y con terror intentó imaginar cuánto tiempo tendría inconsciente. ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas? No podía ser tanto si aún llevaba consigo las marcas del accidente, cualquiera que fuera.
La pastosidad en la boca no lo dejaba ni gritar por ayuda, así que tomó la jarra con agua que descansaba sobre la mesa de noche y sin molestarse en servirse con el vaso, bebió de ella en largos tragos. El líquido derramándose por la comisura de sus labios y empapándole la bata del hospital, pero Tom ignorando aquel hecho conforme la sed que hasta ese momento no había reconocido como tal disminuía y sus malestares parecían aliviarse de algún modo.
Por desgracia, débil como estaba, no calculó sus propias fuerzas. La jarra resbalándosele de entre los dedos y cayendo al suelo donde se convirtió en añicos. El ruido haciendo eco por la habitación y Tom rechinando los dientes porque aquel sonido le exacerbaba la jaqueca.
—Dios, ayúdame –musitó con angustia al ver pisadas apresuradas a través de la luz que se filtraba por su puerta y preguntándose cuál de ellas sería la primera en entrar.
Suplicaba por permanecer en las tinieblas. Sus pupilas aún débiles tras largos días de oscuridad no parecían capaces de resistir ni el mínimo rayo de luz, ni hablar de una bombilla de 100 watts que creía le iba a freír el cerebro a la mínima oportunidad. Encorvándose aterrorizado de quién podría venir a investigar la causa del desorden, se cubrió el rostro con ambas manos.
No tuvo que esperar mucho antes de que la puerta se abriera y los pasos ligeros de una mujer se dejaron escuchar en las baldosas.
—¿Mamá? –Preguntó inseguro.
—No, lo siento, cariño –le dijo la voz anodina de una mujer. Tom suponía que debía tener al menos cuarenta años, pero no podía adivinarlo sólo por su timbre—. Ella fue a pasar la noche en un hotel. Tenía tres noches consecutivas aquí y lucía cansada.
Tom se mordió el labio inferior, aún protegido de la luz con los ojos cerrados y la palma de la mano sobre ellos. El ruido que escuchaba era el de una escoba recogiendo los cristales del suelo. –Lo siento –murmuró con vergüenza, no muy seguro si era por haber dejado caer la jarra o porque de pronto estaba llorando, presa del terror y no creía poder detenerse.
—No es nada –lo consoló la mujer. Tom apreció como un costado del colchón se hundía bajo el peso de otro cuerpo—. Tu hermano está aquí. No se ha apartado de tu lado desde que pasó el accidente.
—¿Bill? –Tom tragó saliva, aliviado de no estar totalmente solo. Las lágrimas le corrían por la barbilla y no veía como poder levantar la cara si alguien lo observaba—. ¿Puede apagar la luz, por favor? –Pidió.
—Claro que sí, permíteme.
Pasados unos segundos, Tom se apartó las manos del rostro. Usando el borde de las mantas para enjugarse todo rastro de su llanto, encontró a una mujer un poco entrada en carnes que le sonreía afable. Su uniforme de enfermera delataba al mismo tiempo a una mujer severa y acostumbrada de que sus órdenes se siguieran al pie de la letra, pero al mismo tiempo una persona que prodigaba amor sin esperar recibir nada a cambio.
—¿Qué me pasó? –Tom se volvió a llevar la mano al punto de dolor que tenía en la cabeza, justo detrás de la oreja derecha y se estremeció al contacto.
—Caíste desde el escenario. Según el reporte oficial que sale en los diarios, el entarimado cedió ante la presión de la gente y se debilitó la estructura. Häns, el paramédico que se encargo de que llegaras aquí con vida, dijo que eran fácilmente unos cuatro metros de caída libre.
Tom la miró con la boca entreabierta, no creyendo que fuera posible sobrevivir a semejante impacto. ¿Y qué diablos hacía él en un escenario así? Lo más cerca que había estado jamás de algo parecido había sido ese mismo verano, cuando Gordon los había llevado a un festival de música en Köln y con pases de equipo técnico, montado la pista que se construía. La altura había sido impresionante, tanto como para recordarlo y revivir el vértigo que el miedo experimentado le daba.
—Fue increíble que sólo tuvieras heridas menores, cariño –le dijo la enfermera al revisar el suero y tomar nota de cambiarlo en dos horas—. Descontando el que estuvieras inconsciente, más bien parecía que dormías.
—¿Cuántos días tengo así? –Tom aún no creía del todo aquella historia. Era demasiado… surrealista todo. Piezas no encajaban.
—En un par de horas, cuatro.
—¿Pero cómo…?
—¡Oh Dios mío! –Tom apretó los dientes ante el repentino gritó que le hizo taladrar los oídos.
Parado en la puerta sosteniendo un café en la mano, se encontraba un hombre de unos veinte años, alto y muy delgado, que tenía aspecto de llevar varios días sin tomar una ducha o dormir decentemente.
—Tomi… —Musitó antes de dar tres zancadas y abrazar a Tom con todas sus fuerzas.
…ste chilló del dolor, los huesos de todo el cuerpo crujiendo ante el apretón y deseando apartarse con todas sus fuerzas. El desconocido, que se le aferraba como de vida o muerte, temblaba presa de sollozos y Tom no encontraba como apartárselo sin ser grosero.
—Me retiro –anunció la enfermera—. Si necesitan algo, cualquier cosa, estaré en la recepción de entrada.
Sin darles un segundo más de su tiempo, salió cerrando la puerta y sumiendo el cuarto en una oscuridad casi total excepto por el televisor que permanecía encendido, y también en un silencio absoluto que no fueran los sollozos del desconocido.
—¡No! –Se lo apartó Tom de encima, lamentando al instante el brusco movimiento. El dolor de cabeza se intensificaba con cada segundo que pasaba—. No me toques.
—¿Tomi? Shhh, tranquilo. Mierda, debes de estar asustado o aturdido o no sé, perdona.
Tom se fijó con más detalle en el desconocido. De perfil y ayudado por la luz del televisor, tenía un aire leve a sí mismo, o más bien a Bill, por el cabello negro. En un par de años, quizá se vería así si es que se dejaba el cabello en rastas de la misma forma.
Rastas… Y sólo entonces Tom notó la ausencia de las suyas. Frenético en su búsqueda, tiró de los vendajes que le envolvían la cabeza para encontrar algo que jamás había sentido.
—Tom, tranquilízate. ¡Tom! –El desconocido lo sujetaba por los brazos y Tom poco podía hacer dado lo débil que se encontraba—. ¿Qué te pasa? Soy yo, Bill, no grites, no llores, Tomi…
Tom comenzó a jadear por el esfuerzo, deseando apartarse del desconocido y correr hasta encontrar a Bill, a su madre o a Gordon. Quería ver un rostro conocido y comprender qué demonios estaba sucediendo.
—Quiero a mi familia –chilló—, quiero a mi madre, a mi hermano. ¿Dónde están? ¿Dónde está Bill?
—Soy yo, Tomi –lo aferró el desconocido a sus brazos y Tom lo mordió en el cuello usando acopió de sus fuerzas. …ste se apartó de golpe y brincó fuera de la cama.
—¡No! ¡No enciendas la luz! –Gritó Tom, cubriéndose el rostro justo a tiempo para evitar el fogonazo blanco que lo deslumbró incluso a través de los ojos cerrados y las manos que lo cubrían.
—Tomi, mírame. ¡Mírame! ¡Maldita sea, mírame! –Tironeó de él el desconocido. Lo hizo hasta que a Tom no le quedó otra opción y lo que encontró lo hizo gritar con todas sus fuerzas no sólo una, sino varias veces. Tantas que la enfermera de antes regresó y tras sacar al desconocido a fuerza de empujones y usando toda la fuerza, lo abrazó contra su pecho hasta que lo tranquilizó.
Haciéndolo dormir por medio de medicamentos, al menos por las siguientes horas, borró de su mente por medio del sueño sin sueños, aquel rostro tan parecido al suyo, al de Bill, pero que al mismo tiempo no lo era.
La idea de que fuera real, que aquel fuera Bill, lo aterrorizaba.
¿Qué carajos estaba pasando?
Luchando contra la oscuridad de la inconsciencia, abrió los ojos a la más absoluta de las tinieblas. Donde quiera que estuviera, no reconocía nada a su alrededor.
A primera vista, lo que deseaba con todas sus fuerzas era volver a dormir, olvidar aquello y despertar al día siguiente en casa donde todo era como debía ser.
Por desgracia, su deseo no se cumplió cuando tras cerrar los ojos otra vez, se encontró con que ya no podía dormir. Atento a la realidad que lo rodeaba, fue capaz de adaptarse a las penumbras de aquella habitación y así apreciar detalles que resultaban aterradores bajo la luz del televisor que se encontraba encendido repitiendo infomerciales sin volumen, dándole así la certeza de que era tarde en la noche.
En primer lugar, la carencia de muebles. En aquel cuarto sólo estaban la cama sobre la que estaba acostado, la televisión y una mesa de noche sobre la que descansaban una jarra con agua, un vaso y algunos otros objetos que no supo identificar.
El dolor de cabeza lo estaba matando.
Incorporándose a medias con ayuda de las barras laterales de la cama, fue que descubrió dos hechos irrefutables. El primero, que se encontraba en el hospital. La bata que llevaba puesta y que permitía la entrada del frío a su cuerpo, así como la aguja sujeta a su mano demostraban que estaba en lo correcto. Lo segundo, que no sabía porqué estaba ahí.
—¿Mamá? –Llamó, no muy seguro si quería que alguien acudiera. Por lo que sabía, bien podría estar solo—. ¿Bill? –Intentó con otro nombre. Su gemelo no podía estar muy lejos; tenía fe en ello.
Temblando a causa de la náusea que le producían las palpitaciones en un costado de la cabeza, cerró los ojos al vértigo de casi irse de lado. Con una mano temblorosa se tocó en la fuente de su dolor sólo para encontrar vendajes y la remota idea de que algo grave le había sucedido.
Apartándose las manos de encima, se movió lenta y cuidadosamente, midiendo cada uno de sus pasos hasta encontrarse sentado sobre la cama y con los pies rozando el suelo de baldosas heladas.
Su primera idea era ponerse pie y salir por aquella puerta exigiendo una respuesta de porqué estaba ahí. ¿Qué le había pasado? ¿Era tan grave? ¿Y dónde estaba su familia? Si le había pasado un accidente, ¿por qué no estaba ahí su madre o Bill, o Gordon? Quería respuestas.
Motivado por una súbita energía, consiguió ponerse en pie sólo para volver a caer. Se sentía débil y a punto de vomitar. Una vez despierto, el dolor había amainado hasta niveles soportables, pero la cabeza le parecía ajena al cuerpo, como flotando entre nubes y al mismo tiempo sujetaba con clavos ardientes al cuello.
Llevándose las manos enfrente de los ojos, Tom encontró rasguñaduras, algunos moretones y un par de lesiones menores que parecían estar sanando a la perfección. ¿De qué era señal eso? ¿Había estado en un accidente automovilístico? ¿Lo había golpeado un vehículo? ¿Alguna pelea, quizá?
Tratando de hacer memoria, remontándose lo más posible en lo que podía recordar, no dio con nada excepto con la idea de que días atrás Bill, Andreas y él habían ido a la piscina. Los hechos no tenían nitidez, pero estaba seguro de que habían ocurrido no hacía ni una semana.
Más asustado de lo que estaba al principio aunque no quisiera admitirlo, volvió a intentar ponerse en pie para volver a fallar. Los pies descalzos estaban entumecidos por la falta de uso y con terror intentó imaginar cuánto tiempo tendría inconsciente. ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas? No podía ser tanto si aún llevaba consigo las marcas del accidente, cualquiera que fuera.
La pastosidad en la boca no lo dejaba ni gritar por ayuda, así que tomó la jarra con agua que descansaba sobre la mesa de noche y sin molestarse en servirse con el vaso, bebió de ella en largos tragos. El líquido derramándose por la comisura de sus labios y empapándole la bata del hospital, pero Tom ignorando aquel hecho conforme la sed que hasta ese momento no había reconocido como tal disminuía y sus malestares parecían aliviarse de algún modo.
Por desgracia, débil como estaba, no calculó sus propias fuerzas. La jarra resbalándosele de entre los dedos y cayendo al suelo donde se convirtió en añicos. El ruido haciendo eco por la habitación y Tom rechinando los dientes porque aquel sonido le exacerbaba la jaqueca.
—Dios, ayúdame –musitó con angustia al ver pisadas apresuradas a través de la luz que se filtraba por su puerta y preguntándose cuál de ellas sería la primera en entrar.
Suplicaba por permanecer en las tinieblas. Sus pupilas aún débiles tras largos días de oscuridad no parecían capaces de resistir ni el mínimo rayo de luz, ni hablar de una bombilla de 100 watts que creía le iba a freír el cerebro a la mínima oportunidad. Encorvándose aterrorizado de quién podría venir a investigar la causa del desorden, se cubrió el rostro con ambas manos.
No tuvo que esperar mucho antes de que la puerta se abriera y los pasos ligeros de una mujer se dejaron escuchar en las baldosas.
—¿Mamá? –Preguntó inseguro.
—No, lo siento, cariño –le dijo la voz anodina de una mujer. Tom suponía que debía tener al menos cuarenta años, pero no podía adivinarlo sólo por su timbre—. Ella fue a pasar la noche en un hotel. Tenía tres noches consecutivas aquí y lucía cansada.
Tom se mordió el labio inferior, aún protegido de la luz con los ojos cerrados y la palma de la mano sobre ellos. El ruido que escuchaba era el de una escoba recogiendo los cristales del suelo. –Lo siento –murmuró con vergüenza, no muy seguro si era por haber dejado caer la jarra o porque de pronto estaba llorando, presa del terror y no creía poder detenerse.
—No es nada –lo consoló la mujer. Tom apreció como un costado del colchón se hundía bajo el peso de otro cuerpo—. Tu hermano está aquí. No se ha apartado de tu lado desde que pasó el accidente.
—¿Bill? –Tom tragó saliva, aliviado de no estar totalmente solo. Las lágrimas le corrían por la barbilla y no veía como poder levantar la cara si alguien lo observaba—. ¿Puede apagar la luz, por favor? –Pidió.
—Claro que sí, permíteme.
Pasados unos segundos, Tom se apartó las manos del rostro. Usando el borde de las mantas para enjugarse todo rastro de su llanto, encontró a una mujer un poco entrada en carnes que le sonreía afable. Su uniforme de enfermera delataba al mismo tiempo a una mujer severa y acostumbrada de que sus órdenes se siguieran al pie de la letra, pero al mismo tiempo una persona que prodigaba amor sin esperar recibir nada a cambio.
—¿Qué me pasó? –Tom se volvió a llevar la mano al punto de dolor que tenía en la cabeza, justo detrás de la oreja derecha y se estremeció al contacto.
—Caíste desde el escenario. Según el reporte oficial que sale en los diarios, el entarimado cedió ante la presión de la gente y se debilitó la estructura. Häns, el paramédico que se encargo de que llegaras aquí con vida, dijo que eran fácilmente unos cuatro metros de caída libre.
Tom la miró con la boca entreabierta, no creyendo que fuera posible sobrevivir a semejante impacto. ¿Y qué diablos hacía él en un escenario así? Lo más cerca que había estado jamás de algo parecido había sido ese mismo verano, cuando Gordon los había llevado a un festival de música en Köln y con pases de equipo técnico, montado la pista que se construía. La altura había sido impresionante, tanto como para recordarlo y revivir el vértigo que el miedo experimentado le daba.
—Fue increíble que sólo tuvieras heridas menores, cariño –le dijo la enfermera al revisar el suero y tomar nota de cambiarlo en dos horas—. Descontando el que estuvieras inconsciente, más bien parecía que dormías.
—¿Cuántos días tengo así? –Tom aún no creía del todo aquella historia. Era demasiado… surrealista todo. Piezas no encajaban.
—En un par de horas, cuatro.
—¿Pero cómo…?
—¡Oh Dios mío! –Tom apretó los dientes ante el repentino gritó que le hizo taladrar los oídos.
Parado en la puerta sosteniendo un café en la mano, se encontraba un hombre de unos veinte años, alto y muy delgado, que tenía aspecto de llevar varios días sin tomar una ducha o dormir decentemente.
—Tomi… —Musitó antes de dar tres zancadas y abrazar a Tom con todas sus fuerzas.
…ste chilló del dolor, los huesos de todo el cuerpo crujiendo ante el apretón y deseando apartarse con todas sus fuerzas. El desconocido, que se le aferraba como de vida o muerte, temblaba presa de sollozos y Tom no encontraba como apartárselo sin ser grosero.
—Me retiro –anunció la enfermera—. Si necesitan algo, cualquier cosa, estaré en la recepción de entrada.
Sin darles un segundo más de su tiempo, salió cerrando la puerta y sumiendo el cuarto en una oscuridad casi total excepto por el televisor que permanecía encendido, y también en un silencio absoluto que no fueran los sollozos del desconocido.
—¡No! –Se lo apartó Tom de encima, lamentando al instante el brusco movimiento. El dolor de cabeza se intensificaba con cada segundo que pasaba—. No me toques.
—¿Tomi? Shhh, tranquilo. Mierda, debes de estar asustado o aturdido o no sé, perdona.
Tom se fijó con más detalle en el desconocido. De perfil y ayudado por la luz del televisor, tenía un aire leve a sí mismo, o más bien a Bill, por el cabello negro. En un par de años, quizá se vería así si es que se dejaba el cabello en rastas de la misma forma.
Rastas… Y sólo entonces Tom notó la ausencia de las suyas. Frenético en su búsqueda, tiró de los vendajes que le envolvían la cabeza para encontrar algo que jamás había sentido.
—Tom, tranquilízate. ¡Tom! –El desconocido lo sujetaba por los brazos y Tom poco podía hacer dado lo débil que se encontraba—. ¿Qué te pasa? Soy yo, Bill, no grites, no llores, Tomi…
Tom comenzó a jadear por el esfuerzo, deseando apartarse del desconocido y correr hasta encontrar a Bill, a su madre o a Gordon. Quería ver un rostro conocido y comprender qué demonios estaba sucediendo.
—Quiero a mi familia –chilló—, quiero a mi madre, a mi hermano. ¿Dónde están? ¿Dónde está Bill?
—Soy yo, Tomi –lo aferró el desconocido a sus brazos y Tom lo mordió en el cuello usando acopió de sus fuerzas. …ste se apartó de golpe y brincó fuera de la cama.
—¡No! ¡No enciendas la luz! –Gritó Tom, cubriéndose el rostro justo a tiempo para evitar el fogonazo blanco que lo deslumbró incluso a través de los ojos cerrados y las manos que lo cubrían.
—Tomi, mírame. ¡Mírame! ¡Maldita sea, mírame! –Tironeó de él el desconocido. Lo hizo hasta que a Tom no le quedó otra opción y lo que encontró lo hizo gritar con todas sus fuerzas no sólo una, sino varias veces. Tantas que la enfermera de antes regresó y tras sacar al desconocido a fuerza de empujones y usando toda la fuerza, lo abrazó contra su pecho hasta que lo tranquilizó.
Haciéndolo dormir por medio de medicamentos, al menos por las siguientes horas, borró de su mente por medio del sueño sin sueños, aquel rostro tan parecido al suyo, al de Bill, pero que al mismo tiempo no lo era.
La idea de que fuera real, que aquel fuera Bill, lo aterrorizaba.
¿Qué carajos estaba pasando?